Del salterio a la Inquisición...
‘Después de haber estado rezando en el bosque, según su costumbre, Francisco encontró en la ermita un hermano joven que le esperaba. Era un hermano lego, venido expresamente para pedirle un permiso. A este hermano le gustaban mucho los libros, y quería que el padre le permitiera tener algunos. Especialmente deseaba poseer un salterio. Su piedad ganaría, explicaba él, si podía disponer libremente de estos libros. Tenía ya el permiso de su ministro, pero le gustaría tanto obtener el de Francisco…
Francisco escuchaba al hermano exponer su demanda. Veía mucho más lejos de lo que él decía… Bajo pretexto de piedad estaba, pues, a punto de desviar a los hermanos de la humildad y simplicidad de su vocación. Pero no bastaba eso. Los innovadores querían que él, Francisco, diera su aprobación. La autorización que diese a este hermanito sería evidentemente explotada por los ministros. Verdaderamente, era demasiado. Francisco sintió que le subía una cólera violenta. Pero se tensó y se contuvo. Hubiera querido estar a mil leguas de allí, lejos de la mirada de este hermano que esperaba y espiaba sus reacciones. De repente le asaltó una idea.
—¿Quieres un salterio? —gritó—. Espera, voy a buscarte uno —saltó hacia la cocina de la ermita, metió la mano en el hogar apagado y cogió un puñado de ceniza y volvió corriendo al hermano—. Aquí tienes un salterio —dijo. Y, al decirlo, le frotó la cabeza con la ceniza. El hermano no esperaba eso y se quedó con la cabeza baja. Francisco mismo, una vez pasada su primera reacción, se encontró desarmado ante este silencio. Había sido demasiado rudo. Hubiera querido ahora explicarle por qué había obrado así, decirle que no tenía nada contra la ciencia ni contra la propiedad en general, pero que sabía él, el hijo del rico mercader de tejidos de Asís, lo difícil que es poseer algo y seguir siendo el amigo de todos los hombres y, sobre todo, el amigo de Jesucristo. “Si tenemos posesiones, nos harán falta armas para defenderlas”: al salterio seguirían el breviario, los libros de teología, la facultad universitaria, y mucha sabiduría, y las armas para protegerla: la Inquisición… Todas las relaciones humanas falseadas, corrompidas, reducidas a relaciones de dueño y de siervo a causa del haber. A causa de bienes que creemos poseer. Eso era grave, demasiado grave, para que se pudiera sonreír. Pero Francisco no tenía ante él más que a un niño, pero a quien era preciso tratar de salvar. Se sintió lleno de inmensa piedad por él. Lo cogió maternalmente por el brazo y lo llevó junto a una roca, en la que se sentaron los dos.
—Escucha, hermanito —le dijo—. Voy a confiarte una cosa. Cuando yo era más joven, también fui tentado por los libros. Me hubiera gustado tenerlos. Pensaba entonces que me darían sabiduría. Pero, mira, todos los libros del mundo son incapaces de dar la Sabiduría. En la hora de la prueba, en la tentación o en la tristeza, no son los libros los que pueden venir a ayudarnos, sino simplemente la Pasión del Señor Jesucristo —Francisco se calló un instante. Después, dolorosamente, añadió—: Ahora yo sé a Jesús pobre y crucificado. Esto me basta.’
Francisco escuchaba al hermano exponer su demanda. Veía mucho más lejos de lo que él decía… Bajo pretexto de piedad estaba, pues, a punto de desviar a los hermanos de la humildad y simplicidad de su vocación. Pero no bastaba eso. Los innovadores querían que él, Francisco, diera su aprobación. La autorización que diese a este hermanito sería evidentemente explotada por los ministros. Verdaderamente, era demasiado. Francisco sintió que le subía una cólera violenta. Pero se tensó y se contuvo. Hubiera querido estar a mil leguas de allí, lejos de la mirada de este hermano que esperaba y espiaba sus reacciones. De repente le asaltó una idea.
—¿Quieres un salterio? —gritó—. Espera, voy a buscarte uno —saltó hacia la cocina de la ermita, metió la mano en el hogar apagado y cogió un puñado de ceniza y volvió corriendo al hermano—. Aquí tienes un salterio —dijo. Y, al decirlo, le frotó la cabeza con la ceniza. El hermano no esperaba eso y se quedó con la cabeza baja. Francisco mismo, una vez pasada su primera reacción, se encontró desarmado ante este silencio. Había sido demasiado rudo. Hubiera querido ahora explicarle por qué había obrado así, decirle que no tenía nada contra la ciencia ni contra la propiedad en general, pero que sabía él, el hijo del rico mercader de tejidos de Asís, lo difícil que es poseer algo y seguir siendo el amigo de todos los hombres y, sobre todo, el amigo de Jesucristo. “Si tenemos posesiones, nos harán falta armas para defenderlas”: al salterio seguirían el breviario, los libros de teología, la facultad universitaria, y mucha sabiduría, y las armas para protegerla: la Inquisición… Todas las relaciones humanas falseadas, corrompidas, reducidas a relaciones de dueño y de siervo a causa del haber. A causa de bienes que creemos poseer. Eso era grave, demasiado grave, para que se pudiera sonreír. Pero Francisco no tenía ante él más que a un niño, pero a quien era preciso tratar de salvar. Se sintió lleno de inmensa piedad por él. Lo cogió maternalmente por el brazo y lo llevó junto a una roca, en la que se sentaron los dos.
—Escucha, hermanito —le dijo—. Voy a confiarte una cosa. Cuando yo era más joven, también fui tentado por los libros. Me hubiera gustado tenerlos. Pensaba entonces que me darían sabiduría. Pero, mira, todos los libros del mundo son incapaces de dar la Sabiduría. En la hora de la prueba, en la tentación o en la tristeza, no son los libros los que pueden venir a ayudarnos, sino simplemente la Pasión del Señor Jesucristo —Francisco se calló un instante. Después, dolorosamente, añadió—: Ahora yo sé a Jesús pobre y crucificado. Esto me basta.’
Tomado de: Éloi Leclerc, OFM, Sabiduría de un pobre.