domingo, julio 31, 2011

La nueva historia de Francisco (IV)

Continuación (aquí la III parte).

Días y meses


Volvió a casa. Aquello era su casa. Aquel fárrago acomodado y climatizado, donde las cosas, ya de por sí muy historiadas, perdían su valor a fuerza de estar amontonadas. Aquella mesa tan inútilmente larga, cuidadosamente puesta, donde hermana agua era una criatura perdida.


Aquél era su padre, Pietro Bernardone. Quería vivir muchos años y bien; por eso iba periódicamente al médico y al dentista, hacía ‘yoga’ cada mañana y ‘relax’ cada noche. Era franco, comprensivo, amable, trabajador, cuidadoso de las relaciones humanas, débil con las trastadas del hijo y enternecido cuando le hablaba de su porvenir. A veces era como un niño y se reía con los mismos chistes que hacen reír a los niños. Pero en la oficina, tras su trinchera de teléfonos, era capaz de morder como una fiera. Dinero y trabajo, trabajo y dinero.


Aquélla era su madre, Pica. Hermosa, triste y callada, una sombra discreta y amable, desconocida y sola. Una pobre mujer vencida que no había sabido convertir su soledad en nada positivo que dar a los demás, a su hijo. Callaba y miraba, pero no sabía hacerse cercana.


Aquéllos eran sus amigos. Ponían discos, bailaban, bebían, discutían de angustia y estructuras. Esperaban que Cesco les asombrase con su inagotable atolondramiento y les hiciese creer que pensaban, proponiéndoles alguna paradoja ingeniosa. Y él se había convertido en un mal compañero de jarana; pronto se encontró solo.


Aquél era su trabajo; los exámenes. Tuvo que rellenar de garabatos, como en sueños, cantidades de papel. Le suspendieron, a él, tan preparado, tan suficiente en otro tiempo. Pietro no lo podía creer y soltó a Cesco un largo discurso, de hombre a hombre, como decía él, sobre el trabajo, la recapitulación de los propios fallos y el optimismo de no dejarse vencer por los fracasos. Pica no dijo nada.


Su casa y Asís. Todo era como un sueño.

Cayó enfermo y le mandaron al campo. Horas, días y meses de estar en cama. Luchaba como podía contra el tedio, por lo menos garabateando monigotes en un papel, como los párvulos en la escuela. Horas, días y meses. A su alrededor, como una alucinación geométrica, aquel ambiente que procuramos a los enfermos y que, quizás, sea lo que más les perjudica: un mundo aséptico, perfecto, limpio, concreto, unas paredes blancas sin mancha alguna que pueda fácilmente asemejarse a un caballo o a un mapa de Inglaterra. Horas, días y meses. Como en sueños, tocaba las sábanas y buscaba sentir en ellas el tacto de madera vieja, con relieves de vetas y nudos, de los bancos de San Damián; miraba y quería percibir la absoluta belleza que con cuatro maderos y una mano de cal pueden lograr los pobres de espíritu. Horas, días y meses. Aquellos frailes y aquellas monjas ya no eran del tiempo de San Francisco y Santa Clara, pero conservaban algo de él, como la triste gran iglesia guardaba en su interior las viejas paredes de la primera Porciúncula. Horas, días y meses. No dejarse vencer por la tristeza al ver que los amigos, los pocos amigos que venían, eran muy amables y traían algún regalo, pero no conseguían disimular el miedo al contagio. Horas, días y meses. No dejarse dominar por los fervores noveles del descubrimiento de Asís. No soñar y saber que todo es tan duro como las viejas piedras de la ciudad, las que habían visto pasar a San Francisco. Horas y horas de cama, días y días de cama, meses y meses de cama. Cuando se terminaron no sabía explicar cómo los había pasado, no podía hacer con ellos ninguna historia porque el tiempo parecía soterrado bajo una masa gris de días iguales; pero se encontraba en el interior de un silencio inteligible y pleno. A pesar de que al encontrar de nuevo a la gente se sintiese turbado y sus manos no pudiesen evitar un tic nervioso, a pesar de no haber podido vencer todavía su vehemencia acostumbrada, llevaba ya este silencio. Se había convertido para siempre en un contemplativo.

Tomado de: J. M. Ballarin, Francesco, Salamanca, Sígueme, 1975. pp. 37-39.

domingo, julio 10, 2011

‘Iglesia y homosexualidad (diez tesis en profundidad)’ de Xabier Pikaza

Con inmensa pena voy leyendo, casi día a día, los informes sobre temas de homosexualidad en la iglesia católica, relacionados casi siempre con posibles conductas delictivas del clero, como si este fuera, junto con las indemnizaciones de dinero, el tema básico del cristianismo. Desde ese fondo, de manera personal, casi en forma de confesión, me atrevo a presentar en alta voz mis pensamientos, sin más autoridad que la que me concede mi amor al pueblo de Dios y mis largos años pasados de religioso y presbítero, en tiempos de profundo cambio social y religioso. Desde ese fondo, partiendo de mi propia experiencia y de mi cariño a la vida, en su rica y misteriosa, gozosa y dolorosa variedad, quiero presentar en voz alta algunos de mis pensamientos sobre el tema:

1. Dentro de la iglesia católica, la homosexualidad, tanto masculina como femenina, es un hecho, lo mismo que fuera de ella. No es buena ni es mala. Simplemente existe: la vida nos ha hecho así, y así la debemos aceptar, como un elemento de nuestra complejísima y hermosa existencia. Por eso empiezo dando gracias a Dios por los homosexuales cristianos (y no cristianos), especialmente por aquellos que he conocido y querido. Me siento muy contento porque, en medio de grandes dificultades, muchos de ellos han podido salir del armario en que estaban encerrados hasta hace poco, para vivir sin más, es decir, como personas, con sus valores y sus problemas, que es claro que los tienen, como los otros grupos de personas. Si un cristiano se avergüenza de los homosexuales se avergüenza del mismo Dios, blasfema de la vida compleja y hermosa que ese Dios ha creado.
2. Todo el mundo sabe que dentro del clero (y de la vida religiosa) el porcentaje de homosexuales es más alto que en el resto de la sociedad, quizá por el mismo tipo de vida célibe de sus miembros pero también por una forma especial de filantropía y de sensibilidad ante la vida que ellos, los homosexuales, muestran. No tengo porcentajes fiables de la iglesia mundial, pero sí de la americana, según un libro de D. B. Cozzens (The Changing face of the Priesthood, Liturgical Press, Collegeville MN 2000), que ha sido uno de los responsables de la formación de los presbíteros católicos en USA, dentro de la mejor tradición jerárquica de aquella iglesia. Cozzens muestra y admite, sin ningún problema, que la mitad de los seminaristas y presbíteros de USA son homosexuales. Eso no es bueno ni es malo, es un hecho y sigo dando gracias a Dios o a la vida por ello. De todas formas, me gustaría que los porcentajes fueran los promedios dentro del contexto social, es decir, entre un 10 y un 15 por ciento, de tal manera que en el clero se diera el mismo número de homosexuales y heterosexuales, de hombres y de mujeres, que en la vida real exterior. Pero en las actuales circunstancias de reclutamiento clerical eso es imposible: mientras el clero siga siendo como en la actualidad, habrá en su interior una media más alta de homosexuales que el resto de la sociedad.

3. La mayor parte de los presbíteros y religiosos homosexuales han llevado y llevan una vida digna, trabajan a favor de los demás con honradez, son buenos presbíteros de la iglesia, son profesionales al servicio del evangelio. Es evidente que tienen sus problemas afectivos, lo mismo que los heterosexuales y que, a veces, sus dificultades de integración social son mayores. Pero también suelen ser mayores sus aportaciones de tipo creativo (en lo social, afectivo o espiritual). Le doy gracias a Dios y quiero darles gracias a ellos, sobre todo a los que he conocido y conozco, a los que debo una parte considerable de mi experiencia cristiana.

4. Algunos homosexuales, que son minoría, han realizado prácticas que resultan delictivas, seduciendo a menores, sobre todo allí donde el contexto social resulta más cerrado o asfixiante, en seminarios, internados y grupos juveniles. Pero eso, sin dejar de ser muy grave como lo sabe todo el mundo, sucede también en otros contextos parecidos (lo mismo que en algunos grupos familiares). Gran parte de esos casos, que pudieran acabar siendo delictivos, se resuelven, como en el resto de la sociedad, sin necesidad de acudir a los tribunales, con el tiempo, a veces con la ayuda de personas más expertas o amigas (médicos, sicólogos etc). Todos los que andamos por la vida hemos conocido, en familias o grupos cercanos a los nuestros, casos de dificultad que se han resuelto con cierto éxito. Pero en otros casos los responsables pueden y deben acabar en los tribunales. Debe ser así cuando la víctima así lo requiera. En caso de escándalo que tenga cierta base, sean culpables o no, los clérigos implicados (presbíteros y obispos, religiosos o religiosas) deberían abandonar su función pública, por amor a la transparencia, ya que la vida clerical no es un honor, ni una ventaja, sino un servicio. Pero, abandonen o no su función, ellos deben responder ante la sociedad como el resto de los ciudadanos, sin acudir a ninguna protección clerical o de defensa del grupo.

5. El número de clérigos que han seducido a menores me parece el “promedio” según las estadísticas (lo mismo que fuera del clero), tanto en el caso de heterosexuales como de homosexuales. Pero esa seducción resulta más dolorosa, porque se hace utilizando el prestigio sacerdotal o religioso y se puede herir de un modo más intenso a las víctimas. Conozco algunos casos que han llegado al intento de suicidio (y al mismo suicidio) entre las personas implicadas, sobre todo entre las victimas, y he sentido y siento una inmensa rabia por ello. Este ha sido, y quizá sigue siendo, un delito sangrante, pues se supone que su misma opción evangélica debería haber transformado a los clérigos o aspirantes, haciéndoles hombres y mujeres de gratuidad. Pero, como todo el mundo sabe, la vida ofrece sus dificultades y, en ciertos ambientes de reclusión afectiva, suelen producirse reacciones violentas. Ciertamente, también conozco casos duros de intentos de suicidio en ambientes no clericales, por este mismo motivo, con intentos de homicidio contra los pretendidos o reales seductores. Sea como fuere, esos casos no deben llevar a la condena del clero en su conjunto, ni de todos los homosexuales que lo componen. Igualmente, porque algunos heterosexuales han fallado en esa misma dirección, no se condena a la heterosexualidad como conjunto.


6. No me parece aconsejable que los clérigos homosexuales “salgan del armario” a bombo y platillo, pues en muchas circunstancias, como en el conjunto de la vida afectiva, lo mejor sigue siendo la discreción bondadosa, sin mentiras, pero sin alardes, siempre que no haya habido delitos graves. Por eso, tampoco me gusta que algunos medios de comunicación insistan de manera monotemática en estos problemas del clero, en vez de poner de relieve otros rasgos personales y sociales, culturales y espirituales más importantes de muchos de sus componentes. De todas formas, la que sí tiene que salir del armario, ya, desde ahora mismo, es la estructura clerical, si que es que no quiere perder su credibilidad: ella no tiene que airear sus problemas interiores, pero tampoco ocultar sus problemas. El clérigo, como hombre público en la iglesia, tiene que estar dispuesto a que su vida se conozca. Una estructura institucional, empeñada en defenderse a sí misma, protegiendo su poder y su secreto, es digna de ser condenada y de acabar disolviéndose a sí misma (o de ser abandonada por el conjunto de los fieles), sin más retrasos, para bien del evangelio y, sobre todo, de la sociedad en su conjunto.

7. Considero aberrante, si es que fuere cierta, la noticia que se ha dado en algunos medios de comunicación, donde se nos dice que altas instancias del Vaticano, dirigidas por un Cardenal que ha dirigido el Dicasterio dedicado al Clero, quieren prohibir el acceso de los homosexuales a los seminarios y a las funciones ministeriales de presbítero y obispo. ¿Cómo van a distinguir a unos y otros? ¿Qué van a hacer con los miles de presbíteros y obispos homosexuales que ejercen con toda honradez su ministerio? El tema no está en que los ministros sean homosexuales o heterosexuales (que también pueden ser peligrosos), sino en que ejerzan bien su tarea de evangelio, según la palabra de Jesús y la vida de sus comunidades, en libertad gozosa y servicio humano.

8. Lo que me preocupa no es que haya homosexuales en el clero (que eso es normal, según las estadísticas), sino la forma de vida del conjunto de la iglesia. Estoy convencido de que, al menos en occidente, ha terminado una fase clerical del cristianismo. El celibato de los presbíteros, que ha tenido en otro tiempo una función social, ya no lo tiene: lo que importa no es que el presbítero sea célibe o no, sino si es fiel al amor y a la vida, si es persona de gozo y evangelio, de hondura personal y de servicio cercano y libre a los demás. En esa línea, la iglesia está perdiendo y tiene que perder su estructura ministerial jerárquica, para convertirse en federación de comunidades autónomas, que sean capaces de elegir sus propios ministros, para toda la vida o por un tiempo, varones o mujeres, célibes o casados, homosexuales o heterosexuales, buscando sólo la fidelidad al evangelio y el anuncio de Dios, es decir, el gozo de la verdadera vida. El celibato será opcional, para quienes quieran vivirlo como carisma o como resultado de unos caminos peculiares, quedando vinculado de un modo especial con las diversas formas de comunidades religiosas, de tipo carismático. Vincular el celibato a un tipo de poder clerical constituye un riesgo humano, me parece contrario al evangelio, por más que se sigan buscando razones de tipo ideológico o espiritualista.

9. Pasando a otro plano, quiero añadir que casi todos los “cazadores de homosexuales” que conozco son, por desgracia, homosexuales que no admiten su identidad sexual y humana, descargando su resentimiento contra otros compañeros mejor afortunados o más honrados. Jesús no se portó de esa manera. El evangelio le presenta como amigo de publicanos y prostitutas, como un hombre que era capaz de poner como ejemplo a los “eunucos” biológicos o sexuales, hombres y mujeres con dificultad en este campo (Mateo XIX, 12). El mismo evangelio le presenta “curando” al amante homosexual del Centurión de Cafarnaúm (Mateo VIII, 5-13). ¡No hará falta decir que, en aquel tiempo, los cuarteles eran lugares de homosexualidad habitual, porque los legionarios no se casaban antes de licenciarse, ya de mayores!. Y perdonen los homosexuales y mujeres, si doy la impresión de marginarles, poniéndoles en esta compañía, con publicanos y prostitutas. Dicho esto, debo añadir que en el camino de Jesús no hay diferencia entre homo y heterosexuales, mujeres y varones, pues todos somos “uno en Cristo” (Gal III, 28).

10. Quiero terminar dando gracias a Dios y a la vida por ser lo que soy, homo-o-hetero sexual. No me avergüenzo, ni me enorgullezco por ello. Así como soy, tengo unos valores; si fuera otra cosa tendría otros (igual que si fuera mujer; me ha tocado ser varón, me va bien, no me enorgullezco por ello, pero estoy contento, como estaría contento de ser mujer, si lo fuera). No me ha costado demasiado ser lo que soy aunque en mi vida de seminario y después (¡cómo es normal en estos casos!) he debido superar “tentaciones” de diverso tipo. Pero, en conjunto, las vidas clerical y religiosa se han portado conmigo de una forma espléndida. Por eso, doy gracias a Dios y a todos los que me han recibido y tratado como a una persona, aunque ahora, pasados los años, me gustaría contribuir a cambiar la estructura de la vida clerical, por cariño a la vida, por amor al Evangelio, para atravesar con gozo los nuevos y hermosos, pero difíciles caminos de la vida.

Por eso, leyendo día a día los problemas que se airean en la prensa (¡evidentemente con cierta razón!) me gustaría que ella, la iglesia institucional, se trasformara en línea de verdad, aceptando lo que son sus miembros, y en esperanza de evangelio. Quiero que la iglesia, con otros muchos hombres y mujeres no creyentes, abra un camino de humanidad, en esta nueva travesía de la historia que se inicia. Mientras sigo esperando en ello, acabo como empezaba, dando gracias a tantos homosexuales y ahora también a tantos heterosexuales cristianos y clérigos por su servicio difícil, muchas veces menospreciado, al servicio del evangelio.