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sábado, junio 07, 2025

El último viaje de la memoria

 

El último viaje de la memoria

 

G. G. Jolly

 

“They shall grow not old, as we that are left grow old:

Age shall not weary them, nor the years condemn.

At the going down of the sun and in the morning

We will remember them.”

~Laurence Bynion, “For the Fallen” (1914)

 

Ron Hendrey (1925-), veterano de la Marina Real, en el cementerio británico de Bayeux, honrando a sus camaradas, 5 de junio de 2024 (foto: @PoppyLegion)


Al escribir estas líneas, veo con emoción noticias sobre un puñado de hombres —y dos o tres mujeres—, ya bien entrados en su décima década —o inclusive ya alcanzada la undécima—, dirigiéndose, en ferry o en avión, rumbo a las playas de Normandía y los viejos campos de batalla de la II Guerra Mundial. Son empujados en sillas de ruedas por sus nietos o bisnietos o se mueven en andadera con gran dificultad; traen los pechos repletos de medallas —en el caso de los británicos, siempre de saco y corbata— o las gorras, llenas de pines e insignias —en el caso de los estadounidenses—; y, en todos lados (aeropuertos, altamar, pueblitos franceses), son recibidos con honores varios, bandas y desfiles militares, autoridades civiles y soldados en activo —entre cuatro y seis generaciones más jóvenes—, niños con ramos de flores y aplausos por doquier. Lo mismo el rey Carlos III que Madame Macron, o bien, generales de cuatro estrellas (los sucesores de Eisenhower o Bradley) y notables varios (el elenco de la serie Band of Brothers o la bisnieta de George S. Patton) se encorvan y agachan las cabezas para no perder acaso la última oportunidad de estrechar las manos centenarias y rozarse con el aura inmortal de la rápidamente menguante “Gran Generación”.

Los ancianos, invariablemente conmovidos y sorprendidos, parecen debatirse entre la reverencia y admiración que despiertan y la insuficiencia y extrañeza que sienten. Conscientes como nadie de cuán azaroso e inmerecido fue sobrevivir a los terribles combates ha ochenta años, lo mismo que de haber gozado de vidas extraordinariamente longevas, rebozan, empero, de gratitud, humildad y hasta magnanimidad. Los verdaderos héroes —no se cansan de decir— no son ellos, sino los compañeros y amigos que no volvieron y que yacen entre los mares de cruces y lápidas que tapizan los cementerios militares normandos, ondeando banderas de varias naciones, y que “no llegarán a viejos”. Sus enemigos alemanes —también repiten a menudo, con magnanimidad y conmiseración, a contrapelo de la moralina imperante— eran adolescentes como ellos, tampoco sin gran idea de nada e igualmente asustados, que seguían órdenes y peleaban por su país —aun en su peor versión—. Frases tal vez debatibles y vagas para el prurito de historiadores e indignantes para ciertas almas “puras” de nuestros días, pero que resuenan como puños por provenir de quienes las dicen: hombres que, habiendo pasado por el infierno en la Tierra, han vivido demasiado como para perder tiempo y energías guardando rencores, albergando odios o solazándose en su propia vanidad —ya sea para vanagloriarse de su heroicidad o para explotar su sufrimiento—. Sabiduría bien resumida en un poema reciente de Rob Aitchison:

Do not call me hero,
When you see the medals that I wear,
Medals maketh not the hero,
They just prove that I was there.

Do not call me hero,
Now that I am old and grey,
I left a lad, returned a man,
They stole my youth that day.

Do not call me hero,
When we ran the wall of hail,
The blood, the fears, the cries, the tears
We left them where they fell.

Do not call me hero,
Each night I stop and pray,
For all the friends I knew and lost,
I survived my longest day.

Do not call me hero,
In the years that pass,
For all the real true heroes,
Have crosses, lined up on the grass.
[1]

No deja de ser profundamente irónico que, hace ocho décadas, esta misma “Greatest Generation”, nacida entre 1901 y 1927, haya sido vista por sus mayores y contemporáneos con cierto desdén y una sospecha parecida a las que nos topamos cotidianamente, lo mismo en medios que en sobremesas, al hablar de los conflictos entre “boomers” y “millenials” o el cinismo que comparten los “x-gens” y “zentenials”. Una encuesta de la firma Gallup, de octubre de 1940, consignó la opinión mayoritaria en EE. UU. sobre sus jóvenes: “una sarta de blandengues, pacifistas, cínicos, cobardes, descorazonados e izquierdosos”. Mientras que un científico social —con la aquiescencia de no pocos sargentos instructores— concluía que “hacer un soldado de un ciudadano libre estadounidense es más o menos como tratar de domesticar una especie salvaje”.[2] Por su parte, el crítico cultural Philip Wylie, en su libro de 1942, Generación de víboras, se quejaba:

En los años treinta, mientras que Hitler e Hirohito amenazaban la libertad por doquier, los adolescentes estadounidenses enterraban sus cabezas en la arena, conduciendo autos modificados, leyendo historietas baratas y escuchando discos de Sinatra; reprobaban cualquier examen de matemáticas o ciencias e ignoraban terriblemente la historia y demás conocimientos acerca del mundo en que vivían: por ejemplo, 59 por ciento era incapaz de localizar a China en un mapa.[3] 

Más allá de que bien podríamos descalificar en sí mismos tales clichés, de la perenne rebeldía juvenil a la inevitable nostalgia de vejez —y el conflicto entre ambas—, como las burdas falacias que son, de que no “todo tiempo pasado fue mejor” y que “los jóvenes de hoy en día [como canta Les Luthier] ya no [insértese agravio genérico]”; en el caso particular de la generación que se crió durante la Gran Depresión, luchó y derrotó al fascismo y construyó la prosperidad de mediados del siglo XX raya en lo ofensivo. Creo, sin embargo, que una perorata de señor como la de Wylie bien puede recordarnos, al menos, dos cosas importantes.

La primera es que el heroísmo no es predecible, no surge de un contexto determinado y no es generalizado. Aquella “Gran Generación”, por ejemplo, no idolatraba a Churchill, Roosevelt ni De Gaulle como lo ha hecho la posteridad; admiraba muy ingenuamente a la Unión Soviética e incluso a Stalin; y demostró en numerosas ocasiones estar compuesta de soldados cobardes, mezquinos, sádicos o, simple y llanamente, que no les daba la gana hacer más de lo estrictamente necesario —al contrario que sus militarizados, coaccionados e ideologizados enemigos alemanes y japoneses; o que sus aliados soviéticos, quienes luchaban por preservar su existencia misma—.[4] Lo cual ayude a explicar, quizá, cómo es que, con más o menos la misma (mal)formación digital y hábitos de consumo(istas) similares, las generaciones “Y” y “Z” de Ucrania o Israel han disipado ejemplarmente las dudas y acallado contundentemente las críticas de sus mayores, mientras que las de otros países, infinitamente más privilegiadas, han optado por un activismo odioso e infantil, esquizofrénico en sus valores y masoquista en sus fines. Tampoco es tan raro: la crema y nata de la joven élite intelectual británica, en 1933, durante un famoso debate de la Oxford Union, votó 275 a 153 a favor de que “bajo ninguna circunstancia pelearía por Patria y Rey”… sólo para ponerse el uniforme y tomar las armas en 1939-1945.

La segunda es que, conforme va desapareciendo aceleradamente esta “Gran Generación”, asistimos a la transmutación de su legado, que pronto dejará de ser historia para convertirse en mitología, con todos los problemas que eso entraña. Quizás no sea tan extraño constatar que, precisamente cuando se esfuman uno a uno los supervivientes de los horrores —y hazañas heroicas— de la II Guerra Mundial, los beneficiarios del triunfo de 1945 comprendemos cada vez menos sus causas, hechos, legados, cuestiones y controversias. Justo cuando nuestra moral laica parece asentarse sobre una especie de antirregla de oro (“No hagas al otro lo que los nazis le harían”), para la que Auschwitz es el infierno y Adolf Hitler es el diablo, más hiperbólicos se vuelven nuestros juicios éticos, más infladas nuestras analogías históricas, más impreciso nuestro entendimiento de fenómenos problemáticos y más deshonesta nuestra retórica política. Por eso es que, todavía hasta hace poco, los tribunales alemanes se ensañaron contra los últimos “nazis” —adolescentes sin voz ni voto durante la guerra, varones intrascendentes y desconocidos durante la posguerra que no pudieron aprovechar la impunidad rampante de casi todos los peces gordos y medianos del nazismo y, para colmo, ancianos demasiado longevos que tuvieron a mal nacer muy tarde y no morirse muy pronto—, para acabarles achacando, a falta de otros culpables vivos, la vergüenza nacional. Y por eso también es que observamos lo contrario en las playas, monumentos y cementerios de Normandía el día de hoy: si aquellos exguardias de las SS de noventaitantos años encarnaban el Mal del siglo, los paracaidistas o marinos centenarios del Día D son los sacerdotes responsables de la expiación del gran Pecado de la civilización. De ahí que Macron, Trudeau, Biden o Zelenski corran al besamanos de los veteranos, mendiguen la intercesión de los caídos y no pierdan oportunidad de envolverse en el estandarte del Bien y perfilarse a sí mismos y a sus causas (la OTAN, la Unión Europea, el orden liberal de posguerra, la democracia…) como dignos sucesores de los estadistas de las Naciones Unidas de antaño (Churchill, Roosevelt, De Gaulle…).

Desde luego, no es que dicha “Gran Generación” sea menos grande ni que los veteranos que entregaron su presente por el futuro de otros —el nuestro— desmerezcan tal reconocimiento —al contrario—. El problema es que, al mitificar su legado y canonizar sus figuras, sepultamos sus testimonios —a veces, incómodos— y tergiversamos los hechos —en ocasiones, contradictorios—, subordinándolos a narrativas facilonas y sentimentales que tienen más que ver con el presente que con el pasado y que repetimos ad nauseam —desde las palestras políticas o las plataformas mediáticas— no para entender qué sucedió ni aprender qué pudiere pasarnos, sino para sentirnos mejor con nosotros mismos, confirmar que —sin mérito alguno— estamos del “lado correcto de la Historia” y disfrutar —sin mover un dedo— las mieles de la victoria conquistada con la sangre de millones en Guadalcanal, Stalingrado, El Alamein o Normandía. Y no puedo imaginar mayor falta de respeto, atentado más grande a la memoria, que semejante prostitución de lo que Dwight D. Eisenhower, en su mensaje a las tropas bajo su mando que lanzó contra la “Muralla del Atlántico” hitleriana, el 6 de junio de 1944, llamó la “Gran Cruzada”. Sobre todo, porque falta muy poco tiempo para que se apague la voz del último de estos testigos, justo en el momento en el que el mundo parece más necesitado de escuchar y aprender, con la humildad y honestidad que nos hemos dejado en el camino, las lecciones y las preguntas —sobre la guerra y la paz, la vida y la muerte, la justicia y la libertad, el odio y el mal— de la más grande de las generaciones.

Dennis Bolt (1924-), veterano del Ejército de EE. UU., reconocido en Sainte-Mère-Église, 5 de junio de 2024 (foto: @USArmyEURAF)


[2] Ambas citas provienen del primer volumen de la magna trilogía de Rick Atkinson sobre el Ejército de EE. UU. en la II Guerra Mundial: An Army at Dawn. The War in North Africa, 1942-1943, Nueva York, Picador, 2002, p. 9. La traducción es mía.

[3] Parafraseado en Donald L. Miller, Masters of the Air. America’s Bomber Boys Who Fought the Air War Against Nazi Germany, Nueva York-Londres, Simon & Schuster, 2007, p. 122. La traducción es mía.

[4] Considérense, si no, las duras críticas contemporáneas —propias y ajenas— a los soldados y altos oficiales del Ejército británico, derrotados una y otra vez durante los primeros años de la guerra por fuerzas numéricamente inferiores, a menudo, por indolencia generalizada o imaginación escasa, nulo profesionalismo o la total ausencia de un sentido de urgencia e instinto asesino a la hora de lidiar con enemigos que no perdonaban errores y estaban dispuestos a luchar hasta el último cartucho. Vid. Sir Max Hastings, Winston’s War. Churchill, 1941-1945, Nueva York, Vintage, 2010. También, la difícil curva de aprendizaje del Ejército de EE. UU. que narra el ya citado Atkins o de sus fuerzas aéreas, que cuenta Miller. O bien, las recriminaciones constantes interaliadas: los británicos, tenidos por mediocres y frívolos por los estadounidenses; lo poco profesionales y novatos que resultaban éstos para aquéllos (Clement Attlee alguna vez dijo que el mariscal británico Alexander, al comandar a las mal entrenadas tropas estadounidenses, estaba escribiendo la secuela de la famosa novela How Green Was My Valley, la cual se iba a titular How Green Was My Ally); o, más francamente, lo miedosos y cobardes que se les antojaban unos y otros a los soviéticos, quienes nunca dejaron de enfrentarse a menos de dos tercios de la maquinaria de guerra nazi y mataron a 4 de cada 5 soldados del Eje en Europa.

jueves, septiembre 03, 2009

A 70 años de la guerra que había que ganar

‘Si el siglo XVIII se define como el de la racionalidad,
el siglo XX sin duda se llamará la era de la irracionalidad.’
Imre Kertész


Declaración de guerra. Discurso radiofónico de Sir Neville Chamberlain, Primer Ministro de Gran Bretaña, 3 de septiembre de 1939.

La historia es lo que más me ha apasionado desde niño. La historia bélica en especial y la historia de la II Guerra Mundial en particular. Vaya, su estudio me ha acompañado a lo largo de la vida y, de hecho, ha detonado sus momentos y transformaciones cruciales. Puedo decir que la guerra del 39 al 45 me afecta directamente, en el sentido de que me mueve a algo, de infinitas maneras… Habiéndola estudiado con gran profundidad, habiendo conocido a algunos de sus supervivientes de primera mano, habiendo reconocido sus implicaciones históricas, sociales, económicas, filosóficas y religiosas, cuyas secuelas aún padece el mundo, considero un deber personal dedicarle un ensayo precisamente el día de hoy, cuando se cumplen 70 años de que Francia y Gran Bretaña (seguida, días después, por varias naciones de la Commonwealth) iniciasen, contra su voluntad, una guerra para librar a Europa del Apocalipsis.

Gracias a este interés por la historia y las investigaciones que he realizado, siempre he dudado de las historias oficiales y de los retratos en blanco y negro; léase la ‘Edad Obscura’, olvidada y denostada; la Inquisición Española, deformada por una leyenda negra antiespañola; la Conquista de América Latina, donde los indígenas son la ‘raza cósmica’, ‘humillada y corrompida’ por el ‘pérfido invasor’… Sin embargo… el involucrarme, profundizar y comprometerme con el estudio de la II Guerra Mundial ha vuelto forzoso que haga una excepción. La ‘guerra que había que ganar’ sí es un episodio histórico en blanco y negro, o por lo menos con una gama de grises muy limitada en el medio. Las opiniones contrarias tienen, para mi gusto, un tufillo a prejuicio —¿fascismo?— o, de plano, a estupidez. Ésta no sólo fue la conflagración de mayor escala y brutalidad en toda la historia humana —50 millones de muertos—, fue también única desde sus causas, motivaciones y métodos; el nivel de barbarie, inmoralidad e inhumanidad que alcanzó el Hombre no tiene paralelo alguno.

Londres bajo las bombas alemanas, 1940.

Comencemos por citar un fragmento del prólogo al libro del que tomé el nombre para este ensayo:
La II Guerra Mundial fue el conflicto más mortífero de la historia moderna. Fue una matanza de soldados como la I Guerra Mundial, pero con la añadidura de ataques directos contra civiles a una escala que no se había visto en Europa desde la Guerra de los 30 Años tres siglos antes. En el frente oriental sus horrores sobrepasaron las peores batallas de la I Guerra Mundial. A veces la lucha a muerte entre las fuerzas de la Wehrmacht y el Ejército Rojo parecía no terminar nunca.

La ferocidad de la guerra entre las grandes —y pequeñas— naciones del mundo aumentó al añadirse la ideología racial al nacionalismo, el deseo de gloria, la codicia, el miedo y el afán de venganza que han caracterizado la guerra en todas las épocas. La Alemania Nazi abrazó una concepción ideológica del mundo (Weltanschauung) basada en la creencia de una revolución mundial de carácter “biológico”, una revolución que Adolf Hitler persiguió con torva obsesión desde comienzos del decenio de 1920 hasta que se suicidó en el Führerbunker en abril de 1945. El objetivo de los nazis era eliminar a los judíos y otras razas “infrahumanas”, esclavizar a los polacos, los rusos y otros pueblos eslavos y devolver a la raza aria —es decir, a los alemanes— su legítimo lugar como gobernante del mundo. Al terminar la contienda, los nazis habían asesinado o matado a fuerza de trabajo a por lo menos 12 millones de civiles y prisioneros no alemanes.’(1)
A diferencia de la I Guerra Mundial, donde la lucha de poder entre todas las potencias europeas tarde o temprano culminaría en una guerra, aceptada por todos con gusto, la II Guerra Mundial no era inevitable. A pesar de la tensión entre comunismo y fascismo y de ambos con el liberalismo, de las consecuencias de la paz de Versalles y de la crisis económica del 29, la guerra del 39 tiene como causa principal la megalomanía de un solo hombre, Adolf Hitler, y la megalomanía de un pueblo, el alemán, que se entregó en cuerpo y alma al proyecto de su Führer. Un proyecto que, además, perseguía como fin último el genocidio, pues la condición sine qua non para supremacía aria era la desaparición de los judíos y el sometimiento absoluto de eslavos y latinos. Ni siquiera el comunismo de Stalin perseguía el exterminio por sí mismo, a pesar de que se cobró tantas o más víctimas que el nazismo. Quizá Buchenwald y Dachau nacieron gemelos de Lubianka y el Gulag, pero Auschwitz, Treblinka y Sobibor no tienen su equivalente soviético. Hitler tenía claro que su guerra era una guerra racial, ideológica y bélica, en ese orden de prioridad. Por ello, justo en el momento que fracasaba la ofensiva frente a Moscú y EE. UU. se involucraba directamente en el conflicto, cuando Alemania más tendría que aprovechar sus limitados recursos, Hitler emprendió, sin importarle el costo, su guerra principal: el exterminio del pueblo judío.


Millones han muerto masacrados, torturados o de inanición a lo largo de la Historia, por causa de guerras y tiranos. Quizás Mao y Stalin se lleven el premio a la mayor cantidad. Y, no obstante, el Holocausto de Hitler, con sus 11 millones de víctimas, es muy distinto. Nunca jamás se había emprendido un programa semejante de exterminio por exterminio —sin fines utilitarios—, planificado puntual y metódicamente desde el aparato estatal, utilizando los conocimientos científicos y técnicos más avanzados para hacer el proceso rápido, eficiente y limpio. Es decir, que ‘Nadie puede pasar de largo ante la tragedia de la Shoah. Aquel intento de acabar programadamente con todo un pueblo se extiende como una sombra sobre Europa y el mundo entero; es un crimen que mancha para siempre la historia de la humanidad’.(2)


Todo esto inserto, además, en la estructura de terror de una dictadura y la inercia barbárica de una guerra. Es decir, que a la ‘Solución Final’ hay que sumar, por supuesto, la represión política de la disidencia alemana, el programa de eutanasia y esterilización forzadas, la esclavitud y el saqueo de los países conquistados, la atroz guerra ‘antipartisana’, el bombardeo indiscriminado a civiles inaugurado por la misma Alemania —Guernica, Varsovia, Rótterdam, Londres, Coventry, Leningrado, Stalingrado—, la guerra de conquista y exterminio desatada contra los pueblos de Europa —en especial, aquella contra la Unión Soviética— y, por supuesto, las mil y un atrocidades en el campo de batalla. Esto y exclusivamente esto es cuanto representaba la Alemania de Hitler: terror, terror y más terror, la negación absoluta de Dios y del ser humano. Y contra esto reaccionaron las naciones aliadas.

¿Cómo puede, entonces, ser equivalente la lucha de un soldado alemán a la de un polaco, cuyo país fue invadido, destruido y sangrado gratuitamente? ¿Y la de un checo, un griego, un yugoslavo, un belga, un francés, un noruego? ¿Y cómo la de un británico, canadiense o estadounidense, que lucharon precisamente por devolverle la independencia a países conquistados, la libertad a pueblos tiranizados? Incluso, ¿cómo equivale la del alemán a la del soviético, que, a pesar de defender un régimen igual de despreciable, cometiendo no pocos crímenes también, vio su patria invadida y su pueblo aniquilado? La respuesta es que en ningún caso pueden ser equivalentes los esfuerzos de guerra de una nación durante la II Guerra Mundial. A menos de que neguemos los derechos humanos básicos y despreciemos al único régimen político que vela por ellos, la democracia liberal, esta postura es insostenible: la invasión que sufrió Francia por parte de Alemania en mayo de 1940 difiere totalmente de la que le ocurrió en junio de 1944 por parte de los Aliados occidentales; el sitio de Leningrado no es igual al de Berlín; el bombardeo de Dresde y Hamburgo, más mortíferos, no ostentan el nivel de un crimen, como sí lo tienen el de Varsovia y Rótterdam; es más, la dictadura comunista de Europa Oriental no equivale a la ocupación nazi. ¿Por qué? Por el simple hecho de que cada bala disparada por un Tommy, un G.I. Joe o un Iván contra un pecho alemán aumentaba las esperanzas y evitaba la extinción de pueblos enteros, ‘condenados a muerte’,(3) bien Israel, bien Polonia, bien Yugoslavia…

Aunque ya lo he citado en otra ocasión, mi postura la resume esta frase del mariscal británico Lord Slim:
‘Si alguna vez un Ejército hubo peleado por una causa justa, nosotros [los Aliados] lo hicimos. No ambicionábamos el país de nadie; no deseábamos imponer ninguna forma de gobierno sobre ninguna nación. Nosotros peleamos por lo puro, lo decente, las cosas libres de la vida; por el derecho de vivir nuestras vidas a nuestra propia manera, y para que otros pudieran vivirla conforme a la suya; para adorar a Dios en la fe que deseemos; para ser libres en cuerpo y mente; y para que nuestros hijos y sus hijos sean libres.’
Se puede afirmar incluso que los Aliados lucharon no sólo por la liberación de los países de Europa de Alemania, sino por la liberación de Alemania de sí misma, como lo expresó el entonces cardenal Ratzinger en las playas de Normandía el 6 de junio de 2004:
‘Agradecemos la liberación que tuvo lugar [de parte de los Aliados]. Y no nada más las naciones que sufrieron la ocupación de tropas alemanas y fueron así liberadas del terror nazi. También nosotros, alemanes, agradecemos que por esta acción nos fueron restauradas la libertad, la ley y la justicia. Si bien no la hay en ningún otro caso en la Historia, sí es claramente en el de la invasión Aliada: una guerra justa funcionó a favor del mismo pueblo contra el que se peleó’.(4)

Cualquier persona que piense que el totalitarismo perfecto es preferible a la democracia mediocre, que un dictador carismático es preferible a un parlamento corrupto, que Polonia aún existiría de haber triunfado el proyecto por el que Hitler desató la II Guerra Mundial, es un imbécil que no merece sino lástima. Un imbécil que puede permitirse el lujo de pensar en ello porque tiene la fortuna de vivir bajo un régimen que protege su integridad física y su libertad de expresión, de culto y de asociación, porque vive en paz y su vida no está amenazada por motivos de religión u origen…
‘¡Que nunca más se repita en ningún rincón de la tierra lo que experimentaron los hombres y mujeres que lloramos desde hace sesenta [hoy setenta] años!’(5).


G. G. Jolly

(1) Williamson Murray y Allan R. Millet, La guerra que había que ganar, Barcelona, Crítica, 2002. p. 9.
(2) Juan Pablo II, ‘Discurso en el LX aniversario de la liberación de Auschwitz Birkenau’, Roma, 27 de enero de 2005.
(3) Juan Pablo II, Memoria e Identidad, México, Planeta, 2005. p. 109.
(4) Joseph cardenal Ratzinger, ‘En pos de la libertad. Contra la Razón enfermiza y la religión abusada. Discurso en el LX aniversario del desembarco aliado en Normandía’, Normandía, 6 de junio de 2004.
(5) Juan Pablo II, ‘Discurso en el LX aniversario de la liberación de Auschwitz Birkenau’, Roma, 27 de enero de 2005.

lunes, julio 20, 2009

Tres aniversarios de importancia

Ya ven que esto de conmemorar fechas y personajes me gusta... y ahora tocan dos acontecimientos históricos de gran relevancia y un aniversario luctuoso.

El primero, ¡inolvidable!


Me quito el sombrero ante estos tres héroes y pioneros de nuestra época, Neil Armstrong, Michael Collins y Edwin E. ‘Buzz’ Aldrin, junto a toda esa generación de hombres y mujeres de Estados Unidos y la Unión Soviética que ensancharon, como Magallanes y Colón, los horizontes (y no sólo geográficos) de la Humanidad. Y sí, aprovecho para decirlo: desecho sin más todas las teorías de la conspiración sobre las misiones Apollo, pues me parecen totalmente ociosas y estúpidas.

Aquí más fotos sobre la misión:

Video que celebra el XL aniversario del alunizaje.

El cohete Saturno V, transportando al Apollo XI, despega del Centro Espacial Kennedy, en Cabo Cañaveral, Florida, el 16 de julio de 1969.

La tripulación.

La huella de Aldrin sobre la Luna, hecha el 20 de julio de 1969.

Los tres héroes en la Casa Blanca, en 2004.

El segundo, es el atentado contra Adolf Hitler, perpetrado por el coronel Claus Philip Maria Schenk Graf von Stauffenberg el 20 de julio de 1944. No hace falta conocer mucho sobre la II Guerra Mundial en Europa para darse cuenta del valor simbólico y moral que tuvo este acto, en un intento por terminar con una guerra criminal. Esto es en honor de Von Stauffenberg, Von Tresckow, Von Witzleben, Olbricht, Beck, Von Quirnheim y demás hombres que, independientemente de si lo hicieron demasiado tarde o no, prefirieron traicionar el statu quo antes que a su conciencia.


El último es el XX aniversario luctuoso de la muerte del director de orquesta Herbert von Karajan, acaecida el 16 de julio de 1989. Como ya le hice un breve homenaje el año pasado, con motivo de sus cien años de nacido, sólo dejo la liga a aquella entrada, y dejo su versión de la ‘Cabalgata de las valquirias’, de la ópera La Valquiria de Wagner, que, por cierto, era el nombre clave de la operación con la que Stauffenberg y los suyos realizaron el golpe de Estado contra Hitler.


G. G. Jolly