miércoles, enero 05, 2011

‘Riqueza y pobreza’ por San Ambrosio de Milán

Última parte del sermón (aquí, la I, II y III partes):


‘El que abunda en todo se cree el más pobre, porque estima que le falta todo lo que es poseído por otros. De todo el mundo carece aquél a quien para saciar su codicia no le basta el mundo entero; pero el fiel posee todas las riquezas de la tierra. Quien considerando su conciencia teme ser capturado, huye de todos los hombres. Por eso, según la historia, Ajab dijo a Elías, pero, según el sentido oculto, el rico al pobre: “Me hallaste, enemigo mío.” ¡Qué conciencia más mísera que se duele de ser descubierta!


Y le dijo Elías: “Te hallé porque hiciste mal ante los ojos del Señor.” Se trataba de un rey, Ajab, rey de Samaria, y de Elías, pobre, que carecía de pan y hubiese muerto de hambre, a no haber sido sustentado por los cuervos. Mas tan abyecta era la conciencia del rey pecador, que ni siquiera el fasto del poder real le podía dar dignidad. Por eso como persona vil e indigna dijo: “Me encontraste, enemigo mío.” Descubriste en mí las cosas que creía ocultas, nada se te esconde de mi espíritu: me hallaste, te son patentes mis pecados, soy cautivo tuyo. El pecador es descubierto cuando su iniquidad es proclamada; pero el justo dice: “Me probaste con el fuego y no hallaste en mí iniquidad” (Sal XVI, 3). Adán fue descubierto cuando se escondía; pero nadie ha encontrado la sepultura de Moisés. Fue hallado Ajab, pero no Elías. Y la sabiduría de Dios dice: “Me buscarán los malos y no me encontrarán” (Pr I, 28). Por eso, según el Evangelio, también buscaban a Jesús y no le encontraban (Jn VII, 21). Es la culpa, pues, la que descubre a su autor. Por lo cual Elías dijo a Ajab: “Hallé que hiciste mal en la presencia de Dios,” porque el Señor entrega a los reos de culpa, pero a los inocentes no les abandona al poder de sus enemigos. En fin, Saúl buscaba a David y no podía encontrarle; pero David, que no le buscaba, encontró al rey Saúl, porque se lo entregó Dios a su arbitrio. La riqueza, pues, nos hace esclavos; la pobreza, libres.

Difusión de las riquezas, comunicación y justicia

Vosotros, ricos, sois esclavos, y vuestra esclavitud es miserable porque servís al error, a la concupiscencia y a la avaricia que nunca se sacia. La avaricia es como un abismo sin fondo que hunde cada vez más lo que agarra, y como un pozo que, cuando rebosa, se llena de cieno y cae la tierra alrededor, infectándose más y más. También os conviene sacar una enseñanza de este ejemplo. En efecto, si de un pozo no se extrae nada, fácilmente se corrompe el agua por la inactividad y la hondura; por lo contrario, el sacarla frecuentemente hace al agua límpida y potable. Así sucede con un conjunto de riquezas, montón de polvo si no se utiliza, se hace precioso por el uso y permanece inútil si se mantiene guardado. Extrae, pues, algo de este pozo. El agua apaga el fuego ardiente y la limosna borra los pecados; pero el agua estancada pronto cría gusanos. No permanezca inmóvil tu tesoro, a fin de que no te rodee continuamente el fuego. Y te rodeará si no empleas tu tesoro en obras de misericordia. Considera, rico! en qué incendio estas metido. Tu voz es la de aquél que decía: “Padre Abrahán, di a Lázaro que moje el extremo de su dedo en agua y humedezca mi lengua” (Lc XVI, 24).


A ti mismo te aprovecha lo que dieres al necesitado; para ti mismo aumenta lo que disminuye tu hacienda. Te alimenta a ti el pan que dieres al pobre, porque quien se compadece del pobre se sustenta a sí mismo de los frutos de su humanidad. La misericordia se siembra en la tierra y germina en el cielo. Se planta en el pobre y se multiplica delante de Dios. “No digas —te ordena el Señor— mañana daré” (Pr III, 28). Quien no sufre que tú digas “Mañana daré,” ¿cómo podrá soportar que contestes “No daré”? No le das al pobre de lo tuyo, sino que le devuelves lo suyo. Pues lo que es común y ha sido dado para el uso de todos, lo usurpas tú solo. La tierra es de todos, no sólo de los ricos; pero son muchos menos los que gozan de ella que los que gozan. Pagas, pues, un débito, no das gratuitamente lo que no debes. “Presta atención, sin enojarte, al pobre, y paga tu deuda, y respóndele con benignidad y mansedumbre” (Si IV, 8).

Igualdad del rico y el pobre. El oro prueba al hombre

¿Por qué, pues, rico! eres soberbio? ¿Por qué dices al pobre: “No me toques”? ¿Acaso no has sido concebido y has nacido como él? ¿Por qué te jactas de la nobleza de tu progenie? Soléis examinar también el origen de vuestros perros, como el de los ricos, e igualmente la nobleza de vuestros caballos, como la de los cónsules. Aquél fue engendrado por tal padre y nació de tal madre; aquél se gloría de tal abuelo; el otro se envanece de su bisabuelo. Pero todo esto de nada sirve al caballo que corre: no se da la palma de la victoria a la nobleza de origen, sino a la velocidad del caballo. ¡Más sujeta está al deshonor una vida en la cual se pone a prueba también la nobleza de origen! Ten cuidado, rico, no deshonres en ti los méritos de tus mayores, para que no se les pueda decir: “¿Por qué elegisteis a tal heredero?” No consiste el mérito del heredero en los artesonados dorados ni en las mesas de pórfido. Este mérito no es de los hombres, sino de las minas, en las cuales los hombres son castigados. Son los pobres quienes excavan el oro, a quienes después se les niega. Pasan fatigas para buscar y descubrir lo que después nunca podrán poseer.


Me admiro, ricos, de que creáis poder envaneceros tanto en el oro, pues es más materia de tropiezo que don recomendable. “Piedra de escándalo es el oro, ¡y ay de los que van tras él! Bienaventurado es el rico que es hallado sin mancha y no corre tras el oro ni espera en los tesoros” (Si XXI, 8). Pero como si no existiese sobre la tierra un tal hombre, quiere representárselo: “Quién es éste —dice— y le alabaremos”: hizo algo digno de gran admiración, que debemos reconocer como desusado. Quien en las riquezas ha sido probado es verdaderamente perfecto y digno de gloria. “Porque pudo pecar y no pecó; hacer mal y no lo hizo” (Si XXI, 18). El oro, en el cual hay tanto peligro de pecado, no es, pues, para vosotros motivo de gracia, sino de castigo.

Inmunidad de los ricos. Uso recto de la riqueza

¿Os enorgullece acaso la amplitud de vuestros palacios, la cual más bien os debiera afligir, porque aunque pudieran albergar a todo el pueblo os aíslan de los clamores de los pobres? Si bien de nada os serviría oírlos, ya que, una vez oídos, nada hacéis. Vuestros mismos palacios deberían ser motivo de vergüenza para vosotros, porque, edificando, queréis superar vuestras riquezas y, sin embargo, no las vencéis. Vosotros revestís vuestras paredes y desnudáis a los hombres. El pobre desnudo gime ante tu puerta, y ni le miras siquiera. Es un hombre desnudo quien te implora y tú sólo te preocupas de los mármoles con que recubrirás tus pavimentos. El pobre te pide dinero y no lo obtiene; es un hombre que busca pan y tus caballos tascan el oro bajo sus dientes. Te gozas en los adornos preciosos, mientras otros no tienen qué comer. ¡Qué juicio más severo te estás preparando, oh rico! El pueblo tiene hambre y tú cierras los graneros; el pueblo implora y tú exhibes tus joyas. ¡Desgraciado quien tiene facultades para librar a tantas vidas de la muerte y no quiere! Las vidas de todo un pueblo habrían podido salvar las piedras de tu anillo.


Escucha qué modo de hablar conviene al rico: “Libré al pobre de la mano del poderoso y ayudé al huérfano que no tenía quien mirara por él. Caía sobre mí la bendición del miserable y la boca de la viuda me glorificaba. Vestíame de justicia; era ojo para los ciegos y pies para el cojo” (Jb XXIX, 13-6). Y continúa un poco después: “No se quedaba fuera de mi casa el extranjero y abría mi puerta al viandante. Si pequé imprudente, no oculté mi culpa ni temí a la multitud de la plebe, de modo que no la reconociera ante los presentes. Si consentí que el enfermo saliera de las puertas de mi casa, vacío. Si tuve algún depósito de deudor y no lo devolví sin retraso, aun sin recuperación de la deuda” (Jb XXXI, 32-4).

Mas, ¿por qué repetir que él confesó que lloraba con los que lloraban y se dolía cuando veía a un hombre necesitado y a sí mismo lleno de bienes? Entonces se sentía más desdichado, cuando veía que él poseía y los demás estaban en la indigencia. Si esto dijo aquel que nunca hizo llorar a las viudas, ni comió su pan solo, sin dar parte de él al huérfano, al cual desde su juventud cuidó, aumentó y educó con el afecto de un padre; que nunca menospreció al desnudo, que enterró al muerto, que calentó a los enfermos con los vellones de sus ovejas, que no oprimió al huérfano, que nunca se deleitó en las riquezas ni se congratuló en la caída de sus enemigos; si quien esto hizo se vio necesitado teniendo tan grandes riquezas y nada sacó de tan gran patrimonio, excepto el fruto de la misericordia, ¿qué puedes esperar tú, que no sabes usar tu patrimonio, que en tantas riquezas llevas una vida miserable, porque a nadie socorres ni ayudas?


Tú, que entierras el oro, eres, por tanto, guardia de tu hacienda, no señor de ella; eres administrador de él, no árbitro. Pero donde está tu tesoro allí está tu corazón. Por eso con el oro entierras tu corazón. Vende más bien el oro y compra la salvación; vende la piedra preciosa y compra el reino de los cielos; vende tu campo y asegúrate la vida eterna. Te propongo la verdad, atestiguada por las palabras del Señor: “Si quieres ser perfecto —dice—, ve, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo (Mt XIX, 21). Procura no entristecerte al oír estas palabras para que no se te diga como a aquel joven rico: “Cuán difícilmente entrarán en el reino de los cielos los que tienen dinero” (Mc X, 32). Cuando leas estas palabras considera más bien que la muerte te puede arrebatar todo lo que posees y que puede quitártelo quien está sobre ti, porque aspiras a cosas pequeñas en lugar de grandes, a caducas en vez de eternas, a tesoros de dinero en lugar de tesoros de gracia. Aquéllos se corrompen, éstos son eternos.

Considera que no posees tú solo estos tesoros; los posee también la carcoma y el orín que consume al dinero. Estos son los compañeros que te proporciona la avaricia. Mira, por el contrario, a quienes te ofrecen la generosidad como deudores: “Muchos serán los labios de los justos que te bendigan como espléndido en pan, y los que darán testimonio de tu bondad” (Si XXXI, 28). La generosidad hace deudor tuyo a Dios Padre, quien por toda dádiva con que se socorre al pobre paga usura, como deudor de buen crédito. Hazte deudor al Hijo de Dios, que dice: “Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me cubristeis” (Mt XXV, 35-6). Declara que se le entrega a Él mismo lo que se haga a uno de sus pequeños sobre la tierra.


Tú, hombre, no sabes atesorar riquezas. Si quieres ser rico, sé pobre en este mundo para que seas rico en Dios. Es rico en Dios quien es rico en la fe; es rico en Dios quien es rico en misericordia; es rico en Dios quien es rico en simplicidad; es rico en Dios quien es rico en sabiduría y en ciencia. Hay quienes son ricos en la pobreza, y quienes son pobres en la riqueza. Son ricos los pobres cuya extrema pobreza abundó en la riqueza de su simplicidad; pero los ricos padecieron necesidad y tuvieron hambre. Pues no en vano está escrito: “Los pobres serán antepuestos a los ricos y los siervos darán prestado a sus propios señores” (Pr XVII, 2), porque los ricos y los señores siembran lo malo y superfluo, de lo cual no recogen frutos, sino espinas. Por eso los ricos serán súbditos de los pobres y los siervos prestarán a sus dueños en lo espiritual, como aquel rico que suplicaba al pobre Lázaro le diera una gota de agua. Puedes hacer tú también, ¡oh rico!, que se cumpla el sentido de esta sentencia: da con largueza al pobre y prestarás a Dios, pues quien es liberal con el pobre da prestado a Dios.

Declara expresamente el Profeta quiénes son todos éstos al decir: “Todos los varones de riquezas” (Sal LXXV, 6); todos, dice, no exceptúa a ninguno. Y acertadamente les da el nombre de varones de riquezas, no riquezas de varones para dar a entender que no son poseedores de sus riquezas, sino al revés, poseídos por ellas. La posesión debe ser del poseedor, no el poseedor de la posesión. Pues todo el que no usa de su patrimonio como poseedor, que no sabe dar con largueza y repartir a los pobres, es siervo de su hacienda, no señor de ella, porque guarda las riquezas ajenas como criado y no usa de ellas como señor.

Por tanto, en este sentido decimos que el hombre es de las riquezas, no las riquezas del hombre. El entendimiento es bueno para los que usan de él; pero quien no entiende no puede reclamar la gracia del entendimiento y por eso le adormece el sueño de la ebriedad. De este modo, los varones duermen su sueño; es decir, el suyo, no el de Cristo. Y porque no duermen el sueño de Cristo no poseen su paz, ni resucitarán con Él, que dijo: “Yo dormí, reposé y resucité porque el Señor me acogió” (Sal III, 6).

Dirigiéndose a vosotros, el Profeta os dice: “Orad y convertíos al Señor, nuestro Dios” (Sal LXXV, 12); es decir, no queráis desentenderos, el tiempo apremia, orad por vuestros pecados, devolved por los beneficios recibidos los bienes que tenéis. De Él recibisteis lo que ofrecéis: de Él mismo es lo que le pagáis. “Dones míos —dice— (I Cr XXIX, 14) y dádivas mías son todo esto que me ofrecéis; yo os lo di y doné.” En fin, el Profeta dice: “No necesitáis de mis bienes” (Sal XV, 2); por tanto, te ofrezco lo tuyo, porque no tengo nada que no me hayas dado. La fe es la que ofrece los dones; la humildad, la que los hace agradables. Abel ofreció a Dios con fe muchas hostias, y las ofrendas de Abel agradaron a Dios más que los dones de Caín, porque su fe era superior. ¿Por qué razón, en efecto, agrada a Dios la ofrenda del pobre más que la del rico? Porque el pobre es más rico en fe y sobriedad, y aun cuando sea pobre, de él es de quien se dice: “Te ofrecen presentes reales” (Sal LXVII, 30).


El Señor Jesús no se compadece en los que le hacen ofrendas vestidos de púrpura, sino en los que dominan sus propios movimientos, a la sensualidad del cuerpo con la fuerza del espíritu. Por tanto, orad, ricos. No poseéis en vuestras obras lo que agrada a Dios. Orad por vuestros pecados y crímenes y restituid los dones a Dios nuestro Señor. Restituidle en el pobre, pagadle en el necesitado, prestadle en el indigente, pues no podéis aplacarle por vuestros delitos de otra forma. A quien teméis como vengador, hacedle deudor. “Yo no recibiré becerros de tu casa, ni machos cabríos de tus rebaños, porque son mías todas las bestias de los bosques” (Sal XLIX, 9-10). Lo que me ofrecieres, mío es, porque todo el universo es mío. No os exijo lo que es mío, sino lo que me podéis ofrecer vuestro, el afecto de devoción y de fe. No me deleito en el deseo de sacrificios: únicamente, ¡oh hombre!, “ofrece a Dios sacrificios de alabanza y cumple tus votos al Altísimo” (Sal XLIX, 14).’

‘Uso social de las riquezas’ por San Ambrosio de Milán

Continúa la homilía del doctor de la Iglesia (aquí I y II):


‘Y dijo el rico: “Esto haré: destruiré mis graneros.” Ni siquiera pasó por su imaginación decir: “Abriré mis graneros para que entren quienes no pueden remediar su hambre; vengan los necesitados, entren los pobres, llenen sus senos; destruiré las paredes que excluyen al hambriento. ¿Por qué voy a esconder lo que Dios hace abundar para comunicarlo? ¿Para qué voy a cerrar con cerrojos el trigo, con el cual Dios ha llenado toda la extensión de los campos, donde nace y crece sin custodia?”

La esperanza del avaro se desvanece. Los graneros viejos revientan con la nueva cosecha. Pero ni aun así dice: “Tuve bienes y los guardé en vano; he recolectado mucho más, ¿para qué los voy a almacenar? He buscado ávidamente hacer subir el precio y he perdido toda la ganancia que esperaba. ¿Cuántas vidas de los pobres pudo preservar el trigo de los años anteriores? Ya no más guardaré estos bienes hasta que suban los precios, pues se ha de estimar más la gracia que el dinero. Imitaré a José en su pregón de humanidad; clamaré con gran voz: Venid, pobres, comed de mi pan, ensanchad vuestros senos, recibid el trigo.” La abundancia del rico, la fecundidad de toda la tierra, debe ser un bien de todos. Pero tú no hablas así, sino que dices: “Destruiré mis graneros.” Con razón dices los destruyes, ya que no revierten en el pobre agobiado. Tus graneros son receptáculos de iniquidad, no instrumentos de la caridad. En verdad, destruye quien no sabe edificar sabiamente. Destruye sus bienes todo rico que olvida lo eterno. Destruye sus graneros porque no sabe repartir su trigo, sino encerrarlo.

“Y los haré —dice— mayores.” Infeliz, mejor sería que distribuyeras entre los pobres lo que te vas a gastar en la edificación. Al mismo tiempo que rechazas el beneficio de la liberalidad sufres de grado el coste de la edificación.


Y añade: “Reuniré en él todos los frutos que he recolectado y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes.” El avaro se siente arruinado por la abundancia de las cosechas, cuando considera el bajo precio de los alimentos. La fecundidad es un bien para todos, pero la mala cosecha sólo es ventajosa al avaro. Se goza más de la enormidad de los precios que de la abundancia de productos y prefiere tener algo solo que vender a todos. Obsérvalo. Teme la superabundancia de trigo que, rebosando de los hórreos, vaya a parar a manos de los pobres y sea ocasión para los necesitados de adquirir algún bien. El rico reclama para sí sólo el producto de las tierras, no porque quiera usarlo él, sino para negarlo a los demás.

“Tienes —dice— muchos bienes.” No sabe enumerar el avaro otros bienes que los que son lucrativos. Pero le concedo que sean bienes las riquezas. ¿Por qué, pues, os servís de lo que es bueno para hacer el mal, cuando debierais hacer el bien con lo que es malo? Escrito esta: “Haceos amigos de las riquezas de iniquidad” (Lc XVI, 9). Por tanto, para aquellos que las saben usar son bienes, y para los que no, males ciertamente. “Distribuyó, dio a los pobres, su justicia permanece eternamente” (Sal CXI, 3). Son bienes si las distribuyes entre los pobres, y de este modo constituyes a Dios en deudor tuyo de un préstamo de piedad. Son bienes si abres los graneros de tu justicia y te haces pan de los pobres, vida de los necesitados, ojos de los ciegos, padre de los niños huérfanos.


Tienes posibilidad de hacerlo, ¿qué temes? Estoy de acuerdo con tus palabras. Tienes muchos bienes guardados para muchos años; luego podéis abundar en ellos no sólo tú, sino todos los demás. Tienes en tus manos el bienestar de todos, ¿por qué entonces destruyes tus graneros? Yo te muestro dónde puedes guardar mejor tu trigo, dónde puedes estar seguro que no te lo arrebatarán los ladrones. Dalo a los pobres; en ellos no lo consume el gorgojo ni lo corrompe el trascurso del tiempo. Tienes almacenes a tu disposición: el seno de los necesitados, las casas de las viudas, las bocas de los niños, donde se te pueda decir: “En las bocas de los niños y lactantes hallaste perfecta alabanza” (Sal VIII, 3). Estos son los graneros que duran eternamente; éstos son los graneros a los cuales las cosechas futuras no pueden hacer pequeños.


Porque, ¿qué harías nuevamente si otra vez tuvieras una cosecha abundantísima el próximo año? De nuevo tendrías que destruir los graneros que piensas edificar este año y hacerlos mayores. Dios te concede la prosperidad para vencer o condenar tu avaricia, a fin de que no puedas tener excusa. Pero lo que Él hizo nacer por tu medio para muchos te lo reservas para ti solo, y ciertamente para ti mismo lo pierdes, pues más ganarías tú mismo si lo repartieras entre los demás. El fruto de estos dones revierte en los mismos que los comunican, y la gracia de la liberalidad la recibe el liberal. Puesto que está escrito: “Sembrad para la justicia” (Os X, 12), sé agricultor espiritual, siembra lo que te sea provechoso. Si la tierra te devuelve frutos superiores a la simiente que recibe, cuanto más el premio de la misericordia te devolverá multiplicado lo que dieres.

Muerte, riquezas y comunicación

En fin, hombre cualquiera que seas, ¿no sabes que el día de la muerte puede adelantarse a la cosecha, pero que la misericordia excluye de la muerte al que la ha merecido? Ya están presentes quienes requieren tu alma, y tú todavía difieres el fruto de tus buenas obras. ¿Crees que aún te queda largo tiempo de vida para cambiar? “Necio, esta noche te pedirán tu alma” (Lc XII, 20). Dice bien “esta noche,” pues de noche será exigida el alma del avaro: empieza en tinieblas y permanece en ellas. Para el avaro siempre es noche, y día para el justo. De éste se dijo: “En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc XXIII, 34). “El necio cambia como la luna” (Si XXVII, 12). “Pero los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre” (Mt XIII, 43). Con razón es acusado de necedad quien coloca su esperanza en comer y beber. Y por eso les urge el tiempo de la muerte, según la frase de los que sirven a la gula: “Comamos y bebamos, mañana moriremos” (Is XXII, 13). Se le llama necio acertadamente, porque proporciona lo corporal a su alma e ignora para quién guarda las cosas a las que sirve.



Por tanto, se le dice: “Los bienes que allegaste, ¿para quién serán?” (Lc XII, 20). ¿Por qué todos los días mides, cuentas y pones sello a tu dinero? ¿Por qué pesas diariamente el oro y la plata? ¡Cuánto más te valdría ser dispensador liberal que guarda solícito! ¡Cuánto más te aprovecharía para la gracia que tuvieras selladas tus muchas balanzas en un saco! Pues el dinero lo dejamos en este mundo, pero la gracia de las buenas obras nos acompañará como mérito en el Juicio final.

Pero quizá repliques lo que vosotros los ricos soléis decir generalmente: “Que no debemos socorrer al que Dios maldice y quiere que sufra necesidad.” Pero no han sido malditos los pobres, ya que de ellos está escrito: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt V, 3). No del pobre, sino del rico dice la Escritura: “El que recibe usura del trigo será maldito” (Pr XI, 26). Tú no debes, por otra parte, considerar los méritos de cada uno. Pertenece a la misericordia no juzgar los méritos, sino ayudar en las necesidades: socorrer al pobre. No examinar la justicia. Pues está escrito: “Bienaventurado quien entiende en el necesitado y el pobre” (Sal XL, 2). ¿Quién es el que entiende? Quien le compadece, quien advierte que es participante de su misma naturaleza, quien sabe que Dios hizo al rico y al pobre, quien cree que santifica sus frutos si destina alguna parte de ellos para los pobres. Por consiguiente, cuando tengas de dónde hacer bien, no te retrases diciendo: “Mañana daré,” a fin de que no pierdas la prosperidad que te permite dar. Es peligroso diferir el socorro a otro. Puede suceder que, mientras dilatas tu ayuda, muera el necesitado. Apresúrate más que la muerte, no sea que mañana te domine la avaricia y desistas de tus promesas.

Jezabel es figura de la avaricia

Pero, ¿por qué decirte que no demores la liberalidad? Ojalá no te apresures para la rapiña, ni arrebates lo que ambicionas, ni exijas lo que no es tuyo, ni te apoderes de lo que te niegan; ojalá soportes pacientemente la negativa y no escuches la voz de aquella Jezabel, que es la avaricia, que te dice con cierto dejo de vanidad: “Yo te proporcionaré la viña que deseas. Estás triste porque quieres observar, como medida de la justicia, no apoderarte de lo ajeno. Yo tengo mis derechos y mis leyes; acusaré falsamente al pobre para robarle y le quitaré la vida, si es preciso, para arrebatarle su posesión.”

¿Qué otra cosa se quiere describir en esta historia a no ser la avaricia del rico, que es un torrente que todo lo arrolla y destroza? Jezabel representa esta avaricia, y no hay una sola, sino muchas, ni es solamente de una época, sino de todos los tiempos. Ella dice a todos, como la Jezabel de la historia dijo a su marido, Ajab: “Levántate, come y vuelve en ti; yo te daré la viña de Nabot de Jezrael.”

Y escribió ella unas cartas en nombre de Ajab y las selló con el sello de éste y se las mandó a los ancianos y a los magistrados que vivían con Nabot. He aquí lo que escribió en las cartas: “Promulgad un ayuno y traed a Nabot delante del pueblo y preparad dos malvados que depongan contra él diciendo: Tú has maldecido a Dios y al rey; y sacadle luego y lapidadle hasta que muera.”

Falso e inútil ayuno de los ricos. Su hipocresía


¡Cuán vivamente expresa la Sagrada Escritura el modo de obrar de los ricos! Se entristecen si no pueden robar lo ajeno: dejan de comer, ayunan, no para reparar sus pecados, sino para preparar el crimen. Y tal vez les ves venir a la iglesia oficiosos, humildes, asiduos, para obtener que se lleve a efecto su delito. Pero les dice Dios: “El ayuno que me agrada no es encorvar la cabeza como junco y acostarse en saco y ceniza. No llaméis a este ayuno aceptable. ¿Sabéis qué ayuno quiero yo? —dice el Señor—. Romper todas las ataduras de la injusticia, deshacer los vínculos opresores, dejar ir libres a los oprimidos y quebrantar todo yugo inicuo; que partas tu pan con el hambriento, que acojas en tu casa al pobre sin techo, que si ves al desnudo le vistas y no desprecies a tus hermanos. Entonces brillará tu luz como la aurora y se dejará ver pronto tu salud y te precederá la justicia y la gloria de Dios te rodeará; entonces llamarás al Señor y te oirá. Aún no habréis acabado de hablar y te dirá: Aquí estoy” (Is LVIII, 5-9).


¿Oyes, rico, lo que dice el Señor? Y tú vienes a la iglesia, no para distribuir algo al pobre, sino para quitárselo; ayunas, no para que el gasto de tu comida vaya en beneficio de los pobres, sino para apoderarte incluso de sus despojos. ¿Qué pretendes con el libro, las cartas, el sello, las anotaciones y el vínculo de la ley? ¿No has oído? “Rompe todas las ligaduras de la injusticia, deshaz los vínculos opresores, deja ir a los oprimidos y quebranta todo yugo inicuo. Tú me ofreces las tablas en que está escrita la ley, yo te opongo la ley de Dios; tú escribes con tinta, yo te repito los oráculos de los profetas, escritos bajo inspiración de Dios; tú preparas falsos testimonios, yo pido ci testimonio de la conciencia, de cuyo juicio no puedes huir ni librarte, cuyo testimonio no podrás recusar en el día en que Dios revelará las obras ocultas de los hombres. Tú dices: “Destruiré mis graneros” (Lc XII, 18); pero Dios dice: “Despréndete más bien de lo que encierra el granero, dalo a los pobres, que aprovechen estos recursos los necesitados.” Tú dices: “Los haré mayores y reuniré en ellos mis cosechas por grandes que sean.” Pero el Señor te dice: “Parte tu pan con el hambriento.” Tú dices: “Quitaré a los pobres su casa.”Pero el Señor te dice: “Recibe en tu casa a los necesitados que no tienen techo.” ¿Cómo quieres, rico, que Dios te oiga, cuando tú no piensas que debes escuchar a Dios? Si no se acepta la arbitrariedad del rico, se inventa una causa y se estima injuria a Dios la negativa a la petición del rico.

“Nabot ha maldecido —dice— a Dios y al rey.” Equipara a las personas para que parezca igual la ofensa. “Maldijo —dice— a Dios y al rey.” Se buscaron dos testigos inicuos. También por dos testigos fue apetecida Susana, y dos testigos encontró también la Sinagoga que depusieron contra Jesús falsamente, y con dos testimonios es asesinado el pobre. “Luego sacaron a Nabot fuera de la ciudad y le lapidaron.” ¡Si al menos hubiese podido morir entre los suyos! Pero el rico quiere quitar al pobre hasta la sepultura.


“Y sucedió que como oyese Ajab la muerte de Nabot, rasgó sus vestiduras y se vistió de cilicio. Y después de esto se levantó y descendió a la viña de Nabot de Jezrael para tomar posesión de ella.” Los ricos, si no obtienen lo que desean, para hacer daño se airan y calumnian. Después fingen pesar; sin embargo, tristes y como afligidos, no de corazón, sino de rostro, marchan al lugar de la rapiña a tomar posesión inicua del fruto de su agresión.

Este hecho conmueve a la justicia divina, que condena al avaro con merecida severidad. “Mataste —se le dice— y te adueñaste de la heredad. Por eso en el lugar en el que los perros lamieron la sangre de Nabot lamerán también la tuya propia y las meretrices se lavarán en ella.” ¡Cuán justa y cuán severa sentencia, que la muerte acerba que el rey causó la sufriera él mismo con todo su horror! Dios ve al pobre insepulto y establece que quede también sin sepultura el rico; Él quiere que pague, también muerto, sus iniquidades, porque no tuvo piedad ni siquiera de un muerto. El cadáver del rey, empapado en la sangre de sus heridas, muestra, con este género de muerte violenta, la crueldad de su vida. Cuando sufrió esta muerte el pobre fue inculpado el rico; cuando la recibió el rico fue vengada la muerte del pobre.

¿Y qué significa que las meretrices se lavaran en su sangre, sino la perfidia propia de las prostitutas en que cayó el rey con su egoísmo salvaje, o la lujuria cruenta de él, que fue tan lujurioso hasta desear las hortalizas y tan sanguinario que por ellas mató a Nabot? Digna pena castiga al avaro y a la avaricia. En fin, también a Jezabel la devoraron los perros y las aves del cielo para dar a entender qué fin espera al rico en su sepultura. Huye, pues, rico, de las muertes de esta clase. Pero huirás de ellas si huyes de estos crímenes. No quieras ser otro Ajab, de modo que ambiciones la posesión del vecino. No cohabite contigo Jezabel, aquella avaricia feroz, pues te persuadirá para que mates, no refrenará tu codicia, sino la excitará; te hará más desgraciado aunque logres alcanzar lo que desea, te hará desnudo aunque seas rico.’

martes, enero 04, 2011

‘Ambición y codicia de los ricos’ por San Ambrosio de Milán (II)

Continuación del incendiario sermón, comenzado aquí, predicado por el santo obispo de Milán.


‘¿Para quién guardáis las riquezas? Se lee sobre el rico avaro: “Atesora y no sabe para quién reúne sus riquezas.” El heredero ocioso espera; el descontentadizo protesta porque tardáis en morir. Desdeña el aumento de su herencia y tiene prisa de apoderarse de ella para su daño. ¿Qué desgracia mayor que ni siquiera merezcáis agradecimiento de aquél para quien trabajáis? Por él soportáis todos los días el hambre triste y teméis dañarle en vuestra mesa; por él ayunáis diariamente.

Conocí a un rico que cuando marchaba al campo solía contar los panes más pequeños que llevaba de la ciudad, de tal modo que por el número de panes se hubiera podido conocer cuántos días había estado en el campo. No quería abrir el granero cerrado para que no disminuyera lo que guardaba. Destinaba un solo pan para cada día, que apenas era suficiente para sustentarle. Averigüé también de fuente fidedigna que cuando le ponían un huevo deploraba el pollo que se perdía. Os escribo esto para que conozcáis que la justicia de Dios es vengadora, la cual castiga por medio de vuestro ayuno las lágrimas de los pobres.

¡Qué obra de religión sería tu ayuno si lo que no gastas en tu sustento lo dieras a los pobres! Más tolerable era aquel rico de cuya mesa el pobre Lázaro, hambriento, recogía las migajas que caían; pero también sus banquetes comprendían la sangre de muchos pobres, y sus vasos estaban empañados por la sangre de muchos cogidos en su trampa.



¡Cuántos mueren para que dispongáis de lo que os deleita! ¡Cuán funesta es vuestra ansia y vuestra lujuria! Este cae de techos elevados por preparar amplios depósitos para vuestros granos. Aquél se precipita de la copa más alta de los árboles, mientras busca las clases de uva con las que preparar un vino digno de vuestros banquetes. Hay quien ha perecido ahogado en el mar porque temías que faltaran los peces o las ostras en tu mesa. Uno perece a causa del frío invernal para cazar liebres o agarrar aves con red. Otro, ante tus ojos, si acaso en algo te desagrada, es azotado hasta la muerte y su sangre salpica hasta los mismos banquetes. En fin, rico era aquél que mandó traer la cabeza del profeta pobre y no encontró otro premio que ofrecer a la danzarina, a no ser mandarle matar.

Padre que se ve obligado a vender a los hijos

Vi cómo un pobre era detenido porque se le obligaba a pagar lo que no tenía; vi cómo era encarcelado porque había faltado el vino en la mesa del poderoso; vi cómo ponía en subasta a sus hijos para diferir en el tiempo la pena. Con la esperanza de hallar a alguien que le ayudase en esta necesidad vuelve el pobre a su alojamiento con los suyos y ve que no hay esperanza, que nada les quedaba para comer; llora otra vez el hambre de sus hijos y se duele de no haberlos vendido más bien a aquél que hubiera podido alimentarlos. Reflexiona nuevamente y toma la decisión de vender algún hijo. Sin embargo, desgarraban su corazón dos sentimientos opuestos: el temor de la miseria y la piedad paterna; el hambre exigía dinero; la naturaleza le pedía cumplir su deber de padre. Dispuesto a morir juntamente con sus hijos antes que tener que desprenderse de ellos, muchas veces echó a andar y otras tantas se volvió atrás. Sin embargo, acabó por vencer la necesidad, no el amor; y la misma piedad cedió ante la necesidad. (...)

Lujo de las mujeres. Naturaleza de las riquezas

Las mujeres se complacen en las cadenas con tal que sean de oro. No reparan en su peso, siempre que sean preciosas; no piensan que son ligaduras si en ellas centellean las alhajas. También se complacen en las heridas, con el fin de adornar de oro las orejas y hacer pender de ellas las gemas. Las joyas son pesadas y los vestidos ligeros no abrigan: sudan por las joyas que llevan y se hielan con los vestidos de seda; sin embargo, les agrada el precio y lo que repugna a la naturaleza lo recomienda la avaricia. Buscan con pasión furiosa esmeraldas y jacintos, berilos, ágatas, topacios, amatistas, jaspes; aunque se les pida la mitad de su hacienda, no temen el dispendio con tal de satisfacer sus deseos. No niego que sea agradable cierto fulgor de estas piedras, pero no dejan de ser piedras. Ellas mismas, pulidas en contra de su naturaleza, al perder su aspereza, nos advierten que debemos poner remedio antes a la dureza de la mente que a la de las piedras.


¿Qué médico puede añadir un día a la vida de un hombre? ¿A quién redimieron sus riquezas del infierno? ¿Qué enfermedad mitigó el dinero? “No está la vida del hombre en la abundancia de sus riquezas” (Lc XII, 15). “Nada aprovechan los tesoros a los injustos, pero la justicia libra de la muerte” (Pr X, 2). Oportunamente exclama el profeta: “Si afluyen las riquezas, no queráis apegar el corazón a ellas” (Sal LXI, 11). Pues, ¿de qué me sirven si no me pueden librar de la muerte? ¿Qué me aprovechan si no las puedo llevar conmigo cuando me muera? En este mundo se adquieren y aquí se dejan. Son un sueño, no un patrimonio verdadero. De aquí que acertadamente el mismo profeta diga de los ricos: “Durmieron su sueño todos los varones de las riquezas y no encontraron nada en sus manos” (Sal LXXV, 6); es decir, se hallaron con las manos vacías los ricos que nada dieron a los pobres. No aliviaron en vida la miseria de alguien y no pudieron encontrar, después de la muerte, nada que les sirviera de ayuda.

Inquietud e intranquilidad del rico

Considera el mismo nombre de rico. “Dite” llaman los paganos al jefe de los infiernos, al árbitro de la muerte; también el rico recibe el nombre de “dite” porque no sabe salir de la muerte: reina sobre cosas muertas y tendrá su morada en el infierno. ¿Pues qué es el rico, a no ser un abismo insondable de riquezas, un hambre y sed insaciables de oro? Cuanto más atesora, tanto más se enciende su codicia. Por eso advierte el profeta: “Quien ama el dinero no se ve harto de él” (Si V, 9). Y poco después: “También esto es un triste mal, que como vino, así haya de volverse y nada pueda llevarse de cuanto trabajó, y sobre esto pasar todos los días de su vida en tinieblas, en dolor, en ira y miseria” (Si XV, 6). Es más tolerable la condición de los siervos que la suya. Aquéllos sirven a los hombres; él, al pecado, porque “quien peca —como dice el apóstol— esclavo es del pecado”. Siempre está apresado, siempre en cadenas, nunca libre de grillos, porque siempre es responsable de crímenes. ¡Cuán mísera esclavitud servir al pecado!


El rico no conoce ni siquiera los dones de la misma naturaleza, ni el reposo del sueño, ni el gusto del manjar sabroso, porque nunca está libre de su esclavitud. “Dulce es el sueño del esclavo, coma poco o mucho; pero al opulento no hay quien le deje dormir.” Le excita la codicia, le agita el cuidado de arrebatar lo ajeno, le atormenta la envidia, le impacienta la tardanza, le perturba la escasez de las cosechas, le hace solícito la abundancia. Por eso, aquel rico, cuyas posesiones produjeron una cosecha abundante, pensaba dentro de sí: “¿qué haré, pues no tengo donde recoger mis frutos?”; y se dijo: “Esto haré: destruiré mis graneros y los haré mayores; en ellos guardaré todos los bienes que recolecte y diré a mi alma: alma, posees bienes abundantes para muchos años; descansa, come, bebe, ten banquetes” (Lc XII, 17-9). Pero Dios le dijo entonces: “Necio, esta noche te pedirán tu alma; todo lo que has acumulado, ¿para quién será?” (Lc XII, 20). Ni siquiera Dios deja dormir al rico. Lo llama mientras reflexiona, lo despierta cuando duerme.

Pero es el mismo rico quien no se deja en paz a sí mismo, porque le trae inquieto la abundancia de sus riquezas y, aun en tanta prosperidad, pronuncia una frase de pobre. “¿Qué haré?” ¿Acaso no es ésta voz de pobre, que no tiene lo necesario para vivir? En la mayor miseria, el pobre dirige la vista a su alrededor, escudriña su casa y nada encuentra que le pueda servir de alimento. Considera que no hay nada más triste que perecer de hambre y morir por falta de alimentos. Busca abreviar su muerte con suplicio más tolerable. Empuña la espada, cuelga el lazo, prepara el fuego, comprueba el veneno y, dudoso en la elección de uno de estos medios, dice: “¿Qué haré?” En fin, atraído por la suavidad de esta vida, desea revocar su decisión si puede encontrar bienes para vivir. Ve que todo está desnudo a su alrededor y vacío, y dice otra vez: “¿Qué haré? ¿Dónde encontraré alimento y vestidos? Quiero vivir si encuentro cómo sostener mi vida. Pero, ¿con qué medios, con qué ayuda?”

“¿Qué haré —dice— yo, que no tengo nada?” También el rico exclama que no tiene. Esta expresión es de pobre. Se lamenta de escasez aquél que recogió una cosecha abundante. “No tengo —dice— dónde encerrar mi cosecha.” Parece como si dijera: “No tengo los frutos necesarios para vivir.” ¿Es acaso feliz quien se ve angustiado en sus riquezas? En realidad, es más desgraciado este rico con toda la abundancia de sus bienes que el pobre en peligro de perecer de miseria. Pero el pobre tiene excusa en su desgracia, sufre una injusticia, tiene a quién culpar; el rico no tiene a quién achacar su miseria fuera de sí.