miércoles, septiembre 20, 2006

¿Otra vez Santa Cruzada vs. Yihad?

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Me tiene muy preocupado esta situación en el mundo, que suena a película de aventuras: ‘El Papa en apuros’. No sólo porque compruebo que, desgraciadamente, un aberrante choque de civilizaciones es cada vez más real, sino porque también, ahora, la seguridad misma del Santo Padre y del Vaticano son inciertas... No es que desconfíe yo de los fornidos y disciplinadísimos suizos en sus coloridos atuendos, pero, ¿recuerdan aquella anécdota en la que, cuando Juan Pablo II recibió una llamada de la Casa Blanca, nadie sabia qué era una ‘línea segura’? Si le pudieron pegar al Pentágono...

Dudo mucho que la enorme mayoría de quienes, en el mundo musulmán, protestan, queman efigies del Papa y atentan contra iglesias (una anglicana y una ortodoxa, por cierto...) hayan leído la ponencia completa, considerado el contexto y su intención durante la conferencia (‘Mi intención no es el reduccionismo o la crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de razón y su aplicación’) y seguido de cerca el mensaje de la visita pastoral de Benedicto XVI a su natal Baviera. Sé que es demasiado pedir de esa gente.

La cita del emperador bizantino Manuel II es tan solo una de muchas partes del discurso del Santo Padre en la Universidad de Regensburg, en la que desplegó una vez más su talento y pasión para las cátedras universitarias y empezó diciendo cómo el ambiente de una verdadera cátedra universitaria, en un dies academicus, hace que muchos especialistas que a primera vista parecen no tener nada en común comparezcan juntos y formen un ‘todo de la única razón con sus diferentes dimensiones’. Y confesó: ‘Uno de los colegas había dicho que en nuestra universidad había algo extraño: dos facultades que se ocupaban de algo que no existía: Dios’, pero que ‘incluso frente a un escepticismo así de radical seguía siendo necesario y razonable interrogarse sobre Dios por medio de la razón y en el contexto de la tradición de la fe cristiana’.

Viene, pues, la tan controvertida cita: ‘De manera sorprendentemente brusca se dirige a su interlocutor simplemente con la pregunta central sobre la relación entre religión y violencia, en general, diciendo: “Muéstrame también aquello que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malvadas e inhumanas, como su directiva de difundir por medio de la espada la fe que él predicaba”. El emperador explica así minuciosamente las razones por las cuales la difusión de la fe mediante la violencia es algo irracional. La violencia está en contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma. “Dios no goza con la sangre; no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios”’.

El Papa prosigue, comentando el trabajo de Khoury: ‘Para el emperador, como buen bizantino educado en la filosofía griega, esta afirmación es evidente. Para la doctrina musulmana, en cambio, Dios es absolutamente trascendente. Su voluntad no está ligada a ninguna de nuestras categorías, incluso a la de la racionalidad’.

Lo anterior, por tanto, no es gratuito, como han dicho algunos, porque enseguida viene lo importante: ‘La convicción de que actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza de Dios, ¿es solamente un pensamiento griego o es válido siempre por sí mismo?’ Según el cristianismo, lo segundo. Al igual que tantas otras veces, como al comentar la encíclica de su predecesor, Fides et Ratio, Joseph Ratzinger prosiguió exponiendo cómo ‘la fe bíblica, durante la época helenística, salía interiormente al encuentro de lo mejor del pensamiento griego, hasta llegar a un contacto recíproco’, como por ejemplo, en la traducción griega del Antiguo Testamento o ‘de los 70’. ‘Se trata del encuentro entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión’. Sin embargo, esto ha sido –afirma– cuestionado, primero, durante la Reforma y, luego, en la Ilustración moderna, en un periodo en el que se ha intentado deshelenizar el cristianismo, apartar la Biblia de la metafísica y separar al Dios de Abraham, Isaac y Jacob del Dios de los filósofos.

Desde allí, Benedicto se lanza fieramente contra su enemigo más acérrimo, la jaula de un cientifismo demasiado racional, la castración de una filosofía que se cierra a la Verdad y las atroces consecuencias que esto le puede traer a un Hombre cerrado a la trascendencia:

‘Los interrogantes propiamente humanos, es decir, “de dónde” y “hacia dónde”, los interrogantes de la religión y la ética no pueden encontrar lugar en el espacio de la razón común descrita por la “ciencia” entendida de este modo [‘la certeza que resulta de la sinergia entre matemática y empirismo’ y sujeta a la utilidad y la verificación mediante la experimentación] y tienen que ser colocados en el ámbito de lo subjetivo. El sujeto decide entonces, basándose en su experiencia, lo que considera que es materia de la religión, y la “conciencia” subjetiva se convierte en el único árbitro de lo que es ético. De esta manera, sin embargo, la ética y la religión pierden su poder de crear una comunidad y se convierten en un asunto completamente personal. Este es un estado peligroso para los asuntos de la humanidad, como podemos ver en las distintas patologías de la religión y la razón que necesariamente emergen cuando la razón es tan reducida que las preguntas de la religión y la ética ya no interesan. Intentos de construir la ética a partir de las reglas de la evolución o la psicología terminan siendo simplemente inadecuados’.

Es decir, la crítica principal del Papa no es al Islam, sino a la ilustración mal concebida de Occidente, la cual, precisamente, es uno de los factores que obstaculizan el diálogo ecuménico profundo con el mundo musulmán: ‘Las culturas profundamente religiosas ven esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón como un ataque a sus más profundas convicciones. Una razón que es sorda a lo divino y que relega la religión al espectro de las subculturas es incapaz de entrar al diálogo con las culturas’.

Finalmente, concluye el Santo Padre: ‘“No actuar razonablemente (con “logos”) es contrario a la naturaleza de Dios”, dijo Manuel II, de acuerdo al entendimiento cristianos de Dios, en respuesta a su interlocutor persa. En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a encontrar este gran “logos”, esta amplitud de la razón. Es la gran tarea de la universidad redescubrirlo constantemente’.

¿Dónde está, pregunto yo, lo insultante? Este discurso dista mucho de parecerse a las malas caricaturas danesas; no es una burla, sino una reflexión de altura y la invitación a un diálogo inteligente y abierto. Y sí, una condena muy fuerte (que buena falta hace) al extremismo religioso: un Dios que es Logos, Razón Creadora, al mismo tiempo que Caritas, Amor (ver su encíclica) es imcompatible con la violencia.

Ahora bien, si hoy día ni siquiera se puede nombrar a Mahoma ni al Islam sin que se vuelen cosas, quemen iglesias y maten monjas es que Manuel II puede no haber estado tan errado...

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G. G. Jolly

miércoles, septiembre 13, 2006

El pueblo de Israel continúa siendo el pueblo de Dios

Ya sea que Dios tenga a los judíos la gran estima de siempre y un plan especial, como ha dicho numerosas veces Benedicto XVI o como declara el Concilio en la Nostra ætate:
‘La Iglesia tiene siempre ante sus ojos las palabras del Apóstol Pablo sobre sus hermanos de sangre, “a quienes pertenecen la adopción y la gloria, la Alianza, la Ley, el culto y las promesas; y también los Patriarcas, y de quienes procede Cristo según la carne” (Rom IX, 4-5), hijo de la Virgen María. Recuerda también que los Apóstoles, fundamentos y columnas de la Iglesia, nacieron del pueblo judío, así como muchísimos de aquellos primeros discípulos que anunciaron al mundo el Evangelio de Cristo. Como afirma la Sagrada Escritura, Jerusalén no conoció el tiempo de su visita, gran parte de los Judíos no aceptaron el Evangelio e incluso no pocos se opusieron a su difusión. No obstante, según el Apóstol, los Judíos son todavía muy amados de Dios a causa de sus padres, porque Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación’.


Y tal como dice Paul Johnson:
‘Hebrón es prueba de ello. Se encuentra a unos treinta kilómetros al sur de Jerusalén, a mil metros de altura, en las montañas de Judea. Allí, en la cueva de Macpelá, están las Tumbas de los Patriarcas. De acuerdo con una antigua tradición, un sepulcro, de mucha antigüedad, contiene los restos de Abraham, patriarca de los judíos y fundador de su religión. Junto a su tumba está la de su esposa Sara. En el interior del edificio se encuentran las tumbas gemelas de su hijo Isaac y su esposa Rebeca. Al otro lado del patio interior se hallan otro par de sepulcros, el de Jacob, nieto de Abraham, y el de su esposa Lía. Fuera del edificio, la tumba de José, hijo de estos últimos. Allí es donde es posible situarla en el tiempo y el espacio.

Hebrón posee una belleza venerable. Transmite la paz y quietud característica de los antiguos santuarios; sin embargo, sus piedras son testigos mudos de luchas constantes y cuatro milenios de disputas religiosas y políticas. Ha sido sucesivamente un santuario hebreo, una sinagoga, una basílica bizantina, una mezquita, una iglesia de los cruzados y, después, de nuevo una mezquita. Herodes el Grande la rodeó con un majestuoso muro, que aún existe, y se eleva a doce metros de altura; está formado por grandes piedras talladas, algunas de las cuales tienen siete metros de longitud. Saladino adornó el santuario con un púlpito. Hebrón refleja la larga y trágica historia de los judíos y su inigualable capacidad para sobrevivir al infortunio. Allí se ungió rey a David, monarca de Judea (2 Samuel II, 1-4), y después de todo Israel (2 Samuel V, 1-3). Cuando Jerusalén cayó, los judíos fueron expulsados y el lugar fue poblado por Edom. Fue conquistado por Grecia, después por Roma, convertido, saqueado por los zelotes, incendiado por los romanos y ocupado sucesivamente por árabes, francos y mamelucos. A partir de 1266 se prohibió a los judíos entrara a orar en la cueva. Únicamente se les permitía ascender siete peldaños por el lado de la pared oriental. En el cuarto peldaño introducían sus peticiones a Dios en un orificio de dos metros de profundidad perforado en la piedra. Se utilizaban palos para empujar los pedazos de papel, hasta que caían en la cueva. Incluso así, los que pedían corrían peligro. En 1518 se produjo una terrible masacre otomana de los judíos de Hebrón. Tras ella se reorganizó una comunidad de eruditos piadosos, que llevó una existencia insegura, y estuvo formada, en distintas ocasiones, por talmudistas ortodoxos, estudiosos de la cábala mística e incluso por judíos ascetas, que se flagelaban cruelmente hasta que la sangre salpicaba las piedras veneradas. Después, los judíos habrían de dar la bienvenida al falso Mesías, Shabbetái Zevi, en la década de 1660, y también llegaron los primeros peregrinos cristianos modernos en el siglo XVIII, colonos judíos seculares un siglo después y los conquistadores británicos en 1918. La comunidad judía, nunca muy numerosa, fue atacada violentamente por los árabes en 1929 y otra vez en 1936, cuando prácticamente la exterminaron. Cuando los soldados israelíes entraron en Hebrón, durante la Guerra de los Seis Días de 1967, hacía una generación que no vivía allí un solo judío. No obstante, en 1970 se restableció un modesto asentamiento que, a pesar de los grandes temores y la incertidumbre, ha florecido.

De modo que cuando el historiador visita hoy Hebrón, se pregunta dónde están todos esos pueblos que otrora ocuparon el lugar. ¿Dónde los cananeos?, ¿dónde los idumeos?, ¿dónde están los antiguos helenos y los romanos, los bizantinos, los francos, los mamelucos y los otomanos? Se han desvanecido irrevocablemente en el tiempo. Pero los judíos continúan en Hebrón.’(1)
(1) Paul Johnson, La historia de los judíos, Barcelona, Ediciones B, 2003. pp. 15-16.

lunes, septiembre 11, 2006

‘El poder de la conversación’ de Adolfo Castañón

Janice Howell, Conversation.

‘Cada libro es como una cita, una promesa de cohabitación mental y convivencia, una conversación, un proyecto de vida, una promesa, un adorno mental. Las actas del simposio sobre La mitología del cerdo. Las figuras de la biblioteca en la imaginación del siglo de oro español, los Poemas completos de D. H. Lawrence; los Diarios de M. F. K. Fisher –la ensayista estadounidense que escribe sobre cocina y vida cotidiana–, el libro sobre Europa de Lucien Febvre, los ensayos de Germán Arciniegas o la prosa de Paul Celan. El comprador de libros no sólo los adquiere para leerlos sino, por supuesto, para tenerlos, para saber que los puede leer. Entro y salgo de las librerías con un sentido de culpabilidad o de extrañeza: estoy aquí, por fin, estoy aquí, me digo, antes he visitado las librerías con los ojos del sueño y de la mente. También me siento un intruso: ¿Qué hago aquí? ¿Por qué he venido a cumplir este ritual de absurdo? ¿Por qué estos autores –digamos Michel de Montaigne, George Steiner o Paul Valéry– me son más cercanos y preciosos y más próximos que algunos miembros de mi familia, que mis conocidos, vecinos y amigos? ¿Por qué despilfarro fortunas en llevarme estos libros?

Un libro es una cita, una conversación, un libro lleva a otro: precisamente por eso en cada uno están presentes y ausentes los demás. Atravieso una glorieta, y me doy cuenta de que yo mismo soy un crucero. Camino por el puente pero ¿no soy yo mismo un puente? ¿Qué es un puente? Un puente no está en ninguna orilla y sin embargo une las dos; no es el agua pero la atraviesa. Un puente está hecho para pasar. Nadie vive en un puente –aunque algunos pordioseros duerman bajo sus arcos. Un crítico literario, un ensayista, es un espectador que se ha hecho de su gusto por mirar un espacio. Es una persona-terraza. Quizá los libros que compra son la materia prima para elevar ese mirador.

Libros: flechas y señales. A fuerza de reunir libros, se crea una biblioteca. Algo así como un panteón o una ciudad mental. Y es cierto: los suburbios, las banlieue devoran las ciudades contemporáneas, las interminables manchas urbanas. El origen literal de estas palabras es un buen auxiliar: banlieue: lugar donde viven los proscritos, lugar de proscripción: ban-lieue; suburbio: la ciudad de los inferiores, la población de los subsuelos, de los de abajo. La biblioteca-ciudad no escapa a estas connotaciones: lo ilegible crece, ay de aquellos que llevan lo ilegible en su corazón.

El ruido impide leer: Un libro es ¿quién no lo sabe? una bomba de silencio. Una biblioteca y un muro aislante se parecen mucho; el papel funciona como el corcho: aísla del ruido. Así, la biblioteca está fuera de la historia o, al menos, se pone al margen de ella, la acepta a condición de transcribirla.

Se admiten periódicos, revistas y ¿por qué no? discos con música grabada. Incluso cabría aceptar discos con ruidos –como en la narración de George Steiner: Desert Island Discs (1992), a condición de que estén clasificados y organizados, claro, en función de un discurso subyacente que los eleve a la categoría de documento, parte de un código. O sea que el libro en última instancia no existe y es sólo una actitud. La actitud que lleva a contar historias y a oírlas, a conversar. La historia, por ejemplo, del avaro previsor que, nacido a fines del siglo XIX, pensó que nunca llegaría al XXI y mandó hacer su lápida con su nombre: Fulanito (1896-19….) dejando libres las dos últimas cifras, pues pensaba morir en el XX, pero pasó el siglo, cumplió cien años y, sí, estaba contento de vivir, pero furioso por tener que volver a gastar y tener que comprar otra lápida. Historias, anécdotas, episodios, ideas, pensamientos, recuerdos, memorias, historias de guerra, las historias de las mujeres humilladas en público en la Francia librada de los alemanes, rapadas por haber accedido no sólo a acostarse con los invasores, sino por haberse vanagloriado de ello. No, no todos los alemanes eran duros, no todos eran nazis, algunos eran simplemente soldados profesionales que veían con espanto de lo que eran capaces los jóvenes SS.

Pero en México no tuvimos guerra. ¿La cuestión judía?, ¿el poder nazi? Sólo conocimos ecos remotos. Hubo una revolución y luego una guerra cristera, y crímenes y hombres que eran sacados de su casa para ser fusilados de inmediato, y violencia y delaciones, y libros sobre los fusilamientos y libros sobre la traición y el heroísmo, y el amor entre las alambradas y sobre la locura llamada historia. Conocemos las historias de los desaparecidos, de los que se llevaron una noche y nunca volvieron. Porque finalmente decir libros es una forma de decir hombres, memorias humanas, y el que carga libros eso es lo que anda haciendo: llevando sobre sí el peso de la historia, la carga de la memoria y de la imaginación. Una carga tanto más grave y pesada cuanto que vivimos en una sociedad que idolatra el olvido, a pesar de que esté dispuesta a pagar millones para la conservación del patrimonio. Ciudades de amnesia a pesar de la comunicación y sus tecnologías. Quizá sólo estas sociedades tan complejamente uniformadas, tan sofisticadamente informadas gracias a internet podían haber inventado la soledad de nuestros siglos XX y XXI, el aislamiento de los desempleados, la orfandad, el miedo, aun la repugnancia que nos suscita lo humano, el terror a comunicarnos que precisamente los libros, los periódicos –ya no digamos las pantallas– ocultan. Terror a comunicarnos y terror también a estar solos. Porque la soledad inventada por la sociedad moderna nos prepara muy mal para poder resistir la antigua soledad creadora y contemplativa –y ahora ¿qué curioso, ¿no?, ¿no siempre ha sido así?– tenemos miedo de estar solos y de estar acompañados, miedo de cualquier cosa que no sea estar frente a una pantalla hipnotizados. Y hablar y escuchar, ¡vaya!, qué molestia, qué cansancio, qué flojera, qué poca… atención y compasión nos inspiran ahora nuestros prójimos.
Parecería necesario inventar una nueva conversación, “y la revolución que necesitamos hoy está en cambiar la forma en que hablamos del fracaso”. Las sociedades, lo sabemos, se fundan en las afinidades: en los cimientos de la ciudad está la amistad que produce pactos, alianzas, contratos. Me gustaría pensar que el lenguaje nació del placer y no de la necesidad, del gusto y la necesidad de compartirlo, por la voluntad de darle un futuro a cierta experiencia suficientemente placentera para cobrar un carácter trascendental. Ese gusto y placer está asociado al sentido –y transmitir el gusto sería transmitir el sentido. Pero en nuestros días de prisa, esclavitud asalariada, alimentos congelados, secularización mercantil, guerra económica, desempleo de por vida, rutina y supuesta falta de horizontes, la conversación está en decadencia, desfallece la palabra civilizada, y el mundo se ve reducido a los más diversos fundamentalismos –no por diversos menos compactos e intolerantes. La especialización –anota oportunamente Zeldin– es otra forma de exclusión social. La imaginación de la utopía es invención de una nueva comunidad.

Vivimos una sociedad mercantil y especializada de donde quedan excluidos todos aquellos seres y circunstancias que no conducen a un provecho y rentabilidad inmediatos. La sociedad del trabajador y de la movilización total considera el ocio como un castigo. De ahí que los desocupados, con la reputación de excluidos, necesiten tanta ayuda: primero económica, luego psicológica.

Como una salida al agotamiento de la conversación actual, propone Zeldin hablar del fracaso. Hablar valientemente del fracaso y de los fracasados; hablar con los fracasados y derrotados; con los humillados y ofendidos. Asumir en alguna forma su punto de vista. Pero esto –¡cuidado!– no siempre implica hablar en primer lugar de los propios fracasos, dolores e insatisfacciones o –al menos– estar consciente de ellos.

Otra de las conversaciones agotadas, otra de las causas de la decadencia de la conversación, es que el discurso del amor está estancado. La retórica amorosa de que disponemos no nos sirve de mucho: el amor cortés, el cortejo, el vuelo romántico, los discursos del matrimonio burgués y pequeñoburgués no han sido renovados por el cine y la televisión, de modo que nuestro desarrollo tecnológico hipertrofiado no corresponde a nuestras experiencias fragmentadas ni a unos discursos arcaicos dominados por la violencia. Es quizá la falta de un discurso sobre la amistad, la amistad amorosa, cristalice o no en una vida en pareja, lo que corroe desde su raíz a la sociedad.

La amistad es por supuesto el espacio de la conversación en su más alto grado de intimidad e intensidad, pero también es cierto que se pueden tener buenas conversaciones con quienes no son nuestros amigos más íntimos, y que incluso la intimidad puede llegar a ser un obstáculo para la libertad de la conversación. El Renacimiento y la Ilustración fueron momentos de gran conversación –y, añadiría yo, de libertad de costumbres. La conversación está, desde luego, asociada a las costumbres, a los valores y a los puntos de vista. Cambiar de conversación, iniciar una conversación, equivale a inventar una nueva red de costumbres, una “tercera naturaleza” para superar la segunda que ya no nos sirve. Sócrates, Cristo, iniciaron ¿quién lo dudará? otras conversaciones. ¿Una conversación fresca, nueva, es revolucionaria? Parecería que sí. También adúltera. Es relativamente sencillo –eso lo saben los maridos eternos– iniciar una nueva conversación con una nueva mujer: una nueva novela, una saga, un romance. Pero es más difícil mantener viva la conversación con la esposa (o la hermana), y todavía más mantener una intimidad amistosa con un amor imposible –aunque los amantes, si son cuidadosos, saben conservar su lengua fresca mucho tiempo. La mayoría de las personas cambia de trabajo por razones de dinero o de poder y prestigio. Existen, sin embargo, algunos casos en que se cambia de trabajo (o de mujer) simplemente para cambiar, para seguir la conversación: para perseguirla.

Pero –como decía el peregrino irlandés–, si no podemos cambiar de país, cambiemos de conversación, aunque cambiar de país (de familia) sea ya hablar de otras cosas.
El mundo actual corre el riesgo de ser enormemente aburrido: de un lado, la especialización, la profesionalización, la transformación del ser humano en un instrumento de precisión incapaz de comunicarse con otras personas más primitivas, que son o le parecen herramientas y que aparecen ante él como cifras, caricaturas. La globalización: el mundo se estrecha, ya no hay tierra incógnita, sólo Dios Abscóndito, un Dios que se oculta, un silencio que no otorga. El mundo como un gran hospital atendido por especialistas, y donde la frontera entre curandero, charlatán, sacerdote, político, todólogo y médico generalista se iría disolviendo. Las explosiones aventureras son substituidas por las implosiones de la clandestinidad y la transgresión. La nueva Torre de Babel es horizontal y se llama internet. Instrumento prodigioso de información, comunicación, dominio, conservación, piratería, confusión, guerra, guerrilla y desinformación, internet es el instrumento más refinado y amplio de la secularización. Casi parece natural que el colegio de sabios de la Torá, compuesto por los rabinos ultraortodoxos de Israel, denuncie que “el diablo se esconde en internet”. La condena rabínica recuerda el anatema lanzado por la misma organización hace tres décadas contra la televisión. El hecho de que internet y la televisión sean los dos brazos de una misma pinza enriquecería, en principio, la conversación. La experiencia nos lleva a ser escépticos sobre su florecimiento superficial, a la vista de la explosión de revistas y diarios que proveen conversación barata y desechable, envolturas mentales listas para ser habladas (prêt-à-parler) y abandonadas. Pero la conversación debe seguir. Las puertas están abiertas. Sólo hay que empujarlas.’

Adolfo Castañón

Tomado de: Letras Libres.