sábado, septiembre 07, 2013

‘Ser cristianos en el siglo XXI’ de fray Timothy Radcliffe, OP


Mientras esperaba un vuelo en el aeropuerto de Sidney, el verano pasado, entré en una librería. Ya me gustaría negar que lo que quería era ver si tenían alguno de mis libros. Es verdad que soy optimista, pero no en exceso. Había una sección dedicada a la espiritualidad y la religión, en la que la mayor parte de los libros trataban de la New Age o de la espiritualidad oriental. Se podía percibir una verdadera sed de Dios. Había además numerosos libros que atacaban a la religión en general, como El espejismo de Dios,[1] de Richard Dawkins, o Dios no es bueno,[2] de Christopher Hitchens, expresiones ambos del nuevo ateísmo agresivo en auge en Inglaterra y que se muestra lleno de desprecio hacia los creyentes de todo tipo. Hablé de este ‘ateísmo agresivo’ en una conferencia que di recientemente en los Estados Unidos, y una señora que la siguió a través de youtube me ha escrito una violenta y furiosa carta: ‘Tú, pusilánime, ¿cómo te atreves a llamarnos ateos agresivos? Nunca he escuchado nada tan despreciable...’. Y esto me lo decía antes de que se pusiera realmente agresiva. Sólo pude encontrar un libro interesante, una biografía de la Madre Teresa de Calcuta. La gente confía únicamente en las personas que dan testimonio de la fe con su vida.

Así, pues, nos vemos hoy ante una mezcla formada por la sed de Dios, la agresión, la sospecha y una gran ignorancia Según un sondeo reciente, el 70% de la población del Reino Unido se declara cristiana, pero también aparece el dato de que sólo el 22% sabe que la Pascua es la fiesta de la resurrección del Cristo. Un estudiante se acercó brincando al prior de nuestra comunidad de Sidney y le dijo: ‘Acabo de enterarme de que Jesús murió el Viernes Santo. ¿No es una coincidencia extraordinaria?’.
Esta tarde quisiera analizar cómo puede el cristianismo prosperar en este difícil contexto. Estoy convencido de una cultura con una visión del mundo bien definida, pero al mismo tiempo abierta a quienes piensan desde la laicidad.

Una sociedad laica

Yo crecí en una subcultura católica que era todo un estilo de vida, con sus fiestas y sus ayunos, con su propio sentido del espacio y del tiempo. Se podía reconocer a los católicos porque los viernes no comíamos carne y el Miércoles de Ceniza llevábamos tiznada nuestra frente o, más bien, nuestra nariz, simplemente porque la puntería del sacerdote no era demasiado buena. El Viernes Santo los hombres se ponían corbatas negras y las mujeres de vestían de luto. Éramos una familia profundamente católica, pero no beata. Intentábamos rezar juntos el rosario, pero teníamos que dejarlo, pues los perros entraban en la casa y lamían nuestras caras hasta desternillarnos de risa. Esta subcultura mantenía vivo un modo de ver el mundo con gratitud y como una bendición. Creíamos que Dios escuchaba nuestras oraciones, que nos amaba y que al morir iríamos al cielo. No éramos el tipo de familia que gira obsesivamente en torno a la religión. Nos gustaban las películas y los juegos y disfrutábamos comiendo y bebiendo. Teníamos muchos amigos que no eran católicos y ni siquiera cristianos, pero aún resultaba obvio que la vida estaba orientada hacia la eternidad.

Sin embargo, esta subcultura ha desaparecido en gran parte, haciendo que sea más difícil seguir viendo el mundo de forma diferente de como lo ven quienes no tienen fe o se oponen a ella. Ahora bien, debemos evitar dos tentaciones. La primera es recluirnos en un gueto para volver a crear la cultura católica del pasado, que se ha perdido, o formar idílicas y confortables comunidades cristianas en las que compartimos nuestra fe, hablamos el mismo idioma, nos casamos entre nosotros y llevamos un extraño estilo de vida. Esta perspectiva tiene sus ventajas. Los monasterios benedictinos sirvieron de islas contraculturales durante la Edad Media, de modo que el cristianismo pudo sobrevivir. Pero si toda la comunidad se convierte en un gueto, entonces no seremos el rostro de Jesús, que acogía a todos e invitaba a sentarse y a comer con él a publicanos y prostitutas.

La tentación opuesta consistiría en acomodarse a la sociedad y ser arrastrados al sumidero de la secularización. Podríamos decir —con timidez, pero no demasiado alto— que Jesús es, en cierto modo, algo bueno, en cuyo caso el cristianismo estaría llamado a desaparecer. Éste es el desafío que desde antaño afronta el judaísmo, a saber, cómo evitar verse atrapado en el gueto o disolverse en la sociedad. El rabino jefe de las Federaciones Judías Unidas de la Commonwealth, Jonathan Sacks, escribió un conmovedor libro titulado ¿Tendremos nietos judíos? También nosotros debemos hacernos la misma pregunta: ‘¿Tendremos nietos cristianos?’. Como soy fraile, no tengo nietos, así que ¡una cosa menos por la que preocuparme!

Un cristianismo en interacción dinámica con la sociedad

Creo que el único modo de que prospere el cristianismo consiste en mantener viva una cultura cristiana vigorosa, segura de sí y llena de vida, pero en interacción dinámica con la cultura contemporánea. Sería maravilloso que vuestros hijos crecieran en una cultura cristiana en la que tuviera sentido creer en Dios y en los santos y en la que sintieran que son bendecidos y que sus oraciones tienen respuesta, pero que también estuvieran abiertos a cuanto no es cristiano.


Desde mi ventana, en Óxford, puede verse un espléndido serbal blanco. El estado de un árbol es consecuencia de la interacción con su entorno. Sus hojas reciben la luz del sol y la convierten en hidratos de carbono; las raíces se hunden la tierra buscando nutrientes y agua; la corteza es la piel que lo recubre. Ciertamente el árbol existe por sí mismo, pero sólo vive gracias a las múltiples interacciones con aquello que no es él mismo; el sol, la lluvia... ¡y los excrementos de las aves! Un árbol que estuviera herméticamente aislado del mundo estaría destinado a morir. El cristianismo también prosperará si se relaciona dinámicamente con nuestra cultura laica. El árbol está vivo en sus extremidades, así como en su copa y en su superficie. Está vivo en sus hojas, en la piel de su corteza y en las puntas de sus raíces. También el cristianismo tendrá que vivir en lugares donde se relacione con la cultura que le rodea. Pido disculpas si todo esto suena un tanto abstracto y teórico. Concretémoslo analizando la fe y la moral.

Al final del Evangelio de Mateo dice Jesús: ‘Id a hacer discípulos entre todos los pueblos, bautizadlos consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y enseñadlos a cumplir cuanto os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre, hasta el final del mundo’. En este texto encontramos tres elementos fundamentales que caracterizan nuestra misión cristiana: la comunidad, la doctrina y la moral.

No voy a hablar sobre la comunidad porque se trata de un concepto que es muy bien aceptado. Aun con el creciente individualismo que experimentamos en Europa, se mantiene su importancia. En Inglaterra, el primer ministro Tony Blair nombró un ministro para la comunidad. Sin embargo, nuestra sociedad tiene ciertos problemas con respecto a los otros dos elementos de nuestra misión: la doctrina y la moral. Existe un fuerte prejuicio dogmático contra la doctrina, pues se presupone que ésta, y en especial la doctrina católica, oprime la inteligencia y nos impide pensar por nosotros mismos. Los niños aceptan las doctrinas, pero los adultos piensan de manera autónoma. A menudo se rechaza el mandato de Jesús de ir a bautizar a la gente en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu, como si se tratara de imponer a los demás prejuicios y la estrecha visión de nuestra fe. También se teme la enseñanza de una concepción moral. Se da por supuesto que la moral pone límites a la libertad de actuar según nuestros deseos. Los ateos están haciendo una campaña publicitaria en los autobuses de Inglaterra con el siguiente eslogan: ‘Es probable que Dios no exista. Deja de preocuparte y disfruta de la vida’. Por esta razón, quiero indagar en el modo de vivir con una doctrina no dogmática y una moral no moralista.

Una vida cristiana fundada en la Trinidad, modelo de toda relación

La mayoría de los católicos que conozco dan por supuesto que la doctrina de la Trinidad no es importante. Para ellos es teología abstracta, una matemática celestial, como el contar el número de ángeles que caben en la cabeza de un alfiler. En cambio, yo considero que es fundamental para nuestra vida cristiana, porque para ser cristianos tenemos que bautizarnos en la vida de la Trinidad: en la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Sin embargo, un anciano y venerable dominico irlandés, el cardenal Michael Brown, que había sido Maestro General de la orden y teólogo pontificio, contaba que había sido bautizado en situación de emergencia por una anciana religiosa a la que años más tarde consiguió localizar para darle las gracias. La religiosa le dijo: ‘Eminencia, fue un gran honor para mí bautizarle en el nombre de Jesús, de María y de José’. El cardenal pensó inmediatamente que si no había sido bautizado válidamente, entonces no podría haberse ordenado sacerdote y que ni siquiera era cardenal…

Ahora bien, ¿qué tiene que ver la doctrina de la Trinidad con el siglo XXI? ¿Qué significado podría tener para los jóvenes que viven angustiados por la falta de trabajo? ¿Qué tiene que ver con la violencia que se desata en el centro mismo de las ciudades o con el diálogo con los musulmanes? Yo pienso que es el don más grande que podemos ofrecer a nuestro mundo contemporáneo. No hay ningún ser humano que no busque el amor de un modo u otro, pues para la mayoría de las personas constituye el sentido de la vida.

El amor que todos buscamos es el de una igualdad perfecta, exenta de toda forma de dominio o de manipulación. Se trata de un amor que no es en absoluto autoritario, que da vida a quienes ama, al tiempo que les deja ser ellos mismos. Es el amor con que el Padre le da todo al Hijo, incluso la igualdad con su divinidad. Cuando un adolescente se enamora por primera vez, emprende el estudio de la Trinidad. Cuando los padres aprenden a amar a sus hijos y a ayudarles en el largo camino hacia la adultez, nos encontramos con el amor trinitario en acción. Un dios que solamente fuera un dios solitario, encerrado en un aislamiento eterno antes de la creación del mundo, podría tenernos cariño pero sería incapaz de amarnos en un sentido cristiano, porque nunca podríamos estar a su mismo nivel. Un dios así nos tendría el cariño que nosotros tenemos a nuestro perro, aunque, eso sí, ¡son muchos los ingleses que aman más a sus perros que a sus maridos o esposas!

Por esta razón, nuestro Dios se hizo humano en un hombre que conversaba. Todo el Evangelio de Juan está formado por una serie de conversaciones. Jesús conversa con Nicodemo por la noche; con una mujer junto a un pozo, para escándalo de sus discípulos, que se preguntaban por qué hablaría con aquella mujer de mala reputación; con el hombre que había nacido ciego, cuando todos los demás sólo hablaban sobre él. La escena de la última cena es toda ella una extensa conversación. Jesús conversa con Poncio Pilato hasta que éste finaliza la conversación preguntando: ‘¿Qué es la verdad?’. Y en la mañana de Pascua la conversación surge de entre los muertos, cuando el Resucitado se dirige a Magdalena en el huerto diciéndole: ‘¡María!’ y ella le responde: ‘¡Rabunní!’

Por tanto, se trata de una doctrina que sólo podemos compartir con los demás mediante el diálogo. No es casual que Santo Domingo fundara la Orden de Predicadores... ¡en un pub! Estuvo hablando toda la noche con el tabernero, y, como uno de mis hermanos decía, es imposible que pasara todo el tiempo diciéndole: ‘Estás equivocado, estás equivocado...’. La igualación de la predicación con el diálogo suscita un cierto nerviosismo. Inicialmente, en los Lineamenta del Sínodo de los Obispos sobre Asia, celebrado en Roma, se insistía en la necesidad de proclamar el Evangelio, pues acentuar excesivamente el diálogo podría derivar en relativismo, es decir, en afirmar que una religión es tan válida como otra. Pero esta idea plantea una falsa dicotomía, puesto que el único medio para proclamar la buena noticia del Dios trinitario es el diálogo. ‘El medio es el mensaje’, afirmaba Marshall McLuhan. De lo contrario, sería como dar palos a la gente para que se haga pacifista. El diálogo no es una alternativa a la predicación, sino que es el único modo de predicar. El Papa Benedicto XVI lo entiende perfectamente cuando, en su última encíclica, Caritas in veritate, comenta: ‘En efecto, la verdad es el logos que crea el diá-logos y, por tanto, la comunicación y la comunión’.[3]

Diálogo constante con la cultura

Ahora bien, la verdadera conversación no es posible sin conversión. Ambos términos tienen la misma raíz. De hecho, todos experimentamos la conversión cuando dialogamos auténticamente. Si mantengo un diálogo con un musulmán o con un ateo, es con la esperanza de que ambos nos convirtamos. Pierre Claverie, el dominico que fue obispo de Orán, dedicó toda su vida a dialogar con los musulmanes. Para él fue un proceso constante de conversión mediante el cual descubrió a Cristo en sus amigos musulmanes. Pero también supuso una conversión para ellos. Algunos se hicieron cristianos, arriesgando con ello su vida, y otros llegaron a ser mejores musulmanes. El modo en que esto sucede es cosa de Dios. Cuando, en 1996, se celebraban los funerales por Pierre Claverie, que había sido asesinado, una mujer se puso en pie y dijo que también era el obispo de los musulmanes, y a su voz se unió la de todos los amigos musulmanes que se hallaban presentes.

Así, pues, si el árbol de la Iglesia ha de estar vivo, debemos hablar de la Trinidad con los hombres y mujeres de nuestro tiempo y aprender lo que sobre ella nos enseñan, aun cuando no sean cristianos. Tenemos que leer las novelas, ver las películas y escuchar las canciones de quienes mejor entienden el amor, independiente de que sus autores sean o no cristianos. Volando a Sidney este verano vi de nuevo la maravillosa película Hijos de un dios menor ,[4] que narra la historia de un hombre que es maestro en una escuela de sordos y se enamora locamente de una bella y arisca mujer que está encerrada en el silencio a causa de su mudez. En un momento de la película, ella le dice con signos: ‘A menos que puedas dejarme que sea “yo” como tú eres un “yo”, no puedo dejar que entres en mi silencio y me conozcas’. Y yo pensé: ‘¡Qué magnifica intuición sobre el amor! ¡Esto es lo que significa la Encarnación!’. Y bajé corriendo por el pasillo, con el rostro bañado en lágrimas, para pedir a la azafata un papel donde poner por escrito lo que sentía. Probablemente pensaría ‘¡Vaya, otro chiflado que ha bebido demasiado...!’

Es una doctrina que necesariamente es siempre sorprendente, porque trata de nuestra participación en la vida del Dios que hace nuevas todas las cosas. Es nuestro modo de vislumbrar al Dios que es, como decía Tomas de Aquino, acto puro. Tomás llegó incluso a preguntarse si entenderíamos mejor la palabra ‘Dios’ usando un verbo en lugar de un sustantivo. Como decía Chesterton, la ortodoxia es siempre una aventura; es algo que siempre sorprende, un vislumbrar la vida para la que estamos hechos, como si fuese la primera vez. De lo contrario, sería lo que Karl Rahner llamaba la herejía de la doctrina muerta. 
Superar los dualismos estériles

Por lo general, nuestras formas de ver el mundo son totalmente dualistas: día y noche; bueno y malo; hombre y mujer; cuerpo y alma... Con frecuencia, estos dualismos expresan las oposiciones que definen la identidad de las personas: ellos y nosotros; correcto y erróneo; republicano y demócrata; derecha e izquierda; ¡jesuitas y dominicos! La política, el deporte, el amor y los antagonismos son, normalmente de índole dualista. Ahora bien, encontrarnos en un amor trinitario significa liberarnos de estas oposiciones binarias, puesto que implica hallarnos en el seno del amor del Padre por el Hijo, y de Éste por el Padre; un amor que no es otra cosa que el Espíritu Santo. Un amor absolutamente recíproco, pero fecundo más allá de sí mismo. Así, pues, participar en la vida de la Trinidad nos lleva más allá de los angostos y limitados antagonismos y vanidades que aprisionan a los seres humanos. Se nos lleva a un espacio que es siempre más grande.

Por consiguiente, la Iglesia sólo puede prosperar si nos comprometemos con imaginación con quienes nos rodean. Alistair McGrath sostiene que, en el siglo XIX, el ateísmo vio en la imaginación una liberación arrolladora de un Dios autoritario. Pero los regímenes ateos del siglo XX han mostrado que el ateísmo conduce muchas veces a la creación de campos de exterminio y de concentración. La cuestión que se nos plantea es si podemos capturar la imaginación de los jóvenes de nuestro tiempo, lo que también implica dejarnos capturar por la de ellos.

Una teología libre y creativa

La teología sólo puede vivir si nos atrevemos a jugar con las ideas, a formular hipótesis para comprobar simplemente si realmente se verifican. Necesitamos ser libres para decir cosas que pueden ser erróneas, pero que son la única forma de encontrar el modo de acertar. Meister Eckhart decía que nadie llega a la verdad si no es a través de centenares de errores por el camino. Sólo podemos apreciar la creatividad libre de Dios si tenemos la libertad de jugar con las ideas.


Para que esto suceda necesitamos creyentes críticos en nuestra Iglesia; unos creyentes totalmente diferentes de los escépticos ilustrados, que se colocan aparte, observan a las personas con sospecha y dudan de todo. Este escepticismo radical fue necesario para que naciera la ciencia moderna, por lo cual le estamos profundamente agradecidos, pero es letal en la vida de la Iglesia.

El creyente crítico tiene que estar profundamente inserto en su comunidad. Pienso en hombres como Yves Congar, Marie-Dominique Chenu, Henri de Lubac, Karl Rahner, Gustavo Gutiérrez y nuestro querido hermano Edward Schillebeeckx, recientemente fallecido. Ciertamente, no es casual que todos ellos fueran miembros de congregaciones religiosas que les apoyaron en su búsqueda. Cuando Congar se preguntaba cómo podía soportar el destierro y el rechazo en la década de los años cincuenta, concluía diciendo: ‘Al fin y al cabo, gracias a mis hermanos’. Es necesario que acompañemos a nuestros hermanos creyentes que buscan algún destello del misterio del amor trinitario, que nunca los dejemos aislados, especialmente cuando no estamos de acuerdo con su forma de pensar. De otro modo, la hoja puede desprenderse, y perderemos los nutrientes que nos aporta. Y sólo podrán sobrevivir exponiéndose a sol, al viento, a la lluvia y a las esporádicas caídas de los excrementos de los pájaros, si son sostenidos por una vida cristiana.

Refutar los prejuicios sobre la moral

Ahora debemos analizar un segundo aspecto en el que tenemos que estar en interacción dinámica con nuestra sociedad: la moral. En este ámbito vemos de forma aún más evidente el desafío que supone dar con un camino entre encerrarse en el gueto y desaparecer por el desagüe de la asimilación. Se piensa que el dogma significa dogmatismo y que la moral significa moralismo. 

La gente piensa que ser cristiano consiste en obedecer las normas de la Iglesia, comenzando por los diez mandamientos. El filósofo ateo Bertrand Russell decía que deberían verse como un examen académico en el que ningún candidato debería aspirar a obtener una calificación superior a un seis. Así, pues, la Iglesia es considerada principalmente como una institución que nos dice lo que está prohibido y lo que es obligatorio. Es una isla de control en el ámbito de una cultura laica de libertad. ¿Por qué tienen que decirme lo que debo hacer unos hombres tocados con unos ridículos sombreros puntiagudos?

Yo pienso que esta imagen del cristianismo es bastante engañosa. El canadiense Charles Taylor, que es actualmente el mejor especialista en historia de las ideas, sostiene que fue precisamente la Ilustración del siglo XVIII la que estaba obsesionada con el control. En comparación con los mecanismos de control y los equilibrios de la Edad Media, vemos aparecer los monarcas absolutistas, el Estado, la policía y el ejército. Taylor denomina a todo esto ‘la cultura del control’. Los pobres ya no son imágenes de Cristo con quienes estamos unidos por el amor, sino una fuente de peligro que debe ser controlada. A los enfermos mentales se les enclaustra en lo que Michel Foucault llamó ‘el gran encierro’.[5] Se deja de entender a la sociedad como un organismo, para concebirla como un mecanismo susceptible de ajustes. Cuando se debilita la fe en Dios, surge una vacante que nos precipitamos a cubrir.

Desgraciadamente, las iglesias tienden también a ser adictas a esta cultura del control, cuando deberían ser oasis de libertad en esta obsesión laica por controlarlo todo. 

La moral no es un conjunto de normas, sino un crecimiento en la virtud

Tradicionalmente, desde San Pablo hasta Santo Tomás de Aquino, la moral no trata principalmente de lo que te está o no permitido hacer, sino de lo que estás llamado a ser. Su objetivo es ayudarnos a crecer en la virtud, que nos hace más semejantes a Cristo. La santidad no consiste en aprobar un examen de buena conducta, sino en asemejarnos más a Dios. La santidad es la divinización. La crisis moral de Occidente se debe a que toda nuestra sociedad está atrapada en esta cultura del control, que considera que cualquier amenaza contra ella debe resolverse a base de leyes y más leyes. En los últimos diez años se han aprobado tres mil nuevas leyes en el Reino Unido. Pero la causa de la crisis moral es precisamente esta cultura del control.

Por consiguiente, nuestro mundo está preparado para la novedosa visión moral de Jesús. Sólo podemos considerar sus mandamientos como una ‘buena noticia’ si liberamos nuestra mente de la idea moderna de que su objetivo es someternos a unas obligaciones o prohibiciones que se nos imponen desde fuera. Pensemos en los diez mandamientos. Es posible que algunos estemos de acuerdo con Bertrand Russell cuando decía que deberían considerarse como un examen en el que nadie conseguiría más de un seis. Un dominico polaco que fue capellán durante la Segunda Guerra Mundial, en vísperas de la batalla de Montecassino, abrió su tienda y se quedó sobrecogido al ver a miles de soldados polacos que querían confesarse. ¿Qué podía hacer? Tengamos en cuenta que entonces no se pensaba en la absolución general, ni mucho menos en su prohibición. Así que les pidió que hundieran su cabeza contra el pecho para que no se vieran entre sí y les dijo: ‘Repasaré cada uno de los diez mandamientos. Si habéis incumplido uno, dad un pisotón con el pie izquierdo, y con el derecho indicáis el número de veces’.

El pasado verano mantuve una conversación interesantísima con el rabino jefe de Gran Bretaña, Lord Sachs. Me comentó que en la Torá no se encuentra el verbo ‘obedecer’ con el sentido de someterse a un poder exterior. Cuando se creó el Estado de Israel al terminar la guerra, tuvieron que tomar prestada la palabra que en arameo tiene este significado moderno. En cambio, sí se encuentra en la Torá el concepto de ‘escuchar’, y en este sentido se nos pide que escuchemos al Señor nuestro Dios; pero los diez mandamientos no se conciben como una obligación impuesta desde fuera, pues siempre constituyen una invitación a entablar una relación personal con Dios. ‘Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué del país de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí’ (Ex XX, 2s). Por tanto, los diez mandamientos no son la expresión de la voluntad arbitraria de Dios, sino una forma de hacernos participar en su amistad y su libertad. Se le dieron a Moisés, con quien Dios hablaba como con un amigo, y constituyen un medio para ir aprendiendo a ser libres en una relación de amistad. Y lo mismo sucede con Jesús. Él reveló su mandamiento nuevo a los discípulos la noche antes de morir, justo en el momento en que les dijo que eran amigos suyos. ‘A vosotros os he llamado amigos porque os comuniqué cuanto escuché a mi Padre’ (Jn XV, 15).

La moral como relación de amistad con Dios

Según la Biblia, los mandamientos no son el sometimiento de la voluntad, sino el medio por el que se accede a una relación de amistad con Dios y de unos con otros.

Esta perspectiva nos explica algo realmente fascinante sobre Jesús. Comía y bebía con prostitutas y publicanos, tenía amigos de pésima fama y, sin embargo, predicó el sermón de la montaña y nos pidió que fuéramos perfectos como lo es nuestro Padre celestial. Es muy exigente, pero se trata de una exigencia que procede de la amistad de Dios. Sólo en un contexto claro de amistad podemos transmitir la doctrina moral. Joseph Pieper, parafraseando a santo Tomás, sostiene que ‘un amigo, es decir, un amigo de verdad, puede ayudar a otro amigo a tomar una decisión. Y eso lo logra gracias a amor, que hace que el problema de su amigo sea problema suyo, y que el yo de su amigo sea su propio yo’.[6]

Sólo mediante la amistad descubriremos lo que tenemos que decir. La doctrina vive, tal como sugerí, comprometiéndonos imaginativamente con nuestros contemporáneos. Con ellos descubrimos los destellos del Dios que siempre es nuevo. Y la enseñanza moral vive solamente comprometiéndonos amistosamente con quienes viven con nosotros, cuando podemos descubrir la bondad inesperada de Dios y cómo su amistad nos conduce por caminos que nunca podríamos haber imaginado. La doctrina y la ética viven en nuestro compromiso con el Dios desconocido, cuya intimidad nos lleva a lugares nuevos.

Este planteamiento tiene una gran repercusión en el modo que tiene la Igesia de ejercer su magisterio. Lo que tenemos que decir únicamente tiene sentido en el contexto de la amistad. Los israelitas no podrían haber entendido los diez mandamientos al margen de la libertad y la intimidad con que se encontraron con Dios en el Sinaí. El sermón de la montaña no tiene sentido fuera de aquel contexto en el que Jesús compartía la vida de los publicanos y las prostitutas. Por consiguiente, si queremos hablar de cuestiones morales, entonces no basta con hacer declaraciones públicas en los periódicos, que son los grandes medios usados por la Ilustración para expresar las opiniones. Tenemos que ser vistos públicamente como amigos que quieren hacerse amigos de otros. 

Cuando yo estudiaba en París, el cardenal Daniélou falleció en la escalera de la casa de una prostituta. La prensa abundó en todo tipo de insinuaciones lascivas. Pero todos cuantos le conocían sabían que era un santo varón que estaba realizando su labor pastoral con los despreciados, como siempre había hecho. En aquel momento estaba dando su amistad a una mujer despreciada.

Hacerse compañeros de las personas con sus problemas

Quisiera ir aún más lejos y afirmar que ni siquiera podemos saber qué decir ni cómo decirlo al margen de la amistad. Recordemos la cita de Joseph Pieper que hemos mencionado anteriormente.

Tenemos que estar con la gente, compartir sus dilemas y escuchar con ella el Evangelio y las enseñanzas de la Iglesia, y entonces descubriremos juntos la palabra que podemos compartir. Así como la doctrina sólo vive si es sorprendente, de igual modo la amistad de Dios nos conduce a lugares nuevos. Algunos estaban siempre intentado que Jesús cayera en la trampa. Le hacían preguntas que aparentemente sólo podían tener dos respuestas posibles. ¿Debo pagar el impuesto al César o no? ¿Ha cometido adulterio esta mujer? ¿Debe ser lapidada? Pero las respuestas de Jesús llevan a sus interlocutores más allá de estas angostas alternativas. La amistad de Dios es creativa. Vemos de nuevo cómo la amistad de Dios nos libera de los reducidos márgenes de lo binario para abrirnos a los espacios nuevos de la Trinidad. Creo que fue San Gregorio Nacianceno quien dijo que hemos sido llevados desde la díada hasta la tríada.

La misión de la Iglesia en el siglo XXI también necesita esta visión comunitaria, aunque en general se entiende que nuestra sociedad es cada vez más individualista. Pero, debido a los prejuicios de dicha sociedad, nos resulta cada vez más difícil aceptar que necesitamos ser maestros de doctrina y de ética. Ahora bien, una y otra sólo tendrán vida si nuestra doctrina está abierta a la búsqueda del sentido de nuestros contemporáneos y nuestra visión moral no es concebida como la sumisión a unas normas y reglas, sino como una aventura en la amistad de Dios, que siempre nos sorprende.

Tomado de: Timothy Radcliffe, OP, Ser cristianos en el siglo XXI. Una espiritualidad para nuestro tiempo, trad. José Pérez Escobar, Santander, Sal Terrae, 2011. pp. 21-36.



* Título original: ‘Being a Christian in the 21st Century’, intervención en el Christen Forum de Limburgo (Bélgica) el 22 de febrero de 2010.

[1] Richard Dawkins, El espejismo de Dios, Madrid, Espasa-Calpe, 2009.

[2] Christopher Hitchens, Dios no es bueno: alegato contra la religión, Barcelona, Debate, 2008.

[3] Benedicto XVI, Caritas in veritate, 4.

[4] Versión cinematográfica de una obra teatral escrita por Mark Medoff; la película fue dirigida por Randa Haines en 1986.

[5] Cfr. Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, 2 vols., México, FCE, 1992.


[6] Cfr. Joseph Pieper, Las virtudes fundamentales, Madrid, RIALP, 1980.