jueves, diciembre 25, 2014

‘Irrumpir en la obscuridad con Dios’ de Hans-Urs von Balthasar

 Taddeo Gaddi, Anuncio a los pastores, c. 1332-1338.

‘El ángel les dijo: “No temáis, os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.’ (Lc II, 10-12)

A los pastores de la Navidad les dirige la palabra un ángel, que los ilumina con la gloria deslumbrante de Dios, y por eso se llenaron de gran temor. El resplandor sobrehumano atestigua que el ángel es un mensajero del Cielo, y le da una autoridad indiscutible. Con esta autoridad les recomienda que no teman y que experimenten más bien la alegría que él les anuncia. Y mientras se dirige así a estas pobres gentes atemorizadas, se une al ángel una gran cantidad de otros ángeles, que cantan un himno en el que se g en el orifica a Dios en el Cielo y se promete la paz en la tierra a los Hombres que ama el Señor; ‘luego’, se dice, ‘los ángeles los dejaron y subieron al Cielo’. Este canto, probablemente, fue muy hermoso, y a los pastores es gustó oírlo y les dio pena que el concierto se acabara y que los intérpretes desaparecieran detrás de la cortina del cielo. Pero quizás se sintieron también un poco aliviados, internamente, cuando desapareció la luz anormal de la gloria divina, el sonido extraordinario de la música celestial, y se encontraron de nuevo en la obscuridad normal de la tierra. Quizá tuvieron la sensación de ser unos mendigos andrajosos, a los que de repente se les hubiera trasladado al salón de audiencias del rey con espléndidos trajes oficiales, y que se alegran de poder salir corriendo sin que los vean.

Pero, cosa curiosa. El resplandor intimidante del mundo del Cielo, que ha vuelto a desaparecer, dejó en su alma un resplandor de alegría humana, una luz de expectativa jubilosa, que suscitó en ellos la fuerza sobrehumana de la palabra del ángel, y se ponen en camino hacia Belén. Ahora pueden dejar atrás todo la epifanía de la gloria celestial —ésta había sido sólo un punto de partida, una inflamación inicial, un impulso para lo que verdaderamente se les significaba, y de ella sólo queda la pequeña semilla de la palabra que les ha tocado el corazón y que comienza a crecer en ellos, expectativa, curiosidad, esperanza: ‘Vamos derechos a Belén, a ver eso que ha pasado y que nos ha comunicado el Señor’—. Quisieran ver esa palabra que ha pasado. No la palabra del ángel con su resplandor celestial; ésta ahora es ya poco importante. Sino el contenido de la palabra del ángel, es decir, al niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. La palabra que ha pasado, la palabra que ha tenido lugar, la palabra que no es sólo algo dicho, sino algo hecho, algo que se puede no sólo oír, sino también ver.

La Palabra que los pastores quieren ver no es, pues, la palabra del ángel. Ésta fue sólo anuncio, sólo kerygma, como se dice hoy, sólo indicación. Y toda la gloria sobrehumana que debió darle autoridad a este anuncio era también sólo mera indicación. Los ángeles, con su autoridad soberana, desaparecen; pertenecen al mundo celestial; sólo queda la alusión a una palabra que se ha hecho realidad. Por Dios naturalmente. Lo mismo que también es Dios el que se le ha comunicado a ellos a través de los ángeles.     

Y ahora se marchan, dejando atrás el cielo y teniendo delante de sí la señal de la tierra. ¡Pero, Dios mío, qué señal! No tanto el niño, sino un niño. Uno cualquiera. No uno especial. No uno que irradia una luz de gloria, como lo han representado los pintores piadosos. Sino, al contrario, uno que parece lo menos glorioso posible. Envuelto en pañales. De modo que no se puede mover; está allí como aprisionado en unos pañales en los que el cuidado de otros lo ha envuelto. El pesebre, en el que está acostado, tampoco es nada especialmente majestuoso, nada que recuerde ni de lejos la gloria celestial que cantaban los ángeles. Prácticamente, allí no hay nada medianamente digno de verse; la meta de la caminata nocturna desde lo más corriente, o más bien incluso desilusionante por su pobreza. Algo verdaderamente humano, profano, no distinguido por nada —fuera de que precisamente ésta es la señal prometida y de que la señal es cierta—.

Los pastores creen en la palabra. La palabra los envía del cielo a la tierra. Y porque se ponen de camino, de la luz a la oscuridad, de lo extraordinario a lo normal, de la experiencia única de Dios a lo humano, de la riqueza de arriba a la pobreza de abajo, reciben la confirmación: la señal es cierta. Sólo ahora su alegría atemorizada por el resplandor del cielo se vuelve una  alegría completamente liberada, humana, cristiana. Porque lo que les dijo el ángel es cierto. ¿Y por qué es cierto? Porque el Señor, el Dios de lo alto, ha andado el mismo camino que ellos: deja atrás su gloria y camina hacia el mundo oscuro, hacia la poca vistosidad del niño, hacia la falta de libertad de la coacción y de las ataduras humanas, hacia la pobreza del pesebre. Ésta es la Palabra que se ha hecho realidad; y los pastores no saben todavía, no lo sabe todavía nadie, hasta dónde llegará hacia abajo este camino de la Palabra que se ha hecho realidad. En cualquier caso, mucho más hacia lo mundano, poco vistoso, profano, atado, pobre e impotente, de lo que nadie puede bajar, de tal modo que ya no se podrá seguir su último trayecto. Una pesada piedra le cerrará a los demás el camino, cuando Él descienda a la noche oscura, a la extrema soledad y perdición de sus hermanos humanos muertos.

Ésta es, por tanto, la verdad: para encontrar a Dios, el Hombre cristiano es puesto en las calles del mundo, es enviado a los hermanos encadenados, pobres, a todos los que sufren, tienen hambre y sed, están desnudos, enfermos o presos. Ahí está en adelante su sitio; con todos éstos tiene que identificarse. Ésta es la gran alegría que se le anuncia hoy, porque de esta manera nos envió Dios un Salvador. Y si todos nosotros somos los pobres y cautivos que necesita la liberación, somos también al mismo tiempo los que participan en la alegría de la salvación y son enviados a los pobres encadenados. Pero, ¿quién camina por esta calle que lleva de la gloria de Dios a la figura del niño pobre, reclinado en el pesebre? Ninguno que vaya de paseo buscando su propio placer. Éste sigue otros caminos, que van más bien en sentido contrario: de la miseria de la propia existencia a cualquier cielo, buscado, quizá imaginado o quimérico, de un breve placer, de un largo olvido. Del cielo, a través del mundo, al infierno de los perdidos sólo camina el que sabe, en lo más profundo del corazón, que tiene una misión que cumplir, el que obedece una llamada que es más fuerte que su comodidad y su resistencia. Una llamada que tiene poder y autoridad sobre mi existencia, a la que me someto, porque viene de más arriba que toda mi existencia; una apelación a mi corazón, que me reclama totalmente, con un respaldo oculto, soberano, que me somete de buen o de mal grado. Yo quizá no sé quién es el que me toma así a su servicio. Pero sé perfectamente que, si me quedo en mí mismo, me buscó a mí mismo, no encuentro la paz que está prometida los Hombres que ama el Señor. Tengo que ponerme en marcha. Pero incorporarme al servicio de los pobres y encadenados. Perder mi vida, para recuperarla, porque si la conservo, la pierdo. Estas palabras inexorables, silenciosas y, sin embargo, tan inequívocas arden en mi corazón, no me dejan ningún descanso.

Allí, al otro lado, están los millones de Hombres que tienen hambre, se matan trabajando por un salario ridículo, explotados sin compasión como animales. Ahí están los pueblos masacrados, cuyas guerras no se pueden terminar, porque intereses de todo tipo, que no son los suyos, se mezclan con sus legítimas inquietudes. Y yo sé lo siguiente: mi discurso sobre el progreso y sobre la liberación de la Humanidad es contestado con una risa burlona por todas las respectivas realistas para las próximas décadas de la Humanidad. Es más, no tengo sino que abrir los ojos y los oídos, para oír que cada día se hace más intenso el grito de los injustamente subyugados, pero también de los que se han decidido por el poder a cualquier precio, por el odio, por la aniquilación. Poderes de las tinieblas que quieren aniquilar todo valor: toda fe en la emisión propia del corazón, que fue, sin embargo, luz y alegría y que quiere traer la paz; toda fe por llegar realmente junto al niño pobre y envuelto en pañales. ¿Qué puede conseguir mi mezquina misión, esa gota de agua en el bramido del fuego? ¿Para qué sirve mi esfuerzo, mi entrega, mi sacrificio, mi implorar la misericordia de Dios por un mundo que está decidido a perderse?

‘No temáis, os traigo una buena noticia, una gran alegría… Hoy os ha nacido el Salvador’. Es decir, el que ha dado el camino como Hijo de Dios e Hijo del Padre, obedeciendo al Padre, que bajaba del Padre las tinieblas del mundo. Detrás de sí, la omnipotencia y la libertad; delante de sí, la impotencia, la atadura, la obediencia. Detrás de sí, el panorama divino y, delante de sí, la perspectiva de lo absurdo de la muerte en cruz entre dos criminales. Detrás de sí, la bienaventuranza de la vida con el Padre; delante de sí, la difícil solidaridad con todos los que no conocen al Padre, no quieren conocerlo, niegan su existencia. Alegraos, porque hacia esto ha caminado Dios mismo. El Hijo ha traído consigo la conciencia de hacer la voluntad del Padre. Ha traído consigo la plegaria permanente de que por Él se haga la voluntad del Padre, en el cielo luminoso como en la tierra oscura. Ha traído consigo el júbilo de que el Padre haya ocultado esto a los sabios, pero lo haya revelado los pequeños, sencillos y pobres. Yo soy el camino, y en este camino es la verdad para vosotros, y en este camino encontraréis la vida. En el camino que soy yo aprendéis a perder vuestra vida, para encontrarla, a ir más allá de vosotros y de vuestra mentira hacia una verdad que es más grande que vosotros mismos. Visto con los ojos del mundo, todo puede parecer oscuro y vuestra entrega estéril e infructuosa. Pero no temáis, estáis en el camino de Dios. ‘Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí’. Yo os precedo y os abro el camino del amor cristiano. Éste llega hasta el hermano más lejano, más abandonado de Dios. Pero ése es el camino del amor divino. Vosotros estáis en el camino recto. Todos los que se niegan a sí mismos, para realizar la misión del amor, están en el camino recto.

En el camino ocurren milagros. Poco vistosos, que casi nadie advierte. ¿Qué milagro es ya, si uno encuentra un niño, envuelto en pañales y acostado en un pesebre? Ocurre el milagro de que una misión, oculta en un corazón, llega realmente a la meta, y, dondequiera que domine una fuerte desesperación y resignación, trae la paz y la alegría de Dios. Logra encender una pequeña luz en medio del dominio en las tinieblas. Resplandece la alegría en un corazón que ya no se atrevía a creer. A nosotros mismos nos da a veces una confirmación de que las palabras del ángel, a las que intentamos obedecer, nos llevan a dónde está la Palabra y el Hijo de Dios ya Hombre. Una confirmación de que, a pesar de todo el jaleo, hoy, 25 de diciembre, es Navidad, tan verdad sin duda como hace 1969 años. Porque Dios emprendió el camino hacia nosotros una vez para siempre, y nada, hasta el fin del mundo, le impedirá venir y permanecer junto a nosotros.

Tomado de: Hans-Urs von Balthasar, ‘Tú coronas el año con tu Gracia’, Madrid, Encuentro, 1997. pp. 244-248.