domingo, marzo 20, 2011

La nueva historia de Francisco (III)

Continuación (aquí la II parte).

El ratón


Andaba con su mochila por los lugares franciscanos.

Ya no era un turista, pero no llegaba a peregrino.

En Greccio, el fraile charlaba y charlaba y charlaba, con el incontenible afán del que se ve obligado a callar largos ratos. Pero Cesco veía el sol poniente, los cipreses, el huerto como un jardincillo, el convento pobre, las lejanas aldeas pegadas al terruño. Después de completas le dejaron solo en su celda exigua y rústica. Poco más sabía de aquel Francisco del siglo XIII; pero el sol poniente, los cipreses, el huerto como un jardincillo, el convento pobre, las lejanas aldeas pegadas al terruño, le habían sumido en un pasmo silencioso. Por primera vez supo que el verdadero silencio es imperceptible.


Volvió a Asís. Se inclinó ante una iglesia sin darse cuenta de que ahora era un cine.

Bajó a San Damián. Pasillos estrechos, empinadas escaleras y portezuelas bajas hasta el jardincillo de Santa Clara; un retazo de patio con algunos poyos, plantas emparradas y macetas con flores. En la pared de la derecha, bajo el arco que cobijaba un nido de golondrinas, estaba escrito el cántico al sol. Un balcón con poyo se abría a la llanura y, al atardecer, entre olivos y cipreses, el aire tenía el color quemado de los robles en invierno.

Cesco estaba quieto.


Una niña leía el cántico a sus compañeras; era agradable oír la cantinela. Y las palabras de San Francisco dichas por la niña parecían tan silenciosas como la vez primera que fueron cantadas allí mismo.

Cesco estaba aún más quieto.

De pronto le dio un arrebato. No era una ventolera loca como otras veces. Ahora le brotaba de las muchas horas de andar solo, y de las honduras del Espíritu santo.

Subió corriendo hasta la ciudad voceando trozos del cántico:

Altissimu, omnipotente, bon signore.

Encontró la habitación del hotel muy ordenada, con sus ficheros, sus libros, sus notas, su gran pizarra llena de fórmulas. Todo bien alineado. Los ficheros, los libros, las notas, la pizarra, ya no le servían. Algo más que todo aquello había en el aire de Greccio.

Laudato sí, missignore, per frate vento.

Abrió la ventana y empezó a echar los libros por ella. Cantaba, gritaba, no sabía lo que se hacía.

So aqua, la quale e multo utile et humile et pretiosa et casta.

Libros y ficheros por la ventana. No sabía lo que se decía.

Frate focu robusto et jocundo et forte.

Más libros por la ventana, la pizarra también y, tras ella, los libros sobre San Francisco. Ya no servían; algo más que todo aquello flotaba en el aire de San Damián.

Frate sole, lo quale iorna et allumini noi per loi.

Podía ser un arrebato, podía ser el Espíritu.

Llamaron a la puerta.

Eran los guardias municipales.

A poco estaba tendido bocabajo, encerrado en los sótanos del viejo caserón. Algún duende maligno le había echado a perder el día con aquella ventolera. Mordisqueaba una rebanada de pan, y algunas migas caían al suelo. De un agujero de la pared salió un ratón, cogió la migaja más grande y volvió a esconderse rápidamente. Cesco quedó sorprendido: puso un buen pedazo de pana su alcance y el ratón repitió el juego. Pasó la tarde tendido en el suelo dando migajas de pan al ratón.


Missignore, cum tucte le tue creatura. Empiezo a entenderte, Francisco, soy capaz de entretenerme con un ratón.

Ya no pensaba en ningún duende maligno.

La luz de la calle le deslumbró al salir; cuando pudo mirarla, le pareció nueva. Los hombres también parecían nuevos; mercaderes, albañiles, mujeres de la limpieza, el botones del hotel, el viajero gordo. Lo nuevo era él, como si le estuviese naciendo la ternura.

Tomado de: J. M. Ballarin, Francesco, Salamanca, Sígueme, 1975. pp. 34-36.

miércoles, marzo 16, 2011

Testamento de siete hombres libres

Para A., J. y S., compañeros de liberación

Los siete mártires trapenses de Tibhirine

Cuando un A-Dios se vislumbra…

Si me sucediera un día (y ese día podría ser hoy)
ser víctima del terrorismo que parece querer abarcar
en este momento a todos los extranjeros que viven en Argelia,
yo quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia,
recuerden que mi vida estaba ENTREGADA a Dios
y a este país.

Que ellos acepten que el único Maestro de toda vida
no podría permanecer ajeno a esta partida brutal.

Que recen por mí.

¿Cómo podría yo ser hallado digno de tal ofrenda?
Que sepan asociar esta muerte a tantas otras tan violentas
y abandonadas en la indiferencia del anonimato.

Mi vida no tiene más valor que otra vida.

Tampoco tiene menos.



En todo caso, no tiene la inocencia de la infancia.

He vivido bastante como para saberme cómplice del mal
que parece, desgraciadamente, prevalecer en el mundo,
inclusive del que podría golpearme ciegamente.

Desearía, llegado el momento, tener ese instante de lucidez
que me permita pedir el perdón de Dios
y el de mis hermanos los Hombres,
y perdonar, al mismo tiempo, de todo corazón,
a quien me hubiera herido.

Yo no podría desear una muerte semejante.
Me parece importante proclamarlo.

En efecto, no veo cómo podría alegrarme
que este pueblo al que yo amo sea acusado,
sin distinción, de mi asesinato.

Sería pagar muy caro lo que se llamará, quizás,
la “gracia del martirio”,
debérsela a un argelino, quienquiera que sea,
sobre todo si él dice actuar en fidelidad
a lo que él cree ser el Islam.

Conozco el desprecio con que se ha podido rodear
a los argelinos tomados globalmente.

Conozco también las caricaturas del Islam
fomentadas por un cierto islamismo.
Es demasiado fácil creerse con la conciencia tranquila,
identificando este camino religioso
con los integrismos de sus extremistas.

Argelia y el Islam, para mí son otra cosa,
es un cuerpo y un alma.

Lo he proclamado bastante, creo, conociendo bien
todo lo que de ellos he recibido,
encontrando muy a menudo en ellos
el hilo conductor del Evangelio
que aprendí sobre las rodillas de mi madre,
mi primerísima Iglesia,
precisamente en Argelia y, ya desde entonces,
en el respeto de los creyentes musulmanes.

Mi muerte, evidentemente, parecerá dar la razón a los que
me han tratado, a la ligera, de ingenuo o de idealista:
“¡que diga ahora lo que piensa de esto!”
Pero estos tienen que saber que por fin será liberada
mi más punzante curiosidad.

Entonces podré, si Dios así lo quiere,
hundir mi mirada en la del Padre
para contemplar con ÉL a sus hijos del Islam tal como ÉL
los ve, enteramente iluminados por la gloria de Cristo,
frutos de su pasión, inundados por el don del Espíritu,
cuyo gozo secreto será siempre, el de establecer la comunión
y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias.

Dom Christian de Chergé†
f. Luc Dochier†
p. Christophe Lebreton†
f. Michel Fleury†
p. Bruno Lemarchand†
p. Célestin Ringeard†
f. Paul Favre-Miville†


Por esta vida perdida, totalmente mía
y totalmente de ellos,
doy gracias a Dios
que parece haberla querido enteramente
para este GOZO, contra y a pesar de todo.

En este GRACIAS en el que está todo dicho,
de ahora en más, sobre mi vida,
yo los incluyo, por supuesto,
amigos de ayer y de hoy y a vosotros,
amigos de aquí,
junto a mi madre y a mi padre,
mis hermanas y hermanos y los suyos,
¡el céntuplo concedido, como fue prometido!
Y a ti también, amigo del último instante,
que no habrás sabido lo que hacías.

Sí, para ti también quiero este GRACIAS,
y este “A-Dios” en cuyo rostro te contemplo.

Y que nos sea concedido reencontrarnos,
ladrones bienaventurados,
en el paraíso, si así lo quiere Dios,
Padre nuestro, tuyo y mío. ¡AMÉN!

Argel, 1 de diciembre de 1993
Tibhirine, 1 de enero de 1994
(Abierta en el domingo de Pentecostés de 1996)

Dom Christian de Chergé, OCSO

Cómo encontrar a Dios, según Helen Prejean, CSJ

Para S.

El camino más directo que he encontrado para llegar a Dios es en el rostro de los pobres y de aquellos que están luchando por salir de algún problema. A mí fue eso precisamente lo que me llevó a involucrarme en los proyectos Santo Tomás para encontrar albergue a los necesitados y después con los condenados a muerte, y, luego, con las familias de las víctimas asesinadas.

No fue sino hasta los 40 años que me di cuenta de la relación entre el Jesús que dijo ‘Estuve preso y me visitaron, hambriento y me alimentaron’, entre esto, y la experiencia de la vida real de estar en circunstancias en las cuales me enfrenté verdaderamente con personas que tenían hambre, que estaban en prisión o que padecían por el racismo que prevalece en esta sociedad. Tuve la sensación de llegar a casa. Encontrar a Dios fue como llegar a mi hogar; entonces te preguntas a ti misma: ¿Dónde habías estado toda tu vida?

Recuerdo una ocasión en que estuve en un albergue para los sin-hogar: un comedor público. Mi trabajo consistía en servir agua fresca al principio de la fila que la gente hacía para recibir el alimento. Ése fue el primer acto consciente que hice en el que tuve que estar en contacto con personas menesterosas. Se acercó un joven, un muchacho guapo, que se parecía a Mr. Joe College. Era bien parecido, rubio y de ojos azules, y la temblaba la mano al extender la taza. Me dijo en un susurro: ‘Tiene que ayudarme. Es la primera vez que vengo aquí’. Me conmoví hasta las lágrimas y pensaba: Dios mío, ¿qué hace este joven aquí? Eso te despierta una energía tremenda y dones que ni sospechas tener.

La imagen que tengo de encontrar a Dios es la de que nuestros barquitos flotan en el río. Con frecuencia se ahoga el motor. Aguardamos y nada se mueve. Y todo parece permanecer igual en nuestra vida. Pero cuando nos involucramos en una situación como ésta (para mí eso implicó involucrarme con los pobres) es como si nuestro barquito empezara a moverse siguiendo esta corriente. El viento empieza a soplar a través de nuestra cabellera, y adquiere energía y vida. Esto fue lo que me llevó directamente a la cámara de ejecuciones. Como ven, fue muy rápida la transición entre involucrarme con la gente pobre en los proyectos de albergue Santo Tomás y escribirle a un hombre condenado a muerte, para visitarlo y estar allí con él hasta el desenlace final, pues no tenía a nadie más que le acompañara. Y esa experiencia de estar allí con él es realmente la esperanza de ver actuar la vida contra sí misma: es la vida o la muerte. La compasión o la venganza. Toda la vida se destila entonces hasta su esencia.

En esa situación, experimenté una tremenda fuerza y presencia de Dios; sentí que Dios estaba presente en este hombre al que la sociedad quería repudiar y matar. Y comprendí plenamente las palabras de Jesús de que ‘los últimos serán los primeros’. Eso es lo que esas palabras significan: que Dios habita en las personas de la comunidad de las que más nos queremos deshacer. Esto es lo construye la familia humana y la comunidad de los Hombres. Pues lo que hace posible que sigan sucediendo cosas como la pena de muerte, el racismo que perdura todavía en nuestra sociedad, la opresión de los pobres, es la falta de contacto con la gente.


Para mí, encontrar a Dios es encontrar a toda la familia humana. Nadie puede quedar desconectado de nosotros. Lo cual es otra forma de hablar del Cuerpo Místico de Cristo, del que todos formamos parte.

Y siento que todos necesitamos estar en contacto con los pobres. Y que, como dijo Jim Wallis, de la revista Sojourners, tenemos que admitir, que una de las disciplinas espirituales del cristianismo (así como la lectura de la Biblia, la oración y el resto de la liturgia) es el contacto físico con los pobres. Es un ingrediente esencial. Si nunca estamos en presencia de ellos, si nunca comemos con ellos, si jamás hemos escuchado sus historias, si siempre hemos estado apartados de ellos, entonces me parece que nos hace falta algo vital.

De hecho, pienso que éste es uno de los mayores problemas de nuestra sociedad actual. Se dice que el día de más segregación de la semana es el domingo, porque las iglesias participan muy activamente en la segregación. Han incorporado ese sistema a su funcionamiento y así las personas asisten a la iglesia con otras personas similares a ellas.

La ‘parte de Dios en nosotros’ es siempre la que camina por encima, para andar sobre las aguas y correr el riesgo. Nos impulsa a ir a lugares que están más allá de lo que quiere ir la ‘parte de nosotros mismos’, que prefiere estar a salvo y segura, permaneciendo en lo confortable y lo conocido. Sólo echemos un vistazo a todos los caminos espirituales, inclusive el viaje a través del desierto, para llegar a la Tierra Prometida. Pensemos en Jesús que dice: ‘Yo los precederé en Galilea’. Concretamente pienso que este viaje hacia el interior de Dios nos traslada a hacer el viaje hacia los proyectos del albergue, los barrios pobres, las ciudades perdidas, los lugares en que la gente padece de SIDA, hacia los presos condenados a muerte, hacia las esposas golpeadas; lugares todos en donde está presente el sufrimiento humano.

Me gustaría añadir algo a todo este asunto de cómo encontrar a Dios y es que el viaje, a donde quiera que nos lleve (en mi caso, me llevó a los pobres y a los que luchan con algún problema), debe ser acompañado de una reflexión y de un ubicarse en lo más importante, lo cual se obtiene en la oración y la meditación. Es muy importante asimilar lo que va sucediendo en nuestras vidas. Yo me doy cuenta de que no puedo funcionar adecuadamente si no tengo ese sentido que me ubica en el centro de mí misma, en el alma de mi alma, de manera que yo actúe realmente desde mi interior. Y es muy importante avanzar por el propio camino, porque fácilmente somos atrapados por los remolinos de los demás en el río de la vida, y esto nos conduce a un patrón de estímulo-respuesta. Es tan factible el ni siquiera darnos cuenta de que realmente estamos siendo movidos por la visión que otros tienen de la vida, por su modo de comprender las cosas, por sus programas de vida, que nos veamos arrastrados de una corriente a otra, como si no tuviéramos timón en nuestro propio barco.


Cuando te topas con algo tan grande cómo esto, con algo que sabes que te sobrepasa (como trabajar por la justicia en el mundo o tratar de relacionar la fe con el ir contra los sistemas poderosos y afianzados) tienes la sensación de que estás haciendo tu parte. Pero entonces también necesitas ser capaz de dejar que las cosas sigan su curso, capaz de dejar que sea Dios quien rija el universo, de modo que puedas también ponerte a tocar el clarinete, que puedas estar con tus amigos o cultivar tu jardín.

Llevar una vida plena es sumamente importante. Creo que la plenitud es parte del ser divino. Pienso que no es tanto la limpieza y el orden lo más cercano a Dios, ¡lo es la plenitud! Hay que tener una vida bien integrada, hay que tener una vida intelectual desarrollada, una vida en la que haya oportunidad de leer, de pensar y de discutir diversos temas. Hay que tener una vida emocional intensa que permita ofrecer intimidad a la gente y recibirla también. Hay que cultivar amistades como se cultiva un jardín. Porque ya no hay cabida para esos ‘llaneros solitarios’ que pretenden salvar al mundo por sí mismos.


Tomado de: James Martin, SJ [ed.], ¿Cómo puedo encontrar a Dios?, trad. Guillermo Cervantes Ramírez, SJ, México, Buena Prensa, 2000. pp. 15-18.

viernes, marzo 11, 2011

Cómo San Antonio predicó a los peces, y por este milagro convirtió a los herejes

Para A.


Queriendo Cristo poner de manifiesto la gran santidad de su siervo San Antonio y acreditar su predicación y su doctrina santa para que fuese escuchada con devoción, se sirvió en cierta ocasión de animales irracionales, como son los peces, para reprender la necedad de los infieles herejes, del mismo modo como en el Antiguo Testamento había reprendido la ignorancia de Balaam.

Fue en ocasión que San Antonio se hallaba en Rímini, donde había una gran muchedumbre de herejes [cátaros]. Durante muchos días había tratado de conducirlos a la luz de la verdadera fe y al camino de la verdad, predicándoles y disputando con ellos sobre la fe de Jesucristo y de la Sagrada Escritura. Pero ellos no sólo no aceptaron sus santos razonamientos, sino que, endurecidos y obstinados, no quisieron ni siquiera escucharle; por lo que un día San Antonio, por divina inspiración, se dirigió a la desembocadura del río junto al mar y, colocándose en la orilla entre el mar y el río, comenzó a decir a los peces como predicándoles:

—Oíd la palabra de Dios, peces del mar y del río, ya que esos infieles herejes rehúsan escucharla.

No bien hubo dicho esto, acudió inmediatamente hacia él, en la orilla, tanta muchedumbre de peces grandes, pequeños y medianos como jamás se habían visto, en tan gran número, en todo aquel mar ni en el río. Y todos, con la cabeza fuera del agua, estaban atentos mirando al rostro de San Antonio con gran calma, mansedumbre y orden: en primer término, cerca de la orilla, los más diminutos; detrás, los de tamaño medio, y más adentro, donde la profundidad era mayor, los peces mayores. Cuando todos los peces se hubieron colocado en ese orden y en esa disposición, comenzó San Antonio a predicar solemnemente, diciéndoles:

—Peces hermanos míos: estáis muy obligados a dar gracias, según vuestra posibilidad, a vuestro Creador, que os ha dado tan noble elemento para vuestra habitación, porque tenéis a vuestro placer el agua dulce y el agua salada; os ha dado muchos refugios para esquivar las tempestades. Os ha dado, además, el elemento claro y transparente, y alimento con que sustentaros. Y Dios, vuestro creador cortés y benigno, cuando os creó, os puso el mandato de crecer y multiplicaros y os dio su bendición. Después, al sobrevenir el diluvio universal, todos los demás animales murieron; sólo a vosotros os conservó sin daño. Por añadidura, os ha dado las aletas para poder ir a donde os agrada. A vosotros fue encomendado, por disposición de Dios, poner a salvo al profeta Jonás, echándolo a tierra después de tres días sano y salvo. Vosotros ofrecisteis el censo a nuestro Señor Jesucristo cuando, pobre como era, no venía con qué pagar. Después servisteis de alimento al rey eterno Jesucristo, por misterio singular, antes y después de la resurrección. Por todo ello estáis muy obligados a alabar y bendecir a Dios, que os ha hecho objeto de tantos beneficios, más que a las demás creaturas.

A estas y semejantes palabras y enseñanzas de San Antonio, comenzaron los peces a abrir la boca e inclinar la cabeza, alabando a Dios con esos y otros gestos de reverencia. Entonces, San Antonio, a la vista de tanta reverencia de los peces hacia Dios, su creador, lleno de alegría de espíritu, dijo en alta voz:

—Bendito sea el eterno Dios, porque los peces de las aguas le honran más que los hombres herejes, y los animales irracionales escuchan su palabra mejor que los hombres infieles.

Y cuanto más predicaba San Antonio, más crecía la muchedumbre de peces, sin que ninguno se marchara del lugar que había ocupado.

Ante semejante milagro comenzó a acudir el pueblo de la ciudad, y vinieron también los dichos herejes; viendo éstos un milagro tan maravilloso y manifiesto, cayeron de rodillas a los pies de San Antonio con el corazón compungido, dispuestos a escuchar la predicación. Entonces, San Antonio comenzó a predicar sobre la fe católica; y lo hizo con tanta nobleza, que convirtió a todos aquellos herejes y los hizo volver a la verdadera fe de Jesucristo; y todos los fieles quedaron confortados y fortalecidos en la fe. Hecho esto, San Antonio licenció a los peces con la bendición de Dios y todos partieron con admirables demostraciones de alegría; lo mismo hizo el pueblo.

Después, San Antonio se detuvo en Rímini muchos días, predicando y haciendo fruto espiritual en las almas.

En alabanza de Cristo. Amén.

Florecillas de San Francisco de Asís, capítulo XL.

miércoles, marzo 09, 2011

La nueva historia de Francisco (II)

Continuación de la I parte.

La clínica


Dios se complace en los Hombres mucho antes de que ellos lo sepan.


No es posible forjar leyendas sobre el nacimiento de Cesco porque nació en una clínica; perfecta, limpia, aséptica, organizada y eficiente, sin ratones. Ni pajas de pesebre, ni animales junto a él, ni pastores a su alrededor. Los ángeles estarían allí, pero no debieron de atreverse a cantar. Ni protección paterna ni ternura materna: el padre estaba ocupado y la madre, en trance de muerte. No era un niño que nacía, era el 214 que llegaba al quirófano. Con su número sujeto al bracito por un esparadrapo, le metieron en una incubadora. Estaba entre dos niños más: el 213 y el 215. Hoy muchos niños nacen así.

Un presagio de pobreza.


Le enseñarían, cómo no, la lista de los emperadores bizantinos y los sistemas cristalográficos. Aprendió solito a atrapar moscas, a hacer fuelles para esparcir polvo de tiza, a fabricar flechas voladoras de papel y cerbatanas para disparar arvejas. Una noche tenían tagarninas: ‘que si eres hombre, que si no eres un hombre’, ‘que si lo fumas, que si no lo fumas’, acabaron mareados. Al día siguiente, por la mañana, el busto del señor importante que presidía la escalera principal del colegio, apareció con la nariz pintada de rojo. Ante el inquisidor que buscaba al culpable, Cesco supo confesar que lo había hecho él, porque él lo había hecho.

Dar la cara.

De niño quería ser pastorcillo de montaña, después descubridor del polo, después esperaba llegar a la luna; luego quiso ser aviador, marinero, guía en los Alpes, senador, ingeniero, físico. Cuantas veces soñó en lo que haría de mayor sentía siempre dentro un empuje hacia arriba; nunca pensó en vivir con zapatillas y poltrona, protegido y asegurado por el negocio de una tiendecilla.

Apuntar alto.

Muy joven todavía, hubo guerra y le mandaron al frente. Antes de conocer el amor y el odio de los hombres, quedó marcado por la redención de la sangre. Vio morir a aquel aprendiz del carpintero, a aquel cerrajero primerizo, a aquel desconocido que le había dado la mitad de su chusco, a aquel niño bien que llegaba a primera línea con su pijama de seda en el macuto, a aquel compañero de colegio. Cesco volvió a casa, pero Mingo no volvió; había quedado en alguna parte, con los ojos desorbitados de sorpresa infantil, cristalizados para siempre jamás en la inocencia. Después de la guerra sólo tenía dos cosas; la marca de sangre de su generación inocente y ‘la flor de la esperanza, minúscula y tenaz’ —como había dicho un poeta de su generación antes de morir—. Con los años, nuevas generaciones trajeron nuevos vientos de esperanza; y era algo hermoso de ver. Les entendía bien, porque él pertenecía a la sangre de Mingo.

La fidelidad a la generación inocente.


Le mandaron a infantería. Llegó al frente de noche, en un gran silencio; un silencio estremecedor, mucho más estremecedor que el estallido de las bombas. Todos eran niños y los ojos se las abrían como la primera vez que les mandaron a buscar algo al cuarto obscuro. De nuevo, ojos despavoridos y miedo en el corazón a la primera noche que estuvo de escucha, silencioso y agachado, con el fusil entre las piernas, unos metros más allá de las líneas. Nunca se libró por completo del miedo; siempre lo tuvo, incluso cuando ya sabía distinguir el estallido de los obuses del de las bombas, cuando ya conocía, por el ruido, qué aviones se acercaban. Con mucho miedo, sin embargo, nunca se hizo el remolón cuando tocaba salir de la trinchera: avanzaba, sin perder el tino de avanzar resguardándose.

Avanzar, a pesar del miedo.

Siempre tuvo amigos. Era de buen carácter, y a su lado nadie se aburría. Generoso: nunca guardó para sí, en el colegio, los turrones que le mandaban por navidad; si tenía dinero lo gastaba, pero nunca él solo. Era fiel, se peleaba con los que se burlaban de un amigo giboso. Un día, en el frente, estaban los otros dos allá arriba, bien parapetados; largas horas de combate, Cesco ya no sabía si tenía o no tenía miedo. Estruendo de las explosiones: chim-pum (los cañones de ellos), chim-pam (los cañones nuestros); agacharse, saltar, esconderse; saltar, agacharse, y esconderse. Encontró al otro apoyado en un árbol, el fusil inservible en las manos: ‘Toma, bebe un trago de mi cantimplora’.

Repartirse el agua de la cantimplora con el otro.

Cayó prisionero. Hambre y piojos de vergüenza. Por la noche, los prisioneros se sentían cercados por el alerta de los centinelas, un grito que se repetía cada cuarto de hora, rodeándoles. Pasaban el día echados, inermes; no parecían seres vivos. Algún compañero murió junto a él, tal vez más de vergüenza que de hambre. Hubieran preferido el frente, donde se jugaban la vida, sí, pero donde podían sentirse libres, luchando. Ahora callaban. ‘No nos dejemos abatir, cantemos. Aunque sigamos hambrientos, no seremos unos vencidos’.

No dejarse vencer.

Antes había tenido que realizar una gran retirada. Ambulancias, puentes volados, hombres tendidos en las cunetas, muertos tal vez, vuelos rasantes de la aviación contraria. Volatería suelta, lejos de sus corrales. Aldeanos huyendo con la mujer y los hijos, el carro, la mula, el colchón y la vaca. Soldados sin oficiales amontonados en camiones; oficiales sin soldados, en pequeños coches. Un niño tirando de una cabra, solo con su cabra. Una muchacha, sola, lloraba; los compañeros quisieron meterse con ella. Cesco era como todos, pero cargó el fusil: ‘Nadie la tocará, está llorando’.

Respetar a la mujer, porque la mujer es signo de contradicción. Quien sea capaz de respetarla, será también capaz de todos los demás gestos de hombre. Y al revés.

Quizás hayamos olvidado que respetar a la mujer y los demás gestos es lo normal, lo que todo hombre haría si no se torciese. Cesco era un muchacho normal, no asquerosamente perfecto, con unos defectos muy suyos: atolondrado, vanidoso, manirroto, demasiado simpático. Muy inmaduro y quizás muy pecador.

Pero no era un encogido.

Hay defectos que encogen y llevan al resentimiento como cuando se quiere encubrir la trampa con la prudencia, la cobardía con la mansedumbre, los complejos con la justicia, el abatimiento con las alergias, el egoísmo con la cordura, el alma de solterón con la continencia.

Mal camino. Donde incluso la gracia puede desviarse, porque la gracia llega a todas partes, pero si el encogido la recibe sin enderezarse, queda falseada, sin integración, sin unidad en el hombre. Como zapatos estrechos que dan mala andadura.

Cesco no era un encogido.


Hay defectos que no encogen y conducen a la virtud normal, de una manera normal. La violencia está más cerca de la suavidad cristiana, que la cobardía; una lúcida conciencia del propio valer, incluso con su matiz de orgullo, está más cerca de la humildad que la pusilanimidad escrupulosa; la imprudencia está más cerca de la prudencia que la falsa cordura del hombre instalado; la intransigencia está más cerca de la caridad que la condescendencia débil; el derroche está más de cerca de la pobreza que la avaricia; el pecado hecho con cierto respeto a la mujer está más cerca de la castidad que la continencia atormentada y reprimida en falso del alma del solterón.

Buen camino. La gracia de Dios puede avanzar por él normalmente, porque dar la cara, avanzar, repartirse el agua de la cantimplora, no dejarse vencer, respetar a la mujer, son gestos que tienen su realización normal cristiana en el hecho de afrontar la verdad de Dios, esperar la vida eterna, comprometerse en esta vida temporal, partir el pan, asumir la cruz de Jesucristo, encontrar la virginidad del alma.

Mal camino. Buen camino.

Y por encima de todos la gracia de Dios que hurga, busca, importuna, pincha, empuja, hasta que nos hace descubrir que tanto si hemos nacido en una barraca, como en el fondo de una mina, como en una clínica, todos hemos nacido desnudos. Hasta que nos hace descubrir qué sentido tenía aquel presagio de pobreza.

Tomado de: J. M. Ballarin, Francesco, Salamanca, Sígueme, 1975. pp. 29-33.