viernes, septiembre 26, 2008

Más sobre los pobres, en el día de San Vicente

Mañana, 27 de septiembre, la Iglesia celebra al patrono de la caridad y uno de los testigos más grandes de la historia cristiana: Vicente de Paúl, fundador de los lazaristas y las hijas de la caridad, a quienes agradezco su ejemplo y dedico esta entrada, a propósito de los pobres.

‘A los pobres debemos apreciarlos no por su vestido exterior o por su aspecto, ni por las dotes de que aparezcan revestidos, siendo mayormente de entendimiento rudo y sin cultivar. Antes bien, si los contemplan a la luz de la fe, los verán que desempeñan el papel de hijos de Dios, quien eligió ser pobre. Pues, al padecer, aun cuando casi perdió hasta la apariencia de hombre, convertido “en necedad para los gentiles y escándalo para los judíos”, quiso presentarse ante ellos como evangelizador de los pobres. “Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres”. Y esta misión la debemos sentir muy de corazón, imitando el ejemplo de Cristo, a saber: cuidando de los necesitados, llevándoles consuelo, ayudándoles y encomendándoles.
Ya que Cristo quiso nacer pobre, eligió para discípulos a unos pobres convirtiéndose él mismo en servidor de los pobres y adoptando su misma condición, hasta el punto de que afirmó que el bien o el mal que se hiciere a los pobres es como si se hiciere a él mismo. Y es que el Señor, al amar a los pobres, ama lógicamente a los que les aman; porque allí donde uno tiene algún íntimo, incluye también en el mismo cariño a aquellos que le están vinculados por lazos de amistad o de servicio. Por lo que también nosotros esperamos que, en atención de haber amado a los pobres, llegaremos a ser amados por Dios. Por consiguiente, al visitarles, esforcémonos en ser comprensivos para con los pobres necesitados, prodigándoles tanta compasión que nos adaptemos a la frase del Apóstol: “Me he hecho todo para ustedes”.
Nos esforzaremos, por lo tanto, en conmovernos hondamente ante los apuros y miserias del prójimo, rogando al Señor que infunda en nosotros el afecto de misericordia y de compasión, inundando con él nuestro corazón, sin permitir que decrezca.
Pero al servicio de los pobres habremos de darle preferencia total y lo prestaremos sin demora. Y, si al tiempo de la oración, hubiera que prestar medicamento o socorro a algún necesitado, acudamos a él sin alterarnos, ofreciendo al Señor la oportunidad de tal obra, cual si continuáramos en oración. No tienen por qué intranquilizarse con escrúpulo interior o conciencia de pecado, a causa de haber dejado la oración por atender el pobre. Dios en efecto no se siente abandonado, si de él nos apartamos a causa de él mismo, interrumpiendo en tal caso la obra de Dios, para realizar otra que no es menos de Dios.
Así, pues, cuando abandonen la oración para atender a algún pobre, recordarán que con ello prestan servicio al mismo Dios. Y es que la caridad está sobre cualquier otra clase de reglas, y a ellas debe ajustarse todo lo demás. Y, siendo ella la reina, habrá que hacer lo que ella mande. Prestemos, pues, con renovado cariño nuestro servicio a los pobres, tratando de localizar a los más abandonados, ya que nos han sido dados como dueños y patronos.’

San Vicente de Paúl (1581-1660), Epist. 2446.

‘Intempestivo sermón sobre ética del artista’ de Hugo Hiriart

Jan Vermeer, El arte de la pintura, c. 1666-1673.

Es muy difícil lograr y conservar cierta serenidad y cierta autonomía si uno es artista. El arte como trabajo tiene su mala hierba. En él se esconde, entre sus muchas alegrías, una serpiente, un tósigo: el deseo omnipresente de fama y mérito. Es un anhelo sutil, tan sutil que parece que se filtra en el deseo mismo de pintar, escribir, filmar, componer música, actuar en el teatro. Porque cada pincelada, cada cláusula o cada paso de baile, cada toma de la película parecen pregonar dramáticamente quién soy yo y someterme a juicio. ¿Soy buen artista, tengo talento o no, no lo tengo? Una forma semejante de tortura sufren hoy en día científicos e historiadores, filósofos y politólogos.

La fama está ligada a concebir la vida social como enfrentamiento, competencia o concurso. Hay que ganar, es decir, sobresalir, destacarse, alcanzar renombre. De esta manera, son los otros los que nos dicen quiénes somos, y por una especie de concurso. Y así es como, en el campo del arte y la cultura, el ambiente con frecuencia se enrarece y se convierte en ese avispero insano donde zumba el odio verbal de unos contra otros.

Sin embargo, ¿es inevitable el anhelo obsesivo de reconocimiento y fama si nuestro trabajo es artístico o intelectual?

Creo que no. Pero para examinarlo empecemos distinguiendo lo que no es vanaglorioso e ilícito, sino sano y lícito esperar de una producción intelectual o artística; diferenciémoslo de lo que es ilícito o ponzoñoso esperar. La distinción que voy a bosquejar no es mía, la debo a Alistair MacIntyre.

Es enfermo y no lícito que el creador intelectual o artístico sueñe obtener con su trabajo cualquier grado de fama o gloria, premios de cualquier clase, poder, celebridad acompañada de dinero, viajes, hoteles de lujo y demás. Y sobre todo la posibilidad de sobresalir, es decir, de ocupar un lugar superior y privilegiado sobre los demás.

Pero entonces, ¿es la dedicación a las ciencias, las humanidades y las artes, desde este punto de vista, ilícita? ¿No es lícito tratar de hacer una obra de arte, de investigación científica o de ciencias humanas, que trate de ser admirable? No, eso sí es lícito.

Es lícito tratar apasionadamente de realizar un trabajo que los conocedores en la materia aprecien o lleguen a apreciar como modelo, y que alcance esa condición de modelo de perfección en lo ya explorado, o modelo que abre nuevos caminos en el desarrollo del campo al que pertenece. Todo desvelo, toda insatisfacción y esfuerzo en este orden es lícito.

Un intelectual o artista puede haber logrado hacer una obra magistral en cualquier medio sin alcanzar los otros fines –celebridad, premios, riqueza, etc. Y puede suceder también, dada la ambigüedad del trabajo artístico e intelectual, que la alcance sin darse cuenta él mismo de que lo ha logrado.

Los fines equivocados e ilícitos los impone la publicidad. La codicia de fama universal es ajena al mundo no ya de la disciplina cultivada, sino aun de los medios académicos, del arte y de la cultura, y se distingue por ser insaciable, es decir, su perturbación no puede calmarse. Pero, me parece a mí, es muy difícil, casi imposible, no entrometer los fines impuros cuando se quieren alcanzar los propósitos legítimos del artista y del intelectual.

Cuando menos a mí, lo confieso, me cuesta trabajo tratar de hacerlo. Por eso he escrito una pequeña oración que he llamado, no sin algo de arrogancia absurda, “Oración del artista”. La oración dice así:

Señor: concede que mi trabajo tenga cierto mérito artístico e intelectual, cierta sutileza y verdad. Y si eso no sucede, Señor, concédeme humildad y sabiduría para aceptarlo con alegría.
Para terminar, unas observaciones sobre la oración. Se dice en ella “mi trabajo”, no dice “yo”. Escribir con arte es un don, un regalo. Hay que mostrarse humilde y agradecido por el don artístico, chico o grande, que nos ha sido dado, y no mostrarse ingrato ni exigente por no haber recibido un don mayor. Cada artista da la flor que le corresponde y todas son dignas de contemplación. Es preciso aprender a aceptar con humildad la posibilidad de que nuestro trabajo sea predecible, mediocre y que no tenga mérito alguno. La humildad, lo sabemos, es siempre difícil para el artista. Hay que entender que no es el fin del mundo si nuestro trabajo es un fracaso, algo de flaco valor. Y para eso se precisa, justamente, la sabiduría.

De hecho, según parece, si está bien encaminado, el artista mediocre y fracasado tiene mayor posibilidad de desarrollo espiritual que el artista triunfador.

domingo, septiembre 21, 2008

‘¿Qué aspecto tendrá la Iglesia del futuro?’ de Joseph Ratzinger


El teólogo no es un adivino. Tampoco es un futurólogo que, por los factores calculables del presente, deduce el futuro. Su oficio escapa bastante al cálculo. Sólo en una mínima parte podría por tanto ser objeto de la futurología, que no es tampoco adivinación, sino que constata lo calculable y debe dejar en suspenso lo incalculable. Ya que la fe y la Iglesia se internan hasta esa profundidad del hombre de la que brota continuamente lo nuevo creador, lo inesperado y no planificado, su futuro sigue siéndonos oculto incluso en la época de la futurología. ¿Quién, al morir Pío XII, hubiera podido predecir el Concilio Vaticano II o la evolución posconciliar? ¿O quién se hubiera atrevido a predecir el Vaticano I cuando Pío VI, secuestrado por las tropas de la joven república francesa, murió prisionero en Valence en 1799? […] Seamos, por tanto, cautos con los pronósticos. Todavía vale la frase de Agustín de que el hombre es un abismo; lo que de ahí sube, nadie puede verlo de antemano. Y quien cree que la Iglesia no sólo está determinada por el abismo, sino que se funda en el abismo mayor, infinito, de Dios, podrá tener bastante razón en abstenerse de unas predicciones cuyo ingenuo ‘querer-saber-respuestas’ podría ser sólo una manifestación de falta de visión histórica. […]

El futuro de la Iglesia puede venir y sólo vendrá, también hoy, de la fuerza de aquellos que tienen raíces profundas y viven de la plenitud pura de su fe. No vendrá de aquellos que dan sólo recetas. No vendrá de aquellos que sólo se acomodan al instante actual. No vendrá de los que critican sólo a los otros y se aceptan a sí mismos como norma infalible. Por eso tampoco vendrá de aquellos que sólo escogen el camino más cómodo, los que evitan la pasión de la fe, y tienen por falso y superado, por tiranía y legalidad, todo lo que exige al hombre, lo que le duele, lo que le obliga a renunciar a sí mismo. Digámoslo positivamente: el futuro de la Iglesia, también ahora, como siempre, ha de ser acuñado nuevamente por los santos. Por hombres, por tanto, que perciben algo más que las frases que son precisamente modernas. Por hombres que pueden ver más que los demás, porque su vida tiene mayores vuelos. El desprendimiento que libera a los hombres, sólo se alcanza por las pequeñas renuncias diarias a sí mismo. En esta pasión diaria, por la cual únicamente puede expresar el hombre de qué múltiples formas le ata su propio yo, en esta pasión diaria y sólo en ella, se va abriendo el hombre palmo a palmo. El hombre sólo ve tanto cuanto ha vivido y sufrido. Si hoy apenas podemos percibir a Dios, es porque nos resulta muy fácil escapar a nosotros mismos, huir de la profundidad de nuestra existencia al sopor de cualquier comodidad. Así lo que es más profundo en nosotros sigue estando inexplorado. Si es verdad que sólo se ve bien con el corazón, ¡cuán ciegos estamos todos!

Y esto ¿qué significa para nuestra cuestión? Pues significa que las grandes palabras de quienes nos profetizan una Iglesia sin Dios y sin fe, son discursos vacíos. No necesitamos una Iglesia que celebre en ‘oraciones’ políticas el culto de la acción. Nos es completamente superflua y perecerá con toda espontaneidad. Permanecerá la Iglesia de Cristo. La Iglesia que cree en el Dios que se ha hecho hombre y nos promete vida más allá de la muerte. Del mismo modo, el sacerdote que sólo es un funcionario social puede ser substituido por psicoterapeutas y otros especialistas. Pero el sacerdote que no es especialista, que no se está mirando al espejo al dar asesoramiento ministerial, sino que, a partir de Dios, se pone a disposición de los hombres, que está a su servicio en su tristeza, en su alegría, en su esperanza y en su angustia, éste seguirá siendo muy necesario.

Demos un paso más. De la Iglesia de hoy saldrá también esta vez una Iglesia que ha perdido mucho. Se hará pequeña, deberá empezar completamente de nuevo. No podrá ya llenar muchos de los edificios construidos en una coyuntura más propicia. Al disminuir el número de sus adeptos, perderá muchos de sus privilegios en la sociedad. Se habrá de presentar a sí misma, de forma mucho más acentuada que hasta ahora, como comunidad voluntaria, a la que sólo se llega por una decisión libre. Como comunidad pequeña, habrá de necesitar de modo mucho más acentuado la iniciativa de sus miembros particulares. Conocerá también, sin duda, formas ministeriales nuevas y consagrará sacerdotes a cristianos probados que permanezcan en su profesión: en muchas comunidades pequeñas, por ejemplo en los grupos sociales homogéneos, la pastoral normal se realizará de esta forma. Junto a esto, el sacerdote plenamente dedicado al ministerio como hasta ahora, seguirá siendo indispensable. Pero en todos estos cambios que se pueden conjeturar, la Iglesia habrá de encontrar de nuevo y con toda decisión lo que es esencial suyo, lo que siempre ha sido su centro: la fe en el Dios trinitario, en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, la asistencia del Espíritu que perdura hasta el fin de los tiempos. Volverá a encontrar su auténtico núcleo en la fe y en la plegaria y volverá a experimentar los sacramentos como culto divino, no como problema de estructuración litúrgica.

Será una Iglesia interiorizada, sin reclamar su mandato político y coqueteando tan poco con la izquierda como con la derecha. Será una situación difícil. Porque este proceso de cristalización y aclaración le costará muchas fuerzas valiosas. La empobrecerá, la transformará en una Iglesia de los pequeños. El proceso será tanto más difícil porque habrán de suprimirse tanto la cerrada parcialidad sectaria como la obstinación jactanciosa. Se puede predecir que todo esto necesitará tiempo. El proceso habrá de ser largo y penoso. Hasta llegar a la renovación del siglo XIX, también fue muy largo el camino desde los falsos progresismos en vísperas de la revolución francesa, en los cuales incluso para los obispos era de buen gusto bromear sobre los dogmas y quizá hasta dar a entender que no se había de tener de ninguna manera por segura ni siquiera la existencia de Dios.

Pero tras la prueba de estos desgarramientos brotará una gran fuerza de la Iglesia interiorizada y simplificada. Porque los hombres de un mundo total y plenamente planificado, según serán indeciblemente solitarios. Cuando Dios haya desaparecido completamente para ellos, experimentarán su total y horrible pobreza. Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo completamente nuevo. Como una esperanza que les sale al paso, como una respuesta que siempre han buscado en lo oculto. Así que me parece seguro que para la Iglesia vienen tiempos muy difíciles. Su auténtica crisis aún no ha comenzado. Hay que contar con graves sacudidas. Pero también estoy completamente seguro de que permanecerá hasta el final: no la Iglesia del culto político, que ya fracasó en la revolución francesa, sino la Iglesia de la fe. Ya no será nunca más el poder dominante en la sociedad en la medida en que lo ha sido hasta hace poco. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los hombres como patria que les da vida y esperanza más allá de la muerte.

Tomado de: Joseph Ratzinger, Fe y Futuro, Salamanca, Sígueme, 1970. p. 67-77.

domingo, septiembre 07, 2008

Ricos y pobres, una polémica absurda para el cristiano


Siempre que me he topado con la cuestión ‘ricos y pobres’, tanto en el ámbito secular como en el eclesial, y siempre surgen tensiones y disputas. En el primero, la cuestión podría intentar zanjarse con sociología y economía, aunque al final, muy probablemente, no se llegue a ninguna conclusión que valga la pena. En el segundo ámbito, sin embargo, es sorprendente siquiera que se discuta el tema. Para la Iglesia y para los cristianos que la conforman, es innegable, tomando en cuenta las palabras que los evangelistas ponen en boca de Jesús, la declaración lapidaria de Jon Sobrino, SJ: ‘Extra pauperes nulla salus’ (‘Fuera de los pobres no hay salvación’). Baste asomarnos nada más al evangelio de San Lucas:

‘¡Ay de ustedes, los ricos!’ (Lc VI, 24)

‘Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el Reino de los cielos’. (Lc XVIII, 25)

‘Cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes no puede ser discípulo mío.’ (Lc XIV, 33)

‘¿De qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?’ (Lc IX, 25)

‘Guárdense de toda codicia, porque, aunque alguien posea abundantes riquezas, éstas no le garantizan la vida.’ (Lc XII, 15)

‘Vendan sus bienes y den limosna. Háganse bolsas que no se deterioren, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla corroe; porque donde esté su tesoro, allí estará su corazón.’ (Lc XII, 33-34)

‘Ningún criado puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y desdeñará al otro; o bien se dedicará a uno y desdeñará al otro. No pueden servir a Dios y al dinero.’ (Lc XVI, 13)

Comienzo por definir salvación como el ‘ir al Cielo’, es decir, ‘el estado de felicidad suprema y definitiva’ en que se ve ‘a Dios cara a cara’ y que ‘no tendrá fin’ (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica 207 y 209). Y añado también que el Cielo es también el Reino de Dios ya presente entre nosotros aquí en la tierra mediante ‘la justicia y la paz, según las Bienaventuranzas’ (CCIC 590), tal como lo invocamos en el Padre Nuestro: ‘Hágase, Señor, tu voluntad en la tierra como en el cielo’ (CCIC 591).

¿Cómo, pues, el ser humano (y aún más el creyente, sobre todo si es cristiano) ha de entrar en el Reino de Dios sin los pobres, sin alimentar al hambriento, vestir al desnudo, dar de beber al sediento, acoger al indigente, cuidar del enfermo y visitar al cautivo (Mt XXV, 35-36)? ¿Cómo llegar al cielo sin la opción preferencial por los pobres, sin quienes los no pobres nunca aprenderán a vivir según las Bienaventuranzas (Mt V, 3-11)?

Y como el cristiano verdadero vive la fe en comunidad y no solo, podemos utilizar otra frase lapidaria: ‘Una Iglesia que no sirve, no sirve para nada’ (Jacques Gaillot, ex obispo de Évreux, en el libro homónimo). Sin los pobres, apartada de ellos, ¿cómo ha la Iglesia de realizar su misión, que no es otra que la de ‘anunciar e instaurar entre todos los pueblos el Reino de Dios inaugurado por Jesucristo’ (Lc IV, 16-19), y ‘ser germen e inicio sobre la tierra de este Reino de salvación’ (CCIC 150)?

Por último, para concluir estas reflexiones (simples, pero concretas) y aclarar algunos puntos, cedo la palabra a San Juan Crisóstomo:

‘Y, sin embargo, el rico no cometió propiamente una injusticia con Lázaro, pues no le quitó sus bienes. Su pecado fue no darle de lo propio. Ahora bien, si el que no da parte de lo propio tiene por acusador al que no compadeció, ¿qué perdón podrá alcanzar el que arrebata lo ajeno, pues los por él agraviados lo rodearán por todas partes? No habrá allá necesidad de testigos, ni de acusadores, ni de pruebas, ni de indicios. Los hechos mismos, tal como lo hicimos, aparecerán ante nuestros ojos. “He aquí —dice el Señor— el hombre y sus obras”.

Y es así que el no dar parte de lo que se tiene es ya linaje de rapiña. Esto es lo que se les hará tal vez más extraño, pero no se maravillen. Yo les voy a alegar un testimonio de las Escrituras divinas que dicen que es rapiña, avaricia y defraudación no sólo el arrebatar lo ajeno, sino también el no dar parte de lo suyo a los otros. ¿Qué testimonio es ése? Reprendiendo Dios a los judíos por boca del profeta: “La tierra ha producido sus frutos y no han traído los diezmos, sino que la rapiña del pobre está en sus casas”. “Porque no han hecho —dice— las ofrendas acostumbradas, han arrebatado lo del pobre”. Y eso es lo que dice para demostrar a los ricos que tienen lo que pertenece al pobre, aun cuando hayan entrado en la herencia paterna, aun cuando les venga el dinero de donde sea. Y en otra parte dice también: “No defraudes la vida del pobre” (Si IV, 1). El que defrauda, lo ajeno defrauda, pues se llama defraudación tomar y retener lo ajeno. Y por este pasaje se nos enseña también que si dejamos de hacer limosna, seremos castigados al igual que los defraudadores.

Y es así que las cosas o riqueza, de dondequiera las recojamos, pertenecen al Señor, y si las distribuimos entre los necesitados, lograremos gran abundancia. Y si el Señor te ha concedido tener más que otros, no ha sido para que lo gastes en fornicación y embriaguez, en comilonas y vestidos y demás disoluciones, sino para que lo distribuyas entre los necesitados. Un cobrador que recibe los dineros imperiales, si no los distribuye a quienes se le manda, sino que los emplea para sus propios vicios, tiene que dar cuenta y su fin es la muerte. Así el rico es un cobrador de dinero que ha de ser distribuido a los pobres y se le manda que lo reparta a aquellos de entre sus compañeros de servicio que están necesitados. Luego, si emplea para sí mismo más de lo que pide la necesidad, tendrá que dar en la otra vida la más rigurosa cuenta, pues lo suyo no es suyo, sino de los que, como él, son siervos del solo Señor.’

‘No alegues, pues, excusas superfluas e insensatas. Dios no pide abundancia en el dar, sino riqueza en la intención; y esta riqueza no se muestra por la medida de los dones, sino por la buena voluntad de los donantes. ¿Eres pobre, el más pobre de los hombres? Pero no lo serás más que aquella viuda que sobrepasó con mucho a los ricos (Lc XXI, 1-4). ¿Es que te falta el necesario sustento? Pero no te faltará tanto como a la viuda de Sidón, que había llegado hasta el fondo mismo del hambre, que no esperaba ya más que la muerte, estaba rodeada del coro de sus hijos y, no obstante, no perdonó lo que tenía, sino que con la extrema pobreza compró inefable riqueza. Su mano produjo una era y la hidria o cántaro se convirtió en un lagar. De poco hizo brotar una fuente abundante.’

‘Mas, ¿qué fin tiene decir esto tontamente a hombres que por nada del mundo despreciarían las riquezas y se apegan a ellas como si hubieran de ser eternas? Hombres que, al dar una miseria de lo mucho que tienen, ya se imaginan haberlo hecho todo. Eso no es limosna. Limosna es la de aquella viuda del evangelio, que se desprendió de todo lo que tenía para sustento de su vida (Mc XII, 41-44). Mas, si no eres capaz de dar tanto como la viuda, da por lo menos todo lo superfluo. Pero no hay nadie que dé ni lo superfluo. Esas manadas de esclavos, esos vestidos de seda, todas esas son cosas superfluas. Nada es necesario ni forzoso, cuando podemos vivir sin ello. Todo lo demás es superfluo y son simplemente cosas de fuera.Veamos, pues, si les placen las cosas sin las que podemos vivir. Aunque sólo tengamos dos criados, podemos vivir. Cuando hay quienes viven sin ninguno, ¿qué podemos alegar para no contentarnos con dos? Podemos tener una casa de ladrillos y tres habitaciones, y ello nos basta. ¿No hay, dime, quienes no disponen más que una habitación para mujer e hijos?’

Como epílogo, una última sentencia lapidaria, mucho más moderna y autorizada como ninguna otra: ‘Nadie puede reservarse para uso exclusivo suyo lo que de la propia necesidad le sobra, en tanto que a los demás falta lo necesario’ (Pablo VI, Populorum Progressio 23).

G. G. Jolly, nSJ