‘Sermón de Navidad’ de Martín Lutero
Albrecht Dürer, La Natividad, s/a
‘El Evangelio es tan claro que no necesita muchas interpretaciones. Sólo requiere que lo miremos y contemplemos y que lo dejemos penetrar hasta lo más hondo de nuestro corazón. Sólo aprovecha a los que, aquietando su corazón, se olvidan de todas las cosas y sólo ponen la atención en sus páginas. Es como el sol sobre las aguas quietas: vemos sus reflejos y nos calienta. Mas el sol, sobre las aguas agitadas, no se ve, y tampoco nos calienta. Si queréis, pues, iluminación y calor, la gracia divina y sus milagros; si queréis tener el corazón ardiente, alumbrado, devoto y alegre, id allí donde encontráis quietud y las imágenes penetran en vuestro corazón, y hallaréis milagro sobre milagro.
¡Cuán sencilla y simplemente tienen lugar en la tierra los sucesos que tan ensalzados son en el cielo! En la tierra sucedió de esta guisa: Había una pobre y joven esposa, María de Nazaret, entre los pobladores más pobres de la aldea, tan poco estimada que nadie se dio cuenta de la gran maravilla que ella llevaba. Era callada, no se vanagloriaba, sino que servía a su marido, José, pues no tenían sirvienta ni mozo. Ellos simplemente abandonaron su casa. Quizá tenían un asno para que María cabalgara, aunque los evangelios no dicen nada de él, y bien podemos suponer que fuera a pie. El viaje era, por cierto, de más de un día desde Nazaret de Galilea hasta Belén, en el país judío que se halla al otro lado de Jerusalén. José había pensado: “Cuando lleguemos a Belén, esteramos entre parientes y podremos pedir prestado todo”. ¡Buena idea! Ya era bastante malo que una joven desposada, casada hacía solamente un año, no pudiera tener un hijo en Nazaret en su propia casa y tuviera que hacer todo ese viaje de tres días estando encinta. ¡Cuánto peor aun el que cuando llegara no hubiera lugar para ella! La posada estaba llena. Nadie quiso ceder su habitación a una mujer embarazada. Tuvo que ir a un establo y allí dar a luz al Hacedor de todas las criaturas a quien nadie quería hacer lugar. ¡Qué vergüenza, malvado Belén, habría que haber pegado fuego a esa posada! Pues aun cuando la virgen María hubiera sido una pordiosera o no hubiera estado casada, todos en ese momento deberían haberse alegrado de poder prestarle ayuda. Hay muchos de vosotros en esta congregación que pensáis: “Si yo hubiera estado allí! ¡Cuán pronto hubiera estado para ayudar al Niño! Le hubiera lavado los pañales. ¡Ojalá yo hubiese tenido la suerte, como los pastores, de ver al Señor yaciendo en el pesebre!”. Sí, ahora lo haríais, porque conocéis la grandeza de Cristo, pero en aquel entonces no os hubierais comportado mejor que la gente de Belén. ¡Qué pueriles y tontos pensamientos son ésos! ¿Por qué no lo hacéis ahora? Tenéis a Cristo en vuestro prójimo. Debéis pues lo que hacéis a favor de vuestro prójimo necesitado lo hacéis al Señor Jesucristo mismo. El nacimiento fue aún más lastimoso. Nadie se compadeció de esa joven esposa que daba luz a su primogénito; nadie la atendió; nadie reparó en su vientre grávido; nadie se dio cuenta de que en ese extraño lugar no tenía la menor cosa para un parto. Allí estaba sin nada preparado: sin luz, sin fuego, en plena noche, sola en la obscuridad. Nadie le prestó la ayuda habitual. Todos están beodos y alegres en la posada, un pulular de huéspedes de todas partes, de modo que nadie se ocupa de esa mujer. También creo que ella misma no se había percatado que su alumbramiento no estaba tan próximo; si no, se hubiera quedado en Nazaret. Y podéis imaginar qué clase de paños pueden haber sido aquellos en que lo envolvió. Quizás su velo, pero no por cierto los pantalones de José, que ahora se exhiben en Aquisgrán.
Pensad, mujeres, que allí no había nadie para bañar al Niño. Nada de agua caliente, ni siquiera fría. Ningún fuego, ninguna luz. La madre tuvo que ser ella misma comadrona y criada. El frío pesebre fue cama y baño. ¿Quién enseñó a la pobre muchacha lo que debía hacer? Nunca antes había tenido un hijo. Me maravilla que el pequeño no muriera de frío. No hagáis de María una piedra. Pero cuanto más altas están las gentes en el favor de Dios, tanto más frágiles son.
Cuando meditamos, pues, sobre el Evangelio del Nacimiento, hay que imaginar que todo sucedió del mismo modo que con nuestros hijos. Contemplad a Cristo yaciendo en el regazo de su joven madre. ¿Qué cosa puede ser más dulce que el Niño, qué más encantador que su madre? ¿Qué cosa más hermosa que su juventud? ¿Qué cosa más tierna que su virginidad? Mirad al Niño, ¡cuán inocente es! Sin embargo, todo lo que existe le pertenece, para que vuestra conciencia no le tema sino que busque consuelo en él. No dudéis. Para mí no hay mayor consuelo dado a la humanidad que éste, que Cristo se convirtiera en hombre, en un niño, un infante que jugaba en el regazo y en el pecho de su graciocísima Madre. ¿A quién no reconforta esta visión? Ahora ya está vencido el poder del pecado, de la muerte, del infierno, de la conciencia y de la culpa, si os acercáis a este Niño que juguetea y creéis que ha venido no para juzgarnos sino para salvarnos.’
¡Cuán sencilla y simplemente tienen lugar en la tierra los sucesos que tan ensalzados son en el cielo! En la tierra sucedió de esta guisa: Había una pobre y joven esposa, María de Nazaret, entre los pobladores más pobres de la aldea, tan poco estimada que nadie se dio cuenta de la gran maravilla que ella llevaba. Era callada, no se vanagloriaba, sino que servía a su marido, José, pues no tenían sirvienta ni mozo. Ellos simplemente abandonaron su casa. Quizá tenían un asno para que María cabalgara, aunque los evangelios no dicen nada de él, y bien podemos suponer que fuera a pie. El viaje era, por cierto, de más de un día desde Nazaret de Galilea hasta Belén, en el país judío que se halla al otro lado de Jerusalén. José había pensado: “Cuando lleguemos a Belén, esteramos entre parientes y podremos pedir prestado todo”. ¡Buena idea! Ya era bastante malo que una joven desposada, casada hacía solamente un año, no pudiera tener un hijo en Nazaret en su propia casa y tuviera que hacer todo ese viaje de tres días estando encinta. ¡Cuánto peor aun el que cuando llegara no hubiera lugar para ella! La posada estaba llena. Nadie quiso ceder su habitación a una mujer embarazada. Tuvo que ir a un establo y allí dar a luz al Hacedor de todas las criaturas a quien nadie quería hacer lugar. ¡Qué vergüenza, malvado Belén, habría que haber pegado fuego a esa posada! Pues aun cuando la virgen María hubiera sido una pordiosera o no hubiera estado casada, todos en ese momento deberían haberse alegrado de poder prestarle ayuda. Hay muchos de vosotros en esta congregación que pensáis: “Si yo hubiera estado allí! ¡Cuán pronto hubiera estado para ayudar al Niño! Le hubiera lavado los pañales. ¡Ojalá yo hubiese tenido la suerte, como los pastores, de ver al Señor yaciendo en el pesebre!”. Sí, ahora lo haríais, porque conocéis la grandeza de Cristo, pero en aquel entonces no os hubierais comportado mejor que la gente de Belén. ¡Qué pueriles y tontos pensamientos son ésos! ¿Por qué no lo hacéis ahora? Tenéis a Cristo en vuestro prójimo. Debéis pues lo que hacéis a favor de vuestro prójimo necesitado lo hacéis al Señor Jesucristo mismo. El nacimiento fue aún más lastimoso. Nadie se compadeció de esa joven esposa que daba luz a su primogénito; nadie la atendió; nadie reparó en su vientre grávido; nadie se dio cuenta de que en ese extraño lugar no tenía la menor cosa para un parto. Allí estaba sin nada preparado: sin luz, sin fuego, en plena noche, sola en la obscuridad. Nadie le prestó la ayuda habitual. Todos están beodos y alegres en la posada, un pulular de huéspedes de todas partes, de modo que nadie se ocupa de esa mujer. También creo que ella misma no se había percatado que su alumbramiento no estaba tan próximo; si no, se hubiera quedado en Nazaret. Y podéis imaginar qué clase de paños pueden haber sido aquellos en que lo envolvió. Quizás su velo, pero no por cierto los pantalones de José, que ahora se exhiben en Aquisgrán.
Pensad, mujeres, que allí no había nadie para bañar al Niño. Nada de agua caliente, ni siquiera fría. Ningún fuego, ninguna luz. La madre tuvo que ser ella misma comadrona y criada. El frío pesebre fue cama y baño. ¿Quién enseñó a la pobre muchacha lo que debía hacer? Nunca antes había tenido un hijo. Me maravilla que el pequeño no muriera de frío. No hagáis de María una piedra. Pero cuanto más altas están las gentes en el favor de Dios, tanto más frágiles son.
Cuando meditamos, pues, sobre el Evangelio del Nacimiento, hay que imaginar que todo sucedió del mismo modo que con nuestros hijos. Contemplad a Cristo yaciendo en el regazo de su joven madre. ¿Qué cosa puede ser más dulce que el Niño, qué más encantador que su madre? ¿Qué cosa más hermosa que su juventud? ¿Qué cosa más tierna que su virginidad? Mirad al Niño, ¡cuán inocente es! Sin embargo, todo lo que existe le pertenece, para que vuestra conciencia no le tema sino que busque consuelo en él. No dudéis. Para mí no hay mayor consuelo dado a la humanidad que éste, que Cristo se convirtiera en hombre, en un niño, un infante que jugaba en el regazo y en el pecho de su graciocísima Madre. ¿A quién no reconforta esta visión? Ahora ya está vencido el poder del pecado, de la muerte, del infierno, de la conciencia y de la culpa, si os acercáis a este Niño que juguetea y creéis que ha venido no para juzgarnos sino para salvarnos.’
Martin Luther, c. 1534.