domingo, abril 30, 2006

Oración para antes de dormir


‘Bendito seas, Fuente de toda Vida, por cerrar mis ojos al dormir.
Que sea tu Voluntad, Dios eterno, que yazca en paz y en paz despierte.
No dejes que los sueños me perturben.
Concédele paz a mi familia.

Concédeme iluminación, Tú que provees de luz a los ojos.
Bendito seas, Fuente de toda Vida, que le das luz al mundo en su gloria entera.

En tu mano dejo mi alma [v. Sal XXXI, 6; Lc XXIII, 46] mientras duermo; y cuando despierte, con mi cuerpo y alma, Dios está conmigo, y no he de temer.’

Adon Olam, citado en el libro L’jaím! Oraciones y bendiciones para el hogar judío, editado por rabí Michael Shire, San Francisco, Chronicle, 2000. p. 59.

martes, abril 25, 2006

Duelo de poesía

Para N.

¿Quién podría creer que una conversación en el Messenger pudiese desatar pasiones y ponerle la piel de gallina a alguien? Pues es que quizá haya algo mejor (y mucho menos soez y profano) que el cyber-sexo… ¡un duelo de poesía!

Presento aquí uno, original, verídico y espontáneo, que combina algo de Sabines y algo de Neruda e interpretaciones libres y líneas originales… es la conversación de dos almas en sintonía. Además, ¿no se dice por allí que la poesía no es de quien la escribe, sino de quien la usa?

¿Cursi? Tal vez, pero todos deberíamos probarlo... porque prueba lo que ha dicho mi escritor favorito en la primera entrada de este blog.


Robert Doisneau, Le Baiser du trottoir, 1950.

Él: ‘Per me la vita è un orrendo peso! L'universo intero è un deserto per me senza lei’. (De la ópera Lucia di Lammermoor de Gaetano Donizetti)

Ella: ‘¡Qué fácil es la ausencia!
En las hojas del tiempo
esa gota del día
resbala, tiembla.

El mar se mide por olas,
el cielo por alas,
nosotros por lágrimas.’

¿Tú cuánto mides?

Él: Como un universo vacío de añoro, de deseo...

Ella: Te encuentras en estas palabras: ‘El amor es el silencio más fino, el más tembloroso, el más insoportable’.

Él: Yo soy esto: ‘Abandono, cambio, olvido’.

Ella: ‘El amor es la prórroga perpetua
siempre el paso siguiente, el otro, el otro’

Él: ‘los amorosos son los INSACIABLES’

Ella: ‘Los amorosos no pueden dormir’

Él: ‘Los amorosos son locos, sólo locos, sin Dios y sin diablo

Nadie ha de resignarse

dicen que nadie ha de resignarse

Los amorosos se avergüenzan de toda conformación’

Ella: ‘Los amorosos juegan a coger el agua

a tatuar el humo’

Él: ‘a no irse’

Ella: ‘Juegan el largo, el triste juego del amor’

Él: ‘Lloran hasta (y EN) la madrugada’

Ella: ‘Y se van llorando, llorando’

Él: ‘en que trenes y gallos se DESPIDEN DOLOROSAMENTE’

Ella: ‘la hermosa vida.’

[pausa]

Ella: ‘Ven ami sed. Ahora

Quiero esa tensa humedad que te palpita’


Él: ‘mi corazón emprende de mi cuerpo a tu cuerpo último viaje

Aún podemos morirnos uno en otro’

Ella: ‘La piel de un beso entre mis senos

es tuyo y mío ese lugar de nadie

veneno, llama, ausencia

Ausencia’

Él: ‘Quiero esa arpa honda que en tu vientre arrulla niños salvajes

cada célula es hembra, tierra abierta, agua abierta, cosa que se abre’

Ella: Tú también, y no es tarde

Él: ‘Yo nací para entrarte. Soy la flecha en el lomo de la gacela agonizante’

Ella: ‘veneno, llama, ausencia’

Él: ‘Por conocerte estoy, grano de angustia en corazón de ave.’

Ella: ‘Escribiste en la tabla de mi corazón: desea

Y yo anduve días y días

loco y aromado y triste’.


[pausa]

Él: ‘Amor mío, mi amor, amor hallado

De pronto en la ostra de la muerte,

Quiero comer contigo, estar, amar contigo,

Quiero tocarte, verte’.

Ella: ‘No se dice. Acude a nuestros ojos, a nuestras manos, tiembla, se resiste. Dices que esperas —te esperas— desde entonces, y sabes que el adiós es inútil y triste

SE RESISTE

Es inútil y triste’.


Él: ‘Te quiero, amor, amor, absurdamente

Tontamente, perdido, iluminado,

Soñando rosas e inventando estrellas

Y DICIÉNDOTE ADIÓS YENDO A TU LADO

Te quiero desde el poste de la esquina,

Desde la alfombra de ese cuarto a solas,

En las sábanas tibias de tu cuerpo

Donde se duerme un agua de amapolas

Cabellera al aire desvelado,

Río de noche, platanar oscuro,

Colmena ciega, amor desenterrado,

Voy a seguir tus pasos hacia arriba,

De tus pies a tu muslo y tu costado’.

[pausa]

Ella: Cuéntame una fantasía suficientemente irreal para ser aun fantasía…

Él: Mi fantasía es simple. Lo ha sido toda mi vida. Hablando de la finitud infinita del amor. Que, al menos una vez, lo primero que vea al despertar en la mañana sea los ojos que más amo en el mundo. Y que se claven en mí, en un instante que valga una vida.

Ella: Es una linda fantasía, ¿estás dispuesto a realizarla?

Él: ¿Y le preguntas a un poeta si está dispuesto a hacer valer su vida en un instante?

Ella: ¿O tienes miedo, de la huella que un momento así te puede dejar?

Él: Huella indeleble... No, jamás he temido el darme entero...

Ella: …y posiblemente tremendamente dolorosa.

Él: He sido cobarde, le he temido a la posibilidad.

Porque la posibilidad es siempre más inquietante y dolorosa.

El hecho es infinito e inmenso.

Incluso el dolor más intenso, si es de hecho, le puede dar sentido a una vida...

El dolor es como las ruinas de un templo... es prueba viviente de la gloria pasada e imperecedera.

Ella: ‘No lo salves de la tristeza, soledad, no lo cures de la ternura que lo enferma. Dale dolor, apriétalo en tus manos...’

Él: ¡Por supuesto que estoy dispuesto a entregarme, a volverme templo y ruinas!

Ella: ‘Muérdele el corazón hasta que aprenda. No lo consueles, déjalo tirado sobre su lecho como un haz de yerba’.

Él: Que sangre...

Y que yo me desangre deliciosamente.

Ella: ‘Boca del llanto

me llaman tus pupilas negras

me reclaman.

Tus labios sin ti me besan’.

Él: ‘Te desnudas igual que si estuvieras sola

Y de pronto descubres que estás conmigo.

¡Cómo te quiero entonces

Entre las sábanas y el frío!

Te pones a flirtearme como a un desconocido

Y yo te hago la corte ceremonioso y tibio.

Pienso que soy tu esposo

Y que me engañas conmigo.

¡Y cómo nos queremos entonces en la risa

De hallarnos solos en el amor prohibido!’.

[pausa y fin de Sabines]

Él: ‘No te quiero sino porque te quiero

Y de quererte a no quererte llego

Y de esperarte cuando no te espero

Pasa mi corazón del frío al fuego’ (P. N.)

[pausa]

Él: ‘Amo el amor que se reparte

En besos, lecho y pan.

Amor que puede ser eterno

Y puede ser fugaz. Amor que quiere libertarse

Para volver a amar. Amor divinizado que se acerca

Amor divinizado que se va’ (P. N.)

[pausa y fin de Neruda]

Él: ‘Sí es tu cuerpo, toda tú...

sí es tu piel, tus ojos y tu vientre...

Sí es tu boca, y la reunión exacta de tus pechos’

Ella: ‘…y tus brazos tímidos, temblorosos y tercos

donde por efímeros minutos estuve

entera

cuerpo, mente, toda’

Él: Y ahora te apoderas de mi cuerpo y mente, todo...

‘No es que muera de amor, MUERO DE TI.

muero de ti, amor, de amor de ti, de urgencia mía de mi piel por ti’

Ella: ‘de mi piel por ti’

Él: ‘de mi alma de ti y de mi boca y del INSOPORTABLE que soy yo sin ti’

lunes, abril 24, 2006

El único milagro del que se fió mi padre

Marc Chagall, El Sabbat, 1910. Museum Ludwig, Colonia.

‘Mi padre no hablaba. Pero cuando hablaba, hablaba al aire. Miraba al techo y hallaba una voz grave y monótona. Era como oír llover.

A veces contaba un trozo de su vida y luego se callaba sin sacar moralejas. Entonces era como oír llover en algún sitio de la memoria, apartado, lejano. Así, en trozos, me fue contando los momentos que lo marcaron, que lo convirtieron en la persona que era. Diez o d oce momentos. No más.

El primero de esos momentos —aquí solamente contaré ese primer momento y tal vez alguno posterior— sucede a principios de[l] siglo [XX], en Radzin, Polonia. Esa noche de primavera los judíos del shtetl salieron de sus casas, casas de madera casi todas, algunas de cemento, como la de mi padre y su familia. Caminaron por el camino de polvo hasta la escuela, el heder la llamaban, y ahí se acomodaron de pie, murmurando en voz baja de si lo que los congregaba era realmente un prodigio por suceder. El rabino estaba al centro, sentado ante una mesa de madera y en la mesa aguardaba, enigmática, una burbuja de vidrio, vacía a no ser por fin un filamento simple que subía desde su base unos cuatro centímetros.

© YIVO Institute for Jewish Research, NY

El rabino pidió que los niños se acercaran a la mesa.

—Que sean los niños quienes vean el futuro primero —dijo.

Rav Meyer, según mi padre, era famoso en Polonia por su retórica.

Entre los niños que fueron a rodear la mesa estaba por supuesto mi padre, Hersh Berman. Moreno, con los ojos, el pelo, los caireles de niño ortodoxo, muy negros. Se acodó frente a la burbuja.

—Y bueno, veamos —dijo Rav Meyer.

Entonces, sin ruido, sucedió el portento: la burbuja se iluminó como un pequeño sol sobre la mesa y la gente aplaudió. Siguió aplaudiendo mientras el rabino paseaba las manos con las palmas hacia abajo sobre el foco encendido bendiciéndolo en hebreo.

—Bendito seas Nuestro Señor Rey del Universo que nos permites prender focos.

¿Qué vio mi padre, con ojos enormes, en ese foco iluminado?

Al día siguiente en el heder, Rav Meyer habló con un frenesí agitado de la maravilla de un porvenir textualmente brillante. Miríadas de focos llegarían para borrar de la faz de la Tierra la obscuridad del sufrimiento y la maldad y desde luego el castigo de la noche. ¿No se había presentado Dios ante Moisés como la luz fulgurante de una zarza en fuego?, ¿no se le había aparecido a Daniel como un relámpago sostenido de luz? La luz era la apariencia de Dios, y si para hablar con Moisés había tenido que prender una fogata en una zarza, ahora en el siglo XX hablaría con todos, ecuménicamente, desde los focos; y ya ni los necios podrían pecar.

Con los años, el optimismo de Rav Meyer se le amargó en la memoria a mi padre, pero de la felicidad del foco encendido nunca se recuperó.

—Te diré exactamente qué sentí —decía mi padre.

Entonces cerraba los ojos y hablaba de los crueles inviernos de Radzin. Inviernos de medio año. Inviernos en que la nieve y el frío encerraban a la gente en sus casas y a los más cerebrales en los libros con sus ficciones ocurridas en otras temperaturas. En esos inviernos, el sol era un borrón blanco en el cielo de luces grises y blancas. Cuando por merced del viento las nubes se recorrían a nivel del sol y el sol poco a poco asomaba, Rav Meyer lo sabía porque la ventana contigua a su asiento se iluminaba u luego, poco a poco, él mismo, encorvado sobre el Talmud con sus largas barbas canas, quedaba bañado en luz. Entonces suspendía la lección y los niños podían salir de la escuela y abrirse los sacos y las camisas y las tzitzis y tenderse a sentir el calor del sol en los pechos.

—Esa felicidad sentí ante el foco —redondeaba mi padre y abría los ojos. Y se quedaba mirando en silencio al techo; un hombre que descreía de las largas oraciones y mucho más de las interpretaciones complejas. (Si necesita explicarse mucho, solía decir, es que no existe en realidad.)

El rabino le consiguió su primer manual sobre electricidad. Mi padre consiguió pedir más libros técnicos a Varsovia. A los trece años hizo su bar mitzvá, se volvió responsable de sus actos ante Dios y construyó con su amigo Wolf un primer radio rudimentario. Wolf y mi padre pasaban sus noches de invierno ante la radio, en una buhardilla; movían un alambre sobre la resistencia hasta sintonizar Varsovia o Kiev, a veces lugares tan remotos como Berlín. Por ese artefacto simple les llegaban noticias admirables: carruajes que andaban sin caballos, puentes que cruzaban mares, bicicletas con alas que planeaban por el cielo como águilas mecánicas. Todo lo escuchaban absortos a la cálida luz de los veinte focos que colgaban del techo y les prolongaban el día dentro de la noche y hasta el amanecer.

—Fabuloso: focos encendidos al amanecer —mi padre lo decía sonriendo­—. No hay lujo mayor: luz en la luz.

Los místicos dedican su vida a la luz de Dios; mi padre decidió dedicar la suya a la luz de los focos. Quiso estudiar ingeniería eléctrica en la Universidad de Varsovia, pero halló dos impedimentos: existía una cuota máxima de judíos que podían admitirse en la Universidad y según la ley polaca debía hacer antes el servicio militar.

Hizo su examen de ingreso a la Universidad y fue admitido con una de las calificaciones más altas de su generación. Lo acuartelaron con los otros conscriptos y se inició en las disciplinas de soldado raso. Así que mientras esperaba convertirse en un universitario, un hombre universal, ya era por lo pronto un soldado más de Polonia. Lo consideró una mejoría importante: a pesar de que podía trazar su generación en Polonia durante nueve generaciones, hasta entonces se había sentido un judío arrinconado en un país ajeno.

Un judío arrinconado en un país ajeno: se trataba de una frase que Rav Meyer que a mi padre le pareció rara por la amargura que imaginó tras ella. Mentira: era la descripción precisa de la buena fortuna de los judíos de Radzin, aquel pueblecito insignificante para el Destino de la República Polaca. En Varsovia, la capital del país, a diario, sentado en un aula, en alguno de los pupitres destinados a los judíos, mi padre intentaba abstraerse en las lecciones mientras recibía en el cuello los piquetes de navaja que le administraba algún antisemita de Altos Ideales. Y es que el programa de la ENDEK, la organización fascista que se había propuesto la gloria de Polonia, en la cotidianidad estudiantil se traducía en joder cuellos judíos: a varas largas amarraban con ligas navajas de afeitar y durante las clases alcanzaban los cuellos de los judíos y los herían, sistemáticamente, insistentemente, como moscas obsesivas, turnándose a cada media hora para no dejarlos en paz; y para los maestros y los otros alumnos, incluso para los mismos judíos, era como si nada estuviese sucediendo. La clase seguía armoniosa y universal y las rayas rojas seguían cruzándose en los cuellos judíos. Después en los cafés se maldecía la idiotez de los gandules del ENDEK: ¿limpiar a Polonia de los extranjeros hebreos?, ¿cómo?, si los hebreos llevaban diez siglos en ese territorio que hasta hacía veinte años ni siquiera se llamaba Polonia. Para mi padre, que ya era entonces un hombre fuerte, de melena, cejas y ojos negrísimos y cuerpo de boxeador, los navajazos, las palabras de adhesión de los polacos y las conmiseraciones de los judíos le provocaban la misma rabia, contenida y ardiente. Apretaba los puños y se iba luego con Wolf al gimnasio a golpear costales llenos de arena o asaltaba a su novia polaca con una pasión desprovista de palabras o cariño.

El asesinato de Rav Meyer, la conversión de Wolf al sionismo y su escapada a Palestina, la energía insolente de sus diecinueve años: todo ello lo arrancó de Polonia, lo llevó a las costas de Nueva York, en cuyo mar dejó caer como por descuido su libro de oraciones y su creencia en Dios, y de ahí al Zócalo de la Ciudad de México, donde una mañana soleada de diciembre se quedó muy quieto, parado en la multitud con la mirada fija en el balcón desde el cual el presidente Lázaro Cárdenas pronunciaba un discurso que le cambió la vida. Hablaba latín y pudo comprender los trazos generales: era un discurso asombroso por su nacionalismo irrestricto y por un utopismo más delirante todavía que el destilado por Rav Meyer. No importa: mi padre le creyó todo a Cárdenas. O tal vez, como me diría mucho tiempo después, cuando ya era un escéptico absoluto y dudaba hasta de sus propias afirmaciones, lo que lo convenció de quedarse en México fue aquel sol radiante en invierno, tres señoritas morenas con escotes generosos que escuchaban el discurso junto a él y aquella mención de Cárdenas de los miles de pueblos a los que la luz eléctrica debía todavía rescatar del medievo.

A un centenar de aquellos pueblos a los que no llegaba ni un camino de asfalto llegó mi padre a la cabeza de su cuadrilla de técnicos de la Compañía de Luz y Fuerza para plantar postes de madera y tender cables de poste a poste. Una noche cualquiera ocurría la cita en el aula de la escuela: en la penumbra aliviada por algunos quinqués de gas, la gente del pueblo esperaba de pie, las mujeres con rebozos, los hombres con los sombreros de palma entre las manos, los niños paraditos y apretujados al centro del salón, rodeando la mesa ante la que el profesor local con traje y corbata y mi padre en su uniforme caqui observaban aquella burbuja de cristal vacía.

Hay que detenerse en él un instante: el ingeniero Enrique Berman: la piel curtida por el sol del sureste mexicano, el pelo abundante y el bigote muy negros, la nariz afilada y más grande que las locales, los ojos negros concentrados en esa bola de cristal, como de mago gitano, pero más breve y por su vacuidad más misteriosa.

—Y bueno —decía el ingeniero Berman con su español levemente gutural y con una entonación polaca—, veamos.

Entonces sucedía, una vez más, el único milagro del que se fió mi padre: en el foco se hacía la luz.’

‘El único milagro del que se fió mi padre’, de Sabina Berman, en el libro Humanismo y cultura judía, México, UNAM y Comité Unido Tribuna Israelita, 1999. pp. 113-116.

sábado, abril 22, 2006

¿Conocemos el mal?


‘Cada uno conoce el mal por la experiencia personal de su propia fragilidad, por la experiencia familiar de las cosas que no funcionan, que no nos gustan en el ámbito de la familia o de los amigos, de la Iglesia o de la sociedad.

Pero Jesús llora por el “pecado del mundo”, no llora por los crímenes particulares, por los errores de las personas, sino por un pecado colectivo, por las raíces profundas del mal.

Los crímenes particulares son aquellos que degradan a la humanidad (homicidios, crueldades, estupros, infidelidades, traiciones, robos, pillaje corrupción administrativa y política, deshonestidad). La historia está llena de los mismos y los recogemos a menudo en el ministerio de la confesión, cada día somos testigos de tales crímenes.

Todos estos males, encerrados en el corazón traspasado de Cristo, son el primer peldaño.

A partir de éstos, y en conexión con ellos, existen los crímenes colectivos, en los que grupos, categorías y clases históricas se convierten en dinamismos del pecado y desgarran a la humanidad: odios étnicos, odios raciales, políticos (las grandes dictaduras con sus fechorías), sociales y de clase (las revoluciones con sus carnicerías), las formas de prejuicio organizado y las mismas organizaciones para delinquir, es decir, las múltiples estructuras, abiertas o subrepticias, de pecado.

He aquí que el mal que Jesús ve al contemplar la ciudad y, en ésta, todas nuestras ciudades.

Los crímenes racionalizados, que Jesús advierte, son los más terribles, los crímenes colectivos elevados a doctrina: las ideologías, las filosofías, la degradación de las religiones y los finales culturales de todo tipo, que llaman bien al mal y lo justifican.

De ahí nacen las catástrofes que derrocan a las sociedades y perturban periódicamente el curso de la historia. Pueden asumir el aspecto de una catástrofe lenta, casi como una peste que destruye poco a poco y desde el interior a una sociedad. Pensemos en las filosofías y las razones que conducen al nihilismo, al relativismo moral y a las ideologías racistas, nacionalistas y dictatoriales; no son únicamente estructuras organizadas de pecado, sino estructuras de pensamiento que producen pecado y generan el mal. De ahí también las persecuciones contra la fe, la muerte sistemática de la esperanza en los corazones humanos y la destrucción del amor.

¿Mensaje cristiano?

Me parece que a Jesús deben impresionarle en particular las aberraciones religiosas, cuando la religión cambia el bien por el mal y el mal por el bien, de modo que un sistema religioso termina por convertirse en cómplice de un sistema de mal y de pecado. Jesús es abatido por tal desorden; su pasión es precisamente este ser abatido por el desorden de males religiosos y políticos racionalizados, diversamente coaligados.’

Tomado del libro de Carlo Maria cardenal Martini, SJ, Hacia Jerusalén, Barcelona, Herder, 2005.

viernes, abril 14, 2006

La almohada de Ruth

Éste es un pequeño cuento que escribí hace un año y que, creo, vale la pena rescatar y poner al alcance de más gente. Disfrútenlo.

La almohada de Ruth

“Se produjeron relámpagos, fragor, truenos y un violento terremoto, como no lo hubo desde que existen hombres sobre la tierra, un terremoto tan violento.”
Ap. XVI, 18

La pequeña Ruth dormía tranquila en su cama, abrazando una almohada blanca y grande.

Su almohada era su única amiga y juguete. Con ella reía cuando su madre jugaba con ella o cuando su bisabuelo le contaba historias. En ella lloraba cuando no había comido y le dolía el estómago o veía llorar a su madre —algo muy frecuente—, y con ella se regocijaba el día que había pan blanco, porque no había casi nada de comida y, mucho menos aún, dinero para comprarla. Por supuesto, tampoco había lindos vestidos o zapatos nuevos, ni muñecas, ni pelotas. Pero Ruth no extrañaba nada de eso, porque nunca había comido carne, ni probado la mermelada o el chocolate, ni había visto jamás un lindo vestido, zapatos nuevos, pelotas o muñecas. Ruth era feliz al lado de su almohada, sus padres y su bisabuelo.

A Ruth la despertaron fuertes golpes en la puerta del cuarto maltrecho y obscuro en el que vivía con su familia: su hogar. La puerta se abrió abrupta y violentamente, y entraron cuatro personas, altas, fuertes y robustas como su padre, pero vestidas con abrigos grises, sombreros como de hojalata y unos maderos largos y delgados al hombro. La pequeña Ruth se asustó, pues aquellas personas gritaban y alzaban la voz y decían cosas que ella no comprendía, jamás había oído hablar a alguien de esa forma. Su madre corrió hacia ella y la alzó de la cama y ella abrazó a su almohada.

Su padre trató de golpear a uno de aquellos hombres, y, aunque era fuerte y ágil —tenía apenas 23 años y era un hombre muy apuesto, de ojos negros y abundante pelo rizado—, ellos le golpearon y lo halaron fuera del cuarto. Le siguieron su abuelo y su esposa con su hija en brazos. Ruth sintió alfilerazos en su rostro cuando salieron del cuarto y del edificio; la sensación no era nueva, era igual a las noches en las que se había movido mucho en su cama y tirado su frazada al suelo, pero mucho más intensa. Ella vio el inmenso techo azul sobre su cabeza y al gran foco amarillo que le lastimaba los ojos, un círculo gigante y luminoso.

El bisabuelo Szimon, mientras tanto, encorvado y apoyándose sobre un bastón, caminaba lentamente y con dificultad porque estaba enfermo. Cayó al suelo cuando uno de aquellos hombres de gris le empujó. Su larga barba cayó sobre el suelo, de un color blanco que Ruth jamás había visto. Él trataba de levantarse, apoyándose en su brazos, pero tres de aquellos hombres de gris le golpearon muy fuerte con sus pies, envueltos en zapatos negros muy altos y brillosos, y con los maderos largos que llevaban al hombro, hasta que no se movió más y se quedó boca abajo, como si estuviese dormido. Su madre rompió en llanto y su padre comenzó a maldecir. Ruth estaba asustada y no sabía por qué: “¿Qué no va a venir el bisabuelo con nosotros, mami?”, preguntó la niñita.

Ruth estaba impresionada por ver a tanta gente; jamás creyó que hubiese más mundo que el cuarto y más gente que su familia, mas había niños como ella, hombres y mujeres como sus padres y gente con el pelo blanco y piel arrugada como el abuelo —aunque algunas de esas personas lucían más como su madre, pero con las mismas características que su bisabuelo. También había muchos hombres de gris y algunos halaban de una cadena a unas cosas peludas que se movían y hacían un feo ruido y enseñaban dientes largos y puntiagudos. De pronto, un estruendo horrible le asustó y le hizo llorar: vio a un hombre de gris alzando el madero esbelto y, a unos pasos de él, una silueta durmiendo sobre el suelo blanco, que, pronto —para gran asombro de Ruth—, se volvió rojo, como en los cuentos de magia que le contaba el bisabuelo Szimon.

¿Qué eran todas esas cajas grandes y altas de donde salía y a donde entraba gente? ¿Qué eran esos palos altos y gruesos con muchas laminillas verdes arriba? ¿Y aquella ancha franja verde-azulosa que reflejaba todo y se veía a lo lejos? ¿Era agua acaso? No, no era posible que pudiese existir tanta agua, porque, entonces, los baños hubiesen podido ser mucho más seguido y no hubiesen tenido sed nunca. ¿Y esa mole gris obscuro que hacía tanto ruido y echaba al aire columnas de humo negro y espeso y que arrastraba cajas de madera muy grandes en forma de rectángulo? ¡Qué fascinante y qué aterrador era para Ruth todo aquello! Su universo desde que tenía memoria hasta ese momento había sido su familia y el cuarto: ahora… ¡el mundo entero, con sus colores, formas y sonidos, apareció repentinamente ante ella!

Ruth estrechó su almohada cuando llegó la obscuridad una vez que entró con su familia y con mucha gente a una de las grandes cajas de madera. Lloró como nunca había llorado: el movimiento brusco; su fiel acompañante, el hambre, volvióse insoportable; aún más, la sed; el cansancio y el dolor de no poder recostarse; el tiempo que no acababa y que no terminaba de pasar. Pero allí estaban su madre y su almohada. Y también estaba su padre, que le acariciaba los cabellos y las mejillas y le procuraba el agua que escurría desde arriba. Ruth, al fin, sucumbió al sueño y no despertó sino hasta que sintió un fuerte movimiento y luego su ausencia total.

Poco tiempo después, todos salieron de la gran caja de madera y se hallaron en medio de una planicie blanca y con una que otra de esas cajas con gente dentro —y que no se movían. ¿Cómo era posible que hubiese cambiado la vista así como así? Uno entraba a la caja de madera que se movía y cuando salía, los palos con laminillas verdes arriba, la ancha franja verde-azulosa y todas las cajas grises con personas dentro habían desaparecido, y en su lugar aparecía un campo llano y blanco con cajas bajas y todo rodeado por palos con hilos de metal. ¡Debía de ser más magia de los cuentos del bisabuelo Szimon!

“¿Dónde está el bisabuelo, papi?”, no obtuvo respuesta. Su padre clavó sus ojos negros en ella y, aunque lo intentó, no pudo sonreír; había agua en ellos y parecía que iba a llorar como su madre o como ella misma, pero, no, no era posible. Su padre no hacía eso. Mientras pensaba y entre los gritos de su madre, dejó de verle a él, porque fue apartado de ellas dos por uno de aquellos hombres de gris.

Ruth se asustó mucho cuando una persona, una chica como su madre pero de pelo amarillo y vestida también de gris, le gritaba y ella no entendía. La mujer le arrebató la almohada y ella lloró, gritó y pataleó, y quiso recuperarla, pero su madre la detuvo. Después, se hincó delante de su hija, la acarició y le regaló una sonrisa —hacía mucho tiempo que no hacía eso—, y entonces comenzó a desabotonarle la blusa para desvestirla, al tanto que le hablaba de las maravillas del agua, del perfume del jabón y la alegría de una ducha. ¡Una ducha! ¡Otra cosa nueva! ¡Vaya día! “¿Y mi almohada, mami?”, preguntó Ruth, preocupada.

“Ella te va a estar esperando, mi amor”, le contestó su madre, sonriéndole y con lágrimas en los ojos. Ruth sonrió, muy aliviada, y, con confianza, volteó a ver a su almohada en el piso. Cogió a su madre de la mano y cruzó una gran puerta de metal.

La almohada blanca sobresalía en la cima de una gran pila de vestidos, zapatos, blusas y pantalones. El gélido aire soplaba y depositaba pequeños copos, no de nieve, sino de ceniza negra-rojiza, no de madera ni carbón…

El silencio imperturbable de la almohada sobre la gran pila de ropa, junto con el soplo del gélido aire y la apacible caída de la ceniza, cantaban. Cantaban un réquiem para la Humanidad, porque había habido un gran terremoto —que aún no terminaba— y la había destruido para siempre.

“Gélido camino hacia el futuro
de cenizas frías.
Efímero destino esperando en dos filas
con la piel convertida en número de serie.
Trabajos, más forzados que forzosos,
donde la dignidad cuesta la vida
pero vale menos que la muerte.

La esperanza encuentra su hipocresía
en el humo y en el alto voltaje.
Espejo del infierno sin cristal,
reflejo del hombre negándose a sí mismo
en una espiral cuadrada.”

Leafar.’

Por supuesto, existirán los imbéciles, como éste, que niegan que la historia de Ruth y de muchas otras personas sean ciertas. Mas yo tuve el enorme privilegio, la semana pasada, de conocer a un gran ser humano, prueba viviente de que sí sucedió, el señor Shie Gilbert (la foto la tomé yo):


Sirva esta entrada como homenaje a este hombre y a las millones de víctimas de ese apocalipsis.

G. G. Jolly

jueves, abril 13, 2006

¿Existe Dios?

Marc Chagall, Laubhüttenfest, 1916.

‘Uno de los ilustrados, un hombre muy instruido, que había oído hablar de Berditschewer, fue un día a buscarlo para, como solían hacer, disputar con él y machacar sus obsoletas pruebas a favor de la verdad de su fe. Cuando entró en el aposento del Zaddik, lo vio pasear por la habitación con un libro en las manos y sumido en profunda meditación. Ni siquiera se dio cuenta de que había llegado alguien. Por fin lo miró de soslayo y le dijo: “Quizá sea verdad”. El hombre instruido trató en vano de conservar la serenidad: el Zaddik le parecía tan terrible, su frase tan sencilla le resultó tan tremenda, que le empezaron a temblar las piernas. El rabí Levi Jizchak se volvió totalmente hacia él y le dijo muy sereno: “Amigo mío, los grandes de la Torá, con los que has disputado, se han prodigado en palabras; y tú, cuando te ibas, te has echado a reír. No han podido ponerte a Dios ni a su Reino encima de la mesa. Pero piensa esto: quizá sea verdad”. El ilustrado movilizó todas sus fuerzas más íntimas para contrarrestar el ataque; pero aquel “quizá”, que de vez en cuando retumbaba en sus oídos, oponía resistencia.’

Martin Buber, citado por Joseph Ratzinger en su libro Introducción al cristianismo, Barcelona, Sígueme, 2005.

domingo, abril 09, 2006

El amor humano

Para N.

Por algo se tiene que empezar, ¿y qué mejor que el amor humano?


He aquí una serie de citas de mi autor favorito y que he comprobado en carne propia estos últimos días.



El amor humano


  • ‘El amor humano es, en sí, una promesa incumplible. Desea eternidad y sólo puede ofrecer finitud. Mas, por otra parte, sabe que esa promesa no es insensata ni contradictoria, ni por tanto destructiva, pues la eternidad vive en ella.’

  • ‘El amor es una exigencia que no me deja intacto. En él no puedo limitarme a seguir siendo yo a secas, sino que he de perderme una y otra vez al ser desbastado, al ser herido. Y precisamente esta herida para sacar a relucir mis mejores posibilidades forma parte, en mi opinión, de la grandeza, del poder curativo del amor. En este sentido, no se debe imaginar un amor puramente romántico, que cae del cielo sobre ambos cuando se han encontrado y que a partir de entonces todo irá sobre ruedas. El amor hay que entenderlo como pasión. Sólo cuando se está dispuesto a aceptarlo como pasión, aceptándose siempre de nuevo el uno en el otro, madurará para toda la vida.’

  • ‘Aprender a superarse y a entregarse uno mismo, aprender a regalarse, incluso sin recibir nada a cambio, forma parte del camino del aprendizaje del amor.’

  • ‘Lo importante para cualquier persona, lo primero que da importancia a su vida, es saber que es amada.’

  • ‘El amor consiste en apartar la mirada de mí mismo y dirigirla hacia el otro… Yo soy demasiado estrecho para mí solo. Cuando salgo al aire libre, entonces y sólo entonces, comienza y llega la grandeza de la vida.’
  • ‘El amor humano sólo se convierte en verdaderamente enriquecedor y grande cuando estoy dispuesto a renunciar a mí mismo por esa persona, a salir de mí mismo, a entregarme.’

Joseph Cardenal Ratzinger, Dios y el mundo. Creer y vivir en nuestra época.



  • ‘El arquetipo de amor por excelencia es el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor.’

  • ‘El amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana. Pero, al mismo tiempo, se constata que el camino para lograr esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia.’

  • ‘Pero ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente él mismo. Únicamente de este modo el amor —el eros— puede madurar hasta su verdadera grandeza.’

  • ‘En oposición al amor indeterminado y aún en búsqueda, el amor agapé expresa la experiencia del amor que ahora ha llegado a ser verdaderamente descubrimiento del otro, superando el carácter egoísta que predominaba claramente en la fase anterior. Ahora el amor es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca.’

Benedicto XVI, Carta encíclica DEVS CARITAS EST (‘Dios es amor’).