miércoles, mayo 31, 2006

'Los libros y las personas' de Martin Buber

Jean-Honoré Fragonard, Muchacha leyendo.

Si me hubieran preguntado en mi juventud si prefería estar con los libros o con las personas, mi respuesta hubiera sido, sin lugar a dudas, favorable a los libros. En la medida en que han pasado los años fui cambiando de opinión. No porque haya tenido mejores experiencias con los hombres que con los libros; muy por el contrario, aparecieron por mi camino más libros encantadores que personas encantadoras. Pero muchas de las malas experiencias que tuve con los hombres han nutrido las praderas de mi vida como no lo ha hecho el más noble de los libros, y las buenas experiencias han fertilizado la tierra de mi jardín. Por el otro lado, los libros pueden llevarme al paraíso de los grandes espíritus, pero desde la profundidad, mi corazón nunca se olvida y tampoco desea permanecer mucho tiempo ahí. Debo aclarar que esto es así porque desde lo más íntimo de mi corazón amo más el mundo que el espíritu. No me he entragado a la vida como podría haberlo hecho, y en mis relaciones con el mundo he fracasado una y otra vez. Una y otra vez soy culpable de haberme quedado corto con la respuesta que esperan de mí, y esto es, en parte, porque estoy comprometido con el espíritu. Estoy comprometido con el espíritu como lo estoy conmigo mismo, pero no estoy, estrictamente hablando, enamorado del espíritu, así como tampoco me amo a mí mismo. En realidad no amo a aquello que me ha atrapado de una forma sublime, más bien amo el mundo que una y otra vez me extiende su mano.

Ambos tienen frutos para compartir. El primero me riega con su maná. El segundo me exiende su pan negro cuya corteza rompo con mis dientes, un pan que nunca puedo tener suficiente: las personas. ¡Ay, esas cabezas a veces desordenadas, buenas para nada, cómo las amo! Reverencio a los libros, aquellos que realmente leo, pero demasiado como para poder amarlos. En cambio en las personas venerables siempre encuentro más para amar que para reverenciar. Encuentro en ellas algo de este mundo que lo espiritual simplemente no puede tener. El espíritu está por arriba de mí y poderosamente vuelca su exaltado don de las palabras y los libros. ¡Qué glorioso y qué extraño! Sin embargo, el mundo humano con solo brindarme una sonrisa silenciosa logra que no pueda vivir sin él. Toda la conversación de los hombres no brinda una palabra que suene como aquellas que salen de los libros. Pero penetro en todo el orden de las palabras para percibir a través de ellas el silencio de la criatura. ¡Precisamente esa criatura humana que implica una mezcla! Los hombres son una mezcla y los libros son puros, son hechos de espíritu puro y mundo purificado. Los hombres están hechos de palabras habladas y de silencio, pero su silencio no es aquel de los animales. Desde el silencio humano, detrás de las palabras pronunciadas, el espíritu nos susurra como un alma: el amado es el mundo.

Ésta es la prueba infalible: imaginémosnos en una situación donde estamos solos, totalmente solos en la tierra, y nos ofrecen por optar por una de dos alternativas: los libros o las personas. Muchas veces escucho a los hombres alabar su soledad, pero eso es así porque todavía hay personas en algún lugar de la tierra, aunque ese lugar sea muy lejano. No sabía nada de libros cuando salí del útero de madre, y voy a morir sin libros, con una mano humana entre las mías. Es cierto que muchas veces cierro mi puerta y me entrego a un libro, pero sólo porque puedo volver a abrir la puerta y ver a una persona que me está mirando.

Tomado de: Martin Buber, 'Los libros y las personas' en El camino del hombre, Buenos Aires, Altamira, 2003. pp. 251-253.

martes, mayo 30, 2006

Vergüenza imperdonable...

Siempre he tratado de defender a la Iglesia en todo momento, toda ocasión y contra todo el mundo. Sin embargo, por eso mismo creo tener el derecho de advertir que los últimos sucesos en torno al padre Marcial Maciel Degollado, fundador de los Legionarios de Cristo y del movimiento Regnum Christi, así como de la Universidad Anáhuac y el Colegio Cumbres, provocan en mí varias reacciones:

1) Reconocer la ardua y valiosa labor evangélica, social y cultural de la Legión de Cristo. Sus miembros merecen todo el respeto y el amor que les debo como hermanos en la fe.

2) Sin importar lo anterior, que el padre Maciel ha sido declarado, implícitamente, culpable por la Congregación para la Doctrina de la Fe, bajo su nuevo prefecto, William Joseph Cardenal Levada. Es un paso gigantesco avante que el caso haya sido abierto, vuelto a examinar y concluido prontamente, en vez de que se le volviese a dar carpetazo desde el trono de San Pedro (si he de verme maquiavélico, diría que, en el interior del Vaticano, el cardenal Sodano, segundo mayor aliado de Maciel después del difunto Juan Pablo II, no ha podido imponerse esta vez a su antiguo rival, el ex cardenla Ratzinger...).

3) La sentencia es irrisoria. Es tan indignante como cuando Alemania, el año pasado, se negó a extraditar a Italia a dos ex miembros de la SS, culpables de atroces crímenes de guerra en Italia en 1944, porque los 'pobres ancianos' tenían más de 85 años. Ancianos a los que, por cierto, no les importó matar a otros ancianos y muchos niños entre los centenares de civiles italianos asesinados. De igual forma, tener consideración con un violador por su edad es tenerle una consideración que el criminal no tuvo con sus víctimas, despojadas de su dignidad e inocencia. Sí, muy probablemente, el acusado muriese antes de terminar su juicio, pero se sentaría un importante precedente: la Iglesia no tolera el abuso sexual. ¿Por qué hay excomunión inmediata para quien realiza un aborto pero no para aquellos que rompieron su sagrado voto de castidad e incurrieron en un atroz crimen?

4) Los abusos sexuales no son sólo malas relaciones públicas, sino que son una aberración que debería combatirse duramente, como a la peor de las herejías. ¿Por qué? Porque la Iglesia, sabia y correctamente, siempre ha predicado la sacralidad y la belleza de la sexualidad humana, y puesto firmes contrastres a su absurda banalización y comercialización. ¿No es acaso horrible que se haga de la vista gorda ante la abominación que es el abuso sexual? Yo creo que la Congregación para la Doctrina de la Fe debería agilizar sus investigaciones, ayudándose quizá de peritos legales, y, de declarar al acusado culpable, proceder a un inmisericorde juicio canónico que habría de excomulgar al implicado y despojarlo(a) de su orden sacerdotal. Después, como en tiempos de la Inquisición, entregarlo(a) a las autoridades seculares y presentar cargos en su contra para que el infractor responda penalmente por sus crímenes.

Siempre he sido un poco radical, pero hay cosas que ameritan radicalidad...

G. G. Jolly

'¿Por qué permanezco en la Iglesia?' de Joseph Ratzinger


Existen hoy muchos y opuestos motivos para no permanecer en la iglesia. En nuestros días están tentados de volver la espalda a la Iglesia no sólo aquellos a quienes se les ha hecho extraña la fe de ésta, a quienes aparece demasiado retrógrada, demasiado medieval, demasiado hostil al mundo y a la vida, sino también aquellos que amaron la imagen histórica de la Iglesia, su liturgia, su independencia de las modas pasajeras, el reflejo de lo eterno visible en su rostro. Estos tienen la impresión de que la Iglesia está a punto de traicionar su especificidad, de venderse a la moda del tiempo y de este modo perder su alma. Están desilusionados como el amante traicionado y por eso piensan seriamente en volverle la espalda.

Por otra parte, también existen motivos contradictorios para permanecer en la Iglesia. Permanecen en ella no sólo los que creen firmemente en su misión o quienes no quieren abandonar una antigua y entrañable costumbre (aunque hagan poco uso de ella), sino sobre todo y especialmente quienes rechazan toda su realidad histórica y combaten abiertamente el contenido que sus ministros tratan de darle y de conservar. A pesar de querer eliminar lo que la Iglesia fue y es, no intentan salir fuera de ella, porque esperan trasformarla en lo que a su juicio debe ser.

1. Reflexiones preliminares sobre la situación de la Iglesia

De todo esto resulta que la Iglesia se encuentra en una situación de confusionismo, en la que los motivos a favor o en contra no sólo se entremezclan de la manera más extraña, sino que parece imposible llegar a un entendimiento. Reina la desconfianza sobre todo porque el permanecer en la Iglesia no tiene ya el carácter claro e inequívoco de antes y nadie cree en la sinceridad de los demás. Las palabras llenas de esperanza de Romano Guardini en 1921 ('un acontecimiento de gran importancia ha comenzado: la iglesia despierta en las almas'), parecen ya anacrónicas. Al contrario, hoy habría que cambiar la frase de este modo: 'Un acontecimiento de gran importancia ha comenzado: la Iglesia se apaga en las almas y se disgrega en las comunidades'. En medio de un mundo que tiende a la unidad, la Iglesia se dispersa en resentimientos nacionalistas, en la exaltación de lo propio y en la denigración de lo ajeno. Entre los defensores de la secularidad y la reacción de quienes están demasiado apegados al pasado y a lo externo, entre el desprecio de la tradición y la fidelidad exagerada a la letra parece que no existe ninguna posibilidad de equilibrio. La opinión pública asigna inexorablemente a cada uno su propio puesto; tiene necesidad de posiciones claras y precisas y no puede entretenerse en ninguna clase de matices: quien no está a favor del progreso está contra él; o se es conservador o progresista. Gracias a Dios, la realidad es distinta: entre estos dos extremos existen también hoy creyentes silenciosos y casi sin voz, quienes con toda sencillez realizan la verdadera misión de la Iglesia incluso en este momento de confusión: la adoración y la paciencia de la vida cotidiana, la palabra de Dios. Sin embargo, en la imagen que se tiene de la Iglesia éstos no tienen sitio; esa verdadera Iglesia no es invisible, pero está profundamente escondida a las maniobras de los hombres.

De este modo queda esbozada una primera indicación sobre el contexto en donde se sitúa la pregunta: ¿por que permanezco en la Iglesia? Para dar una respuesta adecuada debemos analizar en primer lugar ese contexto, en el que la palabra 'hoy' entra de lleno en el tema, y posteriormente profundizar en los motivos de la situación actual.

¿Cómo se ha podido llegar a una tan extraña situación de confusión en el momento en que se esperaba un nuevo pentecostés? ¿Cómo ha sido posible que precisamente cuando el Concilio Vaticano II parecía recoger los frutos maduros de los últimos decenios, esta plenitud haya dado paso de repente a un vacío desconcertante? ¿Qué ha sucedido para que del gran impulso hacia la unidad haya surgido la disgregación? Quisiera intentar responder recurriendo en principio a una comparación que puede hacernos descubrir cuál es nuestra tarea y, al mismo tiempo, dejar entrever los motivos que hacen posible un sí o un no. Parece como si en nuestro esfuerzo por llegar a una comprensión de la Iglesia, siguiendo las huellas del concilio que ha luchado denodadamente por ello, nos hubiéramos acercado tanto a la Iglesia, que ya no fuéramos capaces de verla en su conjunto; como si los primeros edificios nos impidieran ver la ciudad y los primeros árboles nos estorbaran para abarcar con nuestra mirada todo el bosque. La situación a la que nos ha llevado la ciencia a propósito de muchos aspectos de la realidad, se repite también ahora con la iglesia. Vemos los detalles tan cercana y minuciosamente que no somos capaces de contemplar el todo. Lo que hemos ganado en precisión lo hemos perdido en verdad. Cuando observamos al microscopio un trozo de árbol, lo que vemos es sin duda exacto, pero podría a la vez esconderse la verdad si se olvidase que un detalle no es sólo un detalle, sino que existe en un todo, que aunque no sea visible al microscopio, es igualmente verdadero, incluso más verdadero que el detalle tomado aisladamente.

Pero dejemos a un lado las comparaciones. La perspectiva contemporánea ha determinado nuestra mirada sobre la Iglesia, de tal modo que hoy prácticamente sólo vemos la Iglesia desde el punto de vista de la eficacia, preocupados por descubrir qué es lo que podemos hacer con ella. Los prolongados esfuerzos por reformar a la Iglesia han hecho olvidar todo lo demás. Para nosotros hoy no es nada más que una organización que se puede trasformar y nuestro gran problema es el de determinar cuáles son los cambios que la hagan 'más eficaz' para los objetivos particulares que cada uno se propone. Planteando de esta manera la cuestión, el concepto de reforma ha sufrido en la conciencia colectiva profundas degeneraciones, que lo han privado de su núcleo central. Pues reforma, en su significado original, es un proceso espiritual, totalmente cercano al cambio de vida y a la conversión, que entra de lleno en el corazón del fenómeno cristiano: solamente a través de la conversión se llega a ser cristianos; esto vale tanto para la vida particular de cada uno como para la historia de toda la Iglesia. Esta vive como Iglesia en la medida en que renueva sin cesar su conversión al Señor, al evitar cerrarse en sí misma y en sus propias costumbres más queridas, tan fácilmente contrarias a la verdad. Cuando la reforma es arrancada de este contexto, del esfuerzo y el deseo de conversión, cuando se espera la salvación solamente del cambio de los demás, de la trasformación de las estructuras, de formas siempre nuevas de adaptación a los tiempos, quizá se llegue de momento a cierta utilidad inmediata, pero en el conjunto la reforma se convierte en una caricatura de sí misma, capaz de cambiar únicamente las realidades secundarias y menos importantes de la Iglesia. No es de extrañar, por tanto, que la misma Iglesia aparezca en definitiva como algo secundario. Todo esto nos ayuda a entender la paradoja que surge de los intentos de renovación propios de nuestra época: los esfuerzos para suavizar la rígidez de las estructuras, para corregir las formas del aparato eclesiástico provenientes de la edad media o más aún de los tiempos del absolutismo, para liberar a la Iglesia de tales interferencias y capacitarla para un servicio más simple y más conforme con el espíritu del evangelio, han conducido en realidad a una sobrevaloración del elemento institucional de la Iglesia sin precedentes en su historia. Las instituciones y los aparatos eclesiásticos son sin duda objeto de una crítica radical como jamás ha existido, pero también absorben la atención con una exclusividad más acentuada que antes, de tal manera que para muchos la Iglesia queda reducida a esa realidad institucional. La pregunta sobre la Iglesia se plantea en términos de organización. No se quiere que un mecanismo tan bien montado quede infructuoso, pero se le encuentra desde muchos puntos de vista inadecuados para conseguir los objetivos que se le asignan.

Detrás de todo eso se perfila el problema central de la crisis de la fe. Por su radio de acción, la Iglesia ejerce sociológicamente su influencia más allá del círculo de sus fieles, y la institucionalización de esta situación falsa la aliena profundamente en su verdadera naturaleza. La publicidad derivada del concilio y la perspectiva de un posible acercamiento entre creyentes y no creyentes, que ha dado fatalmente la impresión de realidad, ha radicalizado al máximo esta alienación. Muchas veces el Concilio fue aplaudido también por aquellos que no tenían intención de llegar a ser creyentes en el sentido de la tradición cristiana, pero que saludaron este 'progreso' de la Iglesia como una confirmación de sus propias opciones y de los caminos recorridos por ellos. Al mismo tiempo hay que reconocer que dentro de la Iglesia la fe ha entrado en una agitada fase de efervescencia. El problema de la mediación histórica sitúa el antiguo credo en una luz incierta y ambigua, con la que las verdades pierden sus propios contornos; por otra parte, las objeciones de las ciencias naturales y más aún de la concepción moderna del mundo avivan este proceso. Los límites entre la interpretación y la negación de las verdades principales se hacen cada vez más difíciles de reconocer. Por ejemplo, ¿qué es lo que significa realmente 'resucitado de entre los muertos'? ¿Quiénes son los que creen, interpretan o niegan? Y mientras se discute hasta dónde pueden llegar los límites de la interpretación, se hace cada vez más borroso el rostro de Dios. La 'muerte de Dios' es un proceso totalmente real, que se instala hoy en el mismo corazón de la Iglesia. Dios muere en la cristiandad, así al menos parece. De hecho allí donde la resurrección se convierte en un acontecimiento de una misión vívida en una imagen superada, Dios no actúa ya. Pero, ¿Dios actúa verdaderamente? Ésta es la pregunta que surge de inmediato. Mas, ¿puede haber alguien tan reaccionario que acepte literalmente la afirmación '(Jesucristo) ha resucitado'? De este modo lo que para uno sólo es progreso, es para otro increencia y lo que antes era inconcebible, es hoy algo normal; personas que desde hace tiempo habían abandonado el credo de la Iglesia, se consideran de buena fe como auténticos cristianos progresistas. Según éstos el único criterio para juzgar a la Iglesia es su eficiencia. Queda, sin embargo, por establecer cuál sea la verdadera eficiencia y para qué objetivos se deba usar. ¿Para criticar la sociedad, para ayudar al desarrollo, para fomentar la revolución? ¿O quizá para celebraciones comunitarias? De cualquier forma hay que comenzar desde los cimientos, porque inicialmente la Iglesia no había sido concebida para esto y efectivamente en su forma actual no está preparada para esos objetivos. Y de este modo aumenta el malestar tanto en los creyentes como en los no creyentes. El derecho de ciudadanía que la incredulidad ha adquirido en la Iglesia hace la situación cada vez más insoportable tanto para unos como para otros. Especialmente trágico es el hecho de que todo esto haya situado el programa de reforma en una ambigüedad extraordinariamente equívoca y para muchos insoluble.

Naturalmente se puede objetar que no todo el panorama se presenta con nubarrones tan negros. En los últimos años han nacido y madurado muchas realidades positivas que no es justo silenciar: la nueva liturgia más accesible al pueblo, la sensibilidad para los problemas sociales, el mejor entendimiento entre los cristianos separados, la disminución del miedo debido a una falsa concepción literal de la fe y muchas otras cosas más. Esto sin duda es verdadero y no se puede minimizar; pero no refleja exactamente la atmósfera general de la Iglesia. Al contrario, también todo esto ha sido inficcionado por la ambigüedad debida a la desaparición de los límites precisos entre fe e incredulidad. Solamente al principio pareció que la consecuencia de esta desaparición pudiera ser considerada como algo liberador. Hoy es claro que de semejante proceso, a pesar de todos los signos de esperanza, en vez de una Iglesia moderna ha surgido una profundamente desgarrada y problematizada. Hemos de admitirlo sin restricciones: el Vaticano I había descrito la Iglesia como el signum levatum in nationes, como el estandarte escatológico visible desde lejos que convocaba y reunía a los hombres. Según el concilio de 1870 ella era el signo esperado por Isaías XI, 12, la señal que incluso desde lejos todos podían reconocer y que a todos indicaba claramente el camino a recorrer. Con su maravillosa porpagación, su eminente santidad, su fecundidad para todo lo bueno y su profunda estabilidad, ella representaba el verdadero milagro del cristianismo, la mejor prueba de su credibilidad ante la historia(1). Hoy parece verdadero todo lo contrario: no una comunidad maravillosamente difundida, sino una asociación estancada, que no ha sido capaz de superar realmente los confines del espíritu europeo y medieval; no ya una profunda santidad, sino un conjunto de debilidades humanas, una historia vergonzosa y humillante, en la que no ha faltado ningún escándalo, desde la persecución de herejes y procesos contra las brujas, desde la persecución de los judíos y el servilismo de las conciencias hasta el autodogmatismo y la resistencia contra la evidencia científica, de tal modo que quien pertenece a esa historia no puede hacer otra cosa que cubrirse vergonzosamente la cara; finalmente no ya una estabilidad indestructible, sino condescendencia con todas las corrientes de la historia, con el colonialismo, el nacionalismo y recientemente los intentos de hacer las paces con el marxismo y hasta de identificarse con él... De este modo, la Iglesia no aparece ya como el signo que invita a la fe, sino precisamente como el obstáculo principal para su aceptación.

Da la impresión de que la verdadera teología consiste sólo en quitarle a la Iglesia sus predicados teológicos, para considerarla y tratarla bajo un aspecto puramente político. No se la mira ya como una realidad de fe, sino como una organización de creyentes, puramente casual y poco accesible, que hay que remodelar lo antes posible según los más modernos criterios de la sociología. 'La confianza es buena, el control mejor', tal es el eslogan que después de tantas desilusiones se prefiere adoptar en relación con la estructura eclesiástica. El principio sacramental no es ya suficientemente claro, solamente el control democrático aparece digno de fe(2): en definitiva, el Espíritu santo es totalmente inaferrable. Quien no tiene miedo de mirar al pasado sabe muy bien que las humillaciones de la historia se derivan precisamente de que en un momento determinado el hombre creyó deber asumir los plenos poderes y considerar como única y verdadera realidad solamente sus propias empresas.

2. La naturaleza de la Iglesia simbolizada en una imagen

Una Iglesia que, contra toda su historia y su naturaleza, sea considerada únicamente desde un punto de vista político, no tiene ningún sentido y la decisión de permanecer en ella, si es puramente política, no es leal, aunque se presente como tal. Ante la situación presente, ¿cómo se puede justificar la permanencia en la Iglesia? En otros términos: la opción por la Iglesia para que tenga sentido tiene que ser espiritual. Pero, ¿en qué puede apoyarse una opción espiritual? Quisiera dar una primera respuesta utilizando una imagen y volviendo a los términos que usamos al principio para describir la situación. Hemos dicho que en nuestros estudios nos hemos acercado tanto a la Iglesia que no somos capaces de verla en su conjunto. Vamos a profundizar este pensamiento tomando una imagen con la que los padres nutrieron su meditación simbólica sobre el mundo y sobre la Iglesia. Los padres decían que en el mundo cósmico la luna era la imagen de lo que la Iglesia representaba para la salvación del mundo espiritual. Tomaban así un antiguo simbolismo constantemente presente en la historia de las religiones (los padres no hablaron nunca de 'teología de las religiones', pero la han actuado concretamente) en el que la luna era el símbolo de la fecundidad y de la fragilidad, de la muerte y de la caducidad de las cosas, pero también de la esperanza en el renacimiento y en la resurrección, era la imagen 'patética y al mismo tiempo consoladora' (3) de la existencia humana. El simbolismo lunar y el telúrico se mezclan frecuentemente. Por su fugacidad y por su reaparición la luna representa el mundo de los hombres, el mundo terreno caracterizado por la necesidad de recibir y por su indigencia, y que obtiene su propia fecundidad de otro, es decir, del sol. De este modo el simbolismo se convierte en símbolo del hombre y de la naturaleza humana, como se manifiesta en la mujer que concibe y es fecunda en virtud de la semilla de vida que recibe.

Los padres han aplicado el simbolismo de la luna a la Iglesia sobre todo por dos razones: por la relación luna-mujer (madre) y por el hecho de que la luna no tiene luz propia, sino que la recibe del sol sin el cual sería obscuridad completa. La luna resplandece, pero su luz no es suya sino de otro(4). Es obscuridad y luz al mismo tiempo. Aunque por sí misma es obscuridad, da luz en virtud de otro de quien refleja la luz. Precisamente por esto simboliza la Iglesia, que resplandece aunque de por sí sea obscura; no es luminosa en virtud de la propia luz, sino del verdadero sol, Jesucristo, de tal modo que siendo solamente tierra (también la luna solamente es otra tierra) está en grado de iluminar la noche de nuestra lejanía de Dios: 'la luna narra el misterio de Cristo'(5).

Mas no hemos de forzar los símbolos; su eficacia está en la inmediatez plástica que no se puede encuadrar en esquemas lógicos. Sin embargo, en esta época nuestra de viajes lunares surge espontáneamente profundizar esta comparación, que al confrontar el pensamiento físíio con el simbólico evidencia mejor nuestra situación específica respecto a la realidad de la Iglesia. La sonda lunar y los astronautas descubren la luna únicamente como una estepa rocosa y desértica, como montañas y arena, no como luz. Y efectivamente la luna es en sí y por sí misma sólo desierto, arena y rocas. Sin embargo, aunque no por ella, por otro y en función de otro, es también luz y como tal permanece incluso en la época de los vuelos espaciales. Es lo que no es en sí misma. Pero esto otro, que no es suyo, también es realidad suya. Existe la verdad física y la simbólico-poética que no se excluyen mutuamente. Este es el momento de plantearnos la pregunta: ¿no es ésta una imagen exacta de la Iglesia? Quien la explora y la excava con la sonda, como la luna, descubrirá solamente desierto, arena y piedras, las debilidades del hombre y su historia a través del polvo, los desiertos y las montañas. Todo esto es suyo, pero no se representa aún su realidad específica. El hecho decisivo es que ella, aunque es solamente arena y rocas, es también luz en virtud de otro, del Señor: lo que no es suyo es verdaderamente suyo, su realidad más profunda, más aún su naturaleza es precisamente la de no valer por sí misma sino sólo por lo que en ella no es suyo; existe en una expropiación continua; tiene una luz que no es suya y sin embargo constituye toda su esencia. Ella es luna (mysterium lunae) y como tal interesa a los creyentes porque precisamente así exige una constante opción espiritual.

Como el significado contenido en esta imagen me parece de una importancia decisiva, antes de traducirlo en afirmaciones de principio, prefiero clarificarlo mejor con otra observación. Después de la utilización de la lengua propia en la liturgia de la misa, antes de la última reforma, encontraba siempre una dificultad ante un texto que me parece esclarecedor para lo que estamos tratando. En la traducción del suscipiat se dice: 'El Señor reciba de tus manos este sacrificio... para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia'. Siempre estuve tentado de decir 'y el de toda nuestra santa Iglesia'. Reaparece aquí todo el problema y el cambio obrado en este último período. En lugar de su Iglesia hemos colocado la nuestra, y con ella miles de iglesias; cada uno la suya. Las iglesias se han convertido en empresas nuestras, de las que nos enorgullecemos o nos avergonzamos, pequeñas e innumerables propiedades privadas, puestas una junto a otra, iglesias solamente nuestras, obra y propiedad nuestra, que nosotros conservamos o trasformamos a placer. Detrás de 'nuestra Iglesia' o también de 'vuestra Iglesia' ha desaparecido 'su Iglesia'. Pero ésta es la única que realmente interesa; si ésta no existe ya, también la 'nuestra' debe desaparecer. Si fuese solamente nuestra, la Iglesia sería un castillo en la arena.

3. ¿Por qué permanezco en la Iglesia?

En lo ya expuesto está implícita la respuesta al interrogante que nos hemos planteado al principio: yo estoy en la Iglesia porque creo que hoy como ayer e independientemente de nosotros, detrás de 'nuestra Iglesia' vive 'su Iglesia' y no puedo estar cerca de Él si no es permaneciendo en su Iglesia. Yo estoy en la Iglesia porque a pesar de todo creo que no es en el fondo nuestra sino 'suya'.

En términos muy concretos: es la Iglesia la que no obstante todas las debilidades humanas existentes en ella nos da a Jesucristo; solamente por medio de ella puedo yo recibirlo como una realidad viva y poderosa, que me interpela aquí y ahora. Henri de Lubac ha expresado de este modo esta verdad: 'Incluso los que la desprecian [a la Iglesia], si todavía admiten a Jesús, ¿saben de quién lo reciben?... Jesús está vivo para nosotros. Pero, ¿en medio de qué arenas movedizas se habría perdido, no ya su memoria y su nombre, sino su influencia viva, la acción de su evangelio y la fe en su persona divina, sin la continuidad visible de su iglesia?... "Sin la Iglesia, Cristo se evapora, se desmenuza, se anula". ¿Y qué sería la humanidad privada de Cristo?'(6). El primer y más elemental principio que hemos de establecer es que cualquiera que sea o haya sido el grado de infidelidad de la Iglesia, así como es verdad que ésta tiene continuadamente necesidad de confrontarse con Cristo, también es cierto que entre Cristo y la Iglesia no hay ningún contraste decisivo. Por medio de la Iglesia él, superando las distancias de la historia, se hace vivo, nos habla y permanece en medio de nosotros como maestro y Señor, como hermano que nos reúne en fraternidad. Dándonos a Jesucristo, haciéndolo vivo y presente en medio de nosotros, regenerándolo continuamente en la fe y en la oración de los hombres, la Iglesia da a la humanidad una luz, un apoyo y una norma sin los que no podríamos entender el mundo. Quien desea la presencia de Cristo en la humanidad, no la puede encontrar contra la Iglesia, sino solamente en ella.

Todo lo dicho nos lleva a la conclusión de que si yo estoy en la Iglesia es por las mismas razones porque soy cristiano.(7) No se puede creer en solitario. La fe sólo es posible en comunión con otros creyentes. La fe por su misma naturaleza es fuerza que une. Su verdadero modelo es la realidad de pentecostés, el milagro de compresión que se establece entre los hombres de procedencia y de historia diversas. Esta fe o es eclesial o no es tal fe. Además así como no se puede creer en solitario, sino sólo en comunión con otros, tampoco se puede tener fe por iniciativa propia o invención, sino sólo si existe alguien que me comunica esta capacidad, que no está en mi poder sino que me precede y me trasciende. Una fe que fuese fruto de mi invención sería un contrasentido, porque me podría decir y garantizar solamente lo que yo ya soy y sé, pero no podría nunca superar los límites de mi yo. Por eso una Iglesia, una comunidad que se hiciese a si misma, que estuviese fundada sólo sobre la propia gracia, sería una contrasentido. La fe exige una comunidad que tenga poder y sea superior a mí y no una creación mía ni el instrumento de mis propios deseos.

Todo esto se puede formular también desde un punto de vista más histórico: o Jesús fue un ser superior al hombre, dotado de un poder que no era fruto del propio arbitrio, sino capaz de extenderse a todos los siglos, o no tuvo tal poder ni pudo por tanto dejarlo en herencia a los demás. En tal caso yo estaría al arbitrio de mis reconstrucciones mentales y él no sería nada más que un gran fundador, que se hace presente a través de un pensamiento renovado. Si en cambio Jesús es algo más, él no depende de mis reconstrucciones mentales sino que su poder es válido todavía hoy.

Pero volvamos al pensamiento anterior según el cual solamente se puede ser cristiano dentro de la Iglesia, no fuera ni junto a ella. No tengamos miedo de plantearnos con toda objetividad esta pregunta patética: ¿qué sería el mundo sin Cristo? ¿Sin un Dios que habla y se manifiesta, que conoce al hombre y a quien el hombre puede conocer? La respuesta nos la dan clara y nítida quienes con tenacidad enconada tratan de construir efectivamente un mundo sin Dios. Sus esfuerzos se reducen a un experimento absurdo, sin perspectivas ni criterios de acción. Aunque en su larga historia el cristianismo haya concretamente faltado (y siempre lo ha hecho de modo desconcertante) al mensaje contenido en él, no ha dejado jamás de proclamar los criterios de justicia y de amor, frecuentemente contra la misma Iglesia y no obstante jamás sin el secreto poder que hay depositado en ella.

En otros términos: yo permanezco en la Iglesia porque creo que la fe, realizable solamente en ella y nunca contra ella, es una verdadera necesidad para el hombre y para el mundo. Éste vive de la fe aun allí donde no la comparte. De hecho, donde ya no hay Dios (y un Dios que calla no es Dios) no existe tampoco la verdad que es anterior al mundo y al hombre. Pero en un mundo sin verdad no se puede vivir por mucho tiempo. Donde se renuncia a la verdad, se continúa viviendo porque ésta aún no se ha apagado totalmente, como la luz del sol continúa aún brillando por algún tiempo, antes de que la noche cerrada cubra el mundo.

El mismo pensamiento puede ser expresado de otro modo: yo permanezco en la Iglesia porque solamente la fe de la Iglesia salva al hombre. Puede parecer una frase muy tradicional, dogmática e irreal, pero en cambio es totalmente objetiva y realista. En nuestro mundo lleno de inhibiciones y de frustraciones el deseo de salvación ha reaparecido en toda su primordial vehemencia. Los esfuerzos de Freud y de C. G. Jung no son otra cosa que intentos de salvar a quienes se sienten irredentos. Partiendo de otras premisas, Marcuse, Adorno, Habermas, continúan a su modo buscando y anunciando la salvación. También el problema de Marx es en el fondo un problema de salvación. Cuanto más libre, clarificado y poderoso se convierta el hombre, tanto más le atormentará el deseo de salvación y tanto más esclavizado se encontrará. Marx, Freud, Marcuse, tienen todos en común la búsqueda de la salvación, la aspiración hacia un mundo sin dolor, enfermedad y miseria. El gran ideal de nuestra generación es uno sociedad libre de la tiranía, del dolor y de la injusticia; a esto apuntan las turbulentas explosiones de los jóvenes y el resentimiento de los viejos al ver que la tiranía, la injusticia y el dolor continúan como siempre. La lucha contra el dolor y la injusticia brota de un impulso fundamentalmente cristiano, pero el pensar que a través de las reformas sociales y la eliminación del dominio y del ordenamiento jurídico se puede conseguir aquí y ahora un mundo libre de dolor, es una doctrina errónea, profundamente desconocedora de la naturaleza humana. En este mundo el dolor no se deriva sólo de la desigualdad en las riquezas y en el poder. El sufrimiento no es el único peso que el hombre ha de descargarse de las espaldas. Quien piensa así, tiene que refugiarse en el mundo ilusorio de los estupefacientes, para encontrarse después más abatido y en contraste con la realidad. Sólo soportándose a sí mismo y liberándose de la tiranía del propio egoísmo, el hombre se encuentra a sí mismo, su propia verdad, su propia alegría y su propia felicidad. La crisis de nuestro tiempo depende principalmente del hecho de que se nos quiere hacer creer que se puede llegar a ser hombres sin el dominio de sí, sin la paciencia de la renuncia y la fatiga de la superación, que no es necesario el sacrificio de mantener los compromisos aceptados, ni el esfuerzo para sufrir con paciencia la tensión de lo que se debería ser y lo que efectivamente se es. Un hombre que sea privado de toda fatiga y trasportado a la tierra prometida de sus sueños, pierde su autenticidad y su mismidad. En realidad el hombre no es salvado sino a través de la cruz y la aceptación de los propios sufrimientos y de los sufrimientos del mundo, que encuentran su sentido liberador en la pasión de Dios. Solamente así el hombre llegará a ser libre. Todas las demás ofertas a mejor precio están destinadas al fracaso. La esperanza del cristianismo y la suerte de la fe dependen de algo muy simple, de su capacidad de decir la verdad. La suerte de la fe es la suerte de la verdad; ésta puede ser oscurecida y pisoteada, pero jamás destruida.


Llegamos al último punto. Un hombre ve únicamente en la medida en que ama. Ciertamente existe también la clarividencia de la negación y del odio. Sin embargo, éstos solamente pueden ver lo que entra dentro de sus perspectivas: lo negativo. Sin duda pueden preservar al amor de una ceguera que les haca olvidar sus límites y los peligros que corre, pero no son capaces de construir algo positivo. Sin una cierta cantidad de amor no se encuentra nada. Quien no se compromete un poco para vivir la experiencia de la fe y la experiencia de la Iglesia y no afronta el riesgo de mirarla con ojos de amor, no descubrirá otra cosa que decepciones. El riesgo del amor es condición preliminar para llegar a la fe. Quien osa arriesgarse no tiene necesidad de esconder ninguna de las debilidades de la Iglesia, porque descubre que ésta no se reduce solamente a ellas; descubre que junto a la historia de los escándalos existe también la de la fe fuerte e intrépida, que ha dado sus frutos a través de todos los siglos en grandes figuras como Agustín, Francisco de Asís, el dominico Bartolomé de las Casas con su apasionada lucha por los indios, Vicente de Paúl, Juan XXIII. Quien afronta este riesgo del amor descubre que la Iglesia ha proyectado en la historia un haz de luz tal que no puede ser apagado. También la belleza surgida bajo el impulso de su mensaje, y que vemos plasmada aún hoy en incomparables obras de arte, se convierte para él en un testimonio de verdad: lo que se traduce en expresiones tan nobles no puede ser solamente tinieblas. La belleza de las grandes catedrales, la belleza de la música nacida al calor de la fe, la magnificencia de la liturgia eclesiástica, principalmente la realidad de la fiesta que no la puede hacer uno mismo sino sólo acoger(8), la organización del año litúrgico, en el que se funden en un conjunto el ayer y el hoy, el tiempo y la eternidad, todas estas cosas no son, a mi juicio, algo casual. La belleza es el resplandor de la verdad, ha dicho Tomás de Aquino, y podríamos añadir que la ofensa a la belleza es la autoironía de la verdad perdida. Las expresiones en que la fe ha sabido darse a lo largo de la historia, son testimonio y confirmación de su verdad.

Me permito aún añadir una observación, aunque pueda parecer muy subjetiva. Si se tienen los ojos abiertos, también hoy se pueden encontrar personas que son un testimonio viviente de la fuerza liberadora de la fe cristiana. Y no es una vergüenza ser y permanecer cristianos en virtud de estos hombres, que viviendo un cristianismo auténtico, nos lo hacen digno de fe y de amor. A fin de cuentas el hombre es víctima de una ilusión cuando pretende hacer de sí una especie de sujeto trascendental que considera válido únicamente lo que no es fortuito. Ciertamente es un deber reflexionar sobre semejantes experiencias, examinar su grado de responsabilidad, purificarlo y darle una nueva plenitud. Pero en el curso de este proceso necesario de objetivación ¿no figura acaso como una prueba relevante en favor del cristianismo el hecho de que haga más humanos a los hombres en el mismo momento en que los une a Dios? ¿Este elemento subjetivo no es también al mismo tiempo un dato objetivo del cual no hemos de avergonzarnos ante nadie?
Concluyamos con una última observación. Cuando, como aquí, se afirma que sin el amor no se puede ver y por tanto para conocer la Iglesia es también necesario amarla, muchos se inquietan. ¿El amor no es acaso lo contrario de la crítica? ¿No es quizá ésta la excusa a la que cuantos tienen el poder en la mano recurren gustosamente para eliminar la crítica y mantener a su favor la situación de hecho? ¿Se ayuda más a los hombres tratando de tranquilizarles y de paliar la realidad, o quizás interviniendo a su favor contra las injusticias habituales o contra el predominio de las estructuras? Se trata ciertamente de cuestiones muy importantes, pero no podemos ahora tratarlas. Una cosa es sin embargo cierta, que el amor no es estático ni acrítico. La única posibilidad que tenemos de cambiar en sentido positivo a un hombre es la de amarlo, trasformándolo lentamente de lo que es en lo que puede ser. ¿Sucederá de distinto modo en la Iglesia? Basta con mirar la historia reciente: durante la renovación litúrgica y teológica de la primera mitad de este siglo ha madurado un verdadero movimiento de reforma que ha llevado a trasformaciones positivas. Esto solamente fue posible porque surgieron hombres con el don del discernimiento, que amaron la iglesia con corazón atento y vigilante, con espíritu crítico, y dispuestos a sufrir por ella. Si hoy no somos capaces de realizar algo es porque estamos demasiado ocupados en afirmarnos sólo a nosotros mismos. No valdría la pena permanecer en una Iglesia que, para ser acogedora y digna de ser habitada, tuviera necesidad de ser hecha por nosotros; sería un contrasentido. Permanecer en la Iglesia porque ella es en sí misma digna de permanecer en el mundo, digna de ser amada y trasformada por el amor en lo que debe ser, es el camino que también hoy nos enseña la responsabilidad de la fe.

Tomado del libro: ¿Por qué soy cristiano?; ¿Por qué permanezco en la Iglesia? de Hans Urs von Balthasar y Joseph Ratzinger, Salamanca, Sígueme, 2005. pp. 81-113.

(1) H. Denzinger y P. Hünermann, Enchiridion symbolorum, Freiburg 1963, n. 3013 s. (El magisterio de la Iglesia, Barcelona, 2000).
(2) En esta exigencia se esconden ciertamente elementos justificables y en muchos aspectos conciliables con el carácter sacramental de la jerarquía eclesiástica. Todo esto es expuesto con las debidas distinciones y clarificaciones en J. Ratzinger y H. Maier, Democracia en la iglesia, Madrid 1972.
(3) M. Eliade, Die Religionen und das Heilige, Salzburg 1954, 215; cf. también el capítulo 'Mond und Mondmystik', 180-216.
(4) Cf. H. Rahner, Griechische Mythen in christlicher Deutung, Darmstadt, 1957, 200-224; Id., Symbole der Kirche, Salzburgo, 1964, 89-173. Es interesante la observación según la cual la ciencia antigua discutió ampliamente si la luna tenía o no luz propia. Los padres sostuvieron la tesis negativa, más tarde común, y la interpretaban en un sentido teológico-simbólico (cf. especialmente la página 100).
(5) Ambrosio, Exameron IV 8, 23: CSEL 32, 1, página 137, Z 27 s.; H. Rahner, Griechische Mythen, 201.
(6) H. de Lubac, Paradoja y misterio de la iglesia, Salamanca, 1967, 20 s.; cf. 16 s.
(7) v. '¿Por qué soy cristiano?' de H. U. von Balthasar, en ¿Por qué soy cristiano?; ¿Por qué permanezco en la Iglesia? de H. U. von Balthasar y J. Ratzinger, Salamanca, 2005. pp. 11-79.
(8) Cf. sobre este tema especialmente J. Pieper, Musse und Kult, Múnich, 1948.

miércoles, mayo 24, 2006

‘Madame Bovary’, de Gustave Flaubert

Para N., mi propia Madame Bovary.

Releí este magnífico clásico de la literatura y encontré pasajes maravillosos en los que no reparé lo suficiente la primera vez que lo leí. Ahora quiero compartirlos con ustedes, a pesar de que sea muy largo y la traducción que encontré sea muy mala (no pretendía capturarla). Les recomiendo que compren el libro y se hagan un tiempo para leerlo.

G. G. Jolly, Emma et Léon, lápiz sobre papel, 2005.

Su primera conversación

Hablaban de una compañía de bailarines españoles que iba a actuar en breve en el teatro de Rouen.
—¿Irá usted? —le preguntó ella.
—Si puedo —contestó él.
¿No tenían otra cosa qué decirse? Sus ojos, no obstante, estaban llenos de una conversación más seria; y, mientras se esforzaban en encontrar frases banales, se sentían invadidos por una misma languidez; era como un murmullo del alma, profundo, continuo, que dominaba el de las voces. Sorprendidos por aquella dulzura nueva, no pensaban en contarse esa sensación o en descubrir su causa. Las dichas futuras, como las playas de los trópicos, proyectan sobre la inmensidad que les precede sus suavidades natales, una brisa perfumada, y uno se adormece en aquella embriaguez sin ni siquiera preocuparse del horizonte que no se vislumbra.

[...]

Pero sobre el fondo vulgar de todos aquellos rostros humanos, la figura de Emma se destacaba aislada y más lejana sin embargo; pues Léon presentía entre ella y él como vagos abismos.
Al principio él había ido a visitarla varias veces a su casa acompañado del farmacéutico. Charles no se había mostrado muy interesado por recibirle; y Léon no sabía cómo comportarse entre el miedo de ser indiscreto y el deseo de una intimidad que creía casi imposible.

Caminan juntos

Emma, que le daba el brazo, se apoyaba un poco sobre su hombro, y miraba el disco del sol que irradiaba a lo lejos, en la bruma, su palidez deslumbrante; pero volvió la cabeza: Charles estaba allí. Llevaba la gorra hundida hasta las cejas, y sus gruesos labios temblequeaban, lo cual añadía a su cara algo de estúpido; hasta su espalda, su tranquila espalda resultaba irritante a la vista, y Emma veía aparecer sobre la levita toda la simpleza del personaje.
Mientras que ella lo contemplaba, gozando así en su irritación de una especie de voluptuosidad depravada, Léon se adelantó un paso. El frío que le palidecía parecía depositar sobre su cara una languidez más suave; el cuello de la camisa, un poco flojo, dejaba ver la piel; un pedazo de oreja asomaba entre un mechón de cabellos y sus grandes ojos azules, levantados hacia las nubes, le parecieron a Emma más límpidos y más bellos que esos lagos de las montañas en los que se refleja el cielo.

[...]

—¡Sí, encantador!, ¡encantador!... ¿No estará enamorado? —se preguntó—. ¿De quién?... ¡Pues de mí!
Aparecieron a la vez todas las pruebas, su corazón le dio un vuelco. La llama de la chimenea hacía temblar en el techo una claridad alegre; ella se volvió de espalda estirando los brazos. Entonces comenzó la eterna lamentación: ¡Oh!, ¡si el cielo lo hubiese querido! ¿Por qué no puede ser? ¿Quién lo impedía, pues?...

Las despedidas

Emma adelgazó, sus mejillas palidecieron, su cara se alargó. Con sus bandós negros, sus grandes ojos, su nariz recta, su andar de pájaro, y siempre silenciosa ahora, ¿no parecía atravesar la existencia, apenas sin rozarla, y llevar en la frente la señal de alguna predestinación sublime? Estaba tan triste y tan tranquila, tan dulce y a la vez tan reservada, que uno se sentía a su lado prendido por un encanto glacial, como se tiembla en las iglesias bajo el perfume de las flores mezclado al frío de los mármoles. Tampoco los demás escapaban a esta seducción. El farmacéutico decía:
—Es una mujer de grandes recursos y no desentonaría en una subprefectura.

[...]

Cuando llegó el momento de las despedidas, la señora Homais lloró; Justin sollozaba; Homais, como hombre fuerte, disimuló su emoción, quiso él mismo llevar el abrigo de su amigo hasta la verja del notario, quien llevaba a Léon a Rouen en su coche.
Éste último tenía el tiempo justo de decir adiós al señor Bovary.
Cuando llegó a lo alto de la escalera, se paró porque le faltaba el aliento. Al verle entrar, Madame Bovary se levantó con presteza.
—¡Soy yo otra vez! —dijo Léon.
—¡Estaba segura!
Emma se mordió los labios, y una oleada de sangre le corrió bajo la piel, que se volvió completamente sonrosada, desde la raíz de los cabellos hasta el borde de su cuello de encaje. Permanecía de pie, apoyando el hombro en el zócalo de madera.
—¿No está el señor? dijo él.
—Está ausente.
Y repitió:
—Está ausente.
Entonces hubo un silencio. Se miraron; y sus pensamientos, confundidos en la misma angustia, se apretaban estrechamente, como dos pechos palpitantes.
—Me gustaría besar a Berthe —dijo Léon.
Emma bajó algunos escalones y llamó a Felicité.
Él echó rápidamente una amplia ojeada a su alrededor, que se extendió a las paredes, a las estanterías, a la chimenea, como para penetrarlo todo, llevarlo todo.
Pero ella volvió, y la criada trajo a Berthe, que agitaba un molinillo de viento atado a un hilo, con la cabeza abajo.
Léon la besó en el cuello varias veces.
—¡Adiós!, ¡pobre niña!, ¡adiós, querida pequeña, adiós!
Y se la devolvió a su madre.
—Llévesela —dijo ésta a la criada.
Se quedaron solos, Madame Bovary, de espaldas, con la cara pegada a un cristal de la ventana; Léon tenía su gorra en la mano y la golpeaba suavemente a lo largo de su muslo.
—Va a llover —dijo Emma.
—¡Ah!, tengo un abrigo —dijo él.
Ella se volvió, barbilla baja y la frente hacia adelante. La luz le resbalaba como sobre un mármol, hasta la curva de las cejas, sin que se pudiese saber to que miraba. Emma miraba en el horizonte sin saber lo que pensaba en el fondo de sí misma.
—¡Adiós! —suspiró él.
Emma levantó la cabeza con un movimiento brusco:
—Sí, adiós..., ¡márchese!
Se adelantaron el uno hacia el otro; él tendió la mano, ella vaciló.
—A la inglesa, pues —dijo Emma abandonando la suya, y esforzándose por reír.
Léon la sintió entre sus dedos, y la sustancia misma de todo su ser le parecía concentrarse en aquella palma de la mano húmeda.
Después abrió la mano; sus miradas volvieron a encontrarse, y desapareció.
Cuando llegó a la plaza del mercado, se detuvo, y se escondió detrás de un pilar, a fin de contemplar por última vez aquella casa blanca con sus cuatro celosías verdes. Creyó ver una sombra detrás de la ventana, en la habitación; pero la cortina, separándose del alzapaño como si nadie la tocara, movió lentamente sus largos pliegues oblicuos, que de un solo salto, se extendieron todos y quedó recta, más inmóvil que una pared de yeso. Léon echó a correr.
Percibió de lejos, en la carretera, el cabriolé de su patrón y, al lado, a un hombre con delantal que sostenía el caballo. Homais y el señor Guillaumin charlaban entre sí.
—Abráceme —dijo el boticario con lágrimas en los ojos—. Tome su abrigo, mi buen amigo; tenga cuidado con el frío. ¡Cuídese, mire por su salud!
—¡Vamos, Léon, al coche! —dijo el notario.
Homais se inclinó sobre el guardabarros y con una voz entrecortada por los sollozos, dejó caer estas dos palabras tristes:
—¡Buen viaje!
—Buenas tardes, respondió el señor Guillaumin. ¡Afloje las riendas!
Arrancaron y Homais se volvió.
Madame Bovary había abierto la ventana que daba al jardín, y miraba las nubes.
Se amontonaban al poniente del lado de Rouen, y rodaban rápidas sus voluras negras, de las que se destacaban por detrás las grandes líneas del sol como las flechas de oro de un trofeo suspendido, mientras que el resto del cielo vacío tenía la blancura de una porcelana. Pero una ráfaga de viento hizo doblegarse a los álamos, y de pronto empezó a llover; las gotas crepitaban sobre las hojas verdes. Después, reapareció el sol, cantaron las gallinas, los gorriones batían sus alas en los matorrales húmedos y los charcos de agua sobre la arena arrastraban en su curso las flores rosa de ,una acacia.
—¡Ah!, ¡qué lejos debe estar ya! —pensó ella.

[...]

El día siguiente fue para Emma un día fúnebre. Todo le pareció envuelto en una atmósfera negra que flotaba confusamente sobre el exterior de las cosas, y la pena se hundía en su alma con aullidos suaves, como hace el viento en los castillos abandonados. Era ese ensueño que nos hacemos sobre lo que ya no volverá, el cansancio que nos invade después de cada tarea realizada, ese dolor, en fin, que nos causa la interrupción de todo movimiento habitual, el cese brusco de una vibración prolongada.
Como al regreso de la Vaubyessard, cuando las contradanzas le daban vueltas en la cabeza, tenía una melancolía taciturna, una desesperación adormecida. Léon se le volvía a aparecer más alto, más guapo, más suave, más difuso; aunque estuviese separado de ella, no la había abandonado, estaba allí, y las paredes de la casa parecían su sombra. Emma no podía apartar su vista de aquella alfombra que él había pisado, de aquellos muebles vacíos donde se había sentado. El río seguía corriendo y hacía avanzar lentamente sus pequeñas olas a lo largo de la ribera resbaladiza. Por ella se habían paseado muchas veces, con aquel mismo murmullo del agua, sobre las piedras cubiertas de musgo. ¡Qué buenas jornadas de sol habían tenido!, ¡qué tardes más buenas, solos, a la sombra, al fondo del jardín! El leía en voz alta, descubierto, sentado en un taburete de palos secos; el viento fresco de la pradera hacía temblar las páginas del libro y las capuchinas del cenador... ¡Ah!, ¡se había ido el único encanto de su vida, la única esperanza posible de una felicidad! ¿Cómo no se había apoderado de aquella ventura cuando se le presentó? ¿Por qué no lo había retenido con las dos manos, con las dos rodillas, cuando quería escaparse? Y se maldijo por no haber amado a Léon; tuvo sed de sus labios. Le entraron ganas de correr a unirse con él, de echarse en sus brazos, de decirle: «¡Soy yo, soy tuya!» Pero las dificultades de la empresa la contenían, y sus deseos, aumentados con el disgusto, no hacían sino avivarse más.
Desde entonces aquel recuerdo de Léon fue como el centro de su hastío; chisporroteaba en él con más fuerza que, en una estepa de Rusia, un fuego de viajeros abandonado sobre la nieve. Se precipitaba sobre él, se acurrucaba contra él, removía delicadamente aquel fuego próximo a extinguirse, iba buscando en torno a ella to que podía avivarlo más; y las reminiscencias más lejanas como las más inmediatas ocasiones, lo que ella experimentaba con lo que se imaginaba, sus deseos de voluptuosidad que se dispersaban, sus proyectos de felicidad que estallaban al viento como ramas secas, su virtud estéril, sus esperanzas muertas, ella lo recogía todo y lo utilizaba todo para aumentar su tristeza.
Sin embargo, las llamas se apaciguaron, bien porque la provisión se agotase por sí misma, o porque su acumulación fuese excesiva. El amor, poco a poco, se fue apagando por la ausencia, la pena se ahogó por la costumbre; y aquel brillo de incendio que teñía de púrpura su cielo pálido fue llenándose de sombra y se borró gradualmente. En su conciencia adormecida, llegó a confundir las repugnancias hacia su marido con aspiraciones hacia el amante, los ardores del odio con los calores de la ternura; pero, como el huracán seguía soplando, y la pasión se consumió hasta las cenizas, y no acudió ningún socorro, no apareció ningún sol, se hizo noche oscura por todas partes, y Emma permaneció perdida en un frío horrible que la traspasaba.

El reencuentro

—Sin embargo, tengo que volver a verla —replicó él—; tenía que decirle...
—¿Qué?
—¡Una cosa... grave, seria! ¡Pero no! Además, ¡usted no marchará, es imposible! Si usted supiera... Escúcheme... ¿Entonces no me ha comprendido?, ¿no ha adivinado?...
—Sin embargo, habla usted bien —dijo Emma.
—¡Ah!, ¡son bromas! ¡Basta, basta! Permítame, por compasión, que vuelva a verla..., una vez..., una sola.
—Bueno...
Ella se detuvo; después como cambiando de parecer:
—¡Oh!, ¡aquí no!
—Donde usted quiera.
—Quiere usted...
Ella pareció reflexionar, y en un tono breve:
—Mañana, a las once en la catedral.
—¡Allí estaré! —exclamó cogiéndole las manos que ella retiró.
Y como ambos estaban de pie, él situado detrás de ella, se inclinó hacia su cuello y la besó largamente en la nuca.
—¡Pero usted está loco!, ¡ah!, ¡usted está loco! decía ella con pequeñas risas sonoras, mientras que los besos se multiplicaban.
Entonces, adelantando la cabeza por encima de su hombro, él pareció buscar el consentimiento de sus ojos. Cayeron sobre él, llenos de una majestad glacial.
Léon dio tres pasos atrás para salir. Se quedó en el umbral. Después musitó con una voz temblorosa:
—Hasta mañana.
Ella respondió con una señal de cabeza, y desapareció como un pájaro en la habitación contigua.
Emma, de noche, escribió al pasante una interminable carta en la que se liberaba de la cita: ahora todo había terminado, y por su mutua felicidad no debían volver a verse.
Pero ya cerrada la carta, como no sabía la dirección de Léon, se encontró en un apuro.
—Se la daré yo misma —se dijo—; él acudirá.
Al día siguiente, Léon, con la ventana abierta y canturreando en su balcón, lustró él mismo sus zapatos con mucho esmero. Se puso un pantalón blanco, calcetines finos, una levita verde, extendió en su pañuelo todos los perfumes que tenía, y después, habiéndose hecho rizar el pelo, se lo desrizó para darle más elegancia natural.
—Aún es demasiado pronto —pensó, mirando el cucú del peluquero que marcaba las nueve.
Leyó una revista de modas atrasada, salió, fumó un cigarro, subió tres calles, pensó que era hora y se dirigió al atrio de Nuestra Señora.

Claude Monet, La catedral de Rouen.

Era una bella mañana de verano. La plata relucía en las tiendas de los orfebres, y la luz que llegaba oblicuamente a la catedral ponía reflejos en las aristas de las piedras grises; una bandada de pájaros revoloteaba en el cielo azul alrededor de los campaniles trilobulados; la plaza que resonaba de pregones de los vendedores olía a las flores que bordeaban su pavimento: rosas, jazmines, claveles, narcisos y nardos, alternando de manera desigual con el césped húmedo, hierba de gato y álsine para los pájaros; en medio hacía gorgoteos la fuente, y bajo amplios paraguas, entre puestos de melones en pirámides, vendedoras con la cabeza descubierta envolvían en papel ramilletes de violetas.
El joven compró uno. Era la primera vez que compraba flores para una mujer; y al olerlas, su pecho se llenó de orgullo, como si este homenaje que dedicaba a otra persona se hubiese vuelto hacia él.
Sin embargo, tenía miedo de ser visto. Entró resueltamente en la iglesia.
El guarda entonces estaba de pie en medio del pórtico de la izquierda, por debajo de la Marianne dansante, con penacho de plumas en la cabeza, estoque en la pantorrilla, bastón en la mano, más majestuoso que un cardenal y reluciente como un copón.
Se adelantó hacia Léon, y con esa sonrisa de benignidad meliflua que adoptan los eclesiásticos cuando preguntan a los niños:
—¿El señor, sin duda, no es de aquí? ¿El señor desea ver las curiosidades de la iglesia?
—No —dijo Léon.
Y primeramente dio una vuelta por las naves laterales. Después fue a mirar a la plaza. Emma no llegaba. Volvió de nuevo hasta el coro.
La nave se reflejaba en las pilas llenas de agua bendita, con el arranque de las ojivas y algunas porciones de vidriera. Pero el reflejo de las pinturas, quebrándose al borde del mármol, continuaba más lejos, sobre las losas, como una alfombra abigarrada. La claridad del exterior se prolongaba en la iglesia, en tres rayos enormes, por los tres pórticos abiertos. De vez en cuando, al fondo pasaba un sacristán haciendo ante el altar la oblicua genuflexión de los devotos apresurados. Las arañas de cristal colgaban inmóviles. En el coro lucía una lámpara de plata; y de las capillas laterales, de las partes oscuras de la iglesia, salían a veces como exhalaciones de suspiros, con el sonido de una verja que volvía a cerrarse, repercutiendo su eco bajo las altas bóvedas.
Léon, con paso grave, caminaba cerca de las paredes. Jamás la vida le había parecido tan buena. Ella iba a venir enseguida, encantadora, agitada, espiando detrás las miradas que le seguían, y con su vestido de volantes, sus impertinentes de oro, sus finísimos botines, con toda clase de elegancias de las que él no había gustado y en la inefable seducción de la virtud que sucumbe. La iglesia, como un camarín gigantesco, se preparaba para ella; las bóvedas se inclinaban para recoger en la sombra la confesión de su amor; las vidrieras resplandecían para iluminar su cara, y los incensarios iban a arder para que ella apareciese como un ángel entre el humo de los perfumes.
Sin embargo, no aparecía. Léon se acomodó en una silla y sus ojos se fijaron en una vidriera azul donde se veían unos barqueros que llevaban canastas. Estuvo mirándola mucho tiempo atentamente, y contó las escamas de los pescados y los ojales de los jubones, mientras que su pensamiento andaba errante en busca de Emma.
El guarda, un poco apartado, se indignaba interiormente contra ese individuo, que se permitía admirar solo la catedral. Le parecía que se comportaba de una manera monstruosa, que le robaba en cierto modo, y que casi cometía un sacrilegio.
Pero un frufrú de seda sobre las losas, el borde de un sombrero, una esclavina negra... ¡Era ella! Léon se levantó y corrió a su encuentro.
Emma estaba pálida, caminaba de prisa.
—¡Lea! —le dijo tendiéndole un papel—... ¡Oh no!
Y bruscamente retiró la mano, para entrar en la capilla de la Virgen donde, arrodillándose ante una silla, se puso a rezar. El joven se irritó por esta fantasía beata; después experimentó, sin embargo, un cierto encanto viéndola, en medio de la cita, así, absorta en las oraciones, como una marquesa andaluza; pero no tardó en aburrirse porque ella no acababa.
Emma rezaba, o más bien se esforzaba por orar, esperando que bajara del cielo alguna súbita resolución; y para atraer el auxilio divino se llenaba los ojos con los esplendores del tabernáculo, aspiraba el perfume de las julianas blancas abiertas en los grandes jarrones, y prestaba oído al silencio de la iglesia, que no hacía más que aumentar el tumulto de su corazón.
Ya se levantaba y se iban a marchar cuando el guardia se acercó decidido, diciendo:
—¿La señora, sin duda, no es de aquí? ¿La señora desea ver las curiosidades de la iglesia?
—¡Pues no! —dijo el pasante.
—¿Por qué no? —replicó ella.
Pues ella se agarraba con virtud vacilante a la Virgen, a las esculturas, a las tumbas, a todos los pretextos.
Entonces, para seguir un orden, al guardián les llevó hasta la entrada, cerca de la plaza, donde, mostrándoles con su bastón un gran círculo de adoquines negros, sin inscripciones ni cincelados, dijo majestuosamente.
—Aquí tienen la circunferencia de la gran campana de Amboise. Pesaba cuarenta mil libras. No había otra igual en toda Europa. El obrero que la fundió murió de gozo...
—Vámonos —dijo Léon.
El buen hombre siguió caminando; después, volviendo a la capilla de la Virgen, extendió los brazos en un gesto sintético de demostración, y más orgulloso que un propietario campesino enseñando sus árboles en espalderas:
—Esta sencilla losa cubre a Pedro de Brézé, señor de la Varenne y de Brissae, gran mariscal de Poitou y gobernador de Normandía, muerto en la batalla de Montlhéry el 16 de julio de 1465.
Léon, mordiéndose los labios, pataleaba.
—Y a la derecha, ese gentilhombre cubierto con esa armadura de hierro, montado en un caballo que se encabrita, es su nieto Luis de Brézé, señor de Breval y de Montchauvet, conde de Maulevrer, barón de Mauny, chambelán del rey, caballero de la Orden a igualmente gobernador de Normandía, muerto el 23 de julio de 1531, un domingo, como reza la inscripción; y, por debajo, ese hombre que se dispone a bajar a la tumba, figura exactamente el mismo. ¿Verdad que no es posible ver una más perfecta representación de la nada?
Madame Bovary tomó sus impertinentes. Léon, inmóvil, la miraba sin intentar siquiera decirle una sola palabra, hacer un solo gesto, tan desilusionado se sentía ante esta doble actitud de charlatanería y de indiferencia.
El inagotable guía continuaba:
—Al lado de él, esa mujer arrodillada que llora es su esposa Diana de Poitiers, condesa de Brézé, duquesa de Valentinois, nacida en 1499, muerta en 1566; y a la izquierda, la que lleva un niño en brazos, la Santísima Virgen. Ahora miren a este lado: estos son los sepulcros de los Amboise. Los dos fueron cardenales y arzobispos de Rouen. Aquél era ministro del rey Luis XII. Hizo mucho por la catedral. En su testamento dejó treinta mil escudos de oro para los pobres.
Y sin detenerse, sin dejar de hablar, les llevó a una capilla llena de barandillas: separó algunas y descubrió una especie de bloque, que bien pudiera haber sido una estatua mal hecha.
—Antaño decoraba —dijo con una larga lamentación la tumba de Ricardo Corazón de Léon, rey de Inglaterra y duque de Normandía. Fueron los calvinistas los que la redujeron a este estado. La habían enterrado con mala intención bajo el trono episcopal de monseñor. Miren, aquí está la puerta por donde monseñor entra a su habitación. Vamos a ver la vidriera de la Gárgola.
Pero Léon sacó rápidamente una moneda blanca de su bolsillo y cogió a Emma por el brazo. El guardián se quedó estupefacto, no comprendiendo en absoluto esta generosidad intempestiva cuando le quedaban todavía al forastero tantas cosas que ver. Por eso, llamándole de nuevo.
—¡Eh! ¡señor! ¡La flecha, la flecha!
—Gracias —dijo Léon.
Léon huía; porque le parecía que su amor, que desde hacía casi dos horas se había quedado inmóvil en la iglesia como las piedras, iba ahora a evaporarse, como un humo, por aquella especie de tubo truncado, de jaula oblonga, de chimenea calada que se eleva tan grotescamente sobre la catedral como la tentativa extravagante de algún calderero caprichoso.
—¿Adónde vamos? —decía ella.
Sin contestar, él seguía caminando con paso rápido, y ya Madame Bovary mojaba su dedo en el agua bendita cuando oyeron detrás de ellos una fuerte respiración jadeante, entrecortada regularmente por el rebote de un bastón. Léon volvió la vista atrás.
—¡Señor!
—¿Qué?
Y reconoció al guardián, que llevaba bajo el brazo y manteniendo contra su vientre unos veinte grandes volúmenes en rústica. Eran las obras que trataban de la catedral.
—¡Imbécil! —refunfuñó Léon lanzándose fuera de la iglesia.
En el atrio había un niño jugueteando.
—¡Vete a buscarme un coche!
El niño salió disparado por la calle de los Quatre-Vents; entonces quedaron solos unos minutos, frente a frente y un poco confusos.
—iAh! ¡Léon!... Verdaderamente..., no sé... si debo...
Ella estaba melindrosa. Después, en un tono serio:
—No es nada conveniente, ¿sabe usted?
—¿Por qué? —replicó el pasante—. ¡Esto se hace en París!
Y estas palabras, como un irresistible argumento, la hicieron decidirse.
Entretanto el coche no acababa de llegar. Léon temía que ella volviese a entrar en la iglesia. Por fin apareció el coche.
—¡Salgan al menos pór el pórtico del norte! —les gritó el guardián, que se había, quedado en el umbral, y verán la Resurrección, el Juicio Final, el Paraíso, el Rey David y los Réprobos en las llamas del infierno.
—¿Adónde va el señor? —preguntó el cochero.
—¡Adonde usted quiera! —dijo Léon metiendo a Emma dentro del coche.
Y la pesada máquina se puso en marcha.
Bajó por la calle Grand-Pont, atravesó la Place des Arts, el Quai Napoléon, el Pont-Neuf y se paró ante la estatua de Pierre Corneille.
—¡Siga! —dijo una voz que salía del interior.
El coche partió de nuevo, y dejándose llevar por la bajada, desde el cruce de La Fayette, entró a galope tendido en la estación del ferrocarril.
—¡No, siga recto! —exclamó la misma voz.
El coche salió de las verjas, y pronto, llegando al Paseo, trotó suavemente entre los grandes olmos. El cochero se enjugó la frente, puso su sombrero de cuero entre las piernas y llevó el coche fuera de los paseos laterales, a orilla del agua, cerca del césped.
Siguió caminando a lo largo del río por el camino de sirga pavimentado de guijarros, y durante mucho tiempo, por el lado de Oyssel, más allá de las islas.
Pero de pronto echó a correr y atravesó sin parar Quatremares, Sotteville, la Grande Chaussée, la rue d’Elbeuf, a hizo su tercera parada ante el jardín des Plantes.
—¡Siga caminando! —exclamó la voz con más furia.
Y enseguida, reemprendiendo su carrera, pasó por San Severo, por el Quai des Curandiers, por el Quai Aux Meules, otra vez por el puente, por la Place du Champ-de-Mars y detrás de los jardines del hospital, donde unos ancianos con levita negra se paseaban al sol a lo largo de una terraza toda verde de hiedra. Volvió a subir el bulevar Cauchoise, después todo el Mont-Riboudet hasta la cuesta de Deville.
Volvió atrás; y entonces, sin idea preconcebida ni dirección, al azar, se puso a vagabundear. Lo vieron en Saint-Pol, en Lescure, en el monte Gargan, en la Rouge Mare, y en la plaza del Gaillard-bois; en la calle Maladrerie, en la calle Dinanderie, delante de Saint-Romain, Saint-Vivien, Saint-Maclou, SaintNicaise, delante de la Aduana, en la Basse-Vieille Tour, en los Tríos-Pipes y en el Cementerio Monumental. De vez en cuando, el cochero desde su pescante echaba unas miradas desesperadas a las tabernas. No comprendía qué furia de locomoción impulsaba a aquellos individuos a no querer pararse. A veces lo intentaba a inmediatamente oía detrás de él exclamaciones de cólera. Entonces fustigaba con más fuerza a sus dos rocines bañados en sudor, pero sin fijarse en los baches, tropezando acá y allá, sin preocuparse de nada, desmoralizado y casi llorando de sed, de cansancio y de tristeza.
Y en el puerto, entre camiones y barricas, y en las calles, en los guardacantones, la gente del pueblo se quedaba pasmada ante aquella cosa tan rara en provincias, un coche con las cortinillas echadas, y que reaparecía así continuamente, más cerrado que un sepulcro y bamboleándose como un navío.
Una vez, en mitad del día, en pleno campo, en el momento que el sol pegaba más fuerte contra las viejas farolas plateadas, una mano desenguantada se deslizó bajo las cortinillas de tela amarilla y arrojó pedacitos de papel que se dispersaron al viento y fueron a caer más lejos, como mariposas blancas, en un campo de trébol rojo todo florido.
Después, hacia las seis, el coche se paró en una callejuela del barrio Beauvoisine y se apeó de él una mujer con el velo bajado que echó a andar sin volver la cabeza.

Gustave Flaubert

¿Destrozar ‘El Código Da Vinci’?


Me odio por hacer esto, pero suelo sucumbir ante las modas y la presión ‘social’. Sé que reseñar el libro y/o la película, El Código Da Vinci, es darle mucha más importancia de la que en realidad merece. En fin... (resalto con negritas las palabras más fuertes, para darles una idea de lo fuerte que sueno cuando hablo: así entenderán por qué todos se ofenden por cualquier cosa que diga...)

Más que un lector voraz, soy un bibliópata sin remedio al que le encanta comprar libros, tocarlos, poseerlos, olerlos, acariciarlos... y, sí, leer varios al mismo tiempo, de poquito en poquito, según mi humor. En mi viejo trabajo de editor no tenía ni mucho tiempo ni mucha cabeza para leer libros por placer, y mucho menos libros complicados, por lo que una novela clásica y sencilla, o bien un pasquín best-seller, eran más que adecuados para mis hábitos de lectura de entonces. Fue por aquella época que comencé a escuchar polémicas sobre un tal código de Leonardo da Vinci.

Sucedió en las comidas familiares, en medio de una familia lectora, culta, gritona y bastante pedante para el gusto de las personas normales. Un día, hasta sacaron un libro gigantesco con la obra pictórica de Leonardo da Vinci y se pusieron a discutir que si la V y que si la Magdalena, etcétera, etcétera. Yo permanecía en la idiocia, sin saber de qué hablaban, al margen de la conversación. Hay pocas sensaciones tan frustrantes. Cuando sucedió otra vez, con otros miembros de la familia, exploté y leí el libro (que mi madre había comprado, leído y que incluso mi lerdo progenitor leyó...).

Lo hice a hurtadillas. Ya me había enterado yo de que el libro no era más que un pasquín sensacionalista sin el más mínimo mérito literario: todo el mundo hablaba de él e incluso gente que en la vida había leído ni una historia erótica en una revista porno lo había leído y ¡lo recomendaba! Debí de haberle hecho caso a mi conciencia y decir ¡NO! Lo leí en una sentada. Durante 100 capítulos enteros estuve muy entretenido; como thriller de suspenso, el libro valía la pena... pero los últimos 20 capítulos son tan nefastos que le robaron el mérito a los 100 anteriores. Boté el libro por allí y me enojé: ¡que me devuelvan mis horas de lectura! 500 páginas a la basura... ¡podría haber leído Anna Kariénina (aunque ése libro, adúltero que no blasfemo, llegó después, justo cuando tenía que llegar) o la mitad de La guerra y la paz! No, leí la aberración, el pastiche detectivesco y conspiratorio de un pelmazo llamado Dan Brown, que, diciendo estupideces, se había hecho millonario de la noche a la mañana.

La polémica seguía. El Opus Dei, con razón, se defendía por su injustificada satanización. ¡Por amor del cielo, Brown no sabe ni qué es el Opus Dei! (aunque un chiste cuenta que tampoco Juan XXIII lo sabía, pero ésa es otra historia) Porque no es una orden religiosa, como afirma el libro (error que se coló en la película). La Compañía de Jesús, por ejemplo, es una orden religiosa, y la que, hasta que Brown rompió la tradición, era el ejército privado de la Iglesia, los celotes que matan, conspiran y guardan secretos milenarios... Yo creo que, así como el Opus se quejó por difamación, la Compañía debió de haberse quejado por no haber sido difamada... pero, a decir verdad, no importa: uno se siente admirado de que alguien de la talla de Voltaire diga pestes sobre la Iglesia; en cambio, si éstas vienen de Dan Brown... ¡da pena el pobre! (bueno, no tan pobre). Además, ¿desde cuándo los numerarios del Opus se visten con hábitos remendados de franciscano de la Edad Media? ¿O será que reciclaron el vestuario de El nombre de la rosa?

Lo único por lo que me sirvió el haber perdido mi tiempo leyendo el librejo éste es que, entonces, tuve las armas para desbaratar, criticar y burlarme de él. ¡Ojalá todo en la vida fuese tan fácil! De hecho, creo firmemente que, si la Iglesia quiere combatir el libro en serio, Benedicto debería resucitar el Index única y exclusivamente para poner el Código en él. Debería declararlo proscrito y arrojarlo a la hoguera... no porque sea un libro hereje (de ésos hay muchos, y mejores), sino porque es un atroz crimen mayúsculo contra la literatura y una afrenta imperdonable contra el buen gusto.

¿Por qué diablos la polémica? ¿Por qué los católicos se toman la molestia siquiera de ‘defenderse’ contra esta basura de 500 páginas que estorba y hace polvo en mi repleta biblioteca, robándole aire a Flaubert, Tólstoi, Wilde, Ratzinger, Freud, Kafka... ¡Saramago!

¡Sí, porque el idiota de Dan Brown no sugiere nada nuevo! ¿Que Jesús se casó con la Magdalena? ¡No me digan! ¡Nadie lo había sugerido antes...! Sí, lo hicieron, de forma magistral, José Saramago con su libro El Evangelio según Jesucristo en los años 90 y Martin Scorsese con su La última tentación de Cristo en los 70, ambas obras maestras de la literatura universal y del séptimo arte, respectivamente.

Leer el Código fue una absoluta pérdida de tiempo. Como entretenimiento fue mal entretenimiento; cualquier novela de Dame Agatha Christie o de Chesterton (de 120 páginas, no de 500) es una mejor novela de detectives y de suspenso. Como literatura... ¡ni siquiera es literatura! No valen sus 500 páginas ni un décimo que el verso más cursi de Rubén Darío... Como investigación historiográfica, antropológica, teológica y artística es risible. Una basofia pseudo literaria no contribuye en nada en lo absoluto a nuestro conocimiento sobre la obra de Leonardo da Vinci, la historia de la Iglesia o la fe cristiana.

La película es mil veces mejor que el libro: el final se siente menos tedioso, el elenco vale la pena por sí solo y es una superproducción de Hollywood hecha con oficio. Dista mucho, no obstante, de ser un buen filme que pase a la historia por su valor artístico. Es una película dominguera y punto, tan amarillista y sensacionalista como el libro... ¡claro! Siempre vende bien ver en pantalla a un ¿monje? (lo de albino no se lo creía ni su mamá a Paul Bettany) del ‘Opus’ flagelándose (¿están seguros de que Mel Gibson no participó en la película?) frente a un crucifijo, disque rezando en mal pronunciado latín... (entonces sí: ¡Mel Gibson participó!) ¿y por qué habrían de omitir a Papas enjoyados mandando a la hoguera a los pobrecillos templarios, o cardenales despeinados conspirando en Castel Gandolfo?

De haber sabido que harían una película me hubiera ahorrado el maldito libro... ¡que me devuelvan mis 500 páginas de lectura!

G. G. Jolly

martes, mayo 16, 2006

‘Deseo’ de Elfriede Jelinek

Tenía esto un poco abandonado, así que ahora he de agregar las citas que más me han llamado la atención de un libro, excelente todo, que hay que leer completo para entenderlo, apreciarlo y ser 'atacado' por él en lo más íntimo. Se trata de la novela Deseo de la ganadora del Nobel de Literatura 2004, Elfriede Jelinek (Austria, 1946), una escritora de prosa poética, poderosa y mucho muy polémica.

Espero que les gusten:
‘A menudo esas manchas, lo único que queda de lo que nos parece lo mejor, ya no salen.’

‘Toda imagen descansa mejor en la memoria que la vida misma.’

‘Nos merecemos todo lo que podemos soportar.’

‘Duele, y sin embargo es también lenguaje, tal como el animal lo entiende.’

‘A suelo inflamado queremos volver siempre, y arrancar nuestro papel de regalo, bajo el que hemos enmascarado y escondido como nuevo lo conocido de antiguo. Y nuestra estrella en declive no nos enseña nada.’

‘Pero qué más queremos. Recibimos nuestro salario en la bolsa de nuestro fracaso, es decir, seguro que queremos llegar a algo y seguro que queremos poder ser un poquito más, por lo menos sobre el papel. Y no puede faltar la sensación de que es culpa nuestra que estemos sentados en nuestra casa y sólo el teléfono sea nuestro invitado.’

‘Si podemos vivir bien, es como mucho en el recuerdo de un animal querido al que alimentábamos; o de una persona amada de la que nos hemos alimentado.’

‘Estos jóvenes usurpan el mundo y consumen sus productos, por los que viven y a la vez son consumidos. En primer lugar los pulmones. En torno a ellos viven activamente, aprenden y reposan. Sin que nunca los haya cubierto la sombra del dolor, neófitos, pueden dormir, y cuando despiertan bajan la vista hacia ellos mismos: ¡Hay ahí una, dos partes que se entienden!’

‘No, por el momento no hay repuestos. La tormenta que parte de nuestro dios, el sexo, nos hará correr a todos hacia nuestra perdición por el camino más corto. ¡Pero dejemos al hombre los sentidos, para que pueda meditar en calma sobre sí mismo! Nosotras, las mujeres, simplemente tenemos que arreglarnos mejor y escuchar después el silencio, que retumba a lo lejos, de sus inanimados aparatos, señores, aparatos que aún tiemblan bajo la suave tensión del certificado de garantía esperando que su plazo no expire. ¡En nosotras los hombres sólo piensan en último lugar!’

‘A todos nos gusta vivir para nosotros, y nos mantenemos a cubierto como nuestros propios y mansos animales. De vez en cuando, tomamos un trago vacilante de otro, que dice estar repleto de una dulce necesidad. ¡Pero cuando de verdad se necesita algo, no se consigue de él!’