lunes, abril 13, 2015

‘1986’ de Günther Grass (1927-2015)




Nosotros los del Alto Palatinado, dicen, nos rebelamos pocas veces, pero aquello fue demasiado. Primero Wackersdorf, en donde quisieron reciclar esa sustancia del diablo, y luego nos cayó encima además Chernóbil. Hasta entrado mayo permaneció la nube extendida por toda Baviera. También sobre Franconia y no sé dónde más, sólo en el norte menos. Sin embargo, hacia el Oeste, o al menos eso dijeron los franceses, se detuvo al parecer en la frontera.

¡Bueno, para quien se lo crea! Siempre habrá quien esté con San Florián («San Florián, San Florián: protege mi casa y al vecino quémale el desván»). Sin embargo, en Amberg, nuestro pueblo, el juez de primera instancia estuvo siempre en contra de la WAA Wackersdorf, lo que quiere decir sin abreviar instalaciones de reciclado (Wiederaufbereitungsanlage). Por eso, a los muchachos que acampaban ante las instalaciones y golpeaban con barras de hierro la cerca —lo que los periódicos llamaron «las trompetas de Jericó»— les proporcionaba los domingos un almuerzo en regla, por lo que ese Beckstein de la Audiencia Territorial, que siempre ha sido un perro de presa y por eso se ha convertido luego en Ministro del Interior, los perseguía de una forma canallesca: «A gente como el juez Wilhelm habría que borrarla del mapa». 

Y todo a causa de Wackersdorf. Yo también fui. Pero sólo cuando llegó la nube de Chernóbil y se posó sobre el Alto Palatinado y la hermosa Selva de Baviera. Es decir, que fuimos toda la familia. A mi edad, me decían, aquello no hubiera debido preocuparme mucho realmente, pero como, siguiendo nuestra tradición, íbamos siempre en otoño a coger setas, ahora había que tener cuidado, más aún: ¡Dar la señal de alarma! Y como esa sustancia del diablo, cesio se llama, llovió de los árboles, cargando horriblemente de radiactividad el suelo de los bosques, fuera de musgo, hojas o agujas, también yo espabilé y me fui con una barra de hierro a la cerca, aunque mis nietos me gritaban: «¡No te metas en eso, abuelo, que no es cosa tuya!». Es posible que tuvieran razón. Porque una vez que me mezclé con todos aquellos jóvenes y empecé a gritar: «¡Cocina de plutonio, cocina del demonio!», me derribaron los cañones de agua que los señores de Ratisbona habían enviado expresamente. Y el agua llevaba lo que se llama una sustancia irritante, un tóxico miserable, aunque no tan malo como ese cesio que goteó desde la nube de Chernóbil sobre nuestras setas y no hay quien lo saque de ahí.

Por eso midieron luego en la Selva de Baviera y en los bosques que rodean la Wackersdorf la radiación de todas las setas, no sólo de las comestibles, como el sabroso parasol y el pedo de lobo perlado, porque la caza se come toda clase de carboneras que a nosotros no nos gustan, y así se contaminó. A nosotros, que a pesar de todo, queríamos ir a por setas, nos mostraron en unos cuadros que el boleto bayo, que crece en octubre y es especialmente suculento, es el que más cesio concentrado ha absorbido. La que menos ha sido sin duda la armilaria de miel, porque no se cría en el suelo del bosque sino, como hongo parásito, en los troncos de árbol. Y también las setas barbudas, que cuando son jóvenes saben muy bien, se han salvado. Sin embargo, como digo, muy afectados siguen aún el boletus submentosus, el boletus chrysentheron, los rovellones, a los que les gusta vivir bajo las coníferas jóvenes, incluso el boleto del abedul, menos el boletus rufus, pero por desgracia muchísimo las cantarelas, a las que llaman rebozuelos y en otros sitios cabrillas. Mal librados han salido los boletos comestibles, que llevan también el nombre de setas de Burdeos y que, cuando se encuentran, son una auténtica bendición de Dios.

Bueno, al final Wackersdorf se quedó en nada, porque los señores de la industria nuclear consiguieron que en Francia les reciclaran su sustancia infernal más barato y no tienen tantos problemas allí como en el Alto Palatinado. Ahora aquí reina otra vez la calma. Y ni siquiera de Chernóbil y de la nube que se nos vino encima habla ya nadie. Pero mi familia, todos mis nietos, no van ya a buscar setas, lo que se comprende aunque con ello acabó nuestra tradición familiar.

Yo voy aún. Ahí, donde mis hijos me han aparcado en una residencia para la tercera edad, hay mucho bosque alrededor. Y recojo lo que encuentro: lenguas de gato y bonetes pardos, boletos comestibles ya en el verano, y cuando llega octubre, boletos bayos. Las aso en mi diminuta cocina americana, para mí y otros viejos de la residencia que no pueden andar ya tanto. Todos hemos dejado atrás hace tiempo los setenta. Qué puede hacernos ya el cesio, nos decimos, si nuestros días están contados.

Tomado de: Günther Grass, Mi siglo, trad. Miguel Sáenz & Grita Löbsack, Madrid, Alfaguara, 1999.

sábado, abril 04, 2015

‘Comprados a un alto precio’ de Hans-Urs von Balthasar

Matthias Grünewald, La crucifixión [detalle], 1512-1516.

‘¡No os pertenecéis, pues habéis sido comprados! Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo’ (I Co VI, 19-20). ¡Palabras altamente sorprendentes! ¿No es el Hombre libre y autónomo, no se pertenece a sí mismo? ¿Puede ser comparado como una mercancía que se compra en el mercado, se sea ésta cara o barata, independientemente de quién la compre? ¿De tal modo que pase a ser propiedad ajena y tenga que servir, con toda su existencia, a ese comprador y señor que lo ha adquirido como un esclavo? ¿Quién no se rebelaría contra una religión así, que, aparentemente, le roba el Hombre su autodeterminación y lo aliena totalmente? ¿Qué posibilidades sigue teniendo el cristianismo en una Humanidad ilustrada y adulta? Vamos a examinarlas juntos.

‘¡No os pertenecéis’. ¿Pero no es éste el mensaje más gratificante que se nos puede dar? ¿No consiste la verdadera felicidad del Hombre en entregarse a una causa por la que vale la pena luchar, a una persona la que se quiere y a la que se hace el don de sí mismo, en el mejor de los casos —si el amor llega a su plenitud— de una vez para siempre, en lo bueno y lo malo, en un matrimonio para toda la vida, o quizá también en una amistad que no sólo se vive como una prueba, sino que se concibe como definitiva? ¿No adquiere el Holmbre sentido del valor de su vida precisamente cuando se ha convertido en un valor no para sí, sino para algo, para alguien distinto? ¿Y qué ocurre si éste Alguien es el Dios eterno, que no es, desde luego, un ser cualquiera, sino el ser por cuyo juicio y valoración todas las cosas reciben su verdadero peso? Nosotros, seres diminutos, sin valor, de los que pululan miles de millones en el planeta, resultamos ridículos cuando nos hacemos los importantes a nosotros mismos y somos tragicómicos cuando nos atribuimos un valor eterno unos a otros. Y apenas se puede creer —o, más bien, no puede saberse, sino sólo creerse en el verdadero sentido de la palabra— que Dios nos tome como importantes, no la Humanidad en su conjunto, sino a cada uno en particular, a ti y a mí. Que nos haya elegido para ser hijos suyos y nos haya aceptado con toda seriedad, con derecho a heredar todo su patrimonio. Y ‘aceptado’ no es la expresión correcta, como si se tratara simplemente de una formalidad jurídica, en virtud de la cual hubiera investido a este pueblo indigente con un derecho su herencia soberana; al contrario, incorpora, aunque sea inconcebible cómo, a estos seres sin valor a su ser divino íntimo, haciéndolos renacer de su seno eterno. Recibimos, dice San Juan, el poder de ser hijos de Dios, puesto que ya no hacemos del impulso de la sangre, de la voluntad de la carne o de la concupiscencia del varón, sino de Dios. ‘¿Cómo puede suceder eso?’, pregunta Nicodemo. ‘Le contestó Jesús: “¿Y tú, el maestro Israel, no lo entiendes?... No te extrañes de que haya dicho: Tenéis que nacer de nuevo… Lo que nace de la carne es carne; lo que nace del Espíritu (de Dios) es espíritu”’ (Jn III, 3.10). ‘¡No os pertenecéis’.

Ahora bien, preguntemos también con el maestro de la Ley: ¿Cómo puede ser eso? La respuesta es: os han comprado pagando un precio por vosotros.  El cristianismo, la única de todas las religiones que se permite atribuirle al Hombre semejante dignidad, sólo puede respaldar esta afirmación con esta otra de lo que a Dios le ha costado esta filiación divina del Hombre. De hecho, Dios creó a los Hombres tan libres que no pudo impedir que éstos se rieran de Él en su cara sin rendirle la obediencia debida. No todos sus gestos con ellos dieron fruto. A los mensajeros que les envió les dieron muerte uno tras otro, como lo describe Jesús en la parábola de los viñadores. Y sin duda se pueden añadir: cuanto más se esforzó Dios por la reconciliación, tanto más se obstinaron, tanto más despreciable y odioso les pareció el amor divino a los alejados de él. ¿Puede Dios algo contra la libertad finita (creada por Él mismo), cuando ésta se obstina en un no? El misterio de la Semana Santa es que se puede responder con un sí: sí, puede. El cristianismo depende absolutamente de este misterio, que sólo se puede testimoniar, no explicar. Es un misterio salido del corazón de Dios, y a Dios no se le explica. ‘Tanto amó Dios al mundo que entregó [por él] a su Hijo único’, dice San Juan, y San Pablo aclara, ‘lo hizo expiación por nuestro pecado’, haciéndole llevar sobre si el no de los Hombres, el alejamiento y abandono de Dios propio del mundo. Éste es el hecho, nos guste o nos disguste, nos lo podamos imaginar o no. Los autonomistas se sublevan contra esto y lo consideran un robo de Dios, una violación de nuestra libertad. Como si una persona estuviera narcotizada por el sueño y, sin pedirle permiso, se le cortara un órgano del cuerpo.

Pero, ¿es atinada esta comparación? ¿Es el pecado, la negativa del Hombre a reconciliarse con el Bien eterno y absoluto, realmente un órgano vital? ¿No es más bien un tumor canceroso que se propaga? ¿Se puede decir entonces que, cuando le da la salud o una persona, Dios le está robando algo? Y además, el que se obstina en decir no, el que le niega fidelidad a Dios, ¿puede liberarse él mismo de su obstinación? Piensa quizá que puede; pero en realidad es un esclavo de su no, porque sólo hay verdad en libertad en contacto con el Bien, en la atmósfera del amor —o sea, de Dios—. Y ésta atmósfera hay que descubrírsela desde dentro al que está alejado de ella. Lo que se le quita al Hombre pecador con la entrega del Hijo de Dios no es otra cosa que su alejamiento del Bien; lo que se le da con ella no es otra cosa que el acceso interno al Bien, es decir, la verdadera libertad. Es liberado al mismo tiempo para sí mismo y para Dios.

‘Habéis sido comprados’. Los primeros cristianos se dieron cuenta de esto cuando pusieron estas dos palabritas: ‘Pro nobis’, en el centro del Credo. ‘Por nosotros’ bajó del Cielo del Hijo, ‘por nosotros’ fue crucificado, murió y fue sepultado. Esto no significa sólo ‘por nuestro bien’, sino, además, ‘en lugar nuestro’: cargando sobre sí lo que nos correspondía llevar a nosotros. Si a esto se le resta importancia, se viene abajo la afirmación fundamental del Nuevo Testamento; y entonces parecería como si Dios estuviera reconciliado desde siempre sin este requisito, como si el pecado estuviera ya desde siempre perdonado y superado. Y la cruz sería entonces sólo un símbolo particularmente elocuente de esta amistad invariable de Dios, sólo un símbolo que indica algo, pero que ella misma no hace nada. Ya no existe el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo. Ya no ‘se reconcilia Dios con el mundo’, como dice, sin embargo, expresamente San Pablo, ‘por su Hijo’. Nos hemos convertido de repente en ilustrados que lo sabemos todo sobre los sentimientos amistosos de Dios, que no quieren reconocer su ira por el pecado, de la que habla tan insistentemente la Escritura, porque no se ajusta a nuestra imagen ilustrada de Dios, y que, finalmente, lo reducen todo una filosofía fácil de comprender. Lo que intentó expresar Grünewald en su Crucifixión, nos resulta entonces una exageración medieval de mal gusto. Y el precio alto se convierte en un bajo precio, y la Gracia tan valiosa en una gracia barata.

Como cristianos hemos de procurar no eliminar de nuestro cristianismo (como el mundo moderno ha escamoteado de su vida diaria la muerte), el inmenso dramatismo de la Cruz, o, en caso de que todavía hablemos de él en nuestras misas y catequesis, hemos de ser conscientes y poner en práctica lo que queremos y confesamos. Muchos piensan hoy que sólo depende de ellos mismos reconciliarse con Dios y otros no necesitan en absoluto semejante reconciliación. Un poco de técnica de meditación les basta para arreglárselas consigo mismos, y por tanto —piensan— también con Dios. No ven ya que hace falta mucho fuego para extirpar las inmundicias en el interior del Hombre y que en la Cruz de Jesús ese fuego que en llamas inflamadas. A través de todo el fariseísmo tranquilo de nuestra supuesta religiosidad penetra su grito: ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’. En la más oscura noche del espíritu, mientras sufren todas las fibras de su cuerpo, en la sed más extrema de Dios, del amor perdido, Él expía nuestra cómoda indiferencia.

Mas, ¿basta simplemente con reconocer esto y aceptar agradecidos lo que no hemos merecido? Esto no sería, una vez más, lo que se espera de los cristianos. Lo esencial y decisivo lo recibimos como un don, sin duda. Pero tenemos que hacer algo con este don. ‘Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo’, termina el Apóstol su exhortación a la comunidad. Con estas palabras se indica algo más que un rápido decir gracias. Dios ha pagado por nosotros un precio muy alto, e incluso se puede decir, el más caro que realmente se podía pagar. No sólo nos perdonó todas nuestras grandes deudas (como el señor al siervo en la parábola), puesto que no se trata desde luego simplemente de dinero, que nosotros no podemos pagar; llevó sobre sí nuestras deudas, o se entregó a sí mismo por nosotros como rescate, porque se trata de nosotros mismos, que por nuestra cuenta no podamos liberarnos de nuestras alineación. Y si recibimos de Él el don de la libertad cristiana, nuestro agradecimiento debe consistir en poseerla realmente, es decir, en activarla, en demostrarla. Y esto a ejerciendo la libertad para el bien, la libertad para la entrega, la libertad de no pertenecernos ya a nosotros mismos, sino a Dios y al prójimo, al Reino de Dios que debe venir del Cielo a la tierra. Glorificar a Dios con toda nuestra existencia significa procurar en el mundo, con la libertad a los hijos de Dios, los deseos de Dios.

No hay que excluir que venga sobre nosotros el fuego del que arde en llamas en la Cruz. ‘El celo de tu causa me devora’, está escrito de Jesús, cuando limpió con el látigo el Templo de Dios; pero este celo le devoró definitivamente en la Cruz. Si demostramos celo por la causa de Dios en la tierra, no debe sorprendernos que no baste un poco de actividad apostólica, porque también a nosotros debe correspondernos una parte de la Cruz. Dichoso el que sepa entonces reconocerla y agradecerla. ‘Recordad lo que os dije’, dice Jesús en la despedida a sus discípulos: ‘No es el siervo más que su señor. Si a mí me han perseguido, también a los vosotros os perseguirán’ (Jn XV, 20). Palabras semejantes y hechos parecidos podrían citarse muchos, desde la persecución de los apóstoles y la muerte en cruz de Pedro hasta los innumerables sufrimientos de Pablo.

Mas lo que tenemos que sufrir imitando al Señor, nunca lo añadiremos a su Pasión, como si sólo de los dos juntos resultara la suma total. Más bien, sabemos que el sufrimiento que nos llega procede de la totalidad sobreabundante de la Cruz, como una obligación y un honor para nosotros. ‘Y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará’ (Jn XII, 26). El Hijo se ha abrasado por nosotros; nosotros, por el contrario, siempre nos abrasamos por nosotros mismos; pero por su gracia puede suceder que nos abrasemos también por los otros de una manera que sólo Dios conoce. Ya en el Evangelio hay algunos que están al pie de la Cruz, no para mirar cómo sufre uno, sino puesta junto a él.

Hans-Urs von Balthasar, ‘Semana Santa’, en ‘Tú coronas el año con tu Gracia’, Madrid, Encuentro, 1997, pp. 68-72.