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miércoles, enero 17, 2007

Cuando se pierde la fe...

‘Un día, un joven jasid fue a ver a rabí Pinjás de Koretz, famoso por su sabiduría y compasión, y le suplicó:

—¡Ayúdame! Necesito tu consejo y, todavía más, necesito tu intercesión. Mi angustia es tan grande y tan pesada que no puedo soportarla. Haz que se disipe, Maestro. En torno a mí y en mí el mundo se hunde bajo el peso de su tristeza y la mía. Haz que vuelva a alzarse, Maestro. Los hombres no son humanos; la vida ya no es sagrada. Las palabras están vacías: vacías de verdad, vacías de fe. Ya no sé hacia quién volverme ni de qué apartarme. Las dudas me asaltan, y lo hacen con tanto poder que ya no sé quién soy ni por qué existo, y lo que es peor: ni siquiera me importa ya saberlo. Maestro, ¿qué debo hacer? Dime, te suplico: ¿qué debo hacer?

—Ve y estudia la Torá —respondió rabí Pinjás de Koretz—. La Torá es el único remedio. Siempre lo ha sido. Ella contiene todas las respuestas. Ella es la respuesta. ¿Acaso lo has olvidado?

—No, no lo he olvidado —exclamó desesperado el discípulo—. Pero, desgraciado de mí, soy incapaz de estudiar. Mis certezas se tambalean; mi ímpetu se ha quebrado. Mi alma no sabe a qué aferrarse, dónde refugiarse: se va por el mundo errante y yo me quedo allá, abandonado como un desecho. Abro una página del Talmud y me quedo mirándola sin objetivo ni finalidad, todo el rato la misma página. Todas las frases me son opacas; cada palabra es un obstáculo, una pared más alta que el cielo. Soy incapaz de avanzar, de terminar un pensamiento. ¿Qué haré, rabí? ¿Qué debo hacer para avanzar?

Cuando un judío, aunque sea un rabí, no puede contestar, puede, al menos, contar una historia. Eso hizo el rabí de Koretz, e invitó a su visitante a que se acercara.

—Escucha —le dijo sonriendo—, lo que te pasa también me ocurrió a mí. Cuando tenía tus años, tropecé con los mismos obstáculos y me encontré esos mismos escollos. Conocí tus angustias. Fue un milagro que el corazón no se me rompiera, de tanta incertidumbre y tanto miedo. No entendía nada: el hombre y su destino, la creación y su destino... Luchaba contra tantas fuerzas tan negras, que me era imposible dar un paso. Iba quedando adherido a la niebla de las dudas y la desesperación me tragaba. Intenté orar, estudiar, meditar; fue en vano. Probé con la penitencia, la soledad, el silencio. En vano. Mis preguntas seguían amenazándome como antes. Era imposible avanzar hacia el futuro; ni siquiera podía imaginármelo. Un día oí que rabí Israel Baal Shem-Tov en persona, el Maestro del Buen Nombre, iba a venir a mi ciudad. Fui por curiosidad a la posada donde recibía a sus fieles. Los encontré en mitad de la oración. El Baal-Shem acababa de terminar la Amidá, la oración silenciosa. Retrocedió tres pasos. Me vio. Yo estaba seguro de que me no me veía más que a mí. Ante la intensidad de su mirada, tuve que bajar los ojos. De repente, me sentí menos solo. Volví a mi casa. Me fue posible abrir de nuevo el Talmud y continuar el estudio por donde lo había abandonado. Fíjate —dijo a su discípulo el rabí de Koretz—: las preguntas seguían abiertas y las dudas seguían angustiándome; pero podía continuar.’

Tomado de: Elie Wiesel, Contra la melancolía, Madrid, Caparrós, 1996. pp. 7-8.

martes, octubre 17, 2006

Un coloquio con Dios de Elie Wiesel

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‘Señor del Universo, hagamos las paces. Ya es hora. ¿Cuánto más podemos seguir enojados? Más de cincuenta años han transcurrido desde que terminó la pesadilla. Muchas cosas, buenas y menos buenas, les han pasado desde entonces a los que sobrevivieron a ella. Aprendieron a construir sobre las ruinas. Se recreó la vida familiar. Nacieron hijos, se entablaron amistades. Aprendieron a tener fe en su entorno, incluso en sus semejantes.

La gratitud ha reemplazado a la amargura en su corazón. Nadie es tan capaz de agradecimiento como ellos. Agradecimiento hacia cualquiera que estuviera dispuesto a escuchar sus relatos y convertirse en su aliado en la batalla contra la apatía y el olvido. Para ellos cada momento es una gracia. Oh, no perdonan a sus asesinos ni a los cómplices de éstos, ni deberían hacerlo. Ni tampoco deberías hacerlo tú, Señor del Universo. Pero ya no miran con recelo a todo el que pasa. Ni ven en cada mano un puñal.

¿Significa esto que las heridas de su alma han sanado? Nunca sanarán. Mientras una sola chispa de las llamas de Auschwitz y Treblinka brille en su memoria, mi alegría estará incompleta.

¿Qué hay de mi fe en ti, Señor del Universo? Ahora me doy cuenta de que nunca la perdí, ni siquiera allí, durante las horas más oscuras de mi vida. No sé por qué seguí susurrando mis oraciones diarias, y las reservadas para el Sabbath, y para los días festivos, pero las recitaba, a menudo con mi padre y, en la víspera de Rosh Hashanah, con cientos de prisioneros de Auschwitz. ¿Era porque las oraciones seguían siendo un lazo con el mundo desaparecido de mi infancia?

Hagamos las paces... Pero mi fe ya no era pura. ¿Cómo podía serlo? Estaba llena de angustia en lugar de fervor, de perplejidad más que de piedad. En el reino de la eterna noche, en los Días del Temor, que son los Días del Juicio, mis plegarias tradicionales estaban dirigidas a ti y también contra ti, Señor del Universo. ¿Qué me hirió más: tu ausencia o tu silencio?

En mi testimonio escribí palabras duras, palabras ardientes, sobre tu papel en nuestra tragedia. No las repetiría hoy. Pero las sentía entonces. Las sentía en cada célula de mi ser. ¿Por qué dejaste, si no permitiste, que el asesino día tras día, noche tras noche, torturara, matara y aniquilara a decenas de miles de niños judíos? ¿Por qué fueron abandonados por tu Creación? Estos pensamientos de ningún modo estaban dirigidos a disminuir la culpa de los culpables. Su culpabilidad establecida es irrelevante con respecto a mi problema contigo, Señor del Universo. En mi niñez, no esperaba demasiado de los seres humanos. Pero esperaba todo de ti. ¿Dónde estabas, Dios de la Bondad, en Auschwitz? ¿Qué pasaba en el cielo, en el tribunal celestial, mientras tus hijos eran elegidos para la humillación, el aislamiento y la muerte sólo porque eran judíos? Estas preguntas me han perseguido por más de cinco décadas.

Tienes muchos defensores de palabra, sabes. Se me dieron muchas respuestas teológicas, tales como: Dios es Dios. Sólo Él sabe lo que hace. Uno no tiene derecho a cuestionarlo a Él o a Sus acciones. O: Auschwitz fue un castigo por los pecados de asimilación y/o sionismo de los judíos europeos. Y: ¿Acaso Israel no es la solución? Sin Auschwitz, no hubiera habido Israel. Rechazo todas estas respuestas. Auschwitz deber ser y será para siempre un signo de pregunta: no puede ser concebido ni con Dios ni sin Dios. Llegado un punto, empecé a preguntarme si no era injusto contigo. Después de todo, Auschwitz no era algo que viniera armado del cielo. Fue concebido por hombres, implementado por hombres, manejado por hombres. Y su objetivo no sólo era destruirnos a nosotros sino también a ti. ¿No deberíamos pensar en tu dolor también? Al ver a tus hijos sufrir a manos de tus otros hijos, ¿no has sufrido tú también? Mientras los judíos otra vez empezamos a celebrar el Año Nuevo, preparándonos para orar por un año de paz y felicidad para nuestro pueblo y todos los pueblos, hagamos las paces, Señor del Universo. ¿A pesar de todo lo que pasó? Sí, a pesar de todo. Hagamos las paces: para el niño que hay en mí, es insoportable estar separado de ti durante tanto tiempo.’

Tomado de: Elie Wiesel (1928-), citado en el blog El Pensadero, del diácono bonaerense Eduardo Mangiarotti.