martes, octubre 15, 2013

Contra Francisco (réplica a Lucrecia Rego de Planas)


La vida da muchas vueltas y, luego de leer esta carta, crítica con el Papa Francisco, no he podido sino acordarme de otra similar que comenté ha algunos años. Aquélla la escribió un jesuita egipcio, el padre Henri Boulad, SJ, a Benedicto XVI, titulada de manera un tanto alarmista ‘La Iglesia en el abismo’. El tono era igualmente filial y ponía por delante la franqueza de quien ama y se ve llamado a la corrección fraterna:   
‘Santo Padre, me atrevo a dirigirme directamente a Usted, pues mi corazón sangra al ver el abismo en el que se está precipitando nuestra Iglesia. Sabrá disculpar mi franqueza filial, inspirada a la vez por “la libertad de los hijos de Dios” a la que nos invita San Pablo, y por mi amor apasionado por la Iglesia’.
 La materia ‘crítica’, sin embargo, era todo lo que el Papa Ratzinger representaba, la ‘restauración’ de las viejas formas y el giro a la ‘derecha’ del Papado, que es lo que la la señora Lucrecia Rego de Planas, exdirectora de www.catholic.net aplaudió en su momento y ahora añora: 
‘El lenguaje de la Iglesia es obsoleto, anacrónico, aburrido, repetitivo, moralizante, totalmente inadaptado a nuestra época. No se trata en absoluto de acomodarse ni de hacer demagogia, pues el mensaje del Evangelio debe presentarse en toda su crudeza y exigencia. Se necesitaría más bien proceder a esa “nueva evangelización” a la que nos invitaba Juan Pablo II. Pero ésta, a diferencia de lo que muchos piensan, no consiste en absoluto en repetir la antigua, que ya no dice nada, sino en innovar, inventar un nuevo lenguaje que exprese la fe de modo apropiado y que tenga significado para el hombre de hoy’.
Denunciaba, por ejemplo: 
‘En el plano moral y ético, los dictámenes del Magisterio, repetidos a la saciedad, sobre el matrimonio, la contracepción, el aborto, la eutanasia, la homosexualidad, el matrimonio de los sacerdotes, los divorciados vueltos a casar, etcétera, no afectan ya a nadie y sólo producen dejadez e indiferencia. Todos estos problemas morales y pastorales merecen algo más que declaraciones categóricas. Necesitan un tratamiento pastoral, sociológico, psicológico, humano... en una línea más evangélica’… 
 ¿Qué duda cabe de que ‘los extremos se tocan’ es más bien una tautología y no un mero lugar común?


Ahora bien, podría ahorrarme enteramente estas líneas y descartar, con un adhóminem, todo lo que tenga que decir esta señora (‘mojigata’, sugirió uno de mis amigos), cuyas ‘filias’ coinciden casi por entero con mis ‘fobias’ y porque me parece la típica católica ‘mocha’ (en el peor sentido, de moralista e ideológicamente fanática), que, a base de medias verdades (mal entendidas y esgrimidas como consignas), cuela mosquitos y se traga camellos enteros. Veamos, si no: 
‘Estoy plenamente segura de que Nuestro Padre [Marcial Maciel] recurrió a ese sacramento [la penitencia] y que ahora está en la Gloria de Dios, no por sus pecados (que deben haber sido muchos) sino por las innumerables buenas obras que realizó durante su vida en bien de la Iglesia y las almas. Sé que muchos se retirarán avergonzados al conocer los pecados de Nuestro Padre. Yo me quedo aquí, con los que queden, para continuar la hermosa obra que inició el P. Maciel, defendiendo nuestro carisma fundacional, para que no se pierda nada de todo lo bueno que él nos dejó en herencia. Soy “la otra hija del P. Maciel” y, aunque no soy noticia, a él, mi padre (“Nuestro Padre”), sólo le debo (al igual que ayer y que siempre) un gran respeto, una venerable admiración, un profundo cariño filial y un sincero y enorme agradecimiento. ¡Que Dios lo guarde en su Gloria!’. 
Creo que ese párrafo se comenta solo y que su silencio sobre el dolor objetivo de las víctimas y la relativización del mal institucional son harto elocuentes, como en su nueva carta, donde brillan por su ausencia los ídolos más sanguinarios de este mundo, los pobres sacrificados a ellos y la complicidad eclesial…

Para cartas o artículos más inteligentes, críticos con el Papa, está la carta de Javier Sicilia a Benedicto XVI o el devastador y bien informado —aunque no por ello culpable de menos tergiversaciones papistas— artículo, ‘Un mensaje líquido’, contra Francisco de Piero di Marco. En fin, si la comento detalladamente es por quién me la envió y porque es un buen pretexto para dialogar y dar algunas razones de nuestra esperanza (en Francisco, la Iglesia, el Cristo o, de perdida, la Humanidad).  

Abre la carta ‘sacando el cobre’, dejando entrever su ignorancia y sus conceptos cuasi heréticos acerca de la dignidad y la naturaleza del servicio ministerial. Si seguimos el imprescindible librillo de José Ignacio González Faus, SJ, Herejías del catolicismo actual (Madrid, Trotta, 2013), la señora Lucrecia incurre claramente en clericalismo y, por supuesto, divinización del Papa, aunque yo intuyo que, en el fondo, ha de haber un neodocetismo o neonestorianismo que deduce la dignidad del sacerdocio a partir de un concepto extrabíblico de Dios.

¿Cómo, si no, alguien podría responder a la calidez del arzobispo de Buenos Aires, que le dice: ‘Niña, decime Jorge Mario, que somos amigos’, con turbación e indignación, ‘asustada’ [sic]: ‘¡De ninguna manera, Sr. Cardenal! ¡Dios me libre de tutear a uno de sus príncipes en la Tierra!’. Más todavía, cuando, a continuación, sí se cree capaz de tutear al obispo de Roma: ‘Ahora, en cambio, sí me atrevo a tutearte, pues ya no eres el Card. Bergoglio, sino el Papa, mi Papa, el dulce Cristo en la tierra, a quien tengo la confianza de dirigirme como a mi propio padre’. 

Raya en lo grotesco que la señora, torpemente, llame ‘príncipes de Dios’ a los ‘príncipes de la Iglesia’ (que no son lo mismo, según creo) y que les confiera una dignidad nobiliaria o regia que, fuera del contexto medieval y tempranomoderno, ya no tienen: su eminencia les viene de una misión particular de servicio al obispo de Roma (por ello se incorporan al clero de esta diócesis) y, por su medio, a la Iglesia. Se trata de príncipes no en un sentido mundano (vaya, ni siquiera para la nobleza feudal se trataba de la pura dignidad por la dignidad, sin la perspectiva cristiana del servicio), sino de que son los primeros dispuestos a dar y gastar la vida entera en el cumplimiento de la misión que se les ha encomendado: la de ser colaboradores directos del Papa o pastores de sus diócesis (evangelizadores en cualquier caso, lo que significa hacer presente al Señor que ha llamado ‘amigos’ a los suyos: Jn XV, 15). Ya mejor ni mencionar lo del ‘dulce Cristo en la Tierra’ (pues me pone los pelos de punta como a cualquier protestante u ortodoxo), que deja de lado el más importante título de los pontífices: ‘Servus servorum Dei’… a ello volveré más adelante.   

Lo siguiente bien puede ser comentar algo sobre su genuino sufrimiento. Es totalmente legítimo indignarse, confundirse, contrariarse o hasta enojarse con quien uno ama, por nuestra carne débil o por un mal que percibimos o se nos ha hecho. Vaya, ni Dios mismo se salva de que, las más de las veces, no seamos como Job y resistamos el imprecarle y blasfemar (creo, incluso, que una fe que no duda y lucha contra Dios, como Jacob, ni pretende escrutar de alguna manera el doloroso Misterio no es una fe sana, pues tiene certezas propias de una doctrina ideológica y no las de un amor esperanzado, libre y gratuito). Por supuesto, la Iglesia no está en una mejor posición; ni mucho menos el Papa. Uno puede y debe indignarse con las fechorías de los cristianos (empezando por las propias, claro) y, más aún, con las de aquellos que por su ministerio o vocación están obligados a dar testimonio y velar por otros. Un buen católico es quien puede decir que Julio III fue tan sucesor de Pedro y ‘Su Santidad’ que San Pío V lo mismo que aceptar que era un pillo y un corrupto. 

Ahora bien, algo parecido sucede cuando, en una Iglesia que se dice universal y en medio de la vida cristiana in via (viendo las cosas como a través de un cristal, borrosamente y a medias), caben tantas experiencias e ideas (en todo lo que no sea explícitamente dogmático) como personas. Los Papas, humanos como son, viven su ministerio desde su humanidad finita y precaria: sus vicios y virtudes, al igual que su lengua o su cultura, son apenas unas entre otras tantas. Eso hace que todo lo que son, hacen o dicen sea, irremediablemente, parcial, lo cual no significa que aquello que no puedan abarcar con su persona, obras o palabras quede, ipso facto y ex cathedra, excluido. 

Vaya, ni siquiera Jesús de Nazaret mismo agota lo humano: su vida humana es redentora en tanto que plena (es decir, que realiza la vocación primigenia, perfecciona la naturaleza original y realiza el ergon proprium de todos los seres humanos: amar hasta el extremo de amar como Dios)  y no en tanto que concreta. Por eso se le sigue, no se le imita. De lo contrario, nadie podría ser un buen cristiano como no fuera siendo un carpintero de un pueblucho galileo del siglo I metido a profeta… 

El punto es que es pedirle demasiado a un hombre ser todo para todos (como exigirle al profesor Ratzinger tener la soltura y la presencia del actor Wojtyła). Nadie puede, y mucho menos debe, ser monedita de oro para caerle bien a todo el mundo y satisfacer todas las expectativas de todos. Habrá Papas, como hay santos, con quienes nos identifiquemos, que nos caigan simpáticos o que nos confronten profundamente, al grado de generarnos rechazo, turbación o hasta dolor. Cosas que, repito, pueden ser incluso legítimas: San Pío de Pietrelcina puede repugnarme con sus estigmas y exorcismos, lo cual significa que, como cristiano, he de dejarme interpelar humildemente por el testimonio (sancionado por el magisterio ordinario de la Iglesia que lo ha canonizado) de lo sobrenatural y lo demoníaco, a la vez que, como cristiano también, no estoy obligado a imitar su vida mística ni a meterme de exorcista. En efecto, el cristianismo, en tanto universal, acepta el principio de no contradicción; es más, lo requiere, si es que la humanidad plena de Jesús de Nazaret que ofrece como modelo ha de concretarse en cualquier lugar, circunstancia y persona concretas…(tanto hace falta aprender teología de Tomás de Aquino como, cuando haga falta, barrer pisos alegremente, como Martín de Porres).

Por ello, se puede, en efecto, disentir del Papa. Y no sólo en  lo que tenga que decir de sus gustos personales (¿o ya es dogma el gusto ratzingueriano por los gatos o la afición bergogliana por el San Lorenzo?), sino incluso en su forma personal y pastoral de vivir y entender la fe. Aunque, en efecto, lo que diga y haga el Papa no puede serle indiferente a un católico, no lo obliga a menos que haya una explícita norma o doctrina ex chathedra (de magisterio extraordinario, ordinario o auténtico). Con lo que se puede estar en la Iglesia y estar en desacuerdo con el Papa a la vez, como Pablo o Catalina de Siena, que estaban en desacuerdo (y correctamente) con el Papa y le plantaron cara a Pedro y a Gregorio XI, respectivamente. 

El problema real es que esta señora, como tantos otros de su línea, es que no estaban acostumbrados a que, papistas como son, el Papa no les dé la razón y aun se atreva a espetarlos e incomodarlos. Además, resulta que ahora tampoco se pueden hacer de oídos sordos, porque les hablan específicamente a ellos: ya no pueden echar bajo la alfombra la Sollicitudo rei socialis y dedicarse a blandir en exclusiva la Evangelium vitae; ya también les piden portarse bien no sólo en los temas de bragueta, sino, sobre todo, en los del bolsillo. Ahora saben cómo se han (nos hemos) sentido con Benedicto XVI los que suscribimos no dogmas distintos (pues no seríamos católicos), sino interpretaciones y formas distintas de lo cristiano (y de lo católico). Por supuesto que esta señora jamás hubiera alzado la voz para denunciar la indignación de teólogos condenados y ‘represaliados’ injustamente, la marginación de los divorciados vueltos a casar o el dolor irreparable de los abusados sexualmente (en este caso, al contrario: ha ponderado y alabado a un demoníaco depredador como Maciel). Y entiéndaseme bien: no estoy diciendo, ni de cerca, que sean equivalentes los sufrimientos de la censura a Boff y la crítica a los que cuentan oraciones, la intervención de las carmelitas descalzas y la amonestación de los franciscanos de la Inmaculada, los abusos litúrgicos que los abusos sexuales y de poder… El único que, si le da la gana, puede meter todos los males, pequeños y grandes, en el mismo saco, es Dios... yo no. 

En fin, volvamos a la carta, a que le ‘llamaba la atención’ y le ‘desconcertaba que nunca hacía las cosas como los demás cardenales y obispos’. Claro que ni por error le pasa por la cabeza (pues cree que los jerarcas católicos son, en efecto, dignatarios y príncipes) que a quien hay que reprender no es al jesuita Bergoglio, sino a la mayoría de obispos que no vive, al menos, sencilla y modestamente, ya no digamos con pobreza pura y dura, tal como escribió Juan Pablo II: ‘En la vida del Obispo debe resplandecer la vida de Jesús y, por tanto, su obediencia al Padre hasta la muerte y muerte de cruz (Flp II, 8), su amor casto y virginal, su pobreza que es libertad absoluta ante los bienes terrenos’ (Pastores gregis, 18). Cosa que no dijo, por cierto, como un consejo, sino como ‘una de las condiciones necesarias, en la situación actual, para llevar a cabo un fecundo ministerio episcopal’ (PG, 20). ‘Por tanto’, continúa Juan Pablo II,
‘el Obispo, que quiere ser auténtico testigo y ministro del evangelio de la esperanza, ha de ser vir pauper. Lo exige el testimonio que debe dar de Cristo pobre; lo exige también la solicitud de la Iglesia para con los pobres, por los cuales se debe hacer una opción preferencial. La opción del Obispo de vivir el propio ministerio en la pobreza contribuye decididamente a hacer de la Iglesia la “casa de los pobres”’ (PG, 21).



Lo peor es que su consternación es la típica de los fariseos y católicos biempensantes de siempre, a quienes el soplo del Espíritu (que remueve, confronta y problematiza) incomoda. Quizás no les falta razón buena parte de las veces, pues la realidad es difícil, las tentaciones abundan y los hijos e hijas de Adán no cambian a menudo. La prudencia y la sensatez (tan características de la vejez, que, por fortuna, es condición indispensable de la jerarquía eclesiástica) son necesarias para conservar lo que ha sido dado en custodia (como la Tradición y el depositum fidei), pero en exceso esclerotizan las venas vivas de la comunidad creyente y petrifican las instituciones del pasado, dificultando o ahogando el anuncio necesariamente dinámico del kerigma. En el peor de los casos, hasta se convierten en cinismo, como el del Gran Inquisidor de Dostoievski. O, para no ir tan lejos, en los nazarenos, que quieren despeñar a Jesús porque no soportaron su presunción mesiánica. O en tantos Hombres a lo largo de la Historia, que han vituperado, perseguido y asesinado a los santos por su humanidad plena, que evidencia nuestra infidelidad y denuncia sin palabras nuestra felicidad frustrada. 

¿Qué decía y qué provocaba la mera presencia del mendigo de Asís en la basílica de San Pedro? ¿No acaso una de las mayores críticas al franciscanismo ha sido su soberbia pretensión de vivir sin nada, como los pajarillos y los lirios, más allá de la economía, la comunidad política, el Estado, el derecho, la institución eclesiástica? Mas ¿quién, en su sano juicio, se atrevería a afirmar que Giovanni di Bernardone hubiera debido obedecer, con humildad, a su padre, no armar lío y quedarse en casa (ya bastante convulso estaba el siglo XIII)? Como Lucrecia con Francisco de Roma, ¡cuánta gente deber de haber exclamado para sus adentros (o entre ellos): ‘Uf… ¡qué ganas de llamar la atención! ¿por qué no, si quiere ser de verdad humilde y sencillo, mejor se comporta como los demás… para pasar desapercibido?’! ¡Qué pretencioso y soberbio el Poverello, queriendo convertir al sultán de Egipto él solo, intentando un novedoso y radicalísimo estilo de vida! ¿Quién se creía, un alter Christus? ¡Malditas ganas de llamar la atención y revolver las aguas de la aletargada y mediocre Cristiandad! Pero, de nuevo, su problema, en realidad, es que crea que el común de los obispos, solos o en grupo, pasen desapercibidos de alguna manera con sus trajes talares, anillos, escolta clerical, títulos y reverencias, camionetas… y que el problema sea la ‘vanidad’ de viajar en autobús, cargar la propia maleta e ir por la calle como un hijo de vecino del montón

Lo de la genuflexión… no veo por qué habría de ser más o menos devoto Jorge Mario Bergoglio (¿quién honesto se atrevería a achacarle falta de espiritualidad o frivolidad en su fe?) por no haber convertido la devoción eucarística en el fetiche de los católicos de siempre, que hacen reparaciones y fundan congregaciones religiosas porque se derramó la Sangre de Cristo y un par de migajas de Su Cuerpo, mientras que les trae sin cuidado el sacrilegio perpetuado con los indigentes, sidosos, niños de la calle o las indígenas que sirven en sus casas con salarios miserables (todos ellos, verdaderos Vicarios de Cristo, con tanta o más Presencia Real que en las especies consagradas, según sentencia Mt XXV). ¿Cuándo doña Lucrecia, y ojalá me equivoque, se hincaría ante un presidario o besaría los pies de un leproso? (véase otra herejía que señala González Faus: falsificación de la Cena del Señor). Ah, y jamás se le ocurrió que el padre Jorge (¡perdón, Su Santidad!) pueda tener problemas de ciática, ácido úrico o reumas (nomás hay que verlo caminar)… ¡pero no es pretexto: ya Juan Pablo II definió, infaliblemente, que el deterioro físico no exenta de los deberes de oficio (salvo al emérito Benedicto XVI, que se autoeximió del Papado vitalicio)!

Por supuesto que en su visión apocalíptica (rayana en lo maniquea), de un mundo podrido (como lo tildó otro defensor a ultranza de Maciel, el impresentable cardenal Castrillón Hoyos) en guerra contra una Iglesia de buenos (aunque pecadores, como Maciel), un Bergoglio que intenta hacerse todo con todos, compartiendo lo que tiene de universal su humanidad (a través de la caridad, del contacto vis-à-vis), no es sino un fantoche que quiere caerle bien a todo el mundo. Como Juan Pablo II, que lo mismo estrechó la mano de Pinochet que de Castro, de Reagan que de Gorbachiov, y, en consecuencia, fue tachado de fascista por los tirios y de comunista por los troyanos... 

¡La misma moralina que los peores críticos de la rancia izquierda eclesial y secular (que, seguramente, doña Lucrecia aborrece), que quisieran un nuevo Syllabus de errores y excomuniones de todos los villanos, según la ideología de unos o de otros! Podría apostar que si el cardenal Bergoglio sólo hubiera dado discursos contra el aborto y no hubiera bendecido a las feministas pro-choice de la Plaza de Mayo, si sólo hablara contra los masones y no brindara con ellos, si sólo defendiera la liturgia y no se entremezclara con las comunidades de base… ella no tendría pero alguno que ponerle (quería un Cipriani en Buenos Aires como ahora anhela un Benedicto XVII o un Pío XIII en Roma que excomulgue a Casaldáliga y a Boff y llame a una nueva Cruzada... contra el matrimonio gay o algo así, que no creo que el hambre o la trata de personas esté al principio de su lista de prioridades).    

Las perlas siguen apareciendo en su carta: ‘Cuando te vi salir al balcón, sin mitra y sin muceta, rompiendo el protocolo del saludo y la lectura del texto en latín, buscando con ello diferenciarte del resto de los Papas de la historia, dije sonriendo preocupada para mis adentros: “Sí, no cabe duda. Se trata del cardenal Bergoglio”’. ¿El ‘resto de los Papas de la Historia’? ¡Si esta mujer cree que San Pedro, San León Magno y Julio II todos usaban la misma ropa y el mismo protocolo, bajado del Cielo por, literalmente, una paloma blanca! ¿Por qué no reclama con el mismo ahínco que Juan Pablo II haya roto el protocolo al dar un discurso y no sólo la bendición o que Benedicto XVI haya salido con un suéter de viejito debajo de sus correctas vestiduras (ambos, por cierto, tampoco salieron con mitra al balcón, porque no viene al caso)? ¿Acaso espera la sede gestatoria y la tiara, que creerá han llevado ‘todos los Papas de la Historia’? ¿O se le olvida que todo ello es instrumental, que ha de remitir, mediante símbolos culturalmente variables, a otra cosa, y que se debe quitar cuando su significado se torna ininteligible o hasta negativo (como la tiara)? 
 
Por supuesto que deja sentir su cariño y admiración, así como su ‘identificación extrema’ con Benedicto XVI, porque en él halla todo lo que hay que creer, que, curiosamente, coincide casi al dedillo con lo que ella cree, especialmente la nociva tradición agustiniana de la corrupta ciudad terrenal, en terrible y violenta guerra cultural contra la Civitas Dei (que, obviamente, se identifica con la Iglesia o, si acaso, la gente decente: los de Dios, Patria y Familia... una, grande y libre...). Luego de su renuncia (que, me atrevo a decir, justifica por su admiración acrítica a Benedicto, aun en contradicción con lo que se deduciría de su extrema papolatría: ‘los dulces Cristos en la tierra’ y los ‘Jefes Supremos de la Iglesia’ —que no sé de dónde saca no renuncian), se vió ‘abandonada en medio de la guerra, en pleno terremoto, en lo más feroz de un huracán’ (aquí se tropieza con su propia frívola lengua: ¿con qué cara se atrevería a usar tan tremendas palabras si tuviera enfrente a los cristianos perseguidos de Egipto o Siria, a las mayorías miserables de América Latina, a los inmigrantes ahogados de Lampedusa, a los millones de parados en el ‘Primer Mundo’?). 

Y en eso, llegó Francisco, más preocupado, según ella, en atraer los reflectores sobre sí mismo que en los asuntos relevantes del Papado: mandar el ‘ejército’ y, ‘con fuerzas renovadas, continuar los pasos en la lucha intensa que su predecesor venía librando’ (guerra, por supuesto, hacia fuera: jamás contra el Satanás incrustado en la Curia o en las redes de abuso sexual, corrupción y tráfico de influencias vaticanas, como las del ‘Padre’ del Regnum al que pertenece). 

Recurre, entonces, a una táctica del moralista que tira la piedra y esconde la mano: el patetismo: ‘debo decirte que también he sufrido (y sufro) con muchas de tus palabras, porque has dicho cosas que las he sentido como estocadas en el bajo vientre a mis intentos sinceros de fidelidad al Papa y al Magisterio’. Porque, por supuesto, la infidelidad y las malas acciones siempre están en los otros: que los divorciados vueltos a casar, los gays, los teólogos de la liberación sientan las estocadas al bajo vientre de los Papas, que para eso están: para excomulgar a los primeros, imponer celibato a los segundos y censurar a los terceros. A los católicos fieles al Magisterio y de buenas costumbres no se les critica, ¡y menos el Papa!
Continúa: ‘Mi grave problema es que he dedicado gran parte de mi vida al estudio de la Sagrada Escritura, de la Tradición y el Magisterio’. Pues no se nota… O será que ha estudiado sólo una serie de textos filtrados por la más pura ortodoxia, colecciones de consignas apologéticas (¿Ricardo de la Cierva?), manuales que resumen verdades supuestamente perennes y encíclicas (mal leídas) por montones. Si hasta ha de dormir con el (¿compendio del?) Catecismo bajo la almohada (el Código de Derecho Canónico es demasiado pedirle, de seguro). Con semejante (de)formación (macielina, por supuesto, que prostituyó la ortodoxia para granjearse las simpatías de los príncipes de este mundo y para no llamar la atención y ocultar mejor sus crímenes), resulta obvio que crea que el Papa, nada menos, pone en cuestión las bases de su fe… Y, además de ejemplos, quizá no le falte razón: el Papa está haciendo su trabajo y, como pastor que es, está acarreando de vuelta al redil a una oveja perdida... en el papismo... Si no me creen, lean las palabras del arzobispo cismático Bernard Fellay, cabeza de los lefebvristas, que declaró sin tabujos que ‘seguir a Bergoglio pondría en peligro nuestra fe’.

‘No puedo aplaudirle a un Papa que no hace la genuflexión frente al Sagrario ni en la Consagración como lo marca el ritual de la Misa, pero tampoco puedo criticarlo, pues ¡es el Papa!’. Más allá de las purificaciones rituales que demanda nuestra farisea, ¿quién le dijo que, por muy Papa que sea cualquiera, no se puede criticar lo que haga de mal (me refiero a algo verdaderamente importante, como un asesinato o el ambiguo silencio durante un genocidio, no si pronunció mal el ángelus)? 

Y sigue exagerando:
‘No puedo sentirme feliz de que hayas eliminado el uso de la patena y los reclinatorios para los comulgantes; y menos me puede encantar que no bajes nunca a dar la comunión a los fieles, que no te llames a ti mismo “el Papa” sino sólo “el obispo de Roma”, que no uses ya el anillo de pescador, pero tampoco puedo quejarme, pues ¡eres el Papa!’.  
¿Eliminar la patena y los reclinatorios? ¿Dónde está el motu proprio que lo prohíbe? El Papa y el ceremoniero pontificio están ya grandecitos para prescindir o restaurar, según tiempos, lugares y personas, de cuantas rúbricas y elementos litúrgicos crean necesarios para las celebraciones de la diócesis de Roma (sí, señora, el Papa es el Papa porque es obispo de Roma, pues el primado le viene de la sede petrino-paulina y del Espíritu Santo actuando en la Historia; no de ningunas llaves mágicas de manos del Nazareno). Los obispos locales, con su plena potestad (que tan apóstoles eran Bartolomé y Tadeo como Pedro), ya verán qué conviene o no para sus respectivas diócesis, según la Tradición y las necesidades concretas. También dice falsedades: Francisco no ha dejado de usar el anillo del Pescador, sino que adoptó uno de oro platinado, más sencillo, idéntico al de Pablo VI.



Lo siguiente raya en lo sublime: 
‘No puedo sentirme orgullosa de que le hayas lavado los pies a una mujer musulmana en el Jueves Santo, pues es una violación a las normas litúrgicas, pero no puedo decir ni pío, pues ¡Eres el Papa, a quien respeto y le debo ser fiel!’. 
Fiel al Papa, ante todo, pero ¿y al solo Señor, Cabeza, Roca y único Jefe Supremo de la Iglesia, qué? Ésta, como Pedro, no se hubiera dejado lavar los pies y hubiera sido la primera en reclamar que una pecadora le lavara el pie con áloe y lágrimas al Maestro… ¿Qué está primero, las reglas litúrgicas o el servicio a los pobres? ¿El Papa está para servir (el lavatorio de los pies no es sino el símbolo de ello) única y exclusivamente a católicos varones?

Luego viene lo de los franciscanos de la Inmaculada, que hizo bien Francisco en amonestar (el término ‘castigar’ no creo que lo entienda bien una legionaria…), aun en contra del Summorum Pontificorum y de ‘los Papas anteriores’. Porque tan mala era la prohibición de facto del rito latino extraordinario (con lo que Benedicto XVI acertó al liberalizar su uso) como nefasto es su exclusivismo: las más de las veces, junto con el refinamiento litúrgico, van aparejadas una pastoral sectaria, una teología integrista y un aburguesamiento descarado.

Ella no supo qué pensar ni qué decir, 
‘cuando te burlaste públicamente del grupo que te mandó un ramillete espiritual, llamándoles “ésos que cuentan las oraciones”. Siendo el ramillete espiritual una tradición hermosísima en la Iglesia, ¿qué debo pensar yo, si a mi Papa no le gusta y se burla de quienes los ofrecen?’. De nuevo, y dejando de lado lo pelagiano y nocivo de esa ‘tradición hermosísima’.
¿Qué hay de los espetados, aun con fina ironía, por el cardenal Ratzinger en sus libros entrevista, todos aquellos que, según él, habían malinterpretado el Concilio, entregado el Evangelio al mundo o incurrido en cualquier otra desviación que Su Eminencia juzgaba ipso facto e infalibiliter? Porque hermosísimas tradiciones de la Iglesia, como la inculturación y la teología política, también las había del lado de quienes Benedicto desdeñó y persiguió…  
‘Tengo mil amigos “pro-vida” que, siendo católicos de primera, los derrumbaste hace unos días al llamarles obsesionados y obsesivos. ¿Qué debo hacer yo? ¿Consolarlos, suavizando falsamente tus palabras o herirlos más, repitiendo lo que tú dijiste de ellos, por querer ser fiel al Papa y a sus enseñanzas?’. 
Pues al que tenga oídos para oír y ojos para ver, que entienda, señora. Porque usted no ha entendido nada de lo que dice Francisco. Ni de lo que dice Jesús, pa’l caso. No sólo porque está incapacitada para ver el problema (la Legión se pinta sola para anunciar el Evangelio a una sola banda: protegiendo fetos y olvidándose de las personas una vez que nacen; preocupándose más de la entrepierna de la gente que de sus estómagos, cebados a reventar o encogidos y vacíos), sino porque no sabe lo que es obsesión monomaníaca ni alcanza a ver lo que es reducir el cristianismo a una moral. Ni siquiera tiene el sentido común para reconocer que, de hecho, presentar una ética desprendida de sus fundamentos (la experiencia liberadora y humanizante del Misterio cristiano) es, además de falso, contraproducente, pues lo único que ha provocado la ‘guerra’ (tomando prestadas sus palabras) contra el aborto procurado no es salvar nonatos, sino ahondar las divisiones sociales y agriar el debate público. Una cosa es ser un profeta y otra, muy distinta, el tonto del pueblo, la ciudad o el país.

   
Lo de las solteronas es ya el colmo… porque, muy formada y estudiada según ella, e ignora que la vocación cristiana no es a la soltería, sino a la virginidad (y que tiene que ver, sobre todo, con el testimonio de entrega radical: de pobreza y obediencia, no sólo de castidad). Y que, aunque lo fuera, no es lo mismo soltero que solterón… como no es lo mismo mujer que mujerzuela… Pero leyó lo que quiso y entendió lo que le dio la gana. Si estuviera mínimamente enterada, se habría dado cuenta de que Francisco ha dado, en más de una ocasión, magistrales charlas (no por coloquiales, menos profundas y sabias) sobre el centro de la vida consagrada: la fecundidad espiritual, que es lo que hace ‘padres’ y ‘madres’ a los célibes, solteros y vírgenes.

Su diagnóstico tremendista sobre la Iglesia (muy ratzingueriano, por cierto) la confirma, engañosamente, en sus certezas: 
‘Hace un par de semanas dijiste que “éste, que estamos viviendo, es uno de los mejores tiempos de la Iglesia”. ¿Cómo puede decir eso el Papa, cuando todos sabemos que hay millones de jóvenes católicos viviendo en concubinato y otros tantos millones de matrimonios católicos tomando anticonceptivos; cuando el divorcio es “nuestro pan de cada día” y millones de madres católicas matan a sus hijos no nacidos con la ayuda de médicos católicos; cuando hay millones de empresarios católicos que no se guían por la doctrina social de la Iglesia, sino por la ambición y la avaricia; cuando hay miles de sacerdotes que cometen abusos litúrgicos; cuando hay cientos de millones de católicos que jamás han tenido un encuentro con Cristo y no conocen ni lo más esencial de la doctrina; cuando la educación y los gobiernos están en manos de la masonería y la economía mundial en manos del sionismo? ¿Es éste el mejor tiempo de la Iglesia?’.  
Porque, como tantos otros, jamás tendría la humildad de culpar a la propia Iglesia y sus jerarcas a lo largo de los siglos (Juan Pablo II y Benedicto XVI incluidos) de tan tremenda situación (que es cierta), a no ser, sospecho, a partir de Juan XXIII, Pablo VI y el pernicioso Vaticano II… Y no, no estoy paranoico: excesos litúrgicos no había a la muerte de Pío XII, cuando la masonería no había infiltrado la Iglesia y el sionismo era visto como lo que es: la conspiración internacional de la deicida raza de Judas…

Irrelevantes son los demás ejemplos: ahonda en la misma indignación basada en su ortodoxia recalcitrante (y, por ello, heterodoxa)… sin hacer otra cosa que patalear en el suelo como el hijo fiel de la parábola del hijo pródigo, los viñadores contratados desde temprano y las 99 ovejas bienportadas que se quedan sin pastor que las apaciente (que confirme a los ya convencidos y guíe a los que ya están dentro del redil)... 

Destaca, sin embargo, que haga una crítica pertinente, que, sin intuirlo siquiera, no deja bien parados ni a Juan Pablo ni a Benedicto: 
‘Conocí al cardenal Bergoglio en plan casi familiar y soy testigo fiel de que es un hombre inteligente, simpático, espontáneo, muy dicharachero y muy ocurrente. Pero, no me gusta que la prensa esté publicando todos tus dichos y ocurrencias, porque no eres un párroco de pueblo; no eres ya el arzobispo de Buenos Aires; ahora eres ¡el Papa!’.
¿Quién empezó publicando libros-entrevista y poesías? ¿Quién escribió libros de teología y dictó una cátedra en Ratisbona cual si fuera un profesor universitario como cualquier otro? Yo lo repito una y otra vez: ya suficientemente difícil es discernir el valor vinculante u obligatorio que tienen, para el católico de a pie, el fondo y la forma de las enseñanzas magisteriales diseminadas en numerosos subgéneros documentales (encíclicas, exhortaciones apostólicas, cartas, homilías, instrucciones de congregaciones vaticanas y pontificias comisiones…), como para que, encima, haya que lidiar con libros, entrevistas y hasta charlas de café… (quizá necesarias en nuestra época, no lo sé). 

Claro que un primer paso es tener un poco de sentido común y no creer que cada palabra que sale de la boca del Papa ‘adquiere valor de magisterio ordinario’: eso, además de francamente estúpido, es netamente herético (el magisterio ordinario se refiere a un tipo específico de doctrinas, arraigadas en la Tradición pero no dogmáticas, mientras que nada tiene de magisterio si al Papa le gusta Wagner por encima de Verdi y las aceitunas más que las anchoas…). 

En fin, creo que, desde el principio hasta el final, su problema de base es éste: quiere ser tan católica que más bien es papista, olvidándosele de lo cristiano... Lo mejor es que le va a dar un síncope cuando Francisco la llame y le ordene, como Pontifex maximus que es, bajo santa obediencia: Niña, decime Jorge Mario, que somos amigos’.

G. G. Jolly