jueves, junio 28, 2012

Por qué NO voy a votar

“VOTO: sust. instrumento y símbolo de un hombre libre
para hacer de sí mismo un tonto y de su país, un desastre.”
Ambrose Bierce


Dicen los “sabedores” que el fraude electoral es imposible. Concedo. Pero el tema no es ése. El auténtico fraude, mucho más refinado, es hacernos creer que nuestra participación democrática consiste en elegir a un charlatán, que se promociona durante tres meses con un discurso vacío, para dirigir una nación que se desangra. Al igual que en el mercado no hay auténtica libertad, pues se elija esto o aquello, por lo único que se opta es —al final— por el consumo, en el sistema de partidos la “elección” sólo sirve para legitimar una realidad que nos viene impuesta (si bien “diversificada”): el partido.

Los partidos se han alejado de su base social y ya sólo se representan a sí mismos: a su voluntad de poder. El candidato es amasado, peinado, afectado como un producto de consumo más, y ya en la cima del poder, no responde sino a la voluntad de quienes lo construyeron. Otro tanto ocurre con el elector. ¿Por qué no caemos en la cuenta de lo obsceno que es el proselitismo político: la exhibición desvergonzada y frívola del deseo de poder? La política de partidos está muerta desde hace tiempo, y ya hiede. Nadie es capaz de resucitarla.

El fraude es hacernos creer que el voto, un acto individual, efímero, secreto, que sólo tiene un valor privado y cuantitativo, es capaz de conceder, como por arte de magia, poderes públicos, permanentes y de máxima trascendencia social a un grupo de politicastros. El voto escinde el desarrollo de la individualidad del auténtico ejercicio del poder y hace desaparecer la relación entre lo que un ser humano es y lo que puede hacer en política. Supuestamente, pondera al individuo, pero lo que hace en realidad es desactivarlo: quien vota lo hace desde la impotencia de ser poco más que nada; vota desde la incertidumbre y la esperanza (muchas veces traicionada) de que los números favorezcan su elección, pues de lo contrario, ésta jamás existió. Es la tiranía del número: la democracia geométrica que no tiene sustancia, que es mero proceso formal. De ahí que el voto jamás haya cambiado esencialmente nada.

El voto es, entonces, una institución decorativa: mucho ruido durante unos meses, enfrentamiento, distracción, desinformación, sensación de soberanía durante escasos treinta segundos (el tiempo que se tarda en tachar un partido y llevar la boleta a la urna); pero una vez realizado, el poder prescinde de sus electores; habla en nombre de ellos, sí, pero no los deja actuar: no quiere vernos actuar. Se consuma la identidad entre representantes y representados: éstos quedan subsumidos en aquéllos: quedan anulados.

Fraudulento es el mito de la igualdad política, que intenta esconder bajo su grueso velo demagógico la desigualdad en terrenos muchos más trágicos, como el económico y el cultural. Igualar políticamente a los ciudadanos es un acto de prestidigitación jurídica. La Palabra constitucional invoca solemnemente desde sus amarillentas hojas de 1917 la igualdad política y eso basta para que ésta comience, ex nihilo, a existir. ¿Pero en qué consiste esta igualdad? En el voto universal y directo. ¿Eso es todo? Sí. ¿Y sus demás implicaciones, es decir, la impronta del ciudadano real en la palestra pública? ¿Y el derecho a que mis opiniones tengan alguna acogida, algún sentido más allá del sinsentido del voto?

Vulgar fraude es, finalmente, la ficción política de la voluntad general: votan pocos (los pobres, que son muchos, nada saben de “votar”, ni siquiera son ciudadanos), divididos, y sin embargo, eso basta para “legitimar” un poder casi absoluto al “ganador”, quien envuelto en el mistérico hálito de la mayoría popular (que no lo es, en realidad), hace —por decir lo menos— de su capa un sayo. En esto, por cierto, no hay nada de Rousseau.

La democracia, el bien común y la verdadera política (la del movimiento social, el consuelo, la solidaridad) están en otro lado. El voto no es una realidad incuestionable (no es el ser); es una toma de postura que puede y debe ser denunciada, horadada. Sólo así seremos capaces de ver la riquísima realidad que hay más allá de él.

Yo no voy a votar: no quiero perpetuar ni dar el espaldarazo a un sistema ideológico y falso. Yo no voy a votar: no quiero asistir “al funeral silente, el funeral que no es de nadie, porque no hay nadie para ser enterrado”. O quizás, en este caso, sí lo haya… el cuerpo doliente de México.

México, junio 2012

Y aquí una exposición más amplia de motivos, con todo y ‘aparato crítico’, ante una sentida réplica.

domingo, junio 17, 2012

Rezo al dios cuyo culto es el ser besado, de Pessoa

Para H.
Porque cada nueva lectura de una obra maestra es recrearla
y cada público le imprime su propia magia.
Léase escuchando esto.
G. G. Jolly

AntinousEnlace


‘The rain outside was cold in Hadrian’s soul.
The boy lay dead
On the low couch, on whose denuded whole,
To Hadrian’s eyes, whose sorrow was a dread,
The shadowy light of Death’s eclipse was shed.

The boy lay dead, and the day seemed a night
Outside. The rain fell like a sick affright
Of Nature at her work in killing him.
Memory of what he was gave no delight,
Delight at what he was was dead and dim.

O hands that once had clasped Hadrian’s warm hands,
Whose cold now found them cold!
O hair bound erstwhile with the pressing bands!
O eyes half-diffidently bold!
O bare female male-body such
As a god’s likeness to humanity!
O lips whose opening redness erst could touch
Lust's seats with a live art's variety!
O fingers skilled in things not to be told!
O tongue which, counter-tongued, made the blood bold!
O complete regency of lust throned on
Raged consciousness’s spilled suspension!

These things are things that now must be no more.
The rain is silent, and the Emperor
Sinks by the couch. His grief is like a rage,
For the gods take away the life they give
And spoil the beauty they made live.
He weeps and knows that every future age
Is looking on him out of the to-be;
His love is on a universal stage;
A thousand unborn eyes weep with his misery.

Antinous is dead, is dead for ever,
Is dead for ever and all loves lament.
Venus herself, that was Adonis’ lover,
Seeing him, that newly lived, now dead again,
Lends her old grief’s renewal to be blent
With Hadrian’s pain.

Now is Apollo sad because the stealer
Of his white body is for ever cold.
No careful kisses on that nippled point
Covering his heart-beats’ silent place restore
His life again to ope his eyes and feel her
Presence along his veins Love’s fortress hold.
No warmth of his another’s warmth demands.
Now will his hands behind his head no more
Linked, in that posture giving all but hands,
On the projected body hands implore.

The rain falls, and he lies like one who hath
Forgotten all the gestures of his love
And lies awake waiting their hot return.
But all his arts and toys are now with Death.
This human ice no way of heat can move;
These ashes of a fire no flame can burn.

O Hadrian, what will now thy cold life be?
What boots it to be lord of men and might?
His absence o’er thy visible empery
Comes like a night,
Nor is there morn in hopes of new delight.
Now are thy nights widowed of love and kisses;
Now are thy days robbed of the night’s awaiting;
Now have thy lips no purpose for thy blisses,
Left but to speak the name that Death is mating
With solitude and sorrow and affright.

Thy vague hands grope, as if they had dropped joy.
To hear that the rain ceases lift thy head,
And thy raised glance take to the lovely boy.
Naked he lies upon that memoried bed;
By thine own hand he lies uncoverèd.
There was he wont thy dangling sense to cloy,
And uncloy with more cloying, and annoy
With newer uncloying till thy senses bled.

His hand and mouth knew games to reinstall
Desire that thy worn spine was hurt to follow.
Sometimes it seemed to thee that all was hollow
In sense in each new straining of sucked lust.
Then still new turns of toying would he call
To thy nerves’ flesh, and thou wouldst tremble and fall
Back on thy cushions with thy mind’s sense hushed.

»Beautiful was my love, yet melancholy.
He had that art, that makes love captive wholly,
Of being slowly sad among lust’s rages.
Now the Nile gave him up, the eternal Nile.
Under his wet locks Death’s blue paleness wages
Now war upon our wishing with sad smile.«

Even as he thinks, the lust that is no more
Than a memory of lust revives and takes
His senses by the hand, his felt flesh wakes,
And all becomes again what ’twas before.
The dead body on the bed starts up and lives
And comes to lie with him, close, closer, and
A creeping love-wise and invisible hand
At every body-entrance to his lust
Whispers caresses which flit off yet just
Remain enough to bleed his last nerve’s strand,
O sweet and cruel Parthian fugitives!

So he half rises, looking on his lover,
That now can love nothing but what none know.
Vaguely, half-seeing what he doth behold,
He runs his cold lips all the body over.
And so ice-senseless are his lips that, lo!,
He scarce tastes death from the dead body’s cold,
But it seems both are dead or living both
And love is still the presence and the mover.
Then his lips cease on the other lips’ cold sloth.

Ah, there the wanting breath reminds his lips
That from beyond the gods hath moved a mist
Between him and this boy. His finger-tips,
Still idly searching o’er the body, list
For some flesh-response to their waking mood.
But their love-question is not understood:
The god is dead whose cult was to be kissed!

He lifts his hand up to where heaven should be
And cries on the mute gods to know bis pain.
Let your calm faces turn aside to his plea,
O granting powers! He will yield up his reign.
In the still deserts he will parchèd live,
In the far barbarous roads beggar or slave,
But to his arms again the warm boy give!
Forego that space ye meant to be his grave!

Take all the female loveliness of earth
And in one mound of death its remnant spill!
But, by sweet Ganymede, that Jove found worth
And above Hebe did elect to fill
His cup at his high feasting, and instil
The friendlier love that fills the other’s dearth,
The clod of female embraces resolve
To dust, o father of the gods, but spare
This boy and his white body and golden hair!
Maybe thy better Ganymede thou feel’st
That he should be, and out of jealous care
From Hadrian’s arms to thine his beauty steal’st.

He was a kitten playing with lust, playing
With his own and with Hadrian’s, sometimes one
And sometimes two, now linking, now undone;
Now leaving lust, now lust’s high lusts delaying;
Now eying lust not wide, but from askance
Jumping round on lust’s half-unexpectance;
Now softly gripping, then with fury holding,
Now playfully playing, now seriously, now lying
By th’ side of lust looking at it, now spying
Which way to take lust in his lust’s withholding.

Thus did the hours slide from their tangled hands
And from their mixèd limbs the moments slip.
Now were his arms dead leaves, now iron bands;
Now were his lips cups, now the things that sip;
Now were his eyes too closed and now too looking;
Now were his uncontinuings frenzy working;
Now were his arts a feather and now a whip.

That love they lived as a religion
Offered to gods that come themselves to men.
Sometimes he was adorned or made to don
Half-vestures, then in statued nudity
Did imitate some god that seems to be
By marble’s accurate virtue men's again.
Now was he Venus, white out of the seas;
And now was he Apollo, young and golden;
Now as Jove sate he in mock judgement over
The presence at his feet of his slaved lover;
Now was he an acted rite, by one beholden,
In ever-repositioned mysteries.

Now he is something anyone can be.
O stark negation of the thing it is!
O golden-haired moon-cold loveliness!
Too cold! too cold! and love as cold as he!
Love through the memories of his love doth roam
As through a labyrinth, in sad madness glad,
And now calls on his name and bids him come,
And now is smiling at his imaged coming
That is i’th’ heart like faces in the gloaming –
Mere shining shadows of the forms they had.

The rain again like a vague pain arose
And put the sense of wetness in the air.
Suddenly did the Emperor suppose
He saw this room and all in it from far.
He saw the couch, the boy, and his own frame
Cast down against the couch, and he became
A clearer presence to himself, and said
These words unuttered, save to his soul’s dread:

»I shall build thee a statue that will be
To the continued future evidence
Of my love and thy beauty and the sense
That beauty giveth of divinity.
Though death with subtle uncovering hands remove
The apparel of life and empire from our love,
Yet its nude statue, that thou dost inspirit,
All future times, whether they will’t or not,
Shall, like a gift a forcing god hath brought,
Inevitably inherit.

»Ay, this thy statue shall I build, and set
Upon the pinnacle of being thine, that Time
By its subtle dim crime
Will fear to eat it from life, or to fret
With war’s or envy’s rage from bulk and stone.
Fate cannot be that! Gods themselves, that make
Things change, Fate’s own hand, that doth overtake
The gods themselves with darkness, will draw back
From marring thus thy statue and my boon,
Leaving the wide world hollow with thy lack.

»This picture of our love will bridge the ages.
It will loom white out of the past and be
Eternal, like a Roman victory,
In every heart the future will give rages
Of not being our love’s contemporary.

»Yet oh that this were needed not, and thou
Wert the red flower perfuming my life,
The garland on the brows of my delight,
The living flame on altars of my soul!
Would all this were a thing thou mightest now
Smile at from under thy death-mocking lids
And wonder that I should so put a strife
Twixt me and gods for thy lost presence bright;
Were there nought in this but my empty dole
And thy awakening smile half to condole
With what my dreaming pain to hope forbids.«

Thus went he, like a lover who is waiting,
From place to place in this dim doubting mind.
Now was his hope a great intention fating
Its wish to being, now felt he he was blind
In some point of his seen wish undefined.

When love meets death we know not what to feel.
When death foils love we know not what to know.
Now did his doubt hope, now did his hope doubt;
Now what his wish dreamed the dream’s sense did flout
And to a sullen emptiness congeal.
Then again the gods fanned love’s darkening glow.

»Thy death has given me a higher lust –
A flash-lust raging for eternity.
On mine imperial fate I set my trust
That the high gods, that made me emperor be,
Will not annul from a more real life
My wish that thou should’st live for e’er and stand
A fleshly presence on their better land,
More lovely yet not lovelier, for there
No things impossible our wishes mar
Nor pain our hearts with change and time and strife.

»Love, love, my love! thou art already a god.
This thought of mine, which I a wish believe,
Is no wish, but a sight, to me allowed
By the great gods, that love love and can give
To mortal hearts, under the shape of wishes –
Of wishes having undiscovered reaches –,
A vision of the real things beyond
Our life-imprisoned life, our sense-bound sense.
Ay, what I wish thee to be thou art now
Already. Already on Olympic ground
Thou walkest and art perfect, yet art thou,
For thou needst no excess of thee to don
Perfect to be, being perfection.

»My heart is singing like a morning bird.
A great hope from the gods comes down to me
And bids my heart to subtler sense be stirred
And think not that strange evil of thee
That to think thee mortal would be.

»My love, my love, my god-love! Let me kiss
On thy cold lips thy hot lips now immortal,
Greeting thee at Death’s portal’s happiness,
For to the gods Death’s portal is Life’s portal.

»Were no Olympus yet for thee, my love
Would make thee one, where thou sole god mightst prove,
And I thy sole adorer, glad to be
Thy sole adorer through infinity.
That were a universe divine enough
For love and me and what to me thou art.
To have thee is a thing made of gods’ stuff
And to look on thee eternity’s best part.

»But this is true and mine own art: the god
Thou art now is a body made by me,
For, if thou art now flesh reality
Beyond where men age and night cometh still,
’Tis to my love’s great making power thou owest
That life thou on thy memory bestowest
And mak’st it carnal. Had my love not held
An empire of my mighty legioned will,
Thou to gods’ consort hadst not been compelled.

»My love that found thee, when it found thee did
But find its own true body and exact look.
Therefore when now thy memory I bid
Become a god where gods are, I but move
To death’s high column’s top the shape it took
And set it there for vision of all love.

»O love, my love, put up with my strong will
Of loving to Olympus, be thou there
The latest god whose honey-coloured hair
Takes divine eyes! As thou wert on earth, still
In heaven bodyfully be and roam,
A prisoner of that happiness of home,
With elder gods, while I on earth do make
A statue for thy deathlessness’ seen sake.

»Yet thy true deadless statue I shall build
Will be no stone thing, but that same regret
By which our love’s eternity is willed.
One side of that is thou, as gods see thee
Now, and the other, here, thy memory.
My sorrow will make that men’s god, and set
Thy naked memory on the parapet
That looks upon the seas of future times.
Some will say all our love was but our crimes;
Others against our names the knives will whet
Of their glad hate of beauty’s beauty, and make
Our names a base of heap whereon to rake
The names of all our brothers with quick scorn.
Yet will our presence, like eternal Morn,
Ever return at Beauty’s hour, and shine
Out of the East of Love, in light to enshrine
New gods to come, the lacking world to adorn.

»All that thou art now is thyself and I.
Our dual presence has its unity
In that perfection of body which my love,
By loving it, became, and did from life
Raise into godness, calm above the strife
Of times, and changing passions far above.

»But since men see more with the eyes than soul,
Still I in stone shall utter this great dole;
Still, eager that men hunger by thy presence,
I shall to marble carry this regret
That in my heart like a great star is set.
Thus, even in stone, our love shall stand so great
In thy statue of us, like a god’s fate,
Our love’s incarnate and discarnate essence,
That, like a trumpet reaching over seas
And going from continent to continent,
Our love shall speak its joy and woe, death-blent,
Over infinities and eternities.

»And here, memory or statue, we shall stand,
Still the same one, as we were hand in hand
Nor felt each other’s hand for feeling feeling.
Men still will see me when thy sense they take.
The entire gods might pass in the vast wheeling
Of the globed ages. If but for thy sake,
That, being theirs, hadst gone with their gone band,
They would return, as they had slept to wake.

»Then the end of days when Jove were born again
And Ganymede again pour at his feast
Would see our dual soul from death released
And recreated unto joy, fear, pain –
All that love doth contain;
Life – all the beauty that doth make a lust
Of love’s own true love, at the spell amazed;
And, if our very memory wore to dust,
By some gods’ race of the end of ages must
Our dual unity again be raised.«

It rained still. But slow-treading night came in,
Closing the weary eyelids of each sense.
The very consciousness of self and soul
Grew, like a landscape through dim raining, dim.
The Emperor lay still, so still that now
He half forgot where now he lay, or whence
The sorrow that was still salt on his lips.
All had been something very far, a scroll
Rolled up. The things he felt were like the rim
That haloes round the moon when the night weeps.
His head was bowed into his arms, and they
On the low couch, foreign to his sense, lay.
His closed eyes seemed open to him, and seeing
The naked floor, dark, cold, sad and unmeaning.
His hurting breath was all his sense could know.
Out of the falling darkness the wind rose
And fell; a voice swooned in the courts below;
And the Emperor slept.
And the Emperor slept.The gods came now
And bore something away, no sense knows how,
On unseen arms of power and repose.’

Fernando Pessoa (1888-1935)

lunes, junio 11, 2012

‘La cuestión gay’ de James Alison

Para J. I.
G. G. Jolly


Fernando Bayona, Circus Christi: La duda de Tomás, 2010.

Quiero compartirles una perspectiva de júbilo. Creo que ser católico es divertidísimo. Un gran paseo en la montaña rusa de la realidad que Dios, quien nos resguarda, impulsa; un viaje gestado por la amorosa entrega de Nuestro Señor en su crucifixión, sonrientemente observado por su Santa Madre; creo que ser católico es como la interpretación de la desconocida obra maestra de un virtuoso, traída a la sinfonía del Ser por la intrépida seducción del Espíritu Santo.

Hoy por hoy una de las mejores perspectivas para observar lo divertida que es esta aventura es mirar la incidencia de la cuestión gay en la vida de la Iglesia.

Me gustaría compartirles una aproximación coherente sobre este asunto. Empezaré por enfatizar que estamos en presencia de un descubrimiento. Luego, quiero dirigir la mirada a la manera en que hoy nos relacionamos con el mapamundi que existía antes que el descubrimiento se hiciera. Porque los descubrimientos se convierten en fulcros,1fulcros que nos permiten entender el tránsito de la forma en que solíamos mirar las cosas hacia la forma en que las vemos ahora. Con ello quiero identificar y ponderar la forma del vacío que nos revela este descubrimiento, el hueco del que nada sabían quienes confeccionaron el mapamundi previo, y lo que esto nos enseña. Después, quiero empezar a sugerir, brevemente, algunas dimensiones de la vida católica en la tensión entre este descubrimiento y ese vacío.

Descubrimiento

En los últimos más o menos 50 años hemos sido testigos de un genuino descubrimiento humano, uno de los que como humanidad no hacemos a menudo. Se trata de un auténtico descubrimiento antropológico cuya naturaleza no pertenece a la moda o al capricho ni es el resultado de una decadencia de la moral o del colapso de los valores familiares. Ahora sabemos algo objetivamente verdadero sobre los seres humanos, algo que no sabíamos antes: que existe una variante minoritaria de la condición humana cuya aparición es constante, no patológica e independiente de la cultura, el entorno, la religión, la educación o las costumbres, una variante que ahora designamos con la expresión “ser gay”. Esta variante minoritaria se vive, sin embargo, desde las condiciones de una cultura, un entorno, una religión, una educación y ciertas costumbres determinadas, es decir: de una manera que está por completo cargada de cultura. Por ello, en el pasado fue tan fácil tomarla, equivocadamente, por una mera variable de la cultura, la psicología, la religión o la moral y creer que la homosexualidad era algo que debía escandalizarnos y no algo que simplemente estaba ahí.

Todavía nos queda mucho por aprender sobre esta variante minoritaria de la condición humana, cuya existencia es constante. Comoquiera, sabemos de ella lo suficiente como para entender que al hablar de la homosexualidad –o de la heterosexualidad– se utilizan categorías erróneas como si habláramos de alternativas del deseo. Parece más acertado hablar de ellas en términos de configuraciones particulares del deseo humano –una configuración mayoritaria y otra minoritaria–. Sólo desde allí tiene sentido hablar de distintas formas de vivir, de relacionarse y de amar que pueden o no ser saludables o patológicas. Sólo desde allí también la cuestión ética se coloca en otro plano: no en el de la configuración, sino, por un lado, en el de “cómo” vivirla y, por otro, en el de los desafíos que toda minoría, al enfrentar la incomprensión, la indiferencia y la hostilidad de la mayoría, asume para realizar plenamente su potencial.

Nos parece fácil concebir el descubrimiento de continentes desconocidos o especies animales de las que no sabíamos nada. Más difícil es concebir un descubrimiento de orden antropológico, ya que las cosas que pertenecen a esta esfera se nos manifiestan a través y desde patrones de convivencia humana preexistentes. Esto, sin embargo, no hace que tal descubrimiento sea menos real ni sus consecuencias menos sorprendentes.

No obstante, ¿han observado lo difícil que es ser coherente con la verdad cuando se ha descubierto? Permítanme reflexionar un momento sobre esto y llamar su atención sobre lo sorprendente de esta situación. Parece, ante todo, que tendemos a relacionarnos con nuestros descubrimientos en términos utilitarios, aprovechándonos de ellos en el corto plazo y confiados, en cierta forma, en que con el tiempo acabarán imponiendo su verdad y su significado.

Pondré tres ejemplos. En 2009, el “bloguero” Mike Rogers hizo público que el vicegobernador de Carolina del Sur, André Brauer, era homosexual. Al parecer, Brauer es un político (¡uno de tantos!) que hace adeptos atacando públicamente lo que ama en privado. Al margen del impresionante rango de acierto que Rogers suele tener en este terreno, al margen también de que Brauer no haya rechazado del todo la acusación, zafándose con una “negación por la no negación”,2 lo que asombra es la rapidez con la que la discusión se deslizó de la pregunta “¿es verdad lo que dice Rogers?” a la pregunta “¿cómo podemos sacarle provecho a esta polémica?”. En efecto, muy pronto el asunto derivó en una acusación contra los seguidores del controvertido gobernador Stanford –quien también había tenido que enfrentar un escándalo a consecuencia de su “escalada a los Apalaches”–.3 Se alegaba que quienes esperaban la reelección del gobernador se habían rebajado a desprestigiar a su potencial contendiente. El razonamiento de todo este embrollo era el siguiente: ¡qué más da si Brauer es homosexual: lo que importa es que en ello hay algo que puede usarse en una disputa preexistente!

El siguiente ejemplo tiene consecuencias más graves. Sabemos bastante sobre las reuniones que tuvieron lugar en la Casa Blanca inmediatamente después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, como para darnos cuenta de la asombrosa velocidad con la que las prioridades se movieron de la pregunta “¿qué ha pasado y por qué?” a la pregunta “¿cómo podemos usar lo que sucedió en favor de nuestros planes de guerra contra Irak?”. Allí, en un asunto cuyo significado quedaría claro con el tiempo, volvió a surgir esa inmediata habilidad para obtener ventajas de lo que se sabe.

El tercer ejemplo es más rico. Piensen en lo que sucedió cuando los europeos desembarcaron en América a finales del siglo xv. Tomó décadas, incluso siglos asumir la ilimitada alteridad de lo que habían encontrado al buscar una vía comercial rápida hacia Oriente. A la luz de la presencia geológica, antropológica, botánica, zoológica y cultural de algo que, por supuesto, había estado ahí desde siempre, pero de lo que los europeos no tenían ningún conocimiento previo, cada aspecto del modo en que ellos se concebían sufrió un radical cambio de perspectiva. Pero si ese cambio tomó siglos, lo que sucedió inmediatamente fue: “¿Dónde está el oro? ¿Cómo podemos usar este descubrimiento para el provecho de los intereses de la Corona Española, de la fe católica, de nuestras familias y amigos?”.

No quiero decir que, al margen del habitual “¿cómo podemos sacarle partido?”, no existieran algunos intentos por averiguar “¿qué había allí?”. Hubo, en medio del utilitarismo, un matiz autocrítico en la conquista española de América. Bartolomé de las Casas, Bernardino de Sahagún y algunos otros, menos célebres, llevaron a cabo lo que para las investigaciones modernas fue un recuento notablemente atinado, comprensivo y realista de las culturas que estaban desapareciendo a causa de la llegada de los españoles. Estos hombres tomaron el partido de los vulnerables contra la depredación de sus compatriotas. Semejantes elementos de autocrítica –ejercicios de genuino aprendizaje de una experiencia nueva– soportan la prueba del tiempo en su carácter de raros momentos de gloria en la historia del colonialismo europeo. Sin embargo, y a pesar de ello, en el abordaje de lo novedoso, verdadero y real que representó el descubrimiento de América, primaron los intereses y la capacidad de sacarle provecho a la oportunidad que se presentaba.

Lo mismo ocurre con la verdad antropológica de “la cuestión gay”. Para que asumamos sus verdaderas dimensiones y el estupor que provoca en nosotros, es preciso el paso del tiempo. Y, como siempre sucede con los descubrimientos, nuestras primeras reacciones se dirigen a sacarle provecho. Para algunos, el surgimiento del fenómeno gay es una maravillosa oportunidad para recaudar fondos a favor de las causas conservadoras, difundiendo miedo y manteniendo viva la interminable cultura de la guerra. Para otros, es una oportunidad de tener relaciones sexuales más fácilmente y más a menudo. Para otros más, de asegurarse votos cautivos y relativamente poco exigentes. Hay quienes encuentran en ello un buen pretexto para atacar a la religión organizada. Y así podríamos seguir indefinidamente con el elenco de aproximaciones utilitarias al descubrimiento de lo gay.

Haciendo de lado nuestra habitual tendencia al oportunismo, me gustaría detenerme e intentar elaborar el boceto de la forma que tiene este descubrimiento. Ojalá pueda hacerles ver que éste –como cualquier otro relativo a la verdad sobre el ser humano– es una buena noticia para la humanidad. Luego, me gustaría mostrar por qué esa buena noticia es particularmente buena para quienes somos católicos.

No me extenderé demasiado exponiendo las evidentes razones por las que este descubrimiento es una buena noticia para quienes son gay y lesbianas. Baste decir que el descubrimiento de que la homosexualidad no es un error o una broma cruel, representa una enorme diferencia para la cordura de quienes lo son. Saberlo provoca un gran alivio en aquellos que están acostumbrados a escuchar que sus sentimientos son erróneos, enfermos, distorsionados; en aquellos que, cada vez que han intentado decir la verdad sobre su vida, se han encontrado con un sinfín de mentiras y desengaños. Hallar la verdad sobre ser gay trae un alivio que retrata muy bien el famoso cuento de Hans Christian Andersen, El patito feo y encontrará una honda resonancia con las siguientes palabras de la encíclica del Papa Benedicto XVI, Caritas in Veritate: “Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8, 32). Por tanto, defender la verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad”.

Este descubrimiento también representa una buena noticia para los padres y las familias de quienes son gay o lesbianas, pues significa que pueden deshacerse de los falsos fardos de culpa que habían cargado. Su hijo no se volvió gay porque no se intervino cuando al pequeño le dio por jugar con una Barbie. No habría dejado de serlo si se le hubiera obligado a jugar, en cambio, con un muñeco que representara a Sandoval Iñiguez. No debería avergonzarnos que algún miembro de nuestra familia –hermano, hermana, madre o padre– sea gay. Descubrir que alguien de la familia –el hermano, la hermana, la madre o el padre–, es gay, no es algo de lo que tenemos que avergonzarnos, sino una oportunidad para descubrir en qué consiste la honra, en qué la forma de tu familia, etcétera.

He abordado algunas razones, más bien obvias, por las que esta cuestión es una buena noticia para quienes son gay o lesbianas y sus familias. Pero ahora quiero, más bien, atender a otra dimensión de esta buena noticia. Para ello, volvamos al ejemplo del descubrimiento de América. El encuentro entre Europa y América no sólo afectó a quienes hicieron el viaje y a los pobladores de la América prehispánica. Alteró también, y para siempre, todas las dimensiones de la vida de los que se quedaron en casa y de sus descendientes. Cambió la forma en que se concebían en el espacio, en el tiempo, en relación con otros seres humanos. Más allá de las plantas, los animales y los minerales que descubrieron, la existencia de un “afuera” previamente inimaginable para el mundo europeo significó que, a partir de ese instante, cada “desde” y cada “dentro” que los recibiera, serían vistos de manera distinta.

Del mismo modo, apenas ahora empezamos a entender algunas de las sorprendentes consecuencias de haber descubierto que lo que llamamos ser “buga”4 o “heterosexual” no es la condición humana normativa, sino una condición humana mayoritaria. Esto significa que si bien es cierto que la reproducción humana implica, intrínsecamente, a los dos sexos y que la vasta mayoría de los humanos tienen una orientación heterosexual, también es cierto que los humanos no son intrínsecamente heterosexuales. Esto tiene importantes consecuencias en la comprensión de la relación que existe entre la vida emocional, sexual y reproductiva de quienes son heterosexuales.

Porque la existencia de una minoría para la que, de forma no patológica y normal, las esferas sexual y emocional no están asociadas con la reproductiva, implica que la relación entre estas tres esferas, para quienes sí están ligadas a ellas, es muy distinta a la que habíamos imaginado. Lo que quiero decir es que surgió un continente que pertenece a la esfera de la libertad, de lo intencional y de lo deliberado al margen de lo mecánico y de lo que ocurre por necesidad y, en este sentido, cambió la relación entre lo que es meramente “biológico” y lo que es susceptible de ser humanizado.

En otras palabras, ser “buga” se volvió mucho más interesante, variado, arduo y fácil. Más interesante, porque los clichés y los estereotipos acostumbrados pueden ser depuestos de manera más fácil. Más variado, porque hace posible el florecimiento de todo un elenco de estilos personales y de formas de relacionarse con los demás sin temor a que se sospeche que se es “uno de ellos” –ser gay se volvió algo que simplemente se es o no se es, y, en cualquier caso, cualquier estilo está perfectamente bien–. Más arduo, porque dejó de haber una forma natural de ser, de cortejar, de casarse, de tener hijos; es decir, dejó de haber una forma que constituye “el modo de ser de las cosas”, algo que todos deban simplemente seguir. Las cosas que creíamos “naturales” –supuestas por un mundo en el que la heterosexualidad se asumió como normativa–, ahora tienen que ser aprendidas, negociadas, y eso exige el desarrollo de ciertos hábitos y habilidades. La humanización del deseo es una tarea ardua de la que nadie está exento. Por último, ser “buga” se volvió más fácil porque la variedad de formas del amor entre personas del mismo sexo –una parte muy significativa de la vida de todo mundo–, dejó de ser una esfera de miedo y suspicacia. Hay, como suelen manifestarlo con mayor facilidad las mujeres, todo un rango de formas saludables y apasionadas de amor, cariño, amistad y trato físico entre personas del mismo sexo, independientes de la orientación sexual. Un “buga” que siente una infatuación por otro hombre no está, por ello, a punto de convertirse en gay. Simplemente es un hombre infatuado por otro hombre. Los afectos hacia personas del mismo sexo son bloques constitutivos de la convivencia humana normal. Incluso alguien podría sufrir una infatuación por una persona que sí es gay: ambas partes pueden estar al tanto, serenamente, de que eso no implica connotaciones eróticas. Estas dimensiones del amor requieren de cierta vigilancia para no derivar en la omertá5 o en dinámicas ideológicas y, por supuesto, en el peligro de los celos y de la rivalidad que siempre están al asecho en cualquier relación amorosa. Se trata de cosas que no tienen que ver exclusivamente con ser gay, y tranquiliza mucho que puedan ser expresadas y analizadas sin miedo a malas interpretaciones.

Como puede verse, nos encontramos en las primeras etapas del descubrimiento de las impactantes consecuencias que nuestro nuevo conocimiento tendrá y no pretendo predecir mucho más. Quiero dirigirme ahora a otra cuestión verdaderamente interesante: cómo este descubrimiento está afectando y afectará a la Iglesia. Veamos qué modificaciones está produciendo en el mapamundi.


Mapamundi

Había una vez en Roma, en un pasado no muy lejano, fuertes voces que le decían a la gente como nosotros que la única discusión aceptable y cualquier trabajo pastoral posible con quienes somos gay debían permanecer en estricto acuerdo con una verdad que ya estaba propiamente dispuesta en las enseñanzas de la Curia Romana, es decir, que “la particular inclinación de la persona homosexual, aunque no es en sí un pecado, constituye, sin embargo, una tendencia, más o menos fuerte, hacia un comportamiento intrínsecamente malo desde el punto de vista moral. Por este motivo la inclinación misma debe considerarse como objetivamente desordenada”.6

Si fuéramos relativistas, gente que no creyera en la existencia de una verdad auténtica, sino sólo en cosas que son “verdaderas” para cada persona, podríamos dejar las cosas así. Podríamos decir: “Muy bien, la definición actual de la Curia Romana es la verdad de la Iglesia. Si no te gusta, adhiérete a una Iglesia cuya verdad te siente mejor”. Pero, curiosamente, la misma Iglesia enseña en esta materia –con mucha fuerza, por cierto– que el relativismo es falso, que existe algo verdadero y que la verdad se nos impone por sí misma. En otras palabras, las mismas autoridades que nos dijeron que debemos seguir sus enseñanzas sobre las inclinaciones homosexuales, porque son verdaderas, son también, gracias a Dios, las que insisten en que la verdad sobre esta cuestión no depende de ellas y que sus enseñanzas están abiertas a descubrimientos objetivamente verdaderos, surjan de donde surjan.

Si fuéramos relativistas, entonces podríamos tomar la definición de la Curia Romana como una floritura retórica, es decir, podríamos decir que cuando define “la inclinación [homosexual] [...] como objetivamente desordenada”, la Curia no pretende postular una verdad capaz de incidir, aunque sea un poco, en lo que ahora sabemos sobre lo gay. Si fuéramos relativistas, dicha definición no podría ser falseada por ningún conocimiento científico sobre la naturaleza no-desordenada de la inclinación homosexual. Sería una mera anotación “filosófica”, una forma de subrayar tres veces con un marcador indeleble lo que en verdad desea hacer: denunciar todo comportamiento homosexual como intrínsecamente malvado.

Pero si somos fieles a las enseñanzas de la Iglesia y rechazamos el relativismo, entonces debemos leer la definición como si fuera objetivamente verdadera, como si sus pretensiones de verdad fueran tales que suscitaran la defensa de cierto orden subyacente. Después de todo, la pretensión de que algo es objetivamente desordenado sugiere que hay algo objetivamente ordenado que nos permite detectar un desorden. La pretendida verdad que subyace a esta definición es que todos los seres humanos, por el mero hecho de serlo, son intrínsecamente heterosexuales y que existe una única expresión propia del amor sexual: el matrimonio abierto a la posibilidad de la procreación. Sólo desde el supuesto de la heterosexualidad intrínseca de todos los seres humanos y la correspondiente bondad del amor sexual marital, puede deducirse propiamente que las inclinaciones homosexuales son objetivamente desordenadas, que son heterosexualidades malogradas y que cualquier relación sexual entre personas homosexuales debe juzgarse como una realidad que se queda corta frente a las que mantienen personas heterosexuales casadas.

Lo que, sin embargo, se ha mostrado, más o menos a lo largo de los últimos 20 años, es que la pretensión que subyace a las enseñanzas de la Curia Romana en materia sexual, es falsa. No es verdad que todos los seres humanos sean intrínsecamente heterosexuales y que quienes son homosexuales sean, de hecho, heterosexuales malogrados. No existe evidencia científica de ninguna clase –psicológica, biológica, genética, médica o neurológica– que respalde esta pretensión. El descubrimiento del que he hablado antes, respaldado con abundantes evidencias, es que en todas las culturas hay una proporción pequeña, pero regular, de seres humanos –algo así como tres o cuatro por ciento– cuya condición estable es ser atraídos, principalmente, por miembros de su propio sexo. Aun más: no existe ninguna patología, psicológica, física u otra cualquiera, invariablemente asociada con esa determinación. No es un vicio ni una enfermedad. Es, simplemente, una variante regular, minoritaria, de la especie humana.

Para hacerle justicia a la Curia Romana es preciso decir que, al elaborar la definición que les referí, no hacían sino sancionar un estado de cosas con el que la vasta mayoría de las fuentes de la sabiduría humana a lo largo de los siglos estaba de acuerdo. Su definición no era más sorprendente que un mapamundi europeo elaborado en 1491 que mostrara el globo terráqueo sin nada más que algunas ballenas y monstruos marinos entre los confines más orientales de Europa y las orillas más extremas de Asia; un mapamundi que ignoraba la existencia de América y cuyos cartógrafos habrían acaso oído antiguos relatos de ciertos europeos del Norte que, ya fuera en barcazas o barcos vikingos, habían navegado hasta lo que hoy llamamos Canadá, mismos relatos que habrían descartado tomándolos por fanfarronadas de taberna imposibles de verificar.

Sin embargo, en 1526 –año en que la Corona Española fun universidades en las ciudades de México y Lima–, un mapa donde América no apareciera habría sido extravagante: un signo de que alguien no se había enterado de lo ocurrido en los 35 años anteriores o de que alguien era lo bastante obstinado como para negar la realidad y privilegiar una privada. Las generaciones venideras estarán mejor situadas que nosotros para discernir si la definición de la Curia Romana que cité antes, escrita en 1986, se parece más a la concienzuda edición tardía de un mapa de 1941 o al intento mendaz de pretender que América no estaba ahí en 1526. Comoquiera, hoy, en 2011, tenemos bastante claridad: la vieja definición estaba equivocada. Intentar mantener vivo un error, mucho tiempo después de que se demostró su falsedad, es un signo de engaño o de mendacidad.

Si después de 1526 se hubiese creído seriamente que valía la pena navegar con un mapa de 1491, se habrían perdido muchas transformaciones en lo relativo a barcos, velas, corrientes, vientos, estrellas, distancias y demás, al grado de que hubiese sido mejor no alejarse demasiado de la orilla. Si entonces se hubiesen seguido mapas de 1491, los avances tecnológicos habrían hecho la navegación más peligrosa, ya que los barcos podían ir más lejos y los navegantes se hubiesen expuesto a las consecuencias de su ignorancia deliberada. No quiero decir con ello que a la luz de un mapa de 1526 haya que acusar a los cartógrafos de 1491 de ser mentirosos, estafadores o estúpidos. Digo simplemente que gracias al nuevo descubrimiento, el marco de referencias de lo que en ese momento existía y le era posible hacer a la gente, cambió por completo. El descubrimiento de algo nuevo trajo nuevas exigencias y se convirtió en un fulcro que puso en evidencia la insuficiencia de una serie de conocimientos. Se volvió posible el aprendizaje autocrítico de la navegación y de la cartografía, para fortalecimiento de ambas disciplinas.

El fulcro y el vacío

El nuevo descubrimiento de orden antropológico se ha convertido para nosotros en un fulcro que posibilita un aprendizaje enriquecedor en el ámbito de la fe. Nos permite profundizar en el conocimiento de cuáles son los elementos constitutivos de la identidad católica, porque nos permite describir un vacío en el mapamundi anterior.
Permítanme explicar este vacío.

Ya que todas las definiciones de la Iglesia católica en esta esfera se deducen de sus enseñanzas relativas al matrimonio –enseñanzas que se fundan, a su vez, en el supuesto de la heterosexualidad intrínseca de todos los seres humanos–, es bastante preciso el siguiente aserto: la Iglesia no tiene absolutamente nada que decir sobre una realidad que sus maestros ignoraban por completo. Estrictamente hablando, y en contra de lo que parece, la Iglesia católica no tiene ninguna enseñanza relativa a la homosexualidad.

Si esto parece improbable, permítanme ofrecerles una analogía que me ayudará a explicarme mejor: supongamos que los zoólogos del Norte saben, desde hace mucho, de la existencia de los caballos; saben también de su importancia y del valor de protegerlos. Supongamos que a sus oídos llegan ciertos relatos africanos sobre unos animales escurridizos muy semejantes a los caballos, pero con un cuerno en la frente. Su existencia, que parece mítica, los hace pronunciarse en contra de ellos y proclamar que los unicornios no existen y que cualquier animal que esté tentado a creerse unicornio deberá sobreponerse a semejante engaño y comportarse como un caballo. Supongamos que más tarde ciertos intrépidos exploradores descubren un gran mamífero de cuatro patas con un cuerno en la frente, es decir, descubren al rinoceronte. Los zoólogos que vivieron antes de que se hiciera este descubrimiento no tenían ninguna enseñanza relativa a los rinocerontes. Intentar meter a un rinoceronte en la categoría de los caballos a causa del unicornio, es poco menos impreciso que colocar en un mapamundi de 1491 monstruos marinos donde ahora está América.

Vean ahora lo divertido de todo esto: nos encontramos en los inicios del siglo xxi, y bien puede ser que, como lo apuntó el Papa Benedicto XVI al comienzo de su pontificado, nos encontremos todavía en las primeras etapas de la historia de la Iglesia y que el cristianismo sea todavía una religión joven. Sin embargo, en los mares de la antropología se descubrió un continente entero, inexplorado y desconocido para la Iglesia. Las enseñanzas sobre los unicornios que se derivan de la tradición de los caballos, por sólidas que puedan ser, nada nos dicen sobre los rinocerontes. Pero gracias al descubrimiento antropológico se nos ofrece una oportunidad espléndida y maravillosa de conocerlos. Podemos, entonces decir: “¡Yúju!, ¡a tiempo!”. Justo en el momento en que la visión oficial de la Iglesia sobre el ser humano ha entrado en crisis aparece un fulcro objetivo (y por objetivo quiero decir algo que simplemente está ahí, que es real, y que, una vez descubierto y difundido, no puede desecharse) que nos permite darnos a la tarea de averiguar en qué consista ser católico. Para ello, no podemos echar mano del método descendente de la teología que, para volver a nuestro ejemplo de la navegación, significaría, por ejemplo, el desarrollo paulatino de un equipo de navegación cada vez mejor, que permitiera a los marineros portugueses del siglo xv navegar con mayor seguridad más allá de las costas del Noreste africano, mientras permanecían en un universo sin América.

No, en lugar de eso, debemos enfrentarnos con el descubrimiento de algo objetivamente verdadero sobre el ser humano, algo que nos exige reescribir nuestros mapas de la misma forma en que el descubrimiento de América exigió nuevas explicaciones para las corrientes y los patrones climáticos de las costas atlánticas de África y Europa.

Lo divertido de todo esto reside en el reto que representa el descubrimiento que ha hecho la catolicidad a lo largo de este proceso de aprendizaje desde dentro. Más que imaginar a Dios como el creador de algo pequeño sobre cuyo caparazón, cada vez más frágil, debemos sostenernos si queremos beneficiarnos de Él, hay que confiarnos al descubrimiento de que en realidad Dios hizo y continúa haciendo algo enorme sobre cuyas olas, que continúan fluyendo de su creatividad, surfea.

Lo mejor de todo esto es que a pesar de que intentemos transformar ese descubrimiento en una zona de disputas, esa zona, en última instancia, está libre de rivalidad. Ninguna oposición hará la más mínima diferencia. No importa cuántas riñas ideológicas, movimientos estratégicos y enmiendas constitucionales orquesten los políticos mitrados que navegan en los mares políticos; no importa cuántos mapas de 1491 utilicen para salvar el matrimonio equino de la amenaza de los unicornios desobedientes, las cosas son como son y no conseguirán cambiarlas.

Quiero enfatizar con mucha firmeza lo siguiente: las posturas ideológicas –que a final de cuentas tratan de la autoridad y del prestigio de quien habla en favor de ellas– exigen que te involucres en debates y rivalidades para conseguir que prevalezca una u otra postura. Sin embargo, independientemente del prestigio o de la autoridad de quienes las esgrimen, la verdad, que no depende de nosotros y es maravillosamente liberadora, pone en evidencia que no vale la pena que entremos en rivalidades por ella.

Si no hubiéramos descubierto el carácter normal y no patológico de la homosexualidad, la oposición a la doctrina de las autoridades religiosas en relación con los matrimonios gay se reduciría a una disputa contra la autoridad de quienes la pronuncian. Pero ya que hemos descubierto que la homosexualidad sólo es una condición minoritaria y no inmoral, y que la verdad de este descubrimiento no depende de quién o cuándo la diga, podemos relacionarnos con la pretendida autoridad de ciertos púlpitos intimidantes de modo muy distinto. Esa verdad, en la claridad y libertad que nos otorga, nos libera de enzarzarnos en ciertas disputas. Quien se vale de su autoridad para enseñar algo falso o algo que está fundado en una falsedad, más que vulnerar a los otros se destruye a sí mismo y destruye su propia autoridad. Cada vez es más evidente para todos que la Curia se está comportando como si poseyera los derechos del Atlas Mundial de 1491: a la vez que intenta persuadirnos desesperadamente de algo que sólo promueve su propio prestigio, siente cómo ese prestigio decae desde que la gente descubrió que esos mapas ya no son adecuados. Si se atrevieran a afrontar la verdad, la única pregunta importante que deberían formularse sería: “Si vamos a ser fieles a nuestro mandato de hablar con autoridad y desde la verdad, ¿cómo vamos a ajustar nuestra posición con lo que se nos está manifestando como verdadero?”. Nadie enseña con autoridad si no ha sido capaz, él mismo, de dar testimonio de haber atravesado un proceso semejante.

Por ello, no debemos rivalizar con las autoridades eclesiásticas, sino mirarlas como personas que, frente a una verdad emergente, tienen un duro trabajo que realizar y ser comprensivos con ellas, sin seguir en sus falsedades. Después de todo, su vacío es muy real. Carecen de un mecanismo prefabricado para lidiar con un descubrimiento de esta clase, uno que altera su mundo y el nuestro. No poseen –y esto es bastante genuino– ninguna tradición firme de discusión o de enseñanza católica en torno al amor humano y a la pareja que no derive del supuesto de que la heterosexualidad y la bondad del matrimonio son universales. Habría, por lo tanto, que prestar atención a cualquier autoridad eclesiástica que decidiera abordar la cuestión gay reconociendo la bondad que puede emanar de ella, porque lo haría sin ningún soporte de las fuentes usuales –textos patrísticos, decretos conciliares, respaldo de obispos, pronunciamientos papales–. No hay precedente obvio. El fulcro de lo nuevo realmente revela el vacío de lo viejo.

La tensión

Nos enfrentamos, en consecuencia, a una situación para la que nuestras autoridades eclesiásticas no tienen precedentes ni categorías preconcebidas. Si podemos evitar la tentación de rivalizar con ellas y, más bien, las ayudamos, podremos entonces atender a lo divertido de ser católico. Es decir, atender a la advertencia de que serlo no consiste tanto –como nuestros representantes más asustados proclaman– en adherirse, contra viento y marea, a una serie de definiciones, cuanto en aprender una manera específicamente católica de navegar creativamente y explorar un mundo muy cambiante. El catolicismo es mucho más el “cómo” que el “qué”, una afirmación que la enseñanza del Papa Benedicto ha enfatizado recientemente en formas más o menos sutiles. Cuando, por ejemplo, en su encíclica Caritas in Veritate afirma la relación entre verdad y caridad,7 comprendemos que algo que pretende ser verdadero pero no es caritativo, no es realmente verdadero. Al mismo tiempo, algo que pretende ser amante, pero se funda en la falsedad, no es realmente amor. Así, el catolicismo se encuentra en la tensión entre la verdad y el amor, una tensión que nos conduce al descubrimiento simultáneo de lo que realmente es verdad y de lo que realmente es amar, una tensión que nos arrastra a convertirnos en algo más grande y más humano que nosotros mismos.

Otro aspecto de ese singular y específicamente católico “cómo” que Benedicto enfatiza con insistencia al hablar de la manera en que fe y razón se purifican una a otra implica que la fe, lejos de imponernos una lista de cosas que deben sostenerse como verdaderas, al margen de la realidad, nos permite evitar el miedo de haber sido traídos a un mundo más grande del que habíamos imaginado. La fe nos desafía a ejercitar nuestra razón porque nos permite confiar en que, con el tiempo, y a través del su uso, Dios nos mostrará la bondad que hay en la verdad. De hecho, Benedicto –más allá de lo que sus defensores y detractores permiten ver– parece estar silenciosamente persuadido de que su trabajo consiste en recordar a la gente que el catolicismo estriba en el estilo característico con que sobrellevamos juntos los cambios.

Este, creo, es el reto que tenemos ahora, un reto que, como a menudo digo, me parece divertido: ¿nos atreveremos a ser católicos, sin rivalizar con nuestras autoridades, agradecidos de que estén ahí, pendientes de sus limitaciones y a la vez encantados de que comiencen a hacerse cargo del nuevo descubrimiento que acompaña al término “gay”? ¿Nos daremos permiso de ponernos en condiciones de descubrir formas en las que Dios es mucho más para nosotros de lo que habíamos imaginado, de reconocer que Dios quiere que seamos realmente libres y felices, y que nos regocijemos en la verdad, mientras nos situamos entre los más débiles y los más vulnerables de nuestros hermanos y hermanas dondequiera que los encontremos? ¿Nos permitiremos descubrir, para el catolicismo, el potencial de riqueza que reluce en la pequeña palabra “gay”?

Traducción de: Juan Manuel Escamilla

1 Punto que sirve de apoyo a una palanca para transmitir una fuerza y un desplazamiento. [N. del T.].
2 La expresión non-denial denial se acuñó para el escándalo de Watergate. Se refiere a una negación equívoca y se utiliza para designar la declaración oficial de un político que rechaza el reportaje de un periodista de tal forma que deja abierta la posibilidad de que el contenido del reportaje sea verdadero. 
3 El gobernador de Carolina del Sur, Mark Sanford, desapareció durante cinco días a finales de junio de 2009. El caso era singular porque ni siquiera su esposa sabía dónde estaba. Su gabinete difundió que la ausencia del gobernador se debía a que había ido a practicar senderismo en los montes Apalaches. El propio gobernador, a su regreso, confesó haber hecho algo “más exótico”: había ido a visitar a su amante argentina en Buenos Aires. La “escalada de los Apalaches” le costó la presidencia de la Asociación de Gobernadores Republicanos. 
4 Así se llama a las personas heterosexuales en el argot gay.
5 La ley del silencio o el código de honor siciliano que prohíbe informar sobre delitos considerados asuntos que incumben a las personas implicadas. [N. del T.].
6 Carta sobre la atención pastoral a las personas homosexuales. Homosexualitatis problema, Congregación para la Doctrina de la Fe, 1 de octubre de 1986, parágrafo n. 3. 
7 Caritas in veritate, Benedicto XVI, § 2-4.