viernes, noviembre 16, 2007

¡Feliz cumpleaños número 100, Peru!

En este día, fiesta de San José de Pignatelli, SJ, la Compañía de Jesús llega al clímax del año 2007, denominado ‘Año Arrupe’, pues se conmemora el centenario del natalicio del padre Pedro Arrupe Gondra, SJ, Prepósito General de la Compañía de Jesús entre 1965 y 1981 y XXVII sucesor de San Ignacio de Loyola.

Arrupe es un personaje crucial para la Iglesia de nuestro tiempo, nada menos que un profeta en pleno siglo XX. Sus contribuciones a la renovación de la vida religiosa y la reforma radical de la orden que le tocó gobernar son inestimables, y aún incuantificables. Don Pedro liberó a la Compañía de Jesús de los rigidismos y añadiduras de tiempos de San Francisco de Borja, SJ, así como del conformismo servil y el miedo de la Compañía restaurada en 1814 y del autoritarismo de los dos generales que le precedieron. Siguió la letra del Concilio al regresar a las fuentes, desempolvando las Constituciones y los escritos de San Ignacio de Loyola, redescubriendo un modo de proceder más fiel a lo genuinamente ignaciano, afianzado en Dios y con libertad absoluta. Con semejante revolución y con los jesuitas situados en las trincheras de vanguardia, entre el posconcilio y la modernidad, los costos habrían de ser muy altos, claro está: 8 mil jesuitas abandonaron la orden y cuatro decenas sufrieron el martirio, sin dejar de mencionar los constantes problemas, encontronazos e incomprensiones con Roma, a veces sabia, otras demasiado cautelosa y, algunas más, llanamente reaccionaria.

Y, por supuesto, no podemos olvidarnos del giro decisivo e irreversible de la 3ª Compañía (la de Arrupe): el compromiso radical en ‘la lucha crucial de nuestros tiempos: el servicio de la fe y la promoción de la justicia’ y la opción preferencial por los pobres, definidas por la XXXII Congregación General, en 1974. Por último, hay que resaltar su inquebrantable fe en Dios, su fidelidad en el seguimiento de Jesús, su estilo paternal y colegiado de gobernar, la confianza en cada uno de sus jesuitas y su incuestionable pertenencia eclesial. ‘El padre Arrupe fue un hombre de Dios, un hombre de los hombres y un hombre de la historia’ (en palabras de su compatriota vasco, Ignacio Ellacuría, SJ), que creía en la Humanidad y en la posibilidad de un mundo mejor a pesar de haber vivido Hiroshima, y su centenario es, por tanto, una fecha de gran regocijo para mí, pues le doy la razón a otro vasco, Jon Sobrino, SJ: ‘Pedro Arrupe ha ayudado a la Compañía a ser un poco más de Jesús’. ¡Feliz cumpleaños, Peru!

Biografía

Pedro nació el 14 de noviembre de 1907, en Bilbao, País Vasco. Estudió con los padres escolapios hasta 1922. Miembro desde 1918 de la Congregación Mariana de San Estanislao de Kotska. Cesudo y dedicado estudiante de medicina en la Facultad de San Carlos de Madrid. Tras la muerte de su padre y un viaje al santuario de Lourdes, donde presencia tres milagros, en 1926, decide hacerse jesuita. Ingresa en el noviciado de Loyola en enero de 1927. Poco después de iniciada la filosofía, en 1932, el gobierno de la República expulsa a la Compañía de España, por lo que Pedro continúa sus estudios en Bélgica y Holanda, hasta ser ordenado sacerdote en 1936. Ese mismo año, interviene en el Congreso Internacional de Eugenesia, ya que estaba por especializarse en bioética. Se traslada entonces a EE. UU. Para estudiar Moral Médica en las universidades de San Luis y Cleveland. Realiza trabajo pastoral en una penitenciaría.

En 1938 su ‘sueño’ se cumple: el Padre General le destina a la misión del Japón. Luego de varios meses de aprendizaje de la difícil lengua japonesa y de encontronazos con la cultura local, es destinado a la parroquia de Yamaguchi. En 1942, es nombrado maestro de novicios, en Nagatsuka, cerca de Hiroshima, donde, el 6 de agosto de 1945, vivirá en carne propia el primer ataque nuclear de la Historia.

En 1954, se convierte en el provincial de Japón. Da varias veces la vuelta al mundo para recabar fondos para la misión de su provincia, hasta que, en la XXXI Congregación General, en 1965, es electo General de la orden, a tiempo para participar en la clausura del Concilio Vaticano II, que le tocará impulsar e implementar durante los siguientes años.

En 1981, sufre una trombosis cerebral que le deja paralizado. El Papa Juan Pablo II interviene de forma ilegal y arbitraria nombrando un delegado personal para gobernar la Compañía, que así lo hace hasta 1983, cuando los miembros de la XXXIII Congregación General eligen un nuevo General, el p. Peter Hans Kolvenbach, SJ. El Padre Arrupe pasa sus últimos años debilitado y enfermo, aunque feliz y en paz, hasta que es llamado definitivamente a la Casa del Padre, el 5 de febrero de 1991.

Escritos sobre Arrupe:

‘Dios, mundo, misión: el sentido de la renovación arrupista’ por Ignacio Ellacuría, SJ

‘Hombre de Dios y hombre de los hombres’ por Jon Sobrino, SJ

‘Carta no enviada a Pedro Arrupe’ por José Ignacio González-Faus, SJ

G. G. Jolly, nSJ

‘Arrupe: hombre de Dios y hombre de los hombres’ de Jon Sobrino, SJ

Creo que a ninguno de los jesuitas que estamos aquí se nos ha ocurrido venir a visitar esta capilla a rezar por el p. Arru­pe. Al enteramos de su muerte, nos hemos reunido más bien como atraídos por la necesidad de recordar los mejores momentos de nuestra vida en la Compañía, y de agradecer a Dios el habemos dado a este hombre entrañable que se nos metió a todos en el corazón.

Decir en pocas palabras quién fue el p. Arrupe, para noso­tros los jesuitas, no es cosa fácil. Yo quisiera hacerla comen­tando desde mi propia experiencia lo que de él dijo Ignacio Ellacuría: ‘El P. Arrupe fue hombre de Dios, hombre de los homb­res y hombre de la historia’.(1)
El p. Arrupe fue un hombre de los hombres. Como Superior le tocó mirar la totalidad de este mundo, y lo que vio fue un mundo deshumanizado de mil maneras, pero deshumaniza­do sobre todo por la terrible pobreza e injusticia del Tercer Mundo. Lo miró con ojos de misericordia, como nos pide San Ignacio en la meditación de la encarnación, y nos pidió a los jesuitas que reaccionásemos ‘haciendo salvación’. Qué hacer para ayudar a salvar a este mundo es lo que la Congregación General de 1975, presidida y animada por él, nos exigió a to­dos: ‘la defensa de la fe y la promoción de la justicia’.

Fe y justicia, eso que Dios había unido desde el principio y que la Iglesia y la Compañía habían separado a lo largo de la historia, eso es lo que el padre Arrupe nos exigió y eso es a lo que nos animó. Aquí en El Salvador lo sabemos muy bien. Hubo unos años, antes de 1975, en los que tuvimos tensiones con su curia cuando comenzábamos a dar aquí los primeros pasos en la dirección de la justicia. Pero, pasados los primeros malentendidos, Arrupe siempre nos apoyó y nos animó. En enero de 1976 explotó en la UCA la primera de las quince bombas y Arrupe nos escribió en seguida. No nos acusó de que estábamos metiéndonos en política, ni siquiera nos llamó a la prudencia. Nos animó a seguir. Y con uno de esos gestos tan suyos, nos envió un donativo de cinco mil dólares como diciendo: ‘reparen cuanto antes los destrozos y sigan trabajando’. Pocas semanas después fue asesinado Rutilio Grande, SJ y en el mes de junio todos los jesuitas fuimos amenazados de muerte, si no salíamos del país, por la Unión Guerrera Blan­ca. Arrupe, de nuevo, no se asustó. ‘No salgan, sigan en sus puestos’, y él mismo quiso venir al país para animamos, aun­que no le dejaron. Y así siempre en El Salvador y en todo el Tercer Mundo.
Lo que quisiera añadir es que el padre Arrupe llevó a cabo la opción por la fe y la justicia de una manera muy suya, muy humana y muy cristiana, y ante todo con misericordia. Por decirlo con un ejemplo, cuentan que una mañana de 1981 reunió a sus Asistentes Generales y les sorprendió con la Si­guiente iniciativa: la Compañía tiene que organizar ya un servicio de ayuda a refugiados [el SJR]. Y es que la noche anterior había escuchado la noticia de barcos de vietnamitas que navegaban sin rumbo por los mares sin que en ningún puerto les diesen asilo. Y a Arrupe, como a Jesús, se le removieron las entrañas.

Arrupe sabía también el precio que hay que pagar ‘por la fe y la justicia’, como está escrito sobre la tumba de nuestros mártires en esta capilla y, de hecho, más de cuarenta jesuitas han sido asesinados en el Tercer Mundo desde 1975. Él tam­bién aceptó pagar su precio. Su defensa de los jesuitas de El Salvador y el apoyo crítico a la revolución sandinista le costa­ron muchos sufrimientos, mucha marginación y mucha sole­dad. Pero ejerció la fortaleza para mantenerse en su opción hasta el final.

Al p. Arrupe le tocó tomar decisiones difíciles y dolorosas, avisamos de excesos y exageraciones, pero en todo ello fue hombre de delicadeza. Si me permiten una palabra personal, en 1980 recibió quejas del Vaticano contra mí, pues una teolo­gía en favor de la justicia les parecía excesivamente peligrosa. El padre Arrupe me transmitió las quejas, me pidió que las escuchara con fe y humildad, y que las contestara con honra­dez. Pero lo que no olvidaré son las siguientes palabras de su carta: ‘En cuanto recibí las quejas contra usted, envié al p. Cecil McGarry para que comunicase al Vaticano que yo salgo garante de su fe’.

Finalmente, lo que siempre irradiaba el Padre Arrupe era una increíble esperanza, por la que podían tildarlo de visiona­rio y hasta de ingenuo. Arrupe comunicaba una inamovible fe en la bondad de Dios y en las posibilidades de bondad de los seres humanos. Creía —él que había sido testigo de la bomba atómica de Hiroshima— que, a pesar de todo, la historia podía cambiar a mejor y que en el fondo de los seres humanos existe un reducto de bondad para ponerlo siempre a producir. Esto, que para unos era ingenuidad y para otros ilusión utópica, fue para mí la esperanza que a todos nos humaniza.

Este hombre de los hombres fue también un hombre de Dios. Todos los que le conocían quedaban cautivados por su sincero y profundo amor a Jesucristo, su larga oración, su sentida vocación en la celebración de la eucaristía. Yo tuve la suerte de convivir con él una semana en junio de 1976 y lo pude comprobar. Para mi sorpresa, me había llamado a Roma para ‘hablar de teología’, y dijo: ‘Padre, usted se va a reír, pero quiero leerle una poesía que escribí en honor a Cristo el día del Cor­pus’. Por supuesto que no reí, ni por fuera ni por dentro. Lo que sentí al escuchar su poesía es que, como en el caso de monseñor Romero, la teología del padre Arrupe no era como la nuestra, pero expresaba lo decisivo y lo más importante: una inmensa fe en Dios, un inmenso amor a Jesús y un in­menso amor a los hombres.

Nada puedo decir de su fe en lo íntimo de su corazón, pe­ro sí quiero agradecer el profundo impacto que me causó esa fe. Lo que más me impresionó es que no antepuso nada a la voluntad de Dios. Y si me permiten decir una obviedad, que no es nada obvia para los seres humanos, me impresionó que no puso su corazón con ultimidad en nada que no fuese Dios. Con toda sencillez dejó a Dios ser Dios.

Y esto, más que sus palabras, lo hizo muy claro para mí su vida; por decirlo en forma concreta, el padre Arrupe amó a la Compañía con todo su corazón, pero nunca obstaculizó, sino que llegó a poner en peligro su anterior prestigio y buena fa­ma dentro de la Iglesia —y en algunos momentos casi su exis­tencia— por la opción por la fe y la justicia. Y de ello era bien consciente, pues en su largo generalato tuvo que constatar las dolorosas consecuencias de esa opción. En su tiempo, se dieron terribles divisiones internas, intentos, incluso, aplau­didos por algunos obispos, de fundar una Compañía para­lela contraria a la línea de Arrupe. El número de jesuitas descendió en unos 8,000 porque la Compañía abandonó su cerrado mundo anterior y se encarnó en el mundo de la in­justicia y de la increencia, nada de lo cual es fácil. La Compa­ñía perdió antiguos amigos y bienhechores, y se ganó pode­rosos enemigos que la han atacado y perseguido hasta el asesinato.

La Compañía ha tenido serias dificultades con los tres úl­timos papas, Pablo VI al final de su pontificado, Juan Pablo I y Juan Pablo II, que no entendían y criticaban incluso la nue­va opción, y en 1981 se llegó a la intervención papal, hecho insólito en la historia de la Compañía. Y en lo personal, el p. Arrupe tuvo que pasar —quizás ése fue su mayor sufrimien­to— por la incomprensión del Vaticano hacia su propia perso­na, él tan fiel al Papa.

Al pensar en estas cosas me vienen a la mente unas pala­bras de San Ignacio cuando decía que le bastarían quince minutos para recobrar la calma aunque la Compañía se disol­viese como sal en el agua, palabras de un santo que muestran la calidad de su fe. No sé si el p. Arrope rumió estas palabras, pero sí le tocó a él, como a San Ignacio y como a todos, po­nerse delante de un Dios mayor que todo y mayor que la Compañía de Jesús. El p. Arrupe mantuvo la opción por la justicia hasta el final porque creyó honradamente que ésa era la voluntad de Dios, y de esa forma nos mostró a todos que realmente puso su fe en Dios.

El p. Arrupe fue, por último, hombre de la historia y de una historia cambiante. Le tocó abandonar las formas religiosas tradicionales de sus primeros años en Europa, Estados Uni­dos y Japón, y adentrarse en la gran novedad del Concilio. Y después le tocó ver la involución, el invierno eclesial, como di­jo Karl Rahner, otro gran jesuita de nuestro tiempo. Si difícil, aunque gozoso, fue pasar de lo tradicional conocido a lo no­vedoso desconocido, más difícil le fue mantener el espíritu de lo nuevo en medio de la involución y aceptar el dolor de ver­lo desaparecido poco a poco. Pero se mantuvo fiel. En esa his­toria cambiante, el p. Arrupe, con el profeta Miqueas, vio siempre con claridad lo que tenía que hacer: practicar la justi­cia y amar con ternura. Pero todo ello en lo cambiante de la historia y, en sus últimos años, en oscuridad. Lo impresio­nante del p. Arrupe es que siguió caminando en la historia humildemente y siempre con su Dios.

Para terminar de hablar del p. Arrupe quiero usar pala­bras mejores que las mías, las palabras de dos creyentes mártires y salvadoreños. Ignacio Ellacuría dijo del p. Arru­pe que fue ‘el Juan XXIII de la vida religiosa’.(2) Y en efecto, el p. Arrupe abrió las ventanas de una Compañía enrarecida ya para el mundo de hoy, y dejó que a través de esas venta­nas abiertas penetrase aire fresco, la luz y el viento del Espíritu. Monseñor Romero fue a visitado el 25 de junio de1978 para encontrar consuelo y ánimos en sus propias difi­cultades con el Vaticano. Y en su diario nos ha dejado estas palabras: ‘El p. Arrupe es un hombre santo y se ve que el Espí­r¡tu de Dios lo ilumina’.El p. Arrupe está ahora en el corazón de muchos, de los mártires, de religiosos y religiosas, de cristianos y de hombres y mujeres de buena voluntad en todo el mundo que vieron en él la presencia de Dios entre nosotros. Los pobres de nuestros países, los pueblos crucificados, quizá no conocen su nombre. Pero para ellos vivió los dieciocho años de vida activa como Superior General de la Compañía de Jesús, y por ellos sufrió sus diez últimos años de silencio e impotencia. (Homilía en el funeral por el p. Arrupe en la UCA, febrero 1991).

(1) Ignacio Ellacuría, SJ, ‘Dios, mundo, misión: el sentido de la renovación arrupista’, en Norberto Alcocer, SJ [ed.], Pedro Arrupe. Memoria siempre viva, Bilbao, Mensajero, 2001.
(2) Ibid., Id.

Tomado de: Jon Sobrino, SJ, ‘Hombre de Dios y hombre de los hombres’, en Norberto Alcover, SJ [ed.], Pedro Arrupe. Memoria siempre viva, Bilbao, Mensajero, 2001. pp. 133-138.

‘Dios, mundo, misión: el sentido de la renovación arrupista’ de Ignacio Ellacuría, SJ

Pedro Arrupe logró una profunda renovación de la vida religiosa, lo cual nos permite, desde una experiencia muy real, hacer unas cuantas reflexiones sobre el carácter más universal que, sin duda, tuvo como renovador no sólo de la vida religiosa de los jesuitas, sino también en buena medida de la vi­da religiosa en general. No sería exagerado decir que lo que Juan XXIII supuso para la renovación de la vida eclesial, en general, lo ha supuesto el Padre Arrupe para la renovación de los religiosos, en particular. En ambos casos parece alentar el mismo espíritu, aunque en cada uno de ellos en forma dis­tinta, pero con el mismo vigor. Quizá hoy, en un momento en que esa fuerza renovadora de la Iglesia, en general, y de la vi­da religiosa, en particular, se ve con algún recelo por los peli­gros que tiene —sin fijarse en lo que tiene la promesa de futu­ro—, conviene resaltar algunos puntos esenciales que hicieron posible y prometedora dicha renovación­.

a) Ante todo, hay que ver la renovación como obra del Espíri­tu. Pocos, si es que hay alguno, se atreverán a dudar de la in­tensa y profunda espiritualidad del Padre Arrupe. Otras co­sas se habrán puesto en duda y aun bajo sospecha, pero difícilmente puede disimularse su recia y consistente espiri­tualidad. Esa espiritualidad es ignaciana por sus cuatro cos­tados, aunque también todos esos costados estaban abiertos, como la propia espiritualidad ignaciana lo exige, a las distin­tas novedades que el Espíritu va creando sobre la faz de la tierra. No me toca a mí insistir, y menos analizar, cuáles son las características que la espiritualidad ignaciana adopta en la experiencia personal del Padre Arrupe y en sus directrices co­mo General de la Compañía. Pero sí quiero subrayar el hecho de que fue en un largo proceso de profundización espiritual donde él buscó (y reclamó que los demás buscasen) la reno­vación de la vida religiosa.

Arrupe ha sido un hombre de Dios, por encima de todas las cosas; y quería que los jesuitas también lo fueran de ver­dad. Pero ‘de verdad’. Ese ‘de verdad’ implica que era a Dios a quien él buscaba, no cualquier otra cosa que quiera ha­cerse pasar por Dios, incluso en ambientes religiosos y ecle­siásticos. No sustituía a Dios por nada; un Dios más grande que los hombres; un Dios más grande que las Constituciones y la estructura histórica de la Compañía de Jesús; un Dios más grande que la Iglesia y todas sus jerarquías; un Deus sem­per major et semper novus, que sigue siendo el mismo, pero que nunca se repite; que necesita ser expresado en fórmulas dog­máticas, pero que nunca es agotado en ellas. Un Dios, en de­finitiva, imprevisible por un lado, pero inmanipulable por otro.

En la experiencia cotidiana de este Dios, al que dedicaba muchas horas de búsqueda, es donde se despertaba su gran li­bertad de espíritu, su gran amor a todos, su constante disponi­bilidad y humildad, y también su clarividencia religiosa. Una experiencia que, por una parte, era estrictamente trinitaria, como la de San Ignacio, pero que, sin dejar nunca de serlo, era también, por otra parte, siempre estrictamente cristológica y apegada a lo que es el Jesús histórico de los evangelios y el Je­sús historizado de los Ejercicios Espirituales. Hombre de Dios, seguidor de Jesús, que no excluía otras mediaciones, pero que sabía subordinarlas a lo que es principio y fundamento, a lo que es criterio último, a lo que, en definitiva, es fin y no medio.

b) Desde esta solidísima base —que no se tiene de una vez por todas, sino que, por su misma naturaleza, ha de renovar­se día a día—, Arrupe vivía abierto a la historia y, en la historia, a los signos de los tiempos. Hombre de Dios, pero también hom­bre de los hombres, hombre de la historia. La novedad de Dios se percibe en gran manera en la novedad de la historia. Las nuevas realidades plantean nuevas exigencias. No se tra­ta de abandonar el pasado y sostener que cualquier pasado fue peor; pero tampoco se trata de repetir el pasado con pe­queñas acomodaciones al presente, como si el presente actual de la humanidad y de su conciencia fuera tan sólo una pe­queña novedad respecto de lo que esa misma humanidad y conciencia fueron no ya hace siglos, sino simplemente hace cincuenta años. Se trata de discernir en los signos de los tiem­pos, tan nuevos y tan desafiantes, la voluntad de Dios; una voluntad que no es ajena a los hechos históricos.

Pero, para discernir esos signos, es menester estar abierto a la universalidad del mundo. Muchos dicen estarlo; pero pa­ra ello se requiere no sólo mirar al mundo todo, sino, en lo posible, mirar desde todo el mundo. Y esto último es algo que no se hace, pero que Arrupe intentó hacer de modo ex­cepcional. El universalismo de Arrupe, ejercitado desde sus primeros años de madurez (al final de sus estudios en la Compañía), sometido a la ruptura cultural del Oriente y, ya de Superior General, cultivándolo generosamente, es un uni­versalismo no tanto de objeto cuanto, sobre todo, de perspec­tiva. Veía el mundo desde Roma, pero también desde las na­ciones noratlánticas; y menos, pero también, desde las naciones sometidas al socialismo real.

Y cada vez más, fue viéndolo desde las naciones del Tercer Mundo y desde los pobres de toda la tierra. Veía el mundo desde la jerarquía eclesiástica, pero también desde los inte­lectuales, desde las culturas más diversas —él, tan preocupado por la inculturación, no sólo para encarnar la fe, sino para que la fe se enriqueciera en esas sucesivas encarnaciones—, desde las clases medias; pero sobre todo, y cada vez más, des­de los más desprotegidos. La riqueza de este universalismo le enseñaba la riqueza de Dios y le ponía en mejor disposición para encontrar su voluntad.

c) Sobre esos dos fundamentos, el principal de los cuales era el propio Dios, pero cuyo correlato era el mundo en su historia, acabó entendiendo el gran desafío del mundo actual. La evangelización, como anuncio de la buena nueva revelada en Jesús para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia, sigue siendo, en su formalidad, la misión princi­pal de la Iglesia y, en ella, de los jesuitas. Pero esa evangeliza­ción tiene un destinatario principal, que son las inmensas ma­yorías del mundo a las que la vida les resulta casi imposible, para las que el mero sobrevivir es la cuestión fundamental. De ahí que aquella indicación tan simple como la de evangeli­zar a los pobres, aquella advertencia que ya Juan XXIII repetía de que la Iglesia debe ser, ante todo, una Iglesia de los pobres, se va a convertir en punto fundamental de la renovación de la Iglesia y de la vida religiosa. A esta luz cobraba nuevas di­mensiones aquella insistente y grave preocupación de San Ignacio por dar la espalda a los honores y riquezas de este mundo para abrazarse con la pobreza, las humillaciones y los sufrimientos que traen consigo el aprecio de éstos y el des­precio de aquéllos. Los jesuitas iban a dejar de ser los amigos de los ricos para convertirse en aliados y colaboradores de los más pobres.

La evangelización y liberación de los más pobres, entendi­da no de un modo exclusivo (y menos aún de un modo que supusiera el fenómeno de la lucha de clases), sino entendida de modo preferencial, cobraba un sentido estrictamente teo­logal, un sentido que tenía que ver directamente con Dios y con la donación de Dios a los hombres. Arrupe no era en mo­do alguno dualista en este punto, aunque algunas de sus ma­nifestaciones escritas, en razón de la tradición en la que se ha­bía educado doctrinalmente, pudieran hacerlo creer. La lucha en favor de la evangelización integral de las mayorías popu­lares, a la que forzosamente pertenecía la lucha en favor de las mismas, era algo que tenía que ver directamente con Dios, al menos con el Reino de Dios.

d) La misión, entonces, era clara: ir preferencialmente a los pobres para, desde ellos y con ellos, evangelizar el mundo, li­berar a la humanidad de todas sus cadenas, sin olvidar, ni mucho menos, las cadenas del pecado y las causas de las mis­mas. La vida religiosa volvía a entenderse desde la misión a la que el Rey eterno invita a sus fieles seguidores, pero te­niendo muy en cuenta lo que es la bandera del ‘enemigo de natura humana’ y lo que es la bandera de quien, ‘en suma pobreza’ y en suma contradicción con los valores de este mundo, hace el llamamiento a seguirle.

La vida religiosa tenía su centro fuera de sí; no era algo en y para sí misma, sino que era algo en y para la misión. Pero no una misión abstracta para una evangelización abstracta, sino una misión y una evangelización que tenían muy en cuenta la situación de nuestro mundo y que daban prioridad a lo que significaban las demandas de los más pobres. Este doble acento (el de poner la vida religiosa en función de la misión y el de entender la misión desde la opción preferencial por los pobres, sin olvidar en ningún momento lo que de más sólido y santificante tiene la espiritualidad ignaciana y el mo­do auténtico de proceder de los jesuitas) es la raíz de una au­téntica renovación religiosa que busca a Dios y su voluntad donde mejor se puede encontrar; que busca lo que ‘más’ conduce al fin para que fuimos creados, tal como ese fin y esos medios son iluminados por la vida de Jesús.

Nada había en ello de no ignaciano, aunque pudiera verse como poco ‘jesuítico’, si por ‘jesuítico’ entendemos todas las adherencias que el ambiente y los comportamientos áuli­cos y / o institucionales de la Iglesia y del mundo habían ido produciendo en la Compañía de Jesús so capa de buen senti­do, de moderación y madurez, de buenas formas curiales y conventuales.

e) Volvió entonces a recuperar la vida religiosa su talante profético, y con ello un cierto sentido de confrontación no en todos los religiosos, pero sí en buena parte de ellos e incluso entre los propios superiores, que por lo general habían estado más a cuidar de lo institucional que a fomentar la libertad y la crea­tividad del espíritu.

Arrupe pretendió ser fiel a la jerarquía, pero sin que esta fidelidad derivada le impidiera alentar a quienes se sentían llamados a arriesgar e innovar. Propulsó toda suerte de expe­rimentos, sin dejar que se perdiera nunca lo esencial (una profunda vida espiritual alimentada en métodos y prácticas ignacianas; una gran seriedad en los estudios; un permanen­te discernimiento que iluminara pero no negara lo fundamental de la obediencia). El torbellino de la experimentación fue en ocasiones demasiado violento, y en su propio genera­lato llegó el momento de poner cautela a los experimentos y de asegurar ciertas líneas comunes. Pero no por miedo a la novedad y al riesgo, sino por buen juicio de no equivocar la actividad con la agitación, de no confundir el prurito de la novedad con la seriedad de la innovación.

Podría decirse que en lo nuevo, en cuanto nuevo, veía Arrupe algo divino, algo que muestra el Espíritu haciendo nuevas todas las cosas; pero sabía que no podía darse una no­vedad absoluta que rompiese con todo el pasado, en el que también se había hecho presente el Espíritu de Jesús (y por lo que se refería a su propio caso y al de todos los jesuitas, espe­cialmente en el San Ignacio de los Ejercicios y de las Constituciones). Difícil tensión ésta entre lo nuevo y lo viejo, entre lo espiritual y lo institucional, entre la tradición, que viene de atrás, y la profecía, que mira hacia adelante, entre la obedien­cia a Dios y la obediencia a los hombres.

Esta tensión fue la que le causó dificultades con muchos estamentos jerárquicos y la que le originó los mayores dis­gustos con la Santa Sede, mientras eran numerosísimos los obispos, superiores religiosos, teólogos y pastoralistas que veían en él un signo de los tiempos y una luz alentadora de empresas eclesiales siempre nuevas, siempre audaces, inca­paces de buscar el reposo antes de haber recorrido el largo camino de la experimentación, la escucha de las necesidades del mundo y la respuesta desde el Evangelio.

f) Pero nada de esto impedía que la vida religiosa siguiera siendo vida en comunidad. La vida comunitaria no es en la vi­da religiosa un fin en sí misma ni es tampoco un puro medio; es, más bien, una parte integrante de ella. Pero se ha propen­dido a entender la vida comunitaria como si se redujera a una comunidad de bienes, a una comunidad de obediencia y a una comunidad de ordenamientos externos. Hacer todas las cosas al mismo tiempo, conforme a un ‘orden del día’, se to­maba por ‘vida en común’; el estar sometido a unos mismos reglamentos se consideraba lo esencial de la vida comunita­ria. Esto daba lugar a vidas paralelas, más que a vidas comu­nitarias; a la comunicación de lo exterior, más que a la comu­nicación de lo interior: algo muy alejado de poner la vida en común y de hacer buena parte de la vida en común, donde ‘vida’ ya no es la práctica exterior, sino aquello que funda­mentalmente hace el hombre.

Ciertamente, Arrupe no es un dualista, ni es tampoco un despreciador de aquellas cosas externas que ayudan a orde­nar la vida en común. Pero mucho menos es un reduccionista que entienda por vida en común lo que no es vida y lo que no merece la pena de ser comunicado. No confundía el fondo con la forma ni lo esencial con lo accidental; y mucho menos hacía cuestión máxima de lo que es mínimo y mínima de lo que es máximo. Incluso en actos al parecer tan solitarios co­mo su misa diaria en su pequeña ‘catedral’ (de la que existen espléndidos testimonios personales), él se esforzaba muy vi­vamente por estar en comunidad real con todos los jesuitas a él encomendados. No se sentía solo; estaba allí para comuni­car y para recibir, para dar y para aceptar. Lo que era ‘mi­sión’ en su concepción de la vida apostólica era ‘comunica­ción’ en su concepción de la vida comunitaria. Pero era más feliz dando que recibiendo, a pesar de su inmensa humildad de superior que a todos preguntaba para enriquecer sus propios puntos de vista.

Fue así, con su ejemplo, con sus directrices y exhortaciones, un gran renovador de la vida comunitaria, impulsando los discernimientos comunitarios y la Eucaristía en común, donde lo importante no era estar materialmente juntos, sino espiritualmente comunicados, abiertos a la escucha y a la corrección, prontos a dar lo mejor de uno mismo, pero siempre desde la perspectiva de la misión apostólica, del hacer bien a los demás, de la evangelización. La verdad de la vida comunitaria debía contrastarse con lo que era el trabajo apostólico que, cuanto más arduo y peligroso, más necesidad tenía de intensa vida comunitaria y, sobre todo, de estrecha relación del hombre con Dios. La comunidad, no obstante, debía constituirse en lugar privilegiado, en mediación excepcional de esa estrecha relación, que podía verse sometida a autoengaño sin el contraste comunitario.

g) Nada de esto anulaba tampoco el valor y la necesidad de la autoridad y la obediencia, sino que situaba ambas en su exacto lugar. Tal vez en este punto fundamental del modo cristiano de ejercer la autoridad y de animar a la obediencia es donde —quizá más con el ejemplo que con grandes disqui­siciones teóricas o con normas de gobierno— da el Padre Arrupe un mayor impulso a la vida religiosa. No puede des­conocerse el hecho de que un buen grupo de jesuitas (los más conservadores y los más opuestos al cambio) opuso fuerte re­sistencia a la autoridad del Padre Arrupe y fue buscando es­capatorias teóricas y procedimientos prácticos para evadir el cambio que había suscitado el Vaticano II y que Arrupe, jun­to con otros, procuró que se viviese de modo especial en la vi­da religiosa. Los que tenían la mirada puesta atrás no com­prendieron fácilmente el nuevo rumbo, pero sí lo hicieron los que miraban hacia adelante.

Por eso, no debe considerarse a Arrupe como un conser­vador de las formas antiguas de la vida religiosa, sino como un profundo renovador, al que el futuro dará la razón y sa­brá medir con equidad. No es que siguiera el gusto de unos y se opusiera a los modos de otros. A quienes ansiaban la re­novación como una necesidad imperiosa, también los some­tió a prueba y no dejó que campasen por sus respetos. Pero, en general, éstos aceptaron su autoridad e interiorizaron sus orientaciones.

Dicho brevemente: Arrupe ejercía la autoridad de un mo­do evangélico. Suelen decirlo muchos superiores, pero no son tantos los que lo ponen en práctica. Podría asegurarse que te­nía del todo presente el mandato evangélico de no ejercer la autoridad con la Iglesia como se ejerce en el mundo: los jefes de los pueblos los tiranizan y los grandes los oprimen; pero, entre los discípulos, el que vaya a estar arriba y haya de ac­tuar como primero, ha de ser servidor y esclavo, porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate de todos (Mc, X, 42-45; Mt XX,25-28).

El Padre Arrupe ejercía su ministerio de superior —real, efectiva y afectivamente— como quien sirve hasta dar su vida por los demás. Ambas notas son características de él, y en su unidad muestran el idealismo cristiano de la forma de ser su­perior: no sólo dar la vida, sino darla como quien sirve; no só­lo servir, sino servir dando la vida; jamás aprovechar la con­dición de superior para ser alabado, para ser servido, para estar delante de los demás. Esto, junto a su capacidad profé­tica y su don de comunicación y de animación, hizo que los superiores generales de otras Órdenes le eligieran reiterada­mente, hasta el último momento, presidente de la Unión de Superiores Generales.

Como Superior General, daba directrices y buscaba que se cumplieran; daba órdenes, a veces dolorosas, y exigía su cumplimiento. Pero, con anterioridad, no sólo escuchaba a quien quería representarle otro punto de vista, sino que lla­maba paternalmente para que la orden en cuestión surgiera como resultado de un conocimiento iluminado. No había en­tonces tanta dificultad en obedecer, sino porque la forma de encontrar la voluntad de Dios, la forma de mandar, era bue­na, era conforme al espíritu del Evangelio. La cual hacía que, con el tiempo, pudieran cambiarse sus decisiones, porque no se consideraba infalible ni tenía miedo a perder autoridad. Sabía que quien quiere ser el primero en el Reino ha de si­tuarse con los últimos, para que sea el Señor, no los hombres, quien le invite a subir más cerca de él.

No deja de ser significativo de este espíritu el hecho de ha­ber sido el primer General de la Compañía de Jesús que, en pleno uso de sus facultades, ha pretendido presentar su renuncia. Sólo lo ha hecho un Papa en la Iglesia, y sólo lo ha he­cho el Padre Arrupe en la Compañía. Creen algunos que su renuncia vino forzada por la enfermedad. No es así. Arrupe había querido preparar una Congregación General para pre­sentar ante ella su renuncia al generalato. Juan Pablo II se lo impidió, y en el intervalo se desató el fulminante ataque cere­bral, al regreso de un viaje a Filipinas, adonde había ido, co­mo superior, a conocer mejor la vida de sus súbditos, a escu­char sus problemas, a animarles en sus empresas, a estar con ellos en medio de la persecución.
En sus viajes como superior, el Padre Arrupe escuchaba muchísimas horas, con lo que sus palabras ya no eran palabras traídas de fuera, sino respuesta a los problemas y a las preguntas que se le presentaban antes y durante el mismo viaje.

h) Arrupe está también persuadido de la vigencia de la vida re­ligiosa en el momento actual y para el futuro. Estaba persuadido de que la vida religiosa era indispensable para la santificación de muchos cristianos con esa concreta vocación, para que la fe y la gracia resplandecieran en toda su fuerza, para que la Iglesia pudiera cumplir mejor con su misión santificadora y evangeliza­dora, pero también (y no en último lugar) para que el mundo fuera realmente más humano, a la vez que más divino.

A pesar de las sacudidas que el desafío y la libertad del Vaticano II, junto con la irrupción de los valores del mundo en la conciencia actual, causaron en distintas órdenes y con­gregaciones religiosas, no excluida la Compañía de Jesús, el Padre Arrupe no dudó de la vitalidad de la vida religiosa ni de su enorme utilidad, siempre que se renovara como lo exi­gía el Concilio y como lo demandaban la nueva realidad his­tórica y su conciencia correspondiente. Seguía pensando —y así lo iba transmitiendo por dondequiera que iba— que la vida religiosa ofrecía las máximas posibilidades para la realización del Reino de Dios entre los hombres, que incluye tanto la pre­sencia sa1vífica de Dios entre ellos como la realización de un mundo conforme al designio de Dios.
Concluyamos ya este argumento de Arrupe como gran re­novador de la vida religiosa. Muchas más cosas podrían de­cirse y, sobre todo, podrían estudiarse sus escritos sobre este tema para poder perfilar, desarrollar y fundamentar y ampliar lo que aquí se ha dicho. El método seguido ha sido otro mostrar cómo se veía la acción del Padre Arrupe, por lo que se refiere a la vida religiosa.
No en todas partes se pide lo mismo hoy de la vida reli­giosa; pero si no aparecieran, en la forma que fuere, algunos de los aspectos que aquí se han tratado, no sólo podría decir­se que se está olvidando y desvirtuando el gran aporte de Arrupe a la vida religiosa, sino que (lo que es más grave) se estaría impidiendo la renovación misma de la vida religiosa y, con ello, lo que ésta puede aportar a la salvación y libera­ción de los hombres.

Tomado de: Ignacio Ellacuría, SJ, ‘Dios, mundo, misión: el sentido de la renovación arrupista’, en Norberto Alcover, SJ [ed.], Pedro Arrupe. Memoria siempre viva, Bilbao, Mensajero, 2001. pp. 59-69.

‘Carta no enviada a Pedro Arrupe’ de José Ignacio González-Faus, SJ

Estas letras no las vas a leer tú ya, aunque son las más gra­tas que te escribo. Antaño nos carteamos algunas veces, unas por asuntos ‘oficiales’, otras incluso con nuestros pequeños ‘piques’: mis pequeñas protestas encendidas (y todavía juveniles) o tus pequeñas y pacientes advertencias (que me de­jaban más desarmado que otra cosa). Esto era necesario men­cionarlo ahora para que no parezca que mi carta alaba un mito jamás conocido de cerca.

En estos momentos acabo de salir de tu habitación de enf­ermo, que ya se me ha hecho familiar. Concluye esta Con­gregación General XXXIII y era preciso hacerte la última visi­ta, antes de regresar a casa mañana. Al final te he repetido, casi gritando para que la emoción no me ahogase la voz: ‘Gracias por lo mucho que usted ha hecho por la Compañía, y pida a Dios que no se lo estropeemos entre todos’. Tú me has repetido lo que me acababas de decir y me habías dicho varias veces durante estos días, que son unas de las pocas palabras que se te entienden: ‘Yo, aquí... callar. Abandonarme en Dios’. La emo­ción, que a veces es buena consejera, me ha hecho pensar que estas palabras te definían, y de ahí he pasado a recordar, a generalizar y a concluir que, en realidad, hay tres palabras tu­yas que te definen. Aquí van.

Servicio de la fe y promoción de la justicia

Siempre serás el General de lo que nosotros llamamos ‘el Decreto Cuarto’. A pesar de que venías de Oriente y te creí­amos menos preparado para nuestros problemas, supiste abrir oídos y corazón a la realidad, con esa sabiduría que precisamente un oriental ha definido mejor que nadie: ‘El pan, para mí, es un problema material; pero el pan, para el próji­mo, es un problema espiritual’. Ahí está todo el meollo de nuestro ‘Decreto Cuarto’; y tú comprendiste también que esa sabiduría, cien por cien evangélica, contradice a toda la sabiduría de nuestro primer mundo, que prácticamente sue­na así: el pan, para nosotros, es un problema espiritual, por­que para algo somos ‘la civilización cristiana’; mientras que el pan, para los demás... ése es un problema material y, por eso, menos importante, porque ‘no sólo de pan vive el hombre…’.

Total que, como tú ya profetizabas, te ganaste enemigos. Volvió a oírse la clásica acusación de ‘marxista’ de parte de quienes no pensaron que con ella no te herían a ti, sino que herían de muerte al cristianismo, al despojarle de aquello que ‘da vida’ a la fe. Porque, en este tema del ‘Decreto Cuarto’, sólo se trata en realidad de estas dos cosas:
  1. Que de la fe —si es verdadera— brota necesariamente la búsqueda de la justicia. Tanto del acto de fe, que es ac­to de salida de sí, como del contenido de la fe, que sólo tiene signos visibles, para ser anunciado hoy, en esos pequeños sacramentos de la dignidad del hombre que son las obras de justicia.

  2. Que desde la justicia —si es verdadera— podrá el hom­bre abrirse a la fe, porque sólo desde la lucha por la justicia brotan hoy en el mundo del bienestar las pre­guntas a las que la fe responde. Y sólo en la lucha por la justicia se libera el hombre de ese pecado primor­dial que consiste en ‘cautivar la verdad de Dios en la in­justicia’ (Rom I,18).

El Provincial es usted…

Así se lo he oído a varios provinciales, algunos de ellos de zonas bien difíciles. Después de hablar contigo, de oírte y ser oídos sin necesariamente coincidir plenamente en los puntos de vista, tú terminabas diciendo: ‘Pero el Provincial del lugar es usted. Usted decida...’. Si comprendieras la jerga que hoy ha­blamos en España, te diría que has sido el General ‘de las au­tonomías’. Pero a ti te sonará más este otro lenguaje: has re­sucitado aquella manera de gobernar de San Ignacio que todos alaban como tan descentralizada y tan potenciadora de las instancias intermedias. Has sido, sin duda alguna, infusor de vida.

Algunos dijeron, por ello, que no tenías autoridad. Tal vez eran esos mismos para quienes ‘autoridad’ sólo coincide con ‘centralización’, y ‘unidad’ sólo coincide con ‘uniformi­dad’. Aludiendo a esto, tú dijiste alguna vez: ‘No quiero go­bernar una Compañía que sea un campo de concentración’, o, al menos, eso cuenta nuestra Formgeschichte jesuítica. ¿Para qué sirve el bien en un campo de concentración, cuando el propio Dios ha preferido respetar ‘nuestra autonomía’ de hombres hasta el fondo, aun cuando tantísimas cosas de las que hace­mos no sean de su gusto? ¡Cuántas veces defendías en públi­co a quien tú mismo habías corregido en privado! Y también por eso, a todos los que creen que hay que gobernar ‘con cas­tigos ejemplares’ les parecía que te faltaba autoridad. Pero no era así. O, en todo caso, te faltaría tal vez esa autoridad que nuestro lenguaje ascético llamaba ‘mundana’; pero no te fal­to la autoridad evangélica: la que realmente ‘se ha dado la vuelta’ y se ejerce convertida verdaderamente en servicio, y no sólo calificando nominalmente de servicio lo que no es sino dominio. Que esto Último ya lo había criticado Jesús (Lc XXII,25-26).

Yo, aquí… callar. Abandonarme en Dios

Estos días te lo he oído tantas veces que me parecía que ya lo dices sin darte cuenta. Te sale como un tic, un reflejo de tu sistema nervioso, herido y mal controlado por tu enferme­dad. Nadie, ni tú mismo, sabrás nunca cuánto me has ense­ñado con ello. Pero déjame recordarte que hoy, en esta entre­vista quizá última, he sentido cierta rebeldía interior y te he dicho, bromeando: ‘¡Qué va! Usted se lo va a ir contando todo al enfermero, que es el único que le entiende plenamente. Y ya verá có­mo él lo anota todo y yo lo convierto en un libro…’. No sé si me entendías, pero te reías diciendo algo así como: ‘¡Uy, uy…! Yo, callar’. Y los dos sabemos que será así. Que le vas a dar a Dios lo más humano que puede sentir un hombre: su legíti­mo deseo de dar su versión de los hechos. Y que, para darle eso a Dios, hay que creer mucho en Él, realmente; hay que es­tar muy seguro de que Dios es Alguien muy vivo y que no va a fallar: ‘Abandonarme en Dios’.

Y la paz que ahora irradian tus ojos parece confirmar que Dios no te ha fallado. Y, a lo mejor, hasta se vale de mi poca fe y de mi escasa pureza de corazón, que se resiste a callar como tú, para reivindicarte un poquito. Que Él suele escoger lo dé­bil de este mundo…
Adiós, pues, p. Arrupe. Y gracias, una última vez.

Tomado de: José Ignacio Gonzélz-Faus, SJ, ‘Carta no enviada a Pedro Arrupe’, en Norberto Alcover, SJ [ed.], Pedro Arrupe. Memoria siempre viva, Bilbao, Mensajero, 2001. pp. 161-164.

jueves, noviembre 15, 2007

Un santo restaurador

Otro jesuita santo y cuya fiesta celebramos en noviembre, el 14: San José de Pignatelli, SJ.

Nacido el 27 de diciembre de 1737, en Zaragoza, España, hijo de una nobilísima familia napolitano-aragonesa. Su madre murió cuando él tenía apenas cuatro años y se crió en el reino de Nápoles, donde tuvo una educación bilingüe y centrada en las artes. Ingresó a la Compañía de Jesús en Aragón, estudió humanidades clásicas, filosofía y teología en Manresa, Calatayud y Zaragoza. Permaneció en esta última dando clases de gramática (entre sus alumnos se contó Francisco de Goya y Lucientes), catecismo a los niños de la ciudad y labor pastoral con enfermos y reos. En 1767, la Compañía es expulsada de España, por lo que se embarcó a Córcega, de donde tendría que salir también, una vez que Luis XV resolvió purgar las tierras francesas de jesuitas. Se quedó en la ciudad de Ferrara, en los Estados Pontificios, junto a los demás jesuitas provenientes de Aragón y la Nueva España. Allí le tocó vivir la supresión de la orden, por el breve de Clemente XIV Dominus ac Redemptor.

A pesar de ello, con enorme libertad interior, vivió de forma tranquila, practicando la dirección espiritual y frecuentando las tertulias literarias y culturales de algunas familias nobles italianas, en las cuales hacía gala de su educación, refinamiento y espíritu ilustrado; de hecho, llegaría a apilar una pinacoteca bastante considerable y repleta de autores modernos.

José, sin querer, por medio de su prestigio entre la nobleza y dos monarcas borbónicos, don Fernando duque de Parma y don Fernando rey de Nápoles, de su gran fe y santidad personal, se convirtió en centro en torno al que el núcleo de viejos ex jesuitas y jóvenes pretendientes se reunía.

Hizo de maestro de los pretendientes (novicios no oficiales) y, más tarde, de provincial de Italia. Su liderazgo permitió la conformación de un grupo unificado de ex jesuitas exiliados y nuevos aspirantes, el lento reestablecimiento canónico de la orden, la organización logística de la provincia y la preservación de modo de proceder jesuítico. De esta manera fungió de puente entre generaciones y baluarte del espíritu ignaciano; no en vano es llamado ‘el restaurador de la Compañía’.

Desafortunadamente, Pignatelli no pudo ver la consumación de su obra: la restauración definitiva de la Compañía de Jesús del 7 de agosto de 1814, mediante la bula Sollicitudo Omnium Ecclesiarum, del Papa Pío VII. Dedicado de lleno al gobierno, la vida interior y la ayuda a los necesitados de Roma, que sufrían la ocupación napoleónica, murió en su pequeña casa, cerca del Coliseo.

Pío XI lo incluyó en el catálogo de los beatos el 25 de febrero de 1933 y Pío XII en el de los santos, el 12 de junio de 1954.

G. G. Jolly, nSJ

Un santo de diecisiete años

Resulta que en noviembre este blog va a estar más jesuítico que de costumbre, pues las celebraciones de la Compañía en memoria de sus santos, oficiales y extraoficiales, se juntan todas en este tiempo. Ya empezamos con el patrono de los hermanos jesuitas, San Alonso Rodríguez. Ahora es el turno del de los novicios, San Estanislao de Kotska (1550-1568), cuya fiesta es el 13 de noviembre. ¡Felicidades a los 9oo novicios jesuitas del mundo!

Stanisław Kostka nació el 28 de octubre de 1550 en Rostków, Polonia, en el seno de una familia de la nobleza que, a pesar de la penetración protestante en el reino polaco, se había mantenido fiel a la fe católica. En 1564, marchó a Viena junto a su hermano, Paweł, y su tutor, Biliński, para estudiar con los jesuitas. Las peleas con su impetuoso hermano eran frecuentes y sus largas horas de oración le eran causa de burlas de aquél y de otros jóvenes. Era un dedicado estudiante: aprendió latín, alemán y algo de griego. En diciembre de 1566, cayó enfermo de gravedad, y, durante la enfermedad, resolvió ingresar en la Compañía de Jesús, pues se hallaba impresionado por el papel de los jesuitas en la lucha contra los protestantes y porque había experimentado una profunda experiencia mística con María, de quien era gran devoto.

Su padre se opuso flagrantemente, y su poder político pesó sobre la decisión del provincial austríaco, Lorenzo Maggio, SJ, quien nególe el ingreso al muchacho, a pesar del afecto que los jesuitas del colegio le dispensaban. No obstante, el predicador de la corte, el p. Francisco Antonio, SJ le dio envió dos cartas de recomendación: una al provincial de Alemania, San Pedro Canisio, SJ y otra al general de la orden, San Francisco de Borja, SJ. Estanislao dejó la ciudad y encontróse con Canisio en Dilinga, donde fue hecho criado en un colegio y puesto a prueba. Después, le mandó ir a Roma, junto con otros dos compañeros, desde Múnich. Un mes andaron a pie hasta llegar a la Ciudad Eterna, donde el mismo Borja les recibió. Kotska entró al noviciado el 27 de octubre de 1567 y, tiempo después, le tocó estrenar el primer noviciado formal de la Compañía de Jesús, en Sant’Andrea al Quirinale. Allí recibió una dura carta de su padre:

‘Con tu ligereza has deshonrado a tu familia… Te has atrevido a recorrer Alemania e Italia como un mendigo. Si perseveras en esta locura, no quieras más poner un pie en Polonia, porque yo te sacaré de cualquier rincón, y en vez de las cadenas de oro que te tenía preparadas, hallarás cadenas de hierro y serás encerrado donde no puedas más ver la luz del sol’.

El chico fue muy contundente en su respuesta: ‘Querido padre: No entiendo por qué usted deba afligirse tanto por mi entrada a la Compañía de Jesús. Más bien debería alegrarse y darle gracias a Dios, viendo que su hijo ha sido llamado a seguir a Cristo. No espere que yo cambie mi propósito… Y le aseguro que estoy dispuesto a soportar todos los males del mundo y aun la muerte, antes que abandonar el estilo de vida que he escogido… Espero que el tiempo no tardará en devolverme aquel paternal cariño que hasta ahora me ha tenido.’

Por desgracia, ese novicio tan alegre, lleno de celo apostólico, maduro, impulsivo y agresivo, crítico, en constante lucha entre el sentimiento y la razón, hábil y oportuno, orgulloso y con un potente impulso sexual, sublimado a su vez por una vigilante voluntad… (de acuerdo con modernos estudios de grafología) vivió apenas diez meses en la Compañía de Jesús: murió de malaria el 15 de agosto de 1567, poco antes de cumplir la mayoría de edad. Entre 1602 y 1605 se convirtió, de facto, en el primer beato jesuita, para, en 1726, ser canonizado junto a San Luis Gonzaga, SJ.

G. G. Jolly, nSJ

Un jesuita que no calló

La fiesta del Beato Rupert Mayer, SJ es el 3 de noviembre. Debí de haber escrito este post hace unos días, pero no estaba ni remotamente cerca de una computadora ni siquiera consciente de que este gran hombre era celebrado… Más vale tarde que nunca.

Nació el 23 de enero de 1876 en Stuttgart, Alemania. Conoció a la Compañía de Jesús mientras estudiaba la secundaria en Ravensburg e hizo los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, tras lo que decidió unirse a la orden. Su padre, sin embargo, le pidió que pospusiese su entrada hasta que terminase los estudios. Entre 1894 y 1898 estudió filosofía, teología, historia y catequesis en las universidades de Friburgo (Suiza), Múnich y Tubinga. En 1898 ingresó al seminario diocesano de Rottenburg y, ya terminada su formación y ordenado sacerdote, trabajó como coadjutor en Spaichingen. Entró al noviciado jesuita de Feldkirch/Tisis y, un año después, fue enviado a Valkenburg, Holanda, para profundizar sus estudios de filosofía y teología.

En 1911 fue destinado a Múnich para atender a emigrantes del campo, desarraigados y sin empleo. Pronto se distinguió por su empeño en organizaciones de caridad, cooperación con las autoridades públicas y el cuidado personal a las personas. Fundó, junto con dos colaboradores diocesanos, a las Hermanas de la Sagrada Familia, en 1914, para continuar con su labor social.

Al estallar la I Guerra Mundial, se alistó como voluntario en el ejército, donde fungió como enfermero y luego como capellán. Por su valentía, fue el primer sacerdote católico en obtener la Cruz de Hierro, aunque, en 1916, sufrió una herida en Rumania que le costaría la amputación de una pierna por encima de la rodilla.

A pesar de su discapacidad, continuó con renovado fervor su apostolado social y pastoral. Se interesó también por el movimiento sindical católico y pronto comenzó a hablar y predicar sobre ello: en 1922, se dirigió a 40 mil personas en la Königsplatz de Múnich. Sus misas para viajeros en la estación central de la ciudad también atraían grandes multitudes.

Era un hombre al que le gustaba estar al día en política. Desde el año en que estalló la guerra, leía la prensa socialista y asistía a sus mítines políticos, para exponer el punto de vista social católico en contraposición. Lo mismo hizo con el movimiento nacionalsocialista: reconoció que Hitler era un excelente orador, pero sin mayor interés por la verdad. Ya en 1923 negó que un católico pudiese ser nacionalsocialista, para ira de los nazis, quienes llegaron a culparle del fracaso de su golpe de Estado ese año, a pesar de que Rupert se había ofrecido a ayudar a los heridos.

Cuando Hitler y su Partido llegaron al poder, las denuncias de Meyer contra la ideología nazi, racista y anticlerical, se incrementaron. Se le seguía de cerca y pronto se le prohibió predicar, excepto en su ‘base’, la iglesia St. Michael de Múnich. En 1937 fue arrestado por atacar maliciosamente al gobierno y al partido y por utilizar el púlpito como herramienta política. Se le condenó a seis meses de prisión, mas su provincial arregló con la corte la libertad de Meyer a cambio de la autocensura. Sin embargo, él se dio cuenta de que el silencio sería interpretado como cobardía o como consentimiento: volvió al púlpito y fue arrestado nuevamente en 1938. Se le concedió el indulto después de la anexión de Austria y la Compañía reconoció su valentía al concederle la profesión perpetua en ella, algo inusual para alguien que se había hecho jesuita ya siendo sacerdote.

En 1939, ya comenzada la guerra, fue aprehendido por supuestos contactos con grupos monárquicos de resistencia. Se negó, aludiendo al secreto de confesión, a proveerle a la policía ningún nombre y fue enviado al campo de concentración de Sachsenhausen. Su salud declinó y, dada su condición sacerdotal y de héroe de guerra, los nazis temieron crear un mártir, por lo que lo confinaron al monasterio benedictino de Ettal, en completo aislamiento. Poco después de la liberación, de vuelta en Múnich, ocupado en labores de reconstrucción y ayuda a la gente necesitada, azotada por la guerra, sufrió un derrame cerebral y murió el 1º de noviembre de 1945.

El Papa Juan Pablo II lo beatificó el 3 de mayo de 1987, en Múnich.

P. D. Éste es un caso atípico entre los jesuitas alemanes; si acaso se me ocurren los nombres de Alfred Delp, SJ (1907-1945) y de Josef Spiekler, SJ (1893-1968). El primero, ahorcado por su activa participación en el círculo de resistencia que intentó derrocar a Hitler en 1944, y el segundo, convicto en prisiones y campos de concentración por sus atrevidos sermones y sentencias, como la de que ‘¡Alemania tiene un solo Führer: Jesucristo!’. Los cientos de jesuitas restantes, a pesar de estar ellos mismos en la mira de la campaña anticatólica nazi, callaron, agacharon la cabeza o voltearon la mirada hacia otro lado mientras Hitler y los suyos se empeñaban en la destrucción de Dios y de su Pueblo en Auschwitz. El insigne Karl Rahner, SJ, el teólogo de mayor talla del siglo, sorprende por su sepulcral silencio y el ensimismamiento en comunes labores pastorales y elaboradas reflexiones y debates sobre temas de teología… El Padre General, Jean-Baptiste Janssens, SJ, preocupado por mantener la disciplina y el status quo, al igual que la jerarquía católica alemana; la Compañía, como la Iglesia universal, contemplándose el ombligo mientras el mundo ardía, denunciando la injusticia sólo cuando sus propios fueros se veían amenazados… una minoría valiente nada más, resistía, el Beato Rupert Meyer entre ellos.

G. G. Jolly, nSJ

viernes, noviembre 02, 2007

‘¡Ya voy, Señor, ya voy!’


El 31 de octubre, la Iglesia y, especialmente, la Compañía de Jesús celebraron la fiesta del hermano San Alonso Rodríguez, SJ y, con él, a todos los demás hermanos coadjutores de la orden. Quisiera, pues, dar a conocer su testimonio ejemplar presentando su biografía y una alocución del actual general de los jesuitas, el p. Peter-Hans Kolvenbach, SJ.

Biografía

San Alonso Rodríguez (Segovia, España, 1533 – Palma de Mallorca, España 1571) era hijo de un acomodado comerciante de lanas y paños. Cuando el Beato Pedro Fabro, SJ fue a Segovia a dar una misión (1541), se hospedó en casa de los Rodríguez y preparó a Alonso para su primera comunión. Cuando tenía unos trece años, fue con su hermano mayor, Diego, a estudiar a Alcalá, pero antes de acabar el curso murió su padre (hacia 1546). Su madre, no pudiendo llevar sola el negocio t sus nueve hijos pequeños, le pidió que volviese a casa para ayudarla. En 1558, se casó con María Juárez y tuvo tres hijos. Pero su vida matrimonial no duró mucho: en dos o tres años murió su hijo Gaspar, luego su hija María, poco después su esposa (hacia 1567) y, por fin, su hijo menor Alonso. Además, su negocio declinó tanto que tuvo que cerrarlo. En su desgracia, buscó guía espiritual en los jesuitas Luis de Santander y Juan B. Martínez. A través de estos tristes sucesos, Dios lo llevó a una vida de unión íntima con Él. Durante estos meses de soledad, oración y penitencias, creció en Alonso el deseo de hacerse jesuita. Pidió, pues, su admisión en la Compañía de Jesús, pero se le dijo que era demasiado viejo (de unos treinta y cinco años), no gozaba de suficiente salud y carecía de los estudios necesarios para el sacerdocio.

Decepcionado aunque no vencido, fue (1568) a Valencia, adonde habían destinado a Santander, su padre espiritual, que le animó a estudiar para el sacerdocio y pedir luego su admisión. A los dos años, Alonso la solicitó, añadiendo que, si no podía ser sacerdote, aceptaría con gusto ser hermano. Una vez más, sus examinadores dieron una respuesta negativa, pero el provincial, Antonio Cordeses, desoyó esta opinión y, al parecer, dijo: ‘¡Vaya, recibámosle para santo!’.

Hechos seis meses de novicio en el colegio San Pablo de Valencia, fue enviado (agosto 1571) al de Montesión de Palma de Mallorca, donde permaneció hasta su muerte, cuarenta y seis años después. Tuvo diversos cargos domésticos hasta que empezó (1579) su oficio de portero. En el desempeño de su cargo, animaba a los estudiantes, aconsejaba a los atribulados, consolaba a los enfermos y distribuía limosna a los necesitados. Trabajó en la portería quince años —una actividad monótona y repetitiva que requería humildad y santidad—. Ya con sesenta y un años, y de precaria salud, fue dispensado de largas horas de portería y permitido ser el asistente del nuevo portero.

Nadie —fuera un estudiante seglar o un jesuita— fue a Montesión sin dejar sentir su influjo. Cuando San Pedro Claver, SJ llegó al colegio en 1605, hablaba con él sobre la oración y el seguimiento. Fue Rodríguez quien lo urgió a pedir las misiones de la América española. En 1615, ya débil y encorvado, se confinó a su cama, y sólo se levantaba de vez en cuando para asistir a misa. Murió dos años después.

La calidad y profundidad de su vida de oración fue conocida sólo por pocos durante su vida; y solamente, tras su muerte, al descubrirse sus memorias y apuntes espirituales (catorce cuadernos), se supo que Alonso se vio favorecido por notables gracias místicas, éxtasis y visiones. Su espiritualidad es cristocéntrica, llegando a hablar expresamente de ser introducido en al Corazón de Jesús. La fuente básica de sus escritos fue su propia experiencia: sus apuntes tratan de la oración, presencia de Dios, mortificación, obediencia, etc., y sus memorias, redactadas por orden de su superior, se inician con las palabras: ‘Memoria de algunas de las cosas, las que han acontecido a aquella persona’. Se publicaron bajo el título de Autobiografía, y se han traducido a varias lenguas. Tofos sus escritos los editó Jaime Novell en tres volúmenes. El proceso de beatificación empezó a los dos años de su muerte (1619). Beatificado por León XII el 20 de mayo de 1825, fue canonizado por León XIII el 15 de enero de 1888.

Tomado de: E. Anel, en Charles O’Neill, SJ y Joaquín María Domínguez, SJ [editores], Diccionario Histórico de la Compañía de Jesús, IV, Institutum Historicum S. I. y Universidad Pontificia Comillas, Madrid, 2001. p. 3393.

Alocución del Padre General en el 1er. Centenario de la Canonización de San Alonso Rodríguez, SJ

‘Como Hermano, era plenamente miembro de la Compañía de Jesús, participando estrechamente en la vocación y misión única de todo jesuita’ (Lc XIV,1.7-11).

Al celebrar hoy alrededor de la mesa del Señor el primer centenario de la canonización de San Alonso Rodríguez, la Iglesia nos propone el Evangelio que proclama esta bienaventuranza: ‘El que se enaltece, será humillado, y el que se humilla será enaltecido.’ La vida y la actividad de San Alonso están profundamente marcadas por esta bienaventuranza. Puesto que nosotros tenemos tanta dificultad en tomarla en serio, el Señor recurre a nuestro buen sentido. Todavía en el Próximo Oriente el principio de un banquete es com­plicado, pues todos intentan ponerse en un puesto, todos tratan de sentarse delante. Una vez conquistado un sitio preferente, llega un huésped de más categoría, y hay que abandonado: uno se siente humillado. Al contrario, dice el Señor, cuando uno se pone en el último puesto, será invitado por el dueño de la casa a ocupar un puesto mejor, y será enaltecido.

Los que oían a Jesús hablar pensaban probablemente que este consejo era demasiado bello para ser verdadero. El que escoge el último puesto en la mesa tiene gran peligro de quedarse allí definitivamente, pues hay tantos candidatos para los primeros puestos, que hace falta un dueño de casa verda­deramente excepcional: para apreciar la humildad. Precisamente el Señor es ese dueño excepcional: aprecia al hombre en su justo valor, en lo que es ver­dad, verdaderamente. Al que se enaltezca, será Dios quien le humille; al que se humille, Dios le enaltecerá. Nuestra Señora lo canta en el Magníficat: ‘Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes’.

No debemos pensar que San Alonso era conocido en la Isla de Mallorca como un ‘minus habens’, como un ignorante o un incapaz. Antes de entrar en la Compañía había tenido su experiencia en la vida como estudiante y como comerciante. Durante muchos años desempeñó en el Colegio de Mon­tesión el cargo delicado y complejo de portero. No sólo tenía una gran fami­liaridad con Dios, sino que sabía expresarla en palabras escritas —verdade­ros tratados de espiritualidad— y en palabras de hombre a hombre, ayudan­do a tantas personas a encontrar el camino hacia Dios. Como Hermano, era plenamente miembro de la Compañía de Jesús, participando estrechamente en la vocación y misión única de todo Jesuita. Su grandeza y santidad no consistieron en ser menos hombre, sino en ser —como él mismo lo dice­: hombre en la verdad de Dios, el único que nos hace verdaderamente hom­bres—. San Alonso encuentra palabras desconcertantes para confesar la verdad de nuestro origen: hemos surgido de la mano de Dios… para confesar la rea­lidad de nuestra existencia humana: sin Dios no podemos hacer nada… para confesar el único sentido de nuestra vida: ‘Él conmigo, yo con Él para siem­pre’. En la luz gozosa y estremecedora de esta verdad, San Alonso medía su nada, pero también su corazón de hombre, siempre tentado de olvidar su ori­gen y su fuente en busca de primeros puestos, a los que en ningún modo tiene derecho.

Inspirado por los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, Alonso medía su verdadero valor —ninguno— y de ahí la desconcertante gratuidad de Jesús que quiso tener a Alonso como compañero… quiso tener necesidad de él para continuar su obra de salvación entre los estudiantes del Colegio, los jesuitas de la comunidad de Montesión y los habitantes de la Isla. Los dones huma­nos y el valor espiritual que San Alonso poseía, no se los arrogó él para ocu­par un primer puesto: reconoció que todo lo había recibido y entonces dejó al Señor disponer de todo y fue Él el que le dijo: ‘Alonso, amigo mío, sube más arriba’.

Vivir la humildad, decía la gran Santa Teresa de Ávila, es vivir en la ver­dad. Para San Ignacio la humildad era vivir como compañero la verdad de Cristo, queriendo y eligiendo, por imitar y parecer más actualmente a Cristo nuestro Señor, más pobreza con Cristo pobre que riqueza, oprobios con Cristo lleno de ellos que honores... San Alonso vivía esta humildad que abaja quizá al hombre en nuestras falsas perspectivas y según nuestras medi­das engañosas, pero que eleva al hombre a los ojos de Dios y de todos los que viven en esta verdad. Alonso vivió como Hermano Coadjutor esta voca­ción, como más tarde su hijo espiritual —uno entre tantos otros—, San Pedro Claver, viviría una humildad igual como sacerdote.

Según las palabras del Provincial que decidía la admisión de Alonso en la Compañía, contra la opinión de sus Consultores, Alonso tenía demasiada edad para poder ser Sacerdote en la Compañía, y su salud no era suficiente para admitirle como Hermano; en tal caso, sería admitido para Santo. En efecto, dejándose transformar por Cristo, testimoniaba esa inversión de valo­res que anuncia el mismo Señor en el Evangelio de hoy. Para el Señor no se trata de unas hermosas palabras, sino de la elección de Dios, del camino pas­cual que el Padre ha escogido amorosamente para su Hijo y para nuestra sal­vación. El más grande entre vosotros es el que sirve a la mesa. El que es el Verbo de Dios se ha abajado hasta la cruz y el Padre lo ha elevado hasta la gloria. Es ese camino pascual que san Alonso encarna en su trabajo y en su oración, en su aventura espiritual y en el apostolado de su conversación.

Que San Alonso nos inspire para encarnar en nosotros, según nuestra vocación personal y según la misión sacerdotal, religiosa o laica, que el Señor nos ha confiado, esta humildad, que es la verdad de Cristo. El que se abaje, será elevado en la participación del Cuerpo y la Sangre del Señor, que se ha humillado para enaltecemos.

Peter-Hans Kolvenbach, SJ, Palma de Mallorca, 31 de octubre de 1988.