viernes, marzo 03, 2017

‘El amor da una última oportunidad’ de Hans-Urs von Balthasar



Arthur Robins, Jesus Curses the Fig Tree, s/f.

En el Cantar de los Cantares leemos estas palabras: ‘Es fuerte el amor como la muerte, es cruel la pasión como el abismo’ (VIII, 6). Hay dichos de Jesús que recuerdan estas palabras, aunque no cuadran mucho con la imagen almibarada que muchos se hacen del hombre de Nazaret. Tenemos que acostumbrarnos a oír palabras drásticas como éstas. En el Evangelio de hoy nos da la oportunidad de oírlas. Lo leo:

En ese momento se presentaron unas personas que comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos, cuya sangre Pilato mezcló con la de las víctimas de sus sacrificios. Él respondió: “¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera. ¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera”. Les dijo también esta parábola: “Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar frutos y no los encontró. Dijo entonces al viñador: «Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no los encuentro». «Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?». Pero él respondió: «Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás»”’ (Lc XIII, 1-9).

Dos verdades se contraponen frente a frente en estas palabras de Jesús. La primera se refiere al delito político del gobernador humano, pero también aquella desgracia en Siloé, al derrumbamiento de una torre, que sepultó bajo sí a dieciocho personas. ¿Podían interpretarse estas catástrofes como signo de la culpa de los que habían perecido, como los fariseos inclinaban a admitir? Jesús responde categóricamente: ‘No’. La segunda verdad se refiere a los mismos episodios, examinando los más extensamente en la parábola de la higuera: ¿Son inocentes los afectados por la desgracia? ‘No’, dice Jesús, y han sido pecadores del mismo modo que vosotros, los que preguntáis, y estáis expuestos al castigo del mismo modo e igual que los que ya han sido alcanzados por él. También, vosotros, de esas noticias de los periódicos en la sección de ‘accidentes y crímenes’, sólo podéis sacar una lección razonable: conversión, cambio de vida radical, giro de 180 grados. Y, ciertamente, no en cualquier momento en el futuro, cuando a vosotros os convenga, la recesión sea más fuerte y los medios de vida más escasos, sino ahora, porque ahora le viene bien a Dios y por ello, como dice Juan el Bautista, ya está puesta el hacha a la raíz de vuestro árbol. Para la higuera es el momento ideal de dar el fruto que se espera impacientemente de ella; incluso el mirador que pide un aplazamiento tiene que admitir el próximo año puede ser demasiado tarde, y sin duda será demasiado tarde si el árbol sigue siendo mucho tiempo infecundo y esquilma a la tierra como un parásito.

No se puede afirmar de ningún modo que en este evangelio no es posible percibir el amor de Dios. Aparece incluso de múltiples formas, aunque en cierto modo como un amor está tan cansado de los Hombres, que parece que ha llegado al final de su paciencia y tiene que adoptar la forma de la advertencia.

En primer lugar, Jesús dice que Dios no remunera a los pecadores sólo por sus acciones, en el sufrimiento que le sea de ningún modo se puede ver la magnitud de su culpabilidad. Otros pueden haber cometido un pecado peor y, a pesar de todo, se les ha respetado la vida.

En segundo lugar, deja abierta una posibilidad a los que le interrogan. Sí, considerando la desgracia de los otros, deben considerarse advertidos, deben entenderla como una señal de Dios, deben cambiar la orientación de su vida. Observemos con qué énfasis habla Jesús aquí que ‘los demás habitantes de Jerusalén’, que, si no se convierten, eres eran todos del mismo modo: prevé la pronta y terrible ruina de la ciudad obstinada. En tercer lugar, según las palabras de Jesús, es propio de la naturaleza de la higuera que tenga que dar fruto. Dios ha puesto en su interior esta posibilidad para el bien y la utilidad. Luego el Hombre sólo tiene que seguir un impulso natural para responder a la exigencia de Dios de producir frutos.

En cuarto lugar, hay un intercesor bueno, que pide un último aplazamiento y que cavando y estercolando quiere hacer todo lo posible para conseguir fruto del recalcitrante.

Y, en quinto lugar, está la condescendencia del señor, que asiente este último aplazamiento.

Así, pues, el amor está ahí absolutamente presente, brilla por todas las rendijas; pero, por la tibieza y la insensibilidad de los Hombres y por su obsesión por hacer sospechosos de pecado a los demás, disculpándose a sí mismos, tiene que presentar los caracteres de una fuerza necesariamente enérgica. ‘Es fuerte el amor como la muerte, es cruel la pasión como el abismo’. Hay sin duda alguna un punto en el que la longanimidad de Dios se agota, si el Hombre no utiliza el plazo que se le ha dado. Entonces, el amor de Dios tiene que recurrir a otros medios. Entiéndanlo bien: el amor de Dios. No digo que el amor de Dios esté limitado internamente, por ejemplo por su justicia. Muchos se lo imaginan así. Pero ninguno de los atributos de Dios está limitado, y mucho menos su amor. Lo mismo que su justicia y tampoco su misericordia. Todos ellos se compenetran recíproca e ilimitadamente. No se puede acusar a Dios, cuando en la parábola de los trabajadores en la viña paga a los que han llegado los últimos lo mismo que a los que han trabajado desde el amanecer, que sea por estado injusto. Que la justicia y del amor coinciden en Dios fue uno de los hallazgos felices de Santa Teresita. Pero desde luego coinciden de tal modo, que, desde un punto de vista concreto, el amor de Dios, para lograr sus fines, tiene que emplear medios duros. El juicio por el que tienen que pasar todos los pecadores, y que no los dejará pasar si no se han purificado a la corta o a la larga, este juicio tiene que ser inflexible. Absolutamente sin perdón, precisamente porque en él se ventila la posibilidad del perdón definitivo.

Vale la pena detenerse un momento en esta idea del juicio. Los católicos admiten la existencia de un purgatorio, de un tiempo de purificación. San Pablo hablar de él de un modo muy explícito en la I Carta a los corintios: ‘La obra de cada uno aparecerá tal como es, porque el día del Juicio, que se revelará por medio del fuego, la pondrá de manifiesto; y el fuego probará la calidad de la obra de cada uno. Si la obra construida sobre el fundamento resiste la prueba, el que la hizo recibirá la recompensa; si la obra es consumida, se perderá. Sin embargo, su autor se salvará, como quien se libra del fuego’ (III, 13-15). Aquí encontramos exactamente este carácter drástico del amor. Sólo que ahora no advirtiendo en el tiempo, sino interviniendo en el umbral del eternidad. El purgatorio no es otra cosa que una dimensión del juicio, el paso por éste, el sometimiento y adecuación a la norma inflexible, con la que hay que coincidir, para que se puede entrar en el reino de la vida eterna. Y a él debemos llegar. Por tanto, el fuego del amor divino debe quemar en nosotros todo lo que no sea conforme a él. Y esto, según como hayamos vivido aquí abajo, será más o menos doloroso, y quizá sea una aflicción muy horrible. Puede suceder entonces que todo nuestro edificio terrenal, todo con lo que pensábamos que debíamos identificarnos aquí abajo, se deshará en llamas y que sus ruinas ardientes caigan sobre nosotros, como ocurrió con la torre de Siloé. ‘Sufrirá el daño’, dice San Pablo, lamentará lo inútil y absurdo de su vida y, con ignominia y oprobio, tendrá que ponerse entre los párvulos para aprender el ABC del amor verdadero. Hasta ahora sólo sabía el ABC del egoísmo por fuera. ¿Qué puede hacer la misericordia divina con alguien así? Ni siquiera le entendería, ni siquiera la sabría aceptar. Se necesita una especie de lavado de cerebro del pecador, para que aprenda a ver qué tipo de ideología es el amor de Dios. Pero, al final, las ideas que Dios tiene son las únicas verdaderas, y en último término hay que conformarse sin duda ellas. En el juicio y en su fuego se pasará de lentamente a la última idea vida, la intuición última de Dios, y esta intuición es el Hijo crucificados Dios. Él es la verdad, y esta verdad tengo que dejármela decir. La verdad del pecado: ésta la has hecho tú. La verdad de la gracia: ésta la ha hecho Dios para ti. La conversión es siempre un proceso doloroso y solitario. Nadie puede hacerlo por mí, y yo tengo que aprender a amar exactamente lo que hasta ahora no quería y a abandonar exactamente lo que hasta ahora me gustaba.

Pero dejemos ahora el purgatorio y volvámonos al mundo. Como cristianos, no podemos explicar el sufrimiento en el mundo de otro modo que como un ocultamiento del rostro del amor divino ante la tremenda inclinación del mundo al pecado. Quizá pensamos que podemos afirmar que los menos pecadores tienen que sufrir más. Es probable entonces que esto suceda vicariamente por los demás. Los galileos de los que se habla en el evangelio habían ido precisamente a sacrificar a sus víctimas en el templo, cuando ellos mismos fueron sacrificados junto con ellas. Eran, comparados con otros, pecadores temerosos de Dios. Los menos culpables pueden ser encerrados en el campo de concentración y quemados en el Archipiélago Gulag. Desde el punto de vista de la cruz de Jesús, lo que ocurre sexto: que los mejores pueden sufrir vicariamente por los malos. Nosotros preferimos decir: deben sufrir. Y sufrir sin duda con verdadero rigor. Esto tendríamos que recordarlo, cuando lleguemos en el sufrimiento o al límite de nuestra paciencia, y evitar así la amargura.

En cualquier caso, de las palabras de Jesús deberíamos retener sobre todo la fuerza de su advertencia: ‘Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera’. En este ‘si’ está la posibilidad de apartar la desgracia. Jerusalén hubiera podido convertirse. Todos nosotros podríamos convertirnos; entonces nuestro destino futuro sería distinto. El hacha está colocada la raíz de los árboles; pero con las palabras del Bautista se convierten muchos y se dejan bautizar. La higuera podría el año siguiente —el último que se le deja— dar fruto y evitar la ruina.

Tiene sentido, sin duda, aplicar todo esto también a nuestro país. Si Dios hubiera encontrado en Sodoma diez justos, la ciudad se habría salvado por la intención de Abraham. ¿Quién sabe cuántos justos y cuantos intercesores quedan en este país? Pero, ciertamente, si nosotros nos convirtiéramos, habría más, y quizá entonces bastantes. Sin embargo, una ligera sospecha nos dice que son probablemente menos que antes, cuando se rezaba más, se hacía más penitencia, se creía con más esperanza. Cuando se ennegrecía menos papel de sínodos y episcopados y de todos los posibles gremios dirigentes, para tirarlo a la papelera, pero nuestras parroquias estaban llenas de un sentido cristiano más auténtico. Cuando todavía no existía la rivalidad destructora entre la izquierda diluida y la derecha rígida e irritada. Entonces —en la última guerra— pareció grande la mano protectora de nuestro Abraham intercesor, de nuestro padre de la patria, del santo hermano Nicolás de Flue, bendiciendo y custodiando nuestra tierra.

‘Estáis salvados por su gracia’ (Ef II, 8). De esto deberíamos acordarnos, y de que de aquí no puede concluirse de ningún modo que la próxima vez volveremos a ser salvados por la gracia. ‘Os digo que no’, dice el Señor a los que le preguntan, y en este ‘os digo que no’ revela su omnipotencia de juez: ‘Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera’. De la misma manera que los millones que ha perecido por nosotros, del norte, del sur, del oeste y del este. Nos va bien, estamos cubiertos con el oro que se refugia en nosotros y que acumulamos para otros y para nosotros mismos. Pero habría que preguntarse si este oro es realmente el abono evangélico que nos ayuda a dar fruto. Y esta denuncia afecta también a toda nuestra prosperidad que se ha convertido en nuestro estilo de vida y en la meta, casi involuntaria, de todas nuestras acciones y esfuerzos.

Todavía somos libres; tenemos que responder del gran donde la libertad, sin parangón en el mundo actual, por nosotros y por los otros. Pero en nuestras filas aumenta el número de los que codician las cebollas de Egipto, la casa de la esclavitud, y que desean hormiguear en la abundancia general, como dice nuestro Spitteler; que no quieran aprender ninguna lección de los árboles acostados de Europa, a los que se les ha quitado la libertad de dar fruto; que no esquilman la tierra, sino que ellos mismos son esquilmados; y para los que el sistema de los explotadores y capataces egipcios ya no significa ninguna atracción y fascinación. Las peras se pudren por dentro; sólo abriéndolas se ve su podredumbre. ¿Quién nos defenderá de la podredumbre de la inteligencia nuestro país? Una vez que se ha propagado lo bastante, difícilmente tendrá ya sentido extender una mano protectora sobre ella.



Pero no queremos ser fatalistas como estos fascinados; al contrario, dejémonos decir que la actitud personal, el cambio personal puede decidirlo todo. ‘Señor, déjala todavía este año, a ver si da fruto. Si no’, en nombre de Dios y para su mayor gloria, y para que deje sitio a otra mejor, ‘la cortas’.

Tomado de: Hans-Urs von Balthasar, ‘Tú coronas el año con tu Gracia’. Meditaciones radiofónicas, Madrid, Encuentro, 1997, pp. 48-53.