lunes, junio 26, 2006

Reflexiones sobre Dios (IV)

Para continuar con Pinchas Lapide y sus reflexiones sobre Dios (ver las anteriores: I, II y III).

Jackson Pollock, The Key, 1946.

‘La diversidad de imágenes de Dios en la Biblia nos preserva de convertir a Dios en un ídolo. De igual modo que una madre tiene innumerables nombres para su pequeño, y los amantes se intercambian constantemente nombres nuevos, el judío bíblico nombre a Dios con tres, cuatro, cinco, una docena de nombres. Quiere expresar lo Indecible; sabe perfectamente que ninguna de sus palabras es capaz de definir a Dios, pero no por ello consigue dejar de balbucear, de intentar hablar de Dios, de lo contrario ya no sería un hombre. Por tanto, las imágenes de Dios son en el fondo secundarias, siempre que sean conscientes de que se trata únicamente de imágenes de lo inimaginable, recursos verbales, muletas para nuestro entendimiento y nuestro desvalido lenguaje humano. En la medida en que somos conscientes de ello y no elevamos la imagen a la categoría de Dios, nos liberamos de la idolatría y servimos a Dios. Pues lo que quiere este Dios no es ser reverenciado, adorado, o que se le rece, sino más bien que se cumpla su voluntad. Cuando la adoración y los cantos de alabanza presuponen todo esto, entonces se está sirviendo realmente a Dios.

No puedo dejar de citar aquí una vez más a Martin Buber, que decía: “no sé si no están sirviendo mejor a Dios muchos ateos que algunos grandes rabinos, cardenales y obispos”. […]

¡No es que la increencia deje de tener su puesto en el mundo! No cabe ignorar su función en el plan salvífico. “¿Por qué ha creado Dios el ateísmo?”, preguntó una vez uno de sus discípulos al rabbí Moshe Leib de Sasow, una de las lumbreras del casidismo. Y éste respondió: “Para que tú no dejes morir de hambre al pobre tratando de consolarlo con el mundo venidero, o persuadiéndolo de que confíe en Dios, que lo auxiliará –en ves de meter la mano en tu bolsillo y darle aquí y ahora algo con lo que pueda comer. Tú eres quien tiene que salvarlo y auxiliarlo como si Dios no existiera, sólo hay uno que puede ayudar: tú mismo!”

He aquí la doble solución del Talmud:

“Actúa como si todo dependiera de ti
y ora como si todo dependiera de Dios”.

Ambas cosas: precepto y oración, la acción creyente y el corazón suplicante, resumen la ética de la Biblia.’

Tomado de: Viktor Frankl y Pinchas Lapide, Búsqueda de Dios y sentido de la vida. Diálogo entre un teólogo y un psicólogo, Barcelona, Herder, 2005. pp. 98-99.

jueves, junio 22, 2006

Reflexiones sobre Dios (III)

Marc Chagall, Gólgota, 1912.

‘Yo rechazaría este buen Dios, pues es una caricatura que puede ser válida para niños de seis años, y quizás para ciertos adultos infantiles’. Pero un Dios del amor no es el buen Dios. El buen Dios suena a diocesillo al que se puede acariciar. Pero Él no me acaricia y tampoco yo a Él. Esto es una especie de “teología de la avestruz”, que suprime los aspectos desconocidos de Dios para tenerlo a mano a base de cumplimientos. Pero un Dios del amor que quiere lo bueno y me da la libertad también para lo malo es un Dios que puedo aceptar y en el que puedo creer.

Si nuestro Dios es un Dios del amor, también ha de ser un Dios celoso, un Dios que da, pero también toma; que perdona, pero también castiga, animado y exigiendo a la vez.[*] Un Dios sin ira por el pecado, sin celo por la justicia, sería un apático Dios griego, sentado en su elevado trono celeste, que no quiere saber nada de los sufrimientos del mundo. Un Dios que no distingue entre criminales y justos, entre santos y genocidas, sería un Dios de la indiferencia, que está bien el Olimpo o en el panteón romano, pero no es compatible con los apasionados profetas del antiguo Israel, a los que se sentía estrechamente vinculado el temperamental Jesús. Pero si usted rechaza la teodicea en cuanto antropomorfismo que convierte a Dios en supremo policía, Señor de los ejér-citos o alcalde que gobierna desde el cielo, existe sin duda un puente entre la teodicea que usted rechaza y la antropodicea de la que yo hablo, que me atrevería a calificar, con algunos rabinos, como teopatía. Si Dios vive en mí, de lo que estoy convencido, puede existir un Dios paradójico que desmiente toda nuestra minúscula sabiduría humana, y es suficientemente grande para hacerse pequeño, suficientemente omnipotente para anonadarse, suficientemente libre para ligarse a nosotros y compadecerse de sus criaturas. Así, sufrió en Auschwitz al lado de sus judíos y padeció con ellos hambre en Treblinka. Por eso, no sólo puedo reconocer a Dios como Creador, sino también como un Dios que camina a mi lado, como dicen los Salmos [v. Sal CXIX, por ejemplo], incluso por el valle de la muerte para hacerse en mí más humano que el hombre. Quizás sea ésta una imagen de Dios que, después de Auschwitz, podría llevarnos más lejos en la línea de nuestra maduración de las imágenes de Dios.’

Tomado de: Viktor Frankl y Pinchas Lapide, Búsqueda de Dios y sentido de la vida. Diálogo entre un teólogo y un psicólogo, Barcelona, Herder, 2005. pp. 94-95.

[*] Me he tomado la molestia de reunir varias citas sobre esto: Dt IV, 24; Dt V 9-10; Dt VII, 9-19; Sal C, 5; Ct II, 4; 1 Jn IV, 7-8.16; Is LIV, 8; Is LX, 8; Ex XX, 20.

La Resurrección



Siempre he dicho que sólo los teólogos y los poetas tienen la capacidad para determinar lo indeterminable, palpar lo impalpable y sentir y comprender lo inmaterial... y lo he comprobado gracias al excelso poeta israelí Yehuda Amijái. En mis coqueteos con esa supraciencia maravillosa que llamamos teología, jamás me he cuestionado mucho ni me he querido meter a estudiar la escatología. ¿Qué le pasará a mi cuerpo y a mi alma después de que parta yo de esta vida?, ¿existe la reencarnación o la resurrección? No lo sé. Nunca me lo había puesto a pensar, y quizá porque no es algo determinante para mi fe (al menos en este momento). Creo en lo que dice la Iglesia, que sus buenas razones tiene. A esas razones, se suma este poema de Amijái, que me ha convencido sin más:

‘Confío con absoluta fe en la resurrección de los muertos pues,
como un hombre que pide retornar a un lugar amado deja
a propósito un libro, un cesto, unos anteojos, una foto pequeña
que le sirva de pretexto para volver, así los muertos dejan
la vida y vuelven.

Una vez estuve parado a lo lejos en la neblina de otoño
en un cementerio judío abandonado, pero que sus muertos no abandonaron.
El jardinero era un experto en flores y estaciones
pero nada sabía de los judíos enterrados,
y aun así dijo: se entrenan cada noche para la resurrección.’

Yehuda Amijái (1924-2000)

Tomado de: Letras Libres 23, noviembre 2000, México. p. 30 (Versión de Claudia Kerik)

martes, junio 20, 2006

Tres poemas sobre Auschwitz

Para complementar lo dicho aquí anteriormente en: Reflexiones sobre Dios (II) y La almohada de Ruth.


‘Después de Auschwitz no hay teología:
de las chimeneas del Vaticano sube humo blanco
señal de que los cardenales eligieron un papa.
De los crematorios de Auschwitz sube humo negro
señal de que los dioses todavía no eligen
al pueblo elegido.
Después de Auschwitz no hay teología:
los números sobre los antebrazos de los prisioneros de exterminio
son los números de teléfono de los dioses
números de los que no hay respuesta
y ahora están desconectados, uno por uno.

Después de Auschwitz hay una nueva teología:
los judíos que murieron en el Holocausto
se volvieron semejantes a su dios
que no tiene la figura del cuerpo y que no tiene cuerpo.
Ellos tampoco tienen la figura del cuerpo ni tienen cuerpo.

* * *

Yo no fui uno de los seis millones
que murieron en el Holocausto y ni siquiera estuve entre los sobrevivientes
ni entre las sesenta miríadas que salieron de Egipto
pero llegué a la tierra prometida desde el mar,
yo no estuve entre todos ellos pero el fuego y el humo
en mí permanecieron, y las columnas de fuego y las columnas de humo me indican
el camino de noche y de día, y se quedó en mí la loca búsqueda
de salidas de emergencia y lugares tiernos,
de zonas indefensas para fugarme en la flaqueza
y en la esperanza y se quedó en mí la avidez de buscar
el agua de la vida susurrando a la piedra y con golpes de locura.
Después silencio sin preguntas ni respuestas.
La historia judía y la historia mundial
me trituran entre sí, a veces hasta pulverizarme
como entre piedras de molienda, y el año solar y el año lunar
se anticipan uno a otro o se retrasan uno tras otro
y saltan dándole un movimiento constante a mi vida
y yo a veces caigo en el espacio que hay entre ellos
para esconderme en él o para hundirme.’

Yehuda Amijái (1924-2000)

Tomado de: Letras Libres 23, noviembre 2000, México. p. 31 (Traducción del hebreo de Claudia Kerik).


A. Siciliano, Primo Levi, 2005.

‘Si esto es un hombre

Los que vivís seguros
En vuestras casas caldeadas
Los que os encontráis, al volver por la tarde,
La comida caliente y los rostros amigos:
Considerad si es un hombre
Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer
Quien no tiene cabellos ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo
Vacía la mirada y frío y el regazo
Como una rana invernal.
Pensad que esto ha sucedido:
Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
Al estar en casa, al ir por la calle,
Al acostaros, al levantaros;
Repetídselas a vuestros hijos.
O que vuestra casa se derrumbe,
La enfermedad os imposibilite,
Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.’

Primo Levi (1919-1987)

Tomado de: Primo Levi, Si esto es un hombre, en Trilogía de Auschwitz, Barcelona, El Aleph, 2005. p. 29.

domingo, junio 18, 2006

Reflexiones sobre Dios (II)

‘El Dios en quien yo creo es un Dios de la libertad, en el doble sentido de la palabra. Es libre en sí mismo, es decir, no se atiene a nuestras reglas del juego, y al mismo tiempo nos ha otorgado el tremendo don de darle a Él nuestro sí o nuestro no; puede ser, como usted escribe, el inconsciente Dios en nuestro interior, y cuando hacemos ruido o gritamos demasiado no podemos oír la suave voz dentro de nosotros. Ésta es la libertad que nos ha dado. Siendo esto así, preguntas como ¿por qué tolera Dios esto, por qué permite esto o lo otro? son antropomorfismos no menores que los de toda la teodicea. En el fondo, Dios sería así el supremo gendarme del cuelo que puede tolerar y prohibir, permitir y aprobar. Considero que estas imágenes de Dios, propias más bien de la infancia de la humanidad, han muerto en Auschwitz, y no sé si he de guardar luto por ello. El Dios que ciertamente ha muerto en Auschwitz es el bondadoso abuelo de larga barba blanca. Dios, como viejo notario que anota diariamente las buenas y las malas acciones de un hombre, ha sido incinerado en Auschwitz. El Dios de los ejércitos, que avanza siempre con los batallones más fuertes, yace en la misma tumba de familia que el Dios de los sempiternos poseedores del derecho y de los dueños del saber. Considero que Auschwitz nos ha ayudado a purificar nuestras imágenes de Dios.

“Dios ha muerto”, dijo Nietzsche antes de sumirse en su demencia. Tenía toda la razón, si con ello se refería a las representaciones de Dios infantiles y pueriles a la vez, que lo presentan como el celestial apagafuegos, cumplidor de las plegarias y concesionario del éxito. ¡Mas aún! Debemos dar gracias a los críticos de la religión porque nos han liberado de mucho culto idolátrico enmascarado y nos han obligado a luchar por conseguir una idea de Dios más alta y más madura. En pocas palabras, si tu Dios puede ser descrito, definido, discutido o confirmado, sólo es un Dios suplente, no el Dios de la Biblia.’

Tomado de: Viktor Frankl y Pinchas Lapide, Búsqueda de Dios y sentido de la vida. Diálogo entre un teólogo y un psicólogo, Barcelona, Herder, 2005. pp. 85-86.

sábado, junio 17, 2006

Reflexiones sobre Dios (I)

En el magnífico libro Búsqueda de Dios y sentido de la vida. Diálogo entre un teólogo y un psicólogo, el teólogo y diplomático israelí Pinchas Lapide (1922-1997), en conversación con el psicólogo austríaco Viktor Frankl (1905-1997), creador de la ‘tercera escuela vienesa de psicoterapia’ —la logoterapia—, discuten acerca de Dios y el sentido de la vida en el siglo de Auschwitz.

Lapide, como piadoso judío y a la vez teólogo y estudioso del cristianismo, arroja luz y nos hace pensar sobre aspectos muy importantes de la acción divina en el mundo (y concuerdo con él ampliamente).

Adán y Eva, de Lucas Cranach ‘El Viejo’ (1472-1553).

El ‘también’ hebreo

‘El modelo judío de pensamiento, cuyo mejor documento lo tenemos en la Biblia hebrea, es un típico “no sólo, sino también”. David es el mayor rey de Israel, pero también es un adúltero; Coré es el mayor rebelde contra Dios y contra Moisés, y sus hijos son tenidos como autores de algunos de los más bellos salmos. No se da el blanco y el negro en la Biblia hebrea, sino más bien una paleta de 3.000 variantes de gris. El negro como lo totalmente malo y el blanco como lo totalmente bueno no existe. Lo que existe es lo humano, que es sólo relativo y se mueve en el marco de muchas y variadas tonalidades de gris, y nunca se reduce al “una de dos”, pues depende sólo de Dios. El gran cardenal del siglo XV, Nicolás de Cusa, lo resume en dos palabras: Dios es la coincidentia oppositorum, la coincidencia de todos los contrarios, lo que, en el siglo XVI expresava en forma quizás aún más bella su famoso antecesor Maharal, el gran rabino Löw de Praga. Él decía que en la vida no hay realmente contrarios, sino sólo dos aspectos distintos de la verdad. Y lo ilustraba con una hermosísima parábola: la Biblia hebrea comienza con la palabra beresit, cuya primera letra es bet. ¿Por qué no comienza la Biblia, como sería lógico, por la letra álef, la primera del alfabeto hebreo, y lo hace con bet, que va en segundo lugar? Y después de leer por tres veces la primera página de la Biblia, he aquí el descubrimiento: el número dos es la clave de toda la creación. Dios creó el mundo en parejas. Se comienza con luz y tinieblas [Génesis I, 5], cielo y tierra [Génesis I, 1], sol y luna [Génesis I, 16], tierra firme y mar [Génesis I, 6-10], fauna y flora [Génesis I, 11-13; I, 20-25]. Pero, ¿por qué todo consta de esta duplicidad, que en el fondo es una unidad dual? Porque cada mitad necesita la otra mitad, no sólo como contraste sino para la propia autocomprensión. No habría noche sin día, ni mar sin tierra forme que lo convirtiera, ni mujer que no necesitara al hombre para su ser-mujer. La unificación de ambos polos es lo divino, esa fuerza que, a falta de una palabra mejor, denominamos “amor”, en el sentido de mutua atracción, la vocación de unidad de la dualidad querida por Dios.’

Tomado de: Viktor Frankl y Pinchas Lapide, Búsqueda de Dios y sentido de la vida. Diálogo entre un teólogo y un psicólogo, Barcelona, Herder, 2005. pp. 61-62.

viernes, junio 09, 2006

El rezo de las Dieciocho bendiciones

Cuando los sabios del Talmud se refieren simplemente al acto de rezar o al rezo, en realidad se refieren al rezo denominado Amidá (literalmente: ‘de pie’) o Shmoná Esré (literalmente: ‘dieciocho’). El primer nombre indica la postura obligatoria de quien pronuncia esta plegaria, y el segundo a las Dieciocho bendiciones que originalmente la conformaban. ¿Por qué originalmente? Porque en la época de Rabán Gamliel, en la ciudad de Iavne, y como una necesidad del momento debido a que los herejes acosaban a Israel para que abandonara su fe, se agregó la bendición contra ellos, la cual se incorporó a la plegaria y pasó a formar parte inseparable de la misma. Y a pesar de que ahora son diecinueve las bendiciones que la conforman, el nombre de la plegaria no fue modificado y continuó siendo la plegaria de las Dieciocho bendiciones, que se dividen del siguiente modo:

- Las tres primeras: bendiciones de alabanza
- Las tres últimas: bendiciones de agradecimiento
- Las trece intermedias: bendiciones pidiendo respuesta a necesidades comunitarias y personales.

Éstas son las diecinueve bendiciones de la plegaria:

1. Sobre los Patriarcas, Avot

Bendito eres Tú, El Eterno, nuestro Dios y Dios de nuestros padres, Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob, el Dios grande, el poderoso y el temible, el Dios altísimo que prodiga buenos favores y que crea todo; recuerda las buenas acciones de los patriarcas y trae el redentor a los hijos de sus hijos, por Su Nombre, con amor. Rey que asiste, salva y escuda. Bendito Eres Tú, El Eterno, escudo de Abraham.

2. Sobre los Poderes divinos, Gevurot

Tú eres eternamente poderoso, mi Señor, el que resucita a los muertos eres Tú, abundantemente capaz de salvar. Sustenta a los vivos con tu bondad y resucita a los muertos con abundante merced. Sostiene a los caídos y cura a los enfermos. Libera a los cautivos y mantiene su fe en los que duermen en el polvo. ¿Quién es como Tú, Señor de proezas y quién es comparable a Ti?, Rey que da vida y da muerte y hace brotar la salvación. Y Fiel eres Tú para resucitar a los muertos. Bendito eres Tú, El Eterno, que resucitas a los muertos.

3. Sobre la santificación del Nombre, Kdushat Hashem

Tú eres Santo y Tu Nombre es Santo, y los santificados todos los días te alaban, por siempre, Bendito eres Tú, El Eterno, el Dios Santo.

4. Sobre el entendimiento, Biná

Tú otorgas al hombre conocimiento, y enseñas a los mortales entendimiento. Concédenos de Tu conocimiento, entendimiento y discernimiento. Bendito eres Tú, El Eterno, que concede el conocimiento.

5. Sobre el arrepentimiento, Teshuvá

Haznos retornar, nuestro padre, a Tu Torá y aproxímanos a nuestro Rey, a Tu servicio; y haznos volver en perfecto arrepentimiento ante Ti. Bendito eres Tú, El Eterno, el que desea el arrepentimiento.

6. Sobre el perdón, Slijá

Perdónanos, nuestro padre, porque erramos. Dispénsanos, nuestro Rey, porque pecamos, porque Tú dispensas y perdonas. Bendito eres Tú, El Eterno, que abundas en otorgar perdón.

7. Sobre la redención, Geulá

Observa nuestra aflicción, quita nuestra ofensa y redímenos rápidamente por la causa de Tu Nombre, porque un Redentor poderoso eres Tú. Bendito eres Tú, Redentor de Israel.

8. Sobre la curación, Refuá

Cúranos, El Eterno, y seremos curados; sálvanos, y seremos salvados, porque Tú eres nuestra alabanza; repara una completa curación para nuestras heridas, porque Tú eres Dios, Rey, curador fiel y compasivo. Bendito eres Tú, El Eterno, quien sana a los enfermos de Su pueblo Israel.

9. Sobre la bendición de los años, Birkat hashanim

Bendice, El Eterno, nuestro Dios, este año y todos los tipos de cosecha que haya en él, para bien. Y otorga bendición, (y otorga rocío y lluvia para una bendición) sobre la superficie de la tierra, y satisfácenos con Tu bondad, y bendice nuestro año como los mejores años. Bendito eres Tú, El Eterno, que bendices a los años.

10. Sobre la reunión de las diásporas, Kibutz galuiot

Haz sonar el Gran Shofar para nuestra liberación, y levanta la insignia para reunir nuestros exilios, y reúnenos juntos desde los cuatro extremos de la Tierra. Bendito eres Tú, El Eterno, que reúnes los dispersos de tu pueblo Israel.

11. Sobre la justicia, Din

Restaura nuestros jueces como en los primeros tiempos, y nuestros consejeros como en un principio; elimina de nosotros la aflicción y la congoja, y reina sobre nosotros, Tú, solo El Eterno, con misericordia y compasión; y sé justo con nosotros a través del juicio. Bendito eres Tú, El Eterno, el Rey que ama la justicia y el juicio.

12. Sobre la herejía, Birkat haminim

Y para los calumniadores que no haya esperanza; y toda la maldad de un instante desaparezca; y todos tus enemigos rápidamente sean exterminados, y los perversos rápidamente sean extirpados, destruidos, aniquilados y humillados, prontamente en nuestros días. Bendito eres Tú, El Eterno, que destruyes a los enemigos y humillas a los perversos.

13. Sobre los justos, Tzadikim

Sobre los justos, los piadosos y sobre los ancianos de Tu pueblo, la Casa de Israel, y sobre los remanentes de sus sabios; y sobre los conversos rectos y sobre nosotros, sea buena recompensa a todos los que confían en Tu Nombre, en verdad. Por nuestra parte junto a ellos, para siempre, y no nos avergonzaremos porque en Ti confiamos. Bendito eres Tú, El Eterno, sostén y fortaleza de los justos.

14. Sobre Jerusalén, Binián Ierushalaiam

Y para Jerusalén, Tu ciudad, que vuelvas con compasión y que habites dentro de ella, como dijiste. Y reconstrúyela prontamente en nuestros días como una estructura eterna; y el trono de David, rápidamente, dentro de ella, establece. Bendito eres Tú, El Eterno, el constructor de Jerusalén.

15. Sobre la Casa de David, Maljut Beit David

El retoño de David, Tu Sirviente, rápidamente haz brotar; y su gloria eleva a través de Tu salvación, porque Tu salvación esperamos todo el día. Bendito eres Tú, El Eterno, que haces brotar la gloria de la salvación.

16. Sobre la plegaria, Kabalat hatfilá

Escucha nuestra voz, El Eterno, nuestro Dios, piadoso y compasivo con nosotros, acepta con compasión y con favor nuestra plegaria, porque un Dios que escucha las oraciones y súplicas eres Tú. Y delante de Ti, nuestro Rey, no nos devuelvas con las manos vacías. Porque Tú escuchas la plegaria de Tu pueblo Israel con compasión. Bendito eres Tú, El Eterno, el que escucha la plegaria.

17. Sobre el Templo, Avodá

Sé favorable, El Eterno, nuestro Dios, hacia Tu pueblo Israel y sus oraciones; restaura el servicio sacerdotal a Tu Sagrada Casa. Y las ofrendas sacrificiales de Israel y sus oraciones, con amor, recibe con favor; y que sea siempre favorable el servicio de Israel, Tu pueblo. Permítenos ver con nuestros ojos Tu retorno a Sión, con misericordia. Bendito eres Tú, El Eterno, el que restaura Su presencia en Sión.

18. Agradecimiento, Hodaá

Te agradecemos, nosotros, porque Tú eres El Eterno, nuestro Dios y Dios de nuestros padres por toda la eternidad. Roca de nuestras vidas, escudo de nuestra salvación, eres Tú de generación en generación. Te agradeceremos y relataremos Tu alabanza, por nuestras vidas encomendadas en Tus manos y por nuestras almas confiadas a Ti. Y por Tus milagros que todos los días están con nosotros; y por Tus maravillas y Tus bondades que haces en todo momento, noche, mañana y tarde. Dios bondadoso que no se agotan Tus compasiones. Misericordioso, que no terminan Tus piedades, siempre tenemos esperanza en Ti.

Y por todo esto, sea bendecido y elevado Tu Nombre, nuestro Rey, siempre para toda la eternidad. Y todo ser viviente Te agradecerá, Sela; y loarán Tu nombre con verdad, Dios de nuestra salvación y de nuestra ayuda, Sela. Bendito eres Tú, El Eterno, Dios benevolente, a Tu nombre y a Ti corresponde agradecer.

19. Sobre la paz, Shalom

Abundante paz sobre Israel Tu pueblo establece para siempre, porque Tú eres Rey, Señor de toda paz. Y sea bueno a Tus ojos bendecir a Tu pueblo Israel en cada hora y en cada instante con Tu paz. Bendito eres Tú, El Eterno, el que bendice a su pueblo Israel con la paz.

Tomado de: El Talmud. Tratado de Berajot I, Edaf-Proyecto Hebraico, Madrid-México, Buenos Aires-San Juan-Santiago, 2003. pp. 44-51.

miércoles, junio 07, 2006

La ópera

A Ernesto de la Peña

«La ópera es un sueño despierto,
un fantasma transformado en música,
un mundo ideal hecho por el hombre para el hombre,
para el deleite del hombre.»
Gérard Fontaine

«Canta, oh Diosa, la cólera…» —Meenin áide theá. Así comienza la historia de la literatura de Occidente, con un canto, con el arte supremo de la palabra ejecutado por el instrumento musical supremo: la voz humana —como Stendhal dijo una vez: «La voz del hombre sigue siendo superior a todos los instrumentos y hasta se puede decir que los instrumentos agradan sólo en proporción en que consiguen parecerse a la voz humana».

La ópera es una empresa mucho muy ambiciosa, que trata de crear un mundo imaginario total, una Gesamtkunstwerk(1) que «reconstruye un mundo ideal completo, concreto, reflejo de lo Esencial, de lo Indecible y de lo Divino del que todos tenemos nostalgia».(2) Las demás artes crean sus propios mundos imaginarios: la música mediante los sonidos, la literatura mediante la palabra y la pintura a través de la luz, pero la ópera es el único medio que ha existido —hasta la aparición del cine— que puede combinar todos esos mundos imaginarios para crear «un mundo superior a este mundo», «una verdad superior», en palabras de Wagner.

La ópera es, esencialmente, un espectáculo que se tiene que vivir entero, con todas sus partes; si no se hace de esta forma, es poco probable que agrade a un primerizo. Con ella no hay medias tintas: o se ama o se detesta, y no puede gustar sin tener una afición previa por la música, la danza, el teatro, la literatura, la pintura, la arquitectura y demás artes, ya que la ópera es suma de todo eso.

En el año 2000 el fenómeno artístico conocido como ópera —que significa «obra» en latín— cumplió 400 años de edad. Son muy pocos —o ninguno— los géneros artísticos cuyo origen esté tan bien fechado y registrado, mas en el caso de la ópera sabemos que nació en el palacio Pitti en Florencia el 6 de octubre de 1600, durante la boda de Henri IV de Francia y Maria d’Medici, cuando se estrenó la primera ópera verdadera, Euridice, obra del poeta Ottavio Rinuccini y el músico Jacopo Peri.

No obstante, las raíces de la ópera son más profundas que eso, pues la literatura y la música han ido de la mano desde el principio, tanto en Occidente como en Oriente —la ópera china surgió de la misma forma que su contraparte occidental, aunque son completamente distintas, y, por ello, por ser un género distinto, no haré mención de ella—: Homero cantaba los versos de La Ilíada y La Odisea, las tragedias griegas se acompañaban con música, los juglares cantaban epopeyas y romances en la Edad Media, los versos del Corán eran cantados en las mezquitas y los intermedi —entremeses— florentinos del Renacimiento eran obras teatrales con canciones y coros, que seguían el ejemplo de la tragedia helénica.

A diferencia de la época clásica —Grecia y Roma—, en el mundo cristiano del Renacimiento había una completa diferenciación entre la música religiosa y la vernácula. Los intermedi, por ejemplo, trataban temas sobre mitología y cultura popular en forma de obras teatrales con argumentos a veces cantados o a veces recitados, hasta que, paulatinamente, los recitativos fueron remplazados por canciones —arias—, coros, duetos y tríos; y así, los intermedi se transformaron en óperas, empezando con la Euridice de Peri. Uno de los problemas de este compositor fue el de tratar de «crear un estilo musical que pudiera satisfacer las demandas de clara dicción y de flexibilidad dramática, conservando, a su vez, un cierto grado de coherencia estructural e integridad musical».(3) Este dilema fue resuelto por Claudio Monteverdi, el «Padre de la ópera», con el estreno de la primera gran ópera, Orfeo, en 1607, que, podríamos decir, sacrificó el dramatismo en aras de una mayor expresión musical. Curiosamente, las primeras líneas del prólogo de ésta, la primera gran ópera, inaugura de forma más que adecuada, a todo el género:

«Io la musica son, ch’ai dolci accenti
so far tranquillo ogni turbato core,
et hor di nobil ira, et hor d’amore
poss’ infiammar di più gelati menti.»(4)

Al principio y como los intermedi, la ópera fue un espectáculo elitista enteramente dedicado a ser representado para entretenimiento de la aristocracia, para las cortes reales y nobles de Florencia, Roma, Nápoles o la República de Venecia —que también, irónicamente, tenía nobleza.
Esta novedosa y sumamente atractiva forma de arte no tardó en conquistar Europa. Mecenas, coreógrafos, compositores, cantantes, escenógrafos y libretistas comenzaron a nacer en el seno de las distintas naciones europeas, así como corrientes operísticas propias —por ejemplo, Dafne (1627) de Heinrich Schütz fue la primera ópera alemana—, aunque pasarían dos siglos antes de que la hegemonía e influencia italianas perdieran peso. Así, España,(5) los países escandinavos, Francia, Inglaterra, e incluso las lejanas Rusia —allí, la zarina Yekatiérina II hizo traer compositores italianos a la corte, para que más tarde, a principios del siglo XIX, Mijaíl Ivánovich Glinka iniciara la magnífica, prolífica y genial tradición operística rusa— y Polonia, sucumbieron ante la ópera y la hicieron suya. Sin embargo, fue en Venecia, gracias a sus aires republicanos, donde se construyó el primer teatro de ópera(6) y donde se concibió la idea del «taquillaje», al convertir a la ópera en un mero entretenimiento vulgar y lucrativo —concepto que perduraría en toda Europa hasta la invención del cinematógrafo.

Increíblemente, durante sus dos primeros siglos de existencia la ópera sufrió muy poca o casi ninguna censura, a pesar de que en varios países —especialmente en los protestantes— la hallaban muy sospechosa: era extranjera, y peor aún, de Italia, la cuna del catolicismo. Además, rebasaba todos los tabúes y amoralidades sociales, culturales y sexuales de la época; tentaba a los sentidos y las emociones. Se decía, por ejemplo, que promovía abiertamente la homosexualidad, y quizá sea cierto: baste decir que el fenómeno principal de la ópera barroca y clásica eran los andróginos cantantes castratti, que el trasvestimo era común entre las mujeres al igual que las voces afeminadas entre los varones que habían desarrollado el arte del falsete —que se conocen como contratenores o sopranistas— y que abundaba la sensualidad descarada en duetos de amor entre voces agudas…

Más tarde, el siglo XVIII fue dominado por la ópera dramática —aunque vio nacer el género de la gran ópera cómica, la ópera buffa, iniciado por La serva padrona (1733) de Giovanni Battista Pergolesi y sublimado por Don Giovanni (1787) de Wolfgang Amadeus Mozart y Lorenzo Da Ponte— y la proliferación de grandes teatros de Lisboa a Viena y de Nápoles a San Petersburgo. La ópera evolucionó y se perfeccionó; pasó de los excesos italianos del siglo anterior al barroco elegante y poderoso de Sir George Frederick Haendel y el clasicismo puro de Christoph Willibald von Gluck, hasta la perfección musical mozartiana.

En el temprano siglo XIX, por otra parte, dominó la ópera buffa —de tramas simplonas para consumo comercial masivo— de Gioacchino Rossini y nació en Francia el concepto de grand opéra, un espectáculo grandioso y completo —como Faust (1859) de Charles Gounod o Yévguieni Onieguin (1879) de Piótr Ílich Chaikovski— lo bastante ruidoso y largo, con ballet y todo, para que las clases altas socializaran a gusto. Sin embargo, es en esta época cuando brillan los dos mayores astros de este arte: Giuseppe Verdi (1813-1901) y Richard Wagner (1813-1883), quienes, además, acabarían con los malos hábitos de la época: el primero se peleó con los productores para que dejaran de lado las tramas simplonas pero taquilleras, con los cantantes y directores para que respetaran las partituras originales y con los libretistas para que no cayeran en lugares comunes; y el segundo rompió con las reglas y costumbres del público y fue el primero en hacer apagar las luces para que la gente dejase de socializar y se concentrase en el escenario.

Verdi llevó al bel canto italiano a alturas inusitadas y, junto a hábiles libretistas y los dramas de Shakespeare, Von Schiller, Dumas o Hugo,(7) creó al fin un concepto dramático muy poderoso por sí mismo, que, aunado a su genialidad musical, formó la ópera universal: bella, popular e inmortal. Wagner, en cambio, destruyó la ópera y la reinventó él mismo, creando un mundo romántico único, la consumación del Arte Total, especialmente con su tetralogía El anillo de los nibelungos (1854-1874), formada por las óperas: El oro del Rin, La Valquiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses.

El siglo XX y sus tecnologías —el cine y las grabaciones de audio— cambiaron de forma radical a la ya de por sí siempre cambiante ópera: en sus primeros años, convivieron el romanticismo postwagneriano de la Salomé (1905) de Richard Strauss —basada en la versión alemana de la obra homónima de Oscar Wilde— o El ruiseñor (1912) de Ígor Fiódorovich Stravinski, el realismo musical o verismo de la Turandot (1925) de Giaccomo Puccini y la dodecafonía de Wozzek (1922) de Alban Berg, hasta llegar al clímax de Muerte en Venecia (1973) de Lord Benjamin Britten —basada en el célebre libro de Thomas Mann y adaptado por el poeta británico W. H. Auden—, Einstein en la playa (1976) de Philip Glass y Nixon en China (1978) de John Adams.También el público disfrutó de óperas grabadas en vídeo u óperas hechas cine —como La Traviata (1982) u Otello (1986) del director Franco Zefirelli—, y lo más importante: el genio vocal de Enrico Caruso, María Callas, Renata Tebaldi o Luciano Pavarotti, a diferencia de sus colegas de otros siglos, no duraría lo mismo que sus respectivas carreras y quedaría plasmado sólo en libros de historia, sino que, mediante los discos y películas, permanecerá vivo por siempre.

A veces arte total, a veces entretenimiento «vulgar», a veces epítome de belleza artística universal… el mundo imaginario de la ópera está vivo hoy en día, con la experiencia y tradición de 400 años y el vigor de un género inmortal. Ella espera plácidamente una oportunidad para apoderarse de nuevas almas, al tanto que extasía a las millones ya cautivas.

G. G. Jolly

(1) Término wagneriano que significa «obra de arte conjunto».
(2) Gérard Fontaine, «La ópera, un sueño despierto», en Biblioteca de México 80-81, marzo-junio 2004. p. 30.
(3) Tim Carter, «El siglo XVII» en Roger Parker, Historia ilustrada de la ópera, Barcelona, Paidós, 1998. p. 9.
(4) «Yo soy la música, que con dulces sonidos / puedo allanar todos los corazones perturbados / ora con noble ira ora con amor / puedo inflamar el corazón más gélido.»
(5) La historia de la ópera en España y su evolución hasta convertirse en un género único y de gran influencia —sobre todo en los países latinoamericanos—, la Zarzuela, son tema de un artículo aparte.
(6) El Teatro San Cassiano de 1637.
(7) El mismo Victor Hugo se expresó muy bien de la muy exitosa ópera de Verdi, Rigoletto (1850), que se había basado en su propia obra teatral, Le Roi s’amuse —un rotundo fracaso en su estreno—, al decir: «Mi obra hubiese tenido éxito de haber podido yo hacer que doce personas hablaran al mismo tiempo…».

sábado, junio 03, 2006

Dos poemas

Robert Doisneau, Náufrago solitario, Chalkwell Beach Theatre, Gran Bretaña, 1950.


El actor

Tanta gente ha crecido en torno mío
a través de mí, por mí, en todas partes
que me he convertido en cauce por el que
discurre un ser llamado hombre.

Pero también yo soy un hombre
¿no habré sido deformado por esa
muchedumbre?

Como fui un poco de cada uno
permaneciendo siempre demasiado yo mismo
el hombre que aún soy ¿podrá mirarse sin
espanto?


Karol Józef Wojtyła (1920-2005)

Robert Doisneau, Riachuelo en Ménilmontant, París 19e., 1969.


Los muchachos

El amor los madura de repente y, adultos de
improviso,
cogidos de la mano caminan en tropel
corazones cazados como pájaros, perfiles de
tiniebla.

Yo sé que en sus corazones late el pulso del
mundo.

Cogidos de la mano, en silencio se sientan a la
orilla.

Un tronco de árbol y la tierra en la luna
en un triángulo de luz mortecina.

No se han levantado las nieblas todavía.

Crecen sus corazones sobre el río.

¿Será también --pregunto-- cuando se
pongan en pie
y sigan caminando?
¿O quizá ocurra que un cáliz de luz entre las
plantas
va a descubrir en ellos una ignorada
hondura?

¿Lograréis conservar por siempre lo que en
vosotros nace,
distinguiréis por siempre el bien
del mal?

Karol Józef Wojtyła (1920-2005)