domingo, octubre 28, 2012

La confesión de Adriano



 para H. S.

These things are things that now must be no more.
The rain is silent, and the Emperor
Sinks by the couch. His grief is like a rage,
For the gods take away the life they give
And spoil the beauty they made live.
He weeps and knows that every future age
Is looking on him out of the to-be;
His love is on a universal stage;
A thousand unborn eyes weep with his misery.
Fernando Pessoa, “Antinous”.


Exiliado en la sombra estéril del poder,
amigo sólo de caballos y paisajes,
escucha atento de poetas y aprendiz dilecto de filósofos,
soldado recio y administrador atento ,
Adriano vivía por la inercia de la costumbre
y gobernaba por mandato de la estima de Trajano,
por consejo del paternal Atiano y ardides de la dulce Plotina.
Partos y dacios no le robaban el sueño,
no odiaba a judíos ni a cristianos,
no ambicionaba bosques interminables ni rubios esclavos,
tampoco oro de Mauritania ni pieles de Alba;
se contentaba con erigir nuevos Pórticos,
favorecer la difusión del tetraphármakon,
construirle templos a Minerva y Atenea,
velar por la pax de pastores y labriegos.
La suya era un alma tranquila,
amasada cual sémola entre los olivares béticos
y forjada en los sobrios campamentos del Danubio;
bebía y comía apenas con gusto, más
buscando la calma de la saciedad
que el arrebato de los sentidos.
No discutía, escuchaba; no juzgaba, inquiría;
definitivamente, no intrigaba ni cultivaba aduladores.
La sangre chorreante de sus manos,
bárbara, judía y hasta senatorial,
era apenas la justa para un estadista.
No destilaba rencor ninguno su corazón
ni era presto a pasión violenta alguna —según creía—.
¡Ingenua fe en su temple!
Tras la máscara impávida y debajo de la toga o la armadura
yacía un manantial sulfuroso e hirviente,
detrás de su buen gobierno
del Estado y de su alma, palpitaba
un Vesubio presto a devorar ciudades;
¿cómo, si no, explicar su afán andariego,
su inquietud errante, las giras oficiales que lo llevaban
de un rincón a otro, no
para sofocar revueltas o repeler invasiones,
sino para recolectar vasijas y coleccionar estatuas,
hacerse conocido de su súbditos y medrar en gobiernos locales?
Poderoso Etna el que escondía
y le impelía en su Búsqueda
y que pronto lo abrasaría
como a Pompeya, cual sabio de Agrigento,
a arrojarlo al seno de Bitinia… y del Destino.

Salvo en culto público y por no
contrariar a sus amigos de la Stoa, descreía
o ignoraba a Dios y a los dioses
hasta que palpó los guiños de Eros,
al desgarrarle sus saetas,
cuando dos luceros verdiazules le atravesaron el pecho.
Entonces Apolo le cantó al oído con voz tersa y delicada,
y el último dios le arrancó alaridos que ni Marte en batalla,
le hizo prorrumpir gemidos que ni los peores excesos de Baco…
Grácil y coqueto, el efebo sedujo las miradas
y arrobó la atención del dominus mundi,
Y se volvió, de pronto, el centro de atención del Orbe.
El emperador lo tomó en su séquito
y no procuró nada con más placer que su compañía;
apenas amaneciendo,
ya aquel volcán se revolvía en violencia,
ansiando gozar del día y del joven.
¡Qué vana fue aquella Disciplina Augusta,
templada tanto tiempo en el frío y el hambre,
entre fragores bélicos y camaradas muertos!
De la noche a la mañana,
el recatado y aun escéptico Adriano
demostró devoción sin paralelo y piedad incomparable
como jamás profesó a ningún astro, dios o humano.
En adelante, no hubo más música que la que Antínoo tañese o cantase
ni otra poesía que la de sus núbiles versos,
ideas filosóficas de mayor sapiencia que las del joven,
mejor compañero de cacería que aquél de castaños rulos.
No entendía ni quería escuchar otra cosa que el dialecto jonio.
Y no había queja posible.
Un alto precio pagaron quienes se atrevieron a pensar siquiera
en murmurar contra él o pretender tocar un cabello del Favorito:
el león libio que tributó sangre, transfigurada en flor, por su osadía;
Sabina, la emperatriz, que otrora había gozado
del oído, deferencia, cariño y poco más de su marido,
fue alejada sin miramientos una vez que se atrevió
a rivalizar con el bitinio;
Carnéades, secretario y mayordomo imperial,
exiliado tras apenas esbozar la crítica de alguna extravagancia o capricho adolescente…
Este emperador podía tolerar el desprecio de su hirsuta barba,
el apodo græculus ,  o aún
el mote impudicus,
las burlas por su acento provinciano
y piel tostada sobre las arenas de Gades,
ser contrariado en público, 
tildado de cobarde por sus tratados y murallas
—en vez de proseguir hasta el Indo,
tras los pasos de Alejandro y de Trajano—,
comparado incluso con Nerón
y su afeminamiento helenizante, mas  nunca
permitía poner en duda su solo dogma:
la religio vera del dios Antínoo.

Mas Júpiter, quizás cansado
de las caricias de Ganímedes, aburrido
ya de sus deleites, dispuso usurpar al imperator
su dicha, raptar al destilador
del vino de su pecho.
Lo que aquel león falló en hacer,
logró el Nilo apacible,
tan fácilmente
que aun cabe preguntar el porqué.
Aquella noche malhadada,
sus aguas calmas como estanque
se tragaron, inmisericordes, el
hermoso cuerpo del muchacho,
borrando su semblante de Adonis
de la faz de la tierra y venciendo
sus piernas y brazos de atleta,
cual si hubiesen sido los del
moribundo Adriano, hoy
gotosos y agotados, sofocando
sus brazadas y sus ganas de vivir,
como si hubiese tenido no el alma
de un joven seguro del amor y del favor
que le profesaba su idólatra amante,
César Augusto mismo, ni más ni menos,
sino el espíritu rendido ya de un princeps
avejentado y hastiado del poder…

Y así el barbado y fornido
Adriano lloró como mujer,
bramó y chirrió cual bestia herida,
sollozando sin cesar y besando sin parar
el cuerpo inerte y helado arrebatado al río.
Inquiría con mirada violenta y
buscaba un culpable entre los rostros
del séquito que le veía con extrañeza;
su desasosiego, sus agobios clamaban
 hacia los cielos y exigían, con fides punica,
explicaciones a los dioses;
su solo dios, pálido y rígido, casi dormido,
yacía junto a él, descompuesto,
como si Decébalo hubiese saqueado Roma,
cual si su estirpe hubiese sido ultrajada
en el cuerpo de Elia Domicia Paulina.
O peor.

Aún años después, esperando sin
paciencia bajar al Hades, sin
importarle los óbolos que pagar a Caronte,
se lamentaba el anciano, títere de Saturno,
de sus piernas perezosas al moverse, sus
palabras abatidas en la garganta, de las
miradas vencidas que rehúsan alzarse y los
respiros autómatas que contrarían la
renuncia a latir de su impotente corazón,
de sus manos pesadas y mente vaga
que firmaban decretos y pasaban revista a documentos
sin apenas percatarse;
sin meta ninguna ni ansias de nada,
¿cómo haría para remontar las horas
y alcanzar el final de los días?
Por fortuna, la vejez se apiadaba
y los segaba más y más…

Desesperado como en aquel día
funesto junto a las riberas egipcias,
volvía a romper, enésimamente, en llanto,
pues el Nilo había trazado nuevos cauces,
un Delta entero de raudales lacrimosos
sobre sus mejillas,  e
increpaba así a la habitación vacía:

“Morias: hacedme esclavo o mendigo.
Godos, sármatas y marcomanos: tomad
Dacia, Panonia, Iliria o mi propia Hispania Ulterior.
Bárbaros: llevaos todo el oro y mármol del
Capitolio y Delfos, os doy en tributo el hierro
todo de mis legiones danubianas, las del Éufrates también,
esclavizad a los soldados de la I Minervia, la II Aduitrix
y la XXII Primigenia. Dioses: reclamad toda la belleza
femenina y el goce mujeril. ¡Pero que alguien,
quien sea, lo que sea, como sea, le devuelva
el aliento a Antínoo, aun si
el precio es que aquél nunca más
resuelle sobre mi pecho!

“Mi cansada espalda, ajena a todo trote,
carga y frenesí que no fueran los de tu
níveo cuerpo sobre el mío, de tus caderas
etruscas danzando sobre mi regazo, se rompe ya
de años, fatigas, heridas y, ahora, de
soledades mudas, de tu tacto ausente.
Mis párpados pesan, exhaustos de
tanto insomnio, de velar incesantemente
junto a Selene; ceden ya mis defensas
ante el alud de imágenes, las hordas de recuerdos,
en mis Termópilas nocturnas; renuncio
sin más a esta lucha horacia en el Puente de tu falta.
Ardo con lo quieto de tus labios de doncella
que, curiosos, besaron cada rincón de mi
veterano cuerpo; de tus finos dientes que hubieron
mordisqueado mis dedos, mi piel, mi boca, mis muslos…
de tus dedos prestidigitadores que me tornaron
cítara y me hicieron gemir al son de tu melodía,
mi Antínoo-Orfeo; de tus pestañas de niño cuyo gozo se grabó
en mi memoria tan hondo como la dicha de tus
uñas sobre mi espalda; del sabor de tu piel marmórea,
banquete de mis manos de escultor de mitos; del color
de tu boca cerécea y la lengua mordaz y ágil, de
Menipo redivivo,  que albergaba;  de tus ojos mistéricos
verde y azul de pitonisa cirenaica; de tu tierna voz
de alondra-eunuco; de tu vientre infecundo tratando
de fundirse con el mío; de tu mente prodigiosa
y digna del Liceo; de tu afán peripatético, coleccionador
de flores, insectos y suspiros regios; de tu pecho gladiatorial
ardiente, presto a estallar vesubiamente y a la menor
provocación en la arena de mi oído; de tus silencios
puros y lucrecios; de tu memoria homérica y
cultura herodótea que suplía sus cortos años con
los de vidas inmortales y palabras sabias; de tu conversación
que no cesaba y llenaba mis días de actividad lo mismo que sosiego;
de tus bromas aristofánicas que me sacaban carcajadas y
causaban muchos disgustos, vía las víctimas de tus sátiras;
de tu don viril, que intentaba —y lograba invariablemente—
derrotar a César y someterlo al dominio de tu amor.
Conquista que
comenzaba entre tus ingles,
proseguía con mis latidos,
tenía su culmen con tus ojos cerrados y un alarido
y terminaba como linfa cálida inundándome;
y aun trascendía los desfiles de victoria o la
celebración de los tres triunfos de Venus, pues
vive aún en los arcos conmemorativos
de tus cejas
y en la Columna Adriana
que se erguía
en tu bajo vientre.

“Extraño libar contigo, beber de ti,
de cada abertura deliciosa,
trabarme horas asido a tu
pelo rojizo, trazar lazos entre
tus piernas y las mías, besar tus
mejillas risueñas mientras arremeten
contra mí tus caricias miriápodas,
rodear tu pecho de alabastro de las cosquillas
de mi barba, fundirme
con tu sexo y apoderarme de la
preciosa llave, flor rosada,
Antínoo adentro.
Añoro mis besos dánaos arremetiendo
cual saetas contra tus pezones teucros,
mi dardo argivo embistiendo
tu muralla dárdana, oh mi Ilión amado.
Me saltan las venas
y me hierve la sangre
del cuello, la frente
y la entrepierna por
no tenerte… lamento
cada día el infortunio
que hubieron tejido
las Parcas, apartándote
de mi lecho, cerrándote
los ojos, quitándote el
aliento, matándome
a mí también. Maldigo,
como aquella reina desdichada,
la hora malhadada en que
el Asia tocó con tus naves
la costa de mi alma Libia.

“Y, sin embargo, ¿cómo no
acordarme de aquella distancia
de los últimos días,
insalvable,
que resentían mis manos, que te sentían sin asirte;
cómo ignorar tus ojos, que esquivaban los míos,
tu boca, que me dosificaba las palabras;
cómo evadir que te hallabas
más lejano cuanto más te estrechaba
entre mis brazos, que
tanto más se helaba tu mirada,
mientras más cálidas te rozaban
la piel
mi lengua y boca?
¿Habías decidido ya saltar por la borda,
presentías entonces la conspiración para arrebatárteme,
urdías sin cesar la escapatoria —la única— de mi amor,
temías por mi suerte al grado de ofrecerte en sacrificio ?

“No cabe en mí dudar de ti, pero
¿acaso he de asentir sin más
a que obedeciste los designios
de los astros, confirmados por mis
expertos, y te arrojaste al Nilo eterno
en aras de ganarme la inmortalidad, un
Alceste para este Admeto, cuando en vida ni
siquiera me dedicaste, para la posteridad, un verso?

“Si saltaste por tu propia cuenta, amado mío,
¿cómo no maldecirte ni injuriarte? ¡No me bastan
las legiones, me faltan caballería escita y auxiliares nubios
para aplacar mi ira, paliar mi cólera,
apagar la sed de venganza de mis vísceras,
acallar la rabia que envenena mi garganta!
¿Te das cuenta? ¡Tu muerte me provoca el deseo
atroz de matarte, de destruir sacrílegamente el templo
de mi devoción, de segar con mis toscas manos de soldado
tu belleza olímpica! De experiencia no carezco:
ojos claros apagarse he visto cientos,
albúreas pieles tornarse rojas, miles;
ya antes he precipitado al Orco inocencia bárbara,
en Nórico y en Mesia…
¿Revivirte para volver a quitarte la vida?
¿Oyes mis palabras insensatas, demonio,
surgidas del frío de tu cadáver, escupido por el ingrato Nilo?
Bien sabes que no podría, que me sería
imposible
convertir falsos deseos en
verdades vivas, pues
de la nada nada sale;
mas no puedo evitarlo:
¡soy Pontifex maximus y Pater Patriæ!
¿Cómo te atreves,
Antínoo-Narciso,
a huir de mi presencia
sin excusarte,
sin que me plazca,
sin que te otorgue el permiso,
sin que te lo ordene?
¿Cómo osas despojarme,
niño tarpeyo,
del tesoro más valioso del Orbe,
del bien más preciado de las Siete Colinas;
desde cuándo tus ojuelos verdemar se entregan al pillaje
y tus manos de marfil a la rapiña,
saqueando mi pecho turdetano,
profanando la inocencia que restaba de aquel joven de Itálica?
Por mucho menos que eso
han pagado cientos con la cruz y con el hacha:
el ‘mesías’ Bar Kojbá o el rey de Partia.
¿Pero cómo, entonces, mandarte como a mis centurias,
juzgarte como a los tribunos,
destituirte, gobernador de mis afectos,
crucificarte, bandido,
si tú mandabas
sobre mí,
si César te obedecía
en todo, pues no
tenía más lex que lo proferido por tu boca
ni otro dios que las miradas que le dirigías,
si Adriano era tu esclavo
día y noche —la infamia era poco precio
a pagar por tu calor—?

“Miento. Hablo al aire. Sin voluntad.
Con el alma vacía.
Si algo detesto de ti, si hay cosa que odie,
es el reflejo de mi indiferencia,
del desprecio, de mis afectos reacios…
para con Trajano, con Sabina, con la
Roma eterna, con esclavos y libertos
ojiazules, con bailarinas y hetairas,
con mi deber y vocación… Aborrezco
en ti al Adriano pusilánime
que, laborioso, firma pergaminos
e inspecciona tribunales, supervisa
edificaciones y reparte dádivas,
pero está siempre en otro lado,
añorando quién sabe qué otro mundo,
pues éste, que le pertenece, no le basta.
Lamento no poder haber sido
tu Cipáriso ni morir sobre tu escudo

como Niso, florecer a tu lado
cual Jacinto; si apenas fui mejor


que Domiciano con Earino.
El agüero dispuso, en cambio, que
suplantase yo a Eco y viese
cómo florecías —y yo me marchitaba—
junto al agua…

“Y, si huías de mí, ¿era
porque otro ocupaba tus pensamientos,
otro, quien cautivaba tus sentidos?
Si es así, ¿quién es mi rival,
dónde hallo
los ojos ónices del efebo
que me expulsó de tus sueños,
me privó de tu ardor,
 me despojó, por último, de tus manos tibias,
y me arrojó al oscuro erebo?
¿Existe siquiera, para exiliarlo
al Bósforo o encadenarlo a una galera
a remar lejos de ti, y vengar yo así
a todos los amantes dolidos de la Historia
sin pretorianos y cónsules tras su despecho?

“¿O fue Sabina, fue Hermógenes, fueron
mis generales y potentados, o todos ellos,
que acaso temieron te adoptase y te
legase el anillo de Nerva
con su dote entera,
igual que Trajano hizo conmigo?
¿Tan obvio era mi amor que
todos, salvo tú, se daban cuenta
de mi locura, de mi frenesí
mayor a los de Eleusis;
tan evidente resultaba, aunque
no me creyeras, que Roma toda
me parecía poco para darte?
¿Qué más querías, tirano,
qué otra cosa podía darte,
Tarquino, no te bastaba
tener al Imperio a tus pies?

“(Por si acaso, Sabina habrá de pagar,
de una vez por todas, sus desprecios
y desplantes hacia ti, sus blasfemias
para con mi Silvano, mi Beleno; la cicuta
vengará intrigas y humillaciones hacia mí;
su muerte vana como ella redimirá al pobre
Suetonio, que se dejó engatusar... ¡Juno mía,
tú que no eres inmortal, carga con tus culpas
y las de la diosa homónima, húndete en la Estigia
con sus celos y rencores, tus oprobios y afrentas para
con Júpiter-Adriano y Ganímedes-Antínoo.)

“¿O es culpa del Nilo, tan
hipócrita en su calma, que
mece los juncos de sus orillas
fertilizando el granero
del Imperio y, mientras alimenta a
los latinos, mata las ilusiones
de la Urbe, que son las mías, y ahoga
el sueño del populus romanus,
que soy yo?

“¿Qué vale ahora la fatiga
de construir murallas
y firmar tratados con Osroes,
mi afán bajo el sol
de comprar la paz
con Armenia, a precio
de tierra y oro
en lugar que con sangre —de jóvenes romanos—
y con gloria  —para que Suetonio
y Plutarco escriban bien de mí—? 
¿Qué significado para el Lógos
del universo tienen ahora
mis escuelas y gimnasios,
mi Villa y acueductos?
¿Enjuga mis lágrimas nocturnas
el orgullo de Eneas, Rómulo, Escipión y Trajano,
que miran satisfechos cómo este hispano
ha cumplido su deber?
¿Consuelan mi soledad las
exenciones fiscales, el pan
que distribuyo y los juegos
de aurigas y gladiadores
que regalo al vulgo;
lo hacen mis indultos,
mis holocaustos en el Capitolio
o incluso mis estudios?
¿Proveen de bálsamo
a mi alma herida de ti
y de tu honda huella
mis afectos
Virgilio y Ovidio,
o mis amigos,
Arriano y Epicteto?
¿Será que Egipto venga en mí
los oprobios que sufrió de Octavio;
que el Dios celoso y terrible cuya ciudad santa
renombré Aelia Capitolina
—por mi apellido y por Júpiter—
y cuyo soberbio Pueblo dispersé
torna de nuevo las aguas egipcias en sangre
y castiga en el primogénito —el de mi amor—
los pecados del faraón Adriano; que
los dioses de la Hélade pagan así mi
doble cara, el poco celo que siento al
ofrecerles bueyes e incienso?
¿Cómo pueden las almas de los dioses
incubar tan tenaz resentimiento?
¿A quién le reclamo, si no saltaste tú
rehuyendo mis besos o buscando mi gloria?
¿A Zeus, que me ha partido el pecho con su rayo;
a Seth, que vuelve a regenerar el Nilo ahogándote,
mi Antínoo-Osiris;
al Dios uno e indiferente de Epicuro, que
mira impasible mi llanto de mujer;
al Lógos de Zenón, gran ánima de todo el ser y todos los seres,
que repetirá, malvada e infinitamente,
una y otra vez, tu muerte y mi dolor;
al Dios judío que aborrece al incircunciso, al rico, al
poderoso y al que obedece los sentidos que Él creó;
a tal Chresto, rey desarrapado que gusta
desafiar a César en aras de su reino,
cruel tanto más ingenuo, que
pretende que los Hombres dejen de portarse como Hombres;
al Motor Inmóvil, que impulsa los astros y que
ocultó la Luna aquella noche tenebrosa
en que te fuiste para siempre mientras se pensaba a sí mismo;
al Demiurgo, al Uno, al Alma del Mundo, al Ser,
diversos ellos a la memoria y ajenos a mi entendimiento,
pero igualmente culpables de esa noche,
esa agua, ese pecho núbil desprovisto de aire
y de amor por mí, esa boca cerrada para
la eternidad que no me susurrará al oído nunca más?

“O quizás sea mía la culpa, de
mi rara pero dura obcecación, de
mi voluntad SPQR cuyo capricho es ley.
¿Qué designios obedecí, si no, para
acabar abrasado por un alma de fuego
—Adriano Escévola me podrían llamar ahora—,
qué hados conjuraron para consumirme entre
las llamas ámbar de tu cuerpo apolíneo,
en vez de abrazar la de un muchacho
sobrio y moderado, símil de mi querido Marco;
qué oráculos profetizaron que dejase pasar
tantos dioses rubios, de los bosques de Retia
o Bélgica, de los montes de Hivernia o Caledonia?
¿Qué tantos erómenoi hay en el Imperio para desvirgar
que el erastes  que escribe y plañe lo hace precisamente
y debido a quién sabe qué fato, por tu perfil bitinio ?
¿Por qué habría de suspirar Adriano por ti e
intentar erigir en leyenda tu nombre,
por encima de las de cualquier Hefestión y Patroclo, oh
Antínoo de Claudiópolis, y no el de Mario el napolitano,
Eurico el godo, Narsés el alejandrino,  Arsaces el parto,
Benjamín el judío, Egberto el anglo, Amfortas el celta…?
¿Me habrías amado, con mis espaldas anchas y ojos negros,
de no haber ceñido yo los laureles de Julio César y la púrpura
de Octavio Augusto? ¿Tus muslos de Mercurio se hubieran
enredado entre los míos, tus yemas como pétalos me hubiesen
arrancado jadeos sin tregua, tu rostro frágil me hubiera
cautivado, por mí, por el hombre Publio Elio Adriano,
o por el imperium de mi puño, por la sortija y la espada que
te han construido un templo en Mantinea, fundado Antinópolis
sobre tu tumba, inaugurado el culto a la memoria divina de Antínoo-Pan,
revestido todos los rincones del Mare Nostrum  con estatuas a Antínoo-Dionisio,
nombrado un pedazo del firmamento Antinoica?
   
“Pero, ¿a qué lamentarme ahora,
amado mío, si polvo han de ser
muy pronto estos huesos,
como tierra menuda y desecha
se volverá mi Adrianópolis, junto
a Cesarea e incluso Alejandría;
montones de piedras sin concierto,
ruinas de termas, anfiteatros y acueductos,
sombras vagas de mis esfuerzos vanos,
cenizas vivas de la impotencia de mis manos,
templo a la futilidad de mi reinado.
En el olvido se desvanecerán
mi legación en Siria, mi gobernar Panonia,
mis deliberaciones y sentencias en el foro,
mi Panhellenion, mis tertulias y simposios.
¿Restarán, al menos,
el abismo de tu partida,
la presencia candente de tu ausencia,
mi luto por la agresión de tus besos,
el estruendo de tu voz silenciada,
o todo me lo llevaré, por propia mano
—cercenando las venas que vació tu ida—
al Mausoleo que me hice sobre el Tíber?
¿Se ocuparán de nuestra historia,
ya no generaciones venideras,
distantes en los siglos, sino incluso
el virtuoso Antonino y el cariñoso Marco,
a quienes he encomendado velar
por mi legado? Mas no soy yo
quien habla, mueve mi lengua
el escozor del lecho frío,
articula mis palabras el miedo
de las noches solas, resopla mi voz
por la desnudez de mis nichos y altares.
Mi elocuencia es culpa de la crueldad
del recuerdo, de la memoria incandescente
y del deseo inflamado de lo ausente, de lo
que ya no es ni será, del alma derrotada que, cansada, ya no
intenta siquiera revivir lo que sí fue una vez.
   
“¿Qué me queda ahora, además de
un lecho yermo y horas hueras,
sino precipitarme a la muerte,
antes de que el deterioro
me prive aún de mi restante lucidez
y tu recuerdo acabe
de sumirme en la desesperación,
aumentándole dolores
a mi enfermedad
y sumándole quebrantos
a mi vejez: los de la soledad;
y añadiéndole a mi espalda encorvada
y mi espíritu rendido el peso
de tu ausencia?

“Ven, pues, oh muerte,
alíviame del fardo
que habita y anima, contra
mi voluntad, este cuerpo,
borra al fin toda cruel
ilusión irrealizable
de mi cabeza, sacia
con tu manto de tiniebla
mis deseos perennes.

Alguien habrá que obedezca
a su emperador o bien
se compadezca
de un pobre viejo, y me procure
un filtro de silencio eterno
o me arrime un hierro
que me alivie para siempre.
Acaso entonces me reúna
contigo, Antínoo,
de Egipto el dios supremo,
de Roma el dios más joven
,
en el Olimpo, y
puedas encender
de nuevo estas cenizas
que dejaste tras de ti.
O mejor aún: déjame
seguir tus pasos
hacia el agua redentora
que sumerge en la calma que no cesa
y nos despierta de la pesadilla
que llamamos vida.
Tú, pues, al Nilo y al Olimpo;
yo, a la Estigia y al olvido.”


 G. G. Jolly, MMDCCLXV a. U. c.

G. G. Jolly, Narciso-Antínoo, 2012.