Fernando Bayona, Circus Christi: La duda de Tomás, 2010.
Quiero compartirles
una perspectiva de júbilo. Creo que ser católico es divertidísimo.
Un gran paseo en la montaña rusa de la realidad que Dios, quien nos resguarda, impulsa;
un viaje gestado por la amorosa entrega de Nuestro Señor en su crucifixión, sonrientemente observado por su Santa Madre; creo que ser católico es como la interpretación de la desconocida obra maestra de
un virtuoso, traída a la sinfonía
del Ser por la intrépida seducción
del Espíritu Santo.
Hoy por hoy
una de las mejores perspectivas para observar lo divertida que es esta aventura es mirar la incidencia de la cuestión gay en la vida de la Iglesia.
Me gustaría compartirles
una aproximación coherente sobre este as
unto. Empezaré por enfatizar que estamos en presencia de
un descubrimiento. Luego, quiero dirigir la mirada a la manera en que hoy nos relacionamos con el
mapamundi que existía antes que el descubrimiento se hiciera. Porque los descubrimientos se convierten en
fulcros,
1fulcros que nos permiten entender el tránsito de la forma en que solíamos mirar las cosas hacia la forma en que las vemos ahora. Con ello quiero identificar y ponderar la forma
del vacío que nos revela este descubrimiento, el hueco
del que nada sabían quienes confeccionaron el
mapamundi previo, y lo que esto nos enseña. Después, quiero empezar a sugerir, brevemente, alg
unas dimensiones de la vida católica en la tensión entre este descubrimiento y ese vacío.
Descubrimiento
En los últimos más o menos 50 años hemos sido testigos de
un genuino descubrimiento humano,
uno de los que como humanidad no hacemos a menudo. Se trata de
un auténtico descubrimiento antropológico cuya naturaleza no pertenece a la moda o al capricho ni es el resultado de
una decadencia de la moral o
del colapso de los valores familiares. Ahora sabemos algo objetivamente verdadero sobre los seres humanos, algo que no sabíamos antes: que existe
una variante minoritaria de la condición humana cuya aparición es constante, no patológica e independiente de la cultura, el entorno, la religión, la educación o las costumbres,
una variante que ahora designamos con la expresión “ser gay”. Esta variante minoritaria se vive, sin embargo, desde las condiciones de
una cultura,
un entorno,
una religión,
una educación y ciertas costumbres determinadas, es decir: de
una manera que está por completo cargada de cultura. Por ello, en el pasado fue tan fácil tomarla, equivocadamente, por
una mera variable de la cultura, la psicología, la religión o la moral y creer que la homosexualidad era algo que debía escandalizarnos y no algo que simplemente estaba ahí.
Todavía nos queda mucho por aprender sobre esta variante minoritaria de la condición humana, cuya existencia es constante. Comoquiera, sabemos de ella lo suficiente como para entender que al hablar de la homosexualidad –o de la heterosexualidad– se utilizan categorías erróneas como si habláramos de alternativas
del deseo. Parece más acertado hablar de ellas en términos de configuraciones particulares
del deseo humano –
una configuración mayoritaria y otra minoritaria–. Sólo desde allí
tiene sentido hablar de distintas formas de vivir, de relacionarse y de amar que pueden o no ser saludables o patológicas. Sólo desde allí también la cuestión ética se coloca en otro plano: no en el de la configuración, sino, por
un lado, en el de “cómo” vivirla y, por otro, en el de los desafíos que toda minoría, al enfrentar la incomprensión, la indiferencia y la hostilidad de la mayoría, asume para realizar plenamente su potencial.
Nos parece fácil concebir el
descubrimiento de continentes desconocidos o especies animales de las que no sabíamos nada. Más difícil es concebir
un descubrimiento de orden antropológico, ya que las cosas que pertenecen a esta esfera se nos manifiestan a través y desde patrones de convivencia humana preexistentes. Esto, sin embargo, no hace que tal descubrimiento sea menos real ni sus consecuencias menos sorprendentes.
No obstante, ¿han observado lo difícil que es ser coherente con la verdad cuando se ha descubierto? Permítanme reflexionar
un momento sobre esto y llamar su atención sobre lo sorprendente de esta situación. Parece, ante todo, que tendemos a relacionarnos con nuestros descubrimientos en términos utilitarios, aprovechándonos de ellos en el corto plazo y confiados, en cierta forma, en que con el tiempo acabarán imponiendo su verdad y su significado.
Pondré tres ejemplos. En 2009, el “bloguero” Mike Rogers hizo público que el vicegobernador de Carolina
del Sur, André Brauer, era homosexual. Al parecer, Brauer es
un político (¡
uno de tantos!) que hace adeptos atacando públicamente lo que ama en privado. Al margen
del impresionante rango de acierto que Rogers suele tener en este terreno, al margen también de que Brauer no haya rechazado
del todo la acusación, zafándose con
una “negación por la no negación”,
2 lo que asombra es la rapidez con la que la discusión se deslizó de la preg
unta “¿es verdad lo que dice Rogers?” a la preg
unta “¿cómo podemos sacarle provecho a esta polémica?”. En efecto, muy pronto el as
unto derivó en
una acusación contra los seguidores
del controvertido gobernador Stanford –quien también había tenido que enfrentar
un escándalo a consecuencia de su “escalada a los Apalaches”–.
3 Se alegaba que quienes esperaban la reelección
del gobernador se habían rebajado a desprestigiar a su potencial contendiente. El razonamiento de todo este embrollo era el siguiente: ¡qué más da si Brauer es homosexual: lo que importa es que en ello hay algo que puede usarse en
una disputa preexistente!
El siguiente ejemplo
tiene consecuencias más graves. Sabemos bastante sobre las re
uniones que tuvieron lugar en la Casa Blanca inmediatamente después de los atentados
del 11 de septiembre de 2001, como para darnos cuenta de la asombrosa velocidad con la que las prioridades se movieron de la preg
unta “¿qué ha pasado y por qué?” a la preg
unta “¿cómo podemos usar lo que sucedió en favor de nuestros planes de guerra contra Irak?”. Allí, en
un as
unto cuyo significado quedaría claro con el tiempo, volvió a surgir esa inmediata habilidad para obtener ventajas de lo que se sabe.
El tercer ejemplo es más rico. Piensen en lo que sucedió cuando los europeos desembarcaron en América a finales
del siglo xv. Tomó décadas, incluso siglos asumir la ilimitada alteridad de lo que habían encontrado al buscar
una vía comercial rápida hacia Oriente. A la luz de la presencia geológica, antropológica, botánica, zoológica y cultural de algo que, por supuesto, había estado ahí desde siempre, pero de lo que los europeos no tenían ningún conocimiento previo, cada aspecto
del modo en que ellos se concebían sufrió
un radical cambio de perspectiva. Pero si ese cambio tomó siglos, lo que sucedió inmediatamente fue: “¿Dónde está el oro? ¿Cómo podemos usar este descubrimiento para el provecho de los intereses de la Corona Española, de la fe católica, de nuestras familias y amigos?”.
No quiero decir que, al margen
del habitual “¿cómo podemos sacarle partido?”, no existieran alg
unos intentos por averiguar “¿qué había allí?”. Hubo, en medio
del utilitarismo,
un matiz autocrítico en la conquista española de América. Bartolomé de las Casas, Bernardino de Sahagún y alg
unos otros, menos célebres, llevaron a cabo lo que para las investigaciones modernas fue
un recuento notablemente atinado, comprensivo y realista de las culturas que estaban desapareciendo a causa de la llegada de los españoles. Estos hombres tomaron el partido de los vulnerables contra la depredación de sus compatriotas. Semejantes elementos de autocrítica –ejercicios de genuino aprendizaje de
una experiencia nueva– soportan la prueba
del tiempo en su carácter de raros momentos de gloria en la historia
del colonialismo europeo. Sin embargo, y a pesar de ello, en el abordaje de lo novedoso, verdadero y real que representó el descubrimiento de América, primaron los intereses y la capacidad de sacarle provecho a la oport
unidad que se presentaba.
Lo mismo ocurre con la verdad antropológica de “la cuestión gay”. Para que asumamos sus verdaderas dimensiones y el estupor que provoca en nosotros, es preciso el paso
del tiempo. Y, como siempre sucede con los descubrimientos, nuestras primeras reacciones se dirigen a sacarle provecho. Para alg
unos, el surgimiento
del fenómeno gay es
una maravillosa oport
unidad para recaudar fondos a favor de las causas conservadoras, dif
undiendo miedo y manteniendo viva la interminable cultura de la guerra. Para otros, es
una oport
unidad de tener relaciones sexuales más fácilmente y más a menudo. Para otros más, de asegurarse votos cautivos y relativamente poco exigentes. Hay quienes encuentran en ello
un buen pretexto para atacar a la religión organizada. Y así podríamos seguir indefinidamente con el elenco de aproximaciones utilitarias al descubrimiento de lo gay.
Haciendo de lado nuestra habitual tendencia al oport
unismo, me gustaría detenerme e intentar elaborar el boceto de la forma que
tiene este descubrimiento. Ojalá pueda hacerles ver que éste –como cualquier otro relativo a la verdad sobre el ser humano– es
una buena noticia para la humanidad. Luego, me gustaría mostrar por qué esa buena noticia es particularmente buena para quienes somos católicos.
No me extenderé demasiado exponiendo las evidentes razones por las que este descubrimiento es
una buena noticia para quienes son gay y lesbianas. Baste decir que el descubrimiento de que la homosexualidad no es
un error o
una broma cruel, representa
una enorme diferencia para la cordura de quienes lo son. Saberlo provoca
un gran alivio en aquellos que están acostumbrados a escuchar que sus sentimientos son erróneos, enfermos, distorsionados; en aquellos que, cada vez que han intentado decir la verdad sobre su vida, se han encontrado con
un sinfín de mentiras y desengaños. Hallar la verdad sobre ser gay trae
un alivio que retrata muy bien el famoso cuento de Hans Christian Andersen,
El patito feo y encontrará
una honda resonancia con las siguientes palabras de la encíclica
del Papa Benedicto XVI,
Caritas in Veritate: “Cada
uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios
tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cf.
Jn 8, 32). Por tanto, defender la verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad”.
Este descubrimiento también representa
una buena noticia para los padres y las familias de quienes son gay o lesbianas, pues significa que pueden deshacerse de los falsos fardos de culpa que habían cargado. Su hijo no se volvió gay porque no se intervino cuando al pequeño le dio por jugar con
una Barbie. No habría dejado de serlo si se le hubiera obligado a jugar, en cambio, con
un muñeco que representara a Sandoval Iñiguez. No debería avergonzarnos que algún miembro de nuestra familia –hermano, hermana, madre o padre– sea gay. Descubrir que alguien de la familia –el hermano, la hermana, la madre o el padre–, es gay, no es algo de lo que tenemos que avergonzarnos, sino
una oport
unidad para descubrir en qué consiste la honra, en qué la forma de tu familia, etcétera.
He abordado alg
unas razones, más bien obvias, por las que esta cuestión es
una buena noticia para quienes son gay o lesbianas y sus familias. Pero ahora quiero, más bien, atender a otra dimensión de esta buena noticia. Para ello, volvamos al ejemplo
del descubrimiento de América. El encuentro entre Europa y América no sólo afectó a quienes hicieron el viaje y a los pobladores de la América prehispánica. Alteró también, y para siempre, todas las dimensiones de la vida de los que se quedaron en casa y de sus descendientes. Cambió la forma en que se concebían en el espacio, en el tiempo, en relación con otros seres humanos. Más allá de las plantas, los animales y los minerales que descubrieron, la existencia de
un “afuera” previamente inimaginable para el
mundo europeo significó que, a partir de ese instante, cada “desde” y cada “dentro” que los recibiera, serían vistos de manera distinta.
Del mismo modo, apenas ahora empezamos a entender alg
unas de las sorprendentes consecuencias de haber descubierto que lo que llamamos ser “buga”
4 o “heterosexual” no es la condición humana
normativa, sino
una condición humana
mayoritaria. Esto significa que si bien es cierto que la
reproducción humana implica, intrínsecamente, a los dos sexos y que la vasta mayoría de los humanos
tienen
una orientación heterosexual, también es cierto que los humanos no son intrínsecamente heterosexuales. Esto
tiene importantes consecuencias en la comprensión de la relación que existe entre la vida emocional, sexual y reproductiva de quienes
son heterosexuales.
Porque la existencia de
una minoría para la que, de forma no patológica y normal, las esferas sexual y emocional no están asociadas con la reproductiva, implica que la relación entre estas tres esferas,
para quienes sí están ligadas a ellas, es muy distinta a la que habíamos imaginado. Lo que quiero decir es que surgió
un continente que pertenece a la esfera de la libertad, de lo intencional y de lo
deliberado al margen de lo mecánico y de lo que ocurre por necesidad y, en este sentido, cambió la relación entre lo que es meramente “biológico” y lo que es susceptible de ser humanizado.
En otras palabras, ser “buga” se volvió mucho más interesante, variado, arduo y fácil. Más interesante, porque los clichés y los estereotipos acostumbrados pueden ser depuestos de manera más fácil. Más variado, porque hace posible el florecimiento de todo
un elenco de estilos personales y de formas de relacionarse con los demás sin temor a que se sospeche que se es “
uno de ellos” –ser gay se volvió algo que simplemente se es o no se es, y, en cualquier caso, cualquier estilo está perfectamente bien–. Más arduo, porque dejó de haber
una forma natural de ser, de cortejar, de casarse, de tener hijos; es decir, dejó de haber
una forma que constituye “el modo de ser de las cosas”, algo que todos deban simplemente seguir. Las cosas que creíamos “naturales” –supuestas por
un mundo en el que la heterosexualidad se asumió como normativa–, ahora
tienen que ser aprendidas, negociadas, y eso exige el desarrollo de ciertos hábitos y habilidades. La humanización
del deseo es
una tarea ardua de la que nadie está exento. Por último, ser “buga” se volvió más fácil porque la variedad de formas
del amor entre personas
del mismo sexo –
una parte muy significativa de la vida de todo
mundo–, dejó de ser
una esfera de miedo y suspicacia. Hay, como suelen manifestarlo con mayor facilidad las mujeres, todo
un rango de formas saludables y apasionadas de amor, cariño, amistad y trato físico entre personas
del mismo sexo, independientes de la orientación sexual.
Un “buga” que siente
una infatuación por otro hombre no está, por ello, a p
unto de convertirse en gay. Simplemente es
un hombre infatuado por otro hombre. Los afectos hacia personas
del mismo sexo son bloques constitutivos de la convivencia humana normal. Incluso alguien podría sufrir
una infatuación por
una persona que
sí es gay: ambas partes pueden estar al tanto, serenamente, de que eso no implica connotaciones eróticas. Estas dimensiones
del amor requieren de cierta vigilancia para no derivar en la
omertá5 o en dinámicas ideológicas
y, por supuesto, en el peligro de los celos y de la rivalidad que siempre están al asecho en cualquier relación amorosa. Se trata de cosas que no
tienen que ver exclusivamente con ser gay, y tranquiliza mucho que puedan ser expresadas y analizadas sin miedo a malas interpretaciones.
Como puede verse, nos encontramos en las primeras etapas
del descubrimiento de las impactantes consecuencias que nuestro nuevo conocimiento tendrá y no pretendo predecir mucho más. Quiero dirigirme ahora a otra cuestión verdaderamente interesante: cómo este descubrimiento está afectando y afectará a la Iglesia. Veamos qué modificaciones está produciendo en el
mapamundi.
Mapamundi
Había
una vez en Roma, en
un pasado no muy lejano, fuertes voces que le decían a la gente como nosotros que la única discusión aceptable y cualquier trabajo pastoral posible con quienes somos gay debían permanecer en estricto acuerdo con
una verdad que ya estaba propiamente dispuesta en las enseñanzas de la Curia Romana, es decir, que “la particular inclinación de la persona homosexual, a
unque no es en sí
un pecado, constituye, sin embargo,
una tendencia, más o menos fuerte, hacia
un comportamiento intrínsecamente malo desde el p
unto de vista moral. Por este motivo la inclinación misma debe considerarse como objetivamente desordenada”.
6
Si fuéramos relativistas, gente que no creyera en la existencia de
una verdad auténtica, sino sólo en cosas que son “verdaderas” para cada persona, podríamos dejar las cosas así. Podríamos decir: “Muy bien, la definición actual de la Curia Romana es la verdad
de la Iglesia. Si no te gusta, adhiérete a
una Iglesia cuya verdad te siente mejor”. Pero, curiosamente, la misma Iglesia enseña en esta materia –con mucha fuerza, por cierto– que el relativismo es falso, que existe algo verdadero y que la verdad se nos impone por sí misma. En otras palabras, las mismas autoridades que nos dijeron que debemos seguir sus enseñanzas sobre las inclinaciones homosexuales, porque son verdaderas, son también, gracias a Dios, las que insisten en que la verdad sobre esta cuestión no depende de ellas y que sus enseñanzas están abiertas a descubrimientos objetivamente verdaderos, surjan de donde surjan.
Si fuéramos relativistas, entonces podríamos tomar la definición de la Curia Romana como
una floritura retórica, es decir, podríamos decir que cuando define “la inclinación [homosexual] [...] como objetivamente desordenada”, la Curia no pretende postular
una verdad capaz de incidir, a
unque sea
un poco, en lo que ahora sabemos sobre lo gay. Si fuéramos relativistas, dicha definición no podría ser falseada por ningún conocimiento científico sobre la naturaleza no-desordenada de la inclinación homosexual. Sería
una mera anotación “filosófica”,
una forma de subrayar tres veces con
un marcador in
deleble lo que en verdad desea hacer: den
unciar todo comportamiento homosexual como intrínsecamente malvado.
Pero si somos fieles a las enseñanzas de la Iglesia y
rechazamos el relativismo, entonces debemos leer la definición como si fuera objetivamente verdadera, como si sus pretensiones de verdad fueran tales que suscitaran la defensa de cierto orden subyacente. Después de todo, la pretensión de que algo es objetivamente
desordenado sugiere que hay algo objetivamente
ordenado que nos permite detectar
un desorden. La pretendida verdad que subyace a esta definición es que todos los seres humanos, por el mero hecho de serlo, son intrínsecamente heterosexuales y que existe
una única expresión propia
del amor sexual: el matrimonio abierto a la posibilidad de la procreación. Sólo desde el supuesto de la heterosexualidad intrínseca de todos los seres humanos y la correspondiente bondad
del amor sexual marital, puede deducirse propiamente que las inclinaciones homosexuales son objetivamente desordenadas, que son heterosexualidades malogradas y que cualquier relación sexual entre personas homosexuales debe juzgarse como
una realidad que se queda corta frente a las que man
tienen personas heterosexuales casadas.
Lo que, sin embargo, se ha mostrado, más o menos a lo largo de los últimos 20 años, es que la pretensión que subyace a las enseñanzas de la Curia Romana en materia sexual, es falsa. No es verdad que todos los seres humanos sean intrínsecamente heterosexuales y que quienes son homosexuales sean, de hecho, heterosexuales malogrados. No existe evidencia científica de ning
una clase –psicológica, biológica, genética, médica o neurológica– que respalde esta pretensión. El descubrimiento
del que he hablado antes, respaldado con ab
undantes evidencias, es que en todas las culturas hay
una proporción pequeña, pero regular, de seres humanos –algo así como tres o cuatro por ciento– cuya condición estable es ser atraídos, principalmente, por miembros de su propio sexo. A
un más: no existe ning
una patología, psicológica, física u otra cualquiera, invariablemente asociada con esa determinación. No es
un vicio ni
una enfermedad. Es, simplemente,
una variante regular, minoritaria, de la especie humana.
Para hacerle justicia a la Curia Romana es preciso decir que, al elaborar la definición que les referí, no hacían sino sancionar
un estado de cosas con el que la vasta mayoría de las fuentes de la sabiduría humana a lo largo de los siglos estaba de acuerdo. Su definición no era más sorprendente que
un mapamundi europeo elaborado en 1491 que mostrara el globo terráqueo sin nada más que alg
unas ballenas y monstruos marinos entre los confines más orientales de Europa y las orillas más extremas de Asia;
un mapamundi que ignoraba la existencia de América y cuyos cartógrafos habrían acaso oído antiguos relatos de ciertos europeos
del Norte que, ya fuera en barcazas o barcos vikingos, habían navegado hasta lo que hoy llamamos Canadá, mismos relatos que habrían descartado tomándolos por fanfarronadas de taberna imposibles de verificar.
Sin embargo, en 1526 –año en que la Corona Española f
undó
universidades en las ciudades de México y Lima–,
un mapa donde América no apareciera habría sido extravagante:
un signo de que alguien no se había enterado de lo ocurrido en los 35 años anteriores o de que alguien era lo bastante obstinado como para negar la realidad y privilegiar
una privada. Las generaciones venideras estarán mejor situadas que nosotros para discernir si la definición de la Curia Romana que cité antes, escrita en 1986, se parece más a la concienzuda edición tardía de
un mapa de 1941 o al intento mendaz de pretender que América no estaba ahí en 1526. Comoquiera, hoy, en 2011, tenemos bastante claridad: la vieja definición estaba equivocada. Intentar mantener vivo
un error, mucho tiempo después de que se demostró su falsedad, es
un signo de engaño o de mendacidad.
Si después de 1526 se hubiese creído seriamente que valía la pena navegar con
un mapa de 1491, se habrían perdido muchas transformaciones en lo relativo a barcos, velas, corrientes, vientos, estrellas, distancias y demás, al grado de que hubiese sido mejor no alejarse demasiado de la orilla. Si entonces se hubiesen seguido mapas de 1491, los avances tecnológicos habrían hecho la navegación más peligrosa, ya que los barcos podían ir más lejos y los navegantes se hubiesen expuesto a las consecuencias de su ignorancia
deliberada. No quiero decir con ello que a la luz de
un mapa de 1526 haya que acusar a los cartógrafos de 1491 de ser mentirosos, estafadores o estúpidos. Digo simplemente que gracias al nuevo descubrimiento, el marco de referencias de lo que en ese momento existía y le era posible hacer a la gente, cambió por completo. El descubrimiento de algo nuevo trajo nuevas exigencias y se convirtió en
un fulcro que puso en evidencia la insuficiencia de
una serie de conocimientos. Se volvió posible el aprendizaje autocrítico de la navegación y de la cartografía, para fortalecimiento de ambas disciplinas.
El fulcro y el vacío
El nuevo descubrimiento de orden antropológico se ha convertido para nosotros en
un fulcro que posibilita
un aprendizaje enriquecedor en el ámbito de la fe. Nos permite prof
undizar en el conocimiento de cuáles son los elementos constitutivos de la identidad católica, porque nos permite describir
un vacío en el
mapamundi anterior.
Permítanme explicar este vacío.
Ya que todas las definiciones de la Iglesia católica en esta esfera se deducen de sus enseñanzas relativas al matrimonio –enseñanzas que se f
undan, a su vez, en el supuesto de la heterosexualidad intrínseca de todos los seres humanos–, es bastante preciso el siguiente aserto: la Iglesia no
tiene absolutamente nada que decir sobre
una realidad que sus maestros ignoraban por completo. Estrictamente hablando, y en contra de lo que parece, la Iglesia católica no
tiene ninguna enseñanza relativa a la homosexualidad.
Si esto parece improbable, permítanme ofrecerles
una analogía que me ayudará a explicarme mejor: supongamos que los zoólogos
del Norte saben, desde hace mucho, de la existencia de los caballos; saben también de su importancia y
del valor de protegerlos. Supongamos que a sus oídos llegan ciertos relatos africanos sobre
unos animales escurridizos muy semejantes a los caballos, pero con
un cuerno en la frente. Su existencia, que parece mítica, los hace pron
unciarse en contra de ellos y proclamar que los
unicornios no existen y que cualquier animal que esté tentado a creerse
unicornio deberá sobreponerse a semejante engaño y comportarse como
un caballo. Supongamos que más tarde ciertos intrépidos exploradores descubren
un gran mamífero de cuatro patas con
un cuerno en la frente, es decir, descubren al rinoceronte. Los zoólogos que vivieron antes de que se hiciera este descubrimiento no tenían ning
una enseñanza relativa a los rinocerontes. Intentar meter a
un rinoceronte en la categoría de los caballos a causa
del unicornio, es poco menos impreciso que colocar en
un mapamundi de 1491 monstruos marinos donde ahora está América.
Vean ahora lo divertido de todo esto: nos encontramos en los inicios
del siglo xxi, y bien puede ser que, como lo ap
untó el Papa Benedicto XVI al comienzo de su pontificado, nos encontremos todavía en las primeras etapas de la historia de la Iglesia y que el cristianismo sea todavía
una religión joven. Sin embargo, en los mares de la antropología se descubrió
un continente entero, inexplorado y desconocido para la Iglesia. Las enseñanzas sobre los
unicornios que se derivan de la tradición de los caballos, por sólidas que puedan ser, nada nos dicen sobre los rinocerontes. Pero gracias al descubrimiento antropológico se nos ofrece
una oport
unidad espléndida y maravillosa de conocerlos. Podemos, entonces decir: “¡Yúju!, ¡a tiempo!”. Justo en el momento en que la visión oficial de la Iglesia sobre el ser humano ha entrado en crisis aparece
un fulcro objetivo (y por
objetivo quiero decir algo que simplemente está ahí, que es real, y que,
una vez descubierto y dif
undido, no puede desecharse) que nos permite darnos a la tarea de averiguar en qué consista ser católico. Para ello, no podemos echar mano
del método descendente de la teología que, para volver a nuestro ejemplo de la navegación, significaría, por ejemplo, el desarrollo paulatino de
un equipo de navegación cada vez mejor, que permitiera a los marineros portugueses
del siglo xv navegar con mayor seguridad más allá de las costas
del Noreste africano, mientras permanecían en
un universo sin América.
No, en lugar de eso, debemos enfrentarnos con el descubrimiento de algo objetivamente verdadero sobre el ser humano, algo que nos exige reescribir nuestros mapas de la misma forma en que el descubrimiento de América exigió nuevas explicaciones para las corrientes y los patrones climáticos de las costas atlánticas de África y Europa.
Lo divertido de todo esto reside en el reto que representa el descubrimiento que ha hecho la catolicidad a lo largo de este proceso de aprendizaje
desde dentro. Más que imaginar a Dios como el creador de algo pequeño sobre cuyo caparazón, cada vez más frágil, debemos sostenernos si queremos beneficiarnos de Él, hay que confiarnos al descubrimiento de que en realidad Dios hizo y continúa haciendo algo enorme sobre cuyas olas, que continúan fluyendo de su creatividad, surfea.
Lo mejor de todo esto es que a pesar de que intentemos transformar ese descubrimiento en
una zona de disputas, esa zona, en última instancia, está libre de rivalidad. Ning
una oposición hará la más mínima diferencia. No importa cuántas riñas ideológicas, movimientos estratégicos y enmiendas constitucionales orquesten los políticos mitrados que navegan en los mares políticos; no importa cuántos mapas de 1491 utilicen para salvar el matrimonio equino de la amenaza de los
unicornios desobedientes, las cosas son como son y no conseguirán cambiarlas.
Quiero enfatizar con mucha firmeza lo siguiente: las posturas ideológicas –que a final de cuentas tratan de la autoridad y
del prestigio de quien habla en favor de ellas– exigen que te involucres en debates y rivalidades para conseguir que prevalezca
una u otra postura. Sin embargo, independientemente
del prestigio o de la autoridad de quienes las esgrimen, la verdad, que no depende de nosotros y es maravillosamente liberadora, pone en evidencia que no vale la pena que entremos en rivalidades por ella.
Si no hubiéramos descubierto el carácter normal y no patológico de la homosexualidad, la oposición a la doctrina de las autoridades religiosas en relación con los matrimonios gay se reduciría a
una disputa contra la autoridad de quienes la pron
uncian. Pero ya que hemos descubierto que la homosexualidad sólo es
una condición minoritaria y no inmoral, y que la verdad de este descubrimiento no depende de quién o cuándo la diga, podemos relacionarnos con la pretendida autoridad de ciertos púlpitos intimidantes de modo muy distinto. Esa verdad, en la claridad y libertad que nos otorga, nos libera de enzarzarnos en ciertas disputas. Quien se vale de su autoridad para enseñar algo falso o algo que está f
undado en
una falsedad, más que vulnerar a los
otros se destruye a
sí mismo y destruye su propia autoridad. Cada vez es más evidente para todos que la Curia se está comportando como si poseyera los derechos
del Atlas M
undial de 1491: a la vez que intenta persuadirnos desesperadamente de algo que sólo promueve su propio prestigio, siente cómo ese prestigio decae desde que la gente descubrió que esos mapas ya no son adecuados. Si se atrevieran a afrontar la verdad, la única preg
unta importante que deberían formularse sería: “Si vamos a ser fieles a nuestro mandato de hablar con autoridad y desde la verdad, ¿cómo vamos a ajustar nuestra posición con lo que se nos está manifestando como verdadero?”. Nadie enseña con autoridad si no ha sido capaz, él mismo, de dar testimonio de haber atravesado
un proceso semejante.
Por ello, no debemos rivalizar con las autoridades eclesiásticas, sino mirarlas como personas que, frente a
una verdad emergente,
tienen
un duro trabajo que realizar y ser comprensivos con ellas, sin seguir en sus falsedades. Después de todo, su vacío es muy real. Carecen de
un mecanismo prefabricado para lidiar con
un descubrimiento de esta clase,
uno que altera su
mundo y el nuestro. No poseen –y esto es bastante genuino– ning
una tradición firme de discusión o de enseñanza católica en torno al amor humano y a la pareja que no derive
del supuesto de que la heterosexualidad y la bondad
del matrimonio son
universales. Habría, por lo tanto, que prestar atención a cualquier autoridad eclesiástica que decidiera abordar la cuestión gay reconociendo la bondad que puede emanar de ella, porque lo haría sin ningún soporte de las fuentes usuales –textos patrísticos, decretos conciliares, respaldo de obispos, pron
unciamientos papales–. No hay precedente obvio. El
fulcro de lo nuevo realmente revela el vacío de lo viejo.
La tensión
Nos enfrentamos, en consecuencia, a
una situación para la que nuestras autoridades eclesiásticas no
tienen precedentes ni categorías preconcebidas. Si podemos evitar la tentación de rivalizar con ellas y, más bien, las ayudamos, podremos entonces atender a lo divertido de ser católico. Es decir, atender a la advertencia de que serlo no consiste tanto –como nuestros representantes más asustados proclaman– en adherirse, contra viento y marea, a
una serie de definiciones, cuanto en aprender
una manera específicamente católica de navegar creativamente y explorar
un mundo muy cambiante. El catolicismo es mucho más el “cómo” que el “qué”,
una afirmación que la enseñanza
del Papa Benedicto ha enfatizado recientemente en formas más o menos sutiles. Cuando, por ejemplo, en su encíclica
Caritas in Veritate afirma la relación entre verdad y caridad,
7 comprendemos que algo que pretende ser verdadero pero no es caritativo,
no es realmente verdadero. Al mismo tiempo, algo que pretende ser amante, pero se f
unda en la falsedad,
no es realmente amor. Así, el catolicismo se encuentra en la tensión entre la verdad y el amor,
una tensión que nos conduce al descubrimiento simultáneo de lo que realmente es verdad y de lo que realmente es amar,
una tensión que nos arrastra a convertirnos en algo más grande y más humano que nosotros mismos.
Otro aspecto de ese singular y específicamente católico “cómo” que Benedicto enfatiza con insistencia al hablar de la manera en que fe y razón se purifican
una a otra implica que la fe, lejos de imponernos
una lista de cosas que deben sostenerse como verdaderas, al margen de la realidad, nos permite evitar el miedo de haber sido traídos a
un mundo más grande
del que habíamos imaginado. La fe nos desafía a ejercitar nuestra razón porque nos permite confiar en que, con el tiempo, y a través
del su uso, Dios nos mostrará la bondad que hay en la verdad. De hecho, Benedicto –más allá de lo que sus defensores y detractores permiten ver– parece estar silenciosamente persuadido de que su trabajo consiste en recordar a la gente que el catolicismo estriba en el estilo característico con que sobrellevamos j
untos los cambios.
Este, creo, es el reto que tenemos ahora,
un reto que, como a menudo digo, me parece divertido: ¿nos atreveremos a ser católicos, sin rivalizar con nuestras autoridades, agradecidos de que estén ahí, pendientes de sus limitaciones y a la vez encantados de que comiencen a hacerse cargo
del nuevo descubrimiento que acompaña al término “gay”? ¿Nos daremos permiso de ponernos en condiciones de descubrir formas en las que Dios es mucho más
para nosotros de lo que habíamos imaginado, de reconocer que Dios quiere que seamos realmente libres y felices, y que nos regocijemos en la verdad, mientras nos situamos entre los más débiles y los más vulnerables de nuestros hermanos y hermanas dondequiera que los encontremos? ¿Nos permitiremos descubrir, para el catolicismo, el potencial de riqueza que reluce en la pequeña palabra “gay”?
1 Punto que sirve de apoyo a una palanca para transmitir una fuerza y un desplazamiento. [N. del T.].
2 La expresión non-denial denial se acuñó para el escándalo de Watergate. Se refiere a una negación equívoca y se utiliza para designar la declaración oficial de un político que rechaza el reportaje de un periodista de tal forma que deja abierta la posibilidad de que el contenido del reportaje sea verdadero.
3 El gobernador de Carolina del Sur, Mark Sanford, desapareció durante cinco días a finales de junio de 2009. El caso era singular porque ni siquiera su esposa sabía dónde estaba. Su gabinete difundió que la ausencia del gobernador se debía a que había ido a practicar senderismo en los montes Apalaches. El propio gobernador, a su regreso, confesó haber hecho algo “más exótico”: había ido a visitar a su amante argentina en Buenos Aires. La “escalada de los Apalaches” le costó la presidencia de la Asociación de Gobernadores Republicanos.
4 Así se llama a las personas heterosexuales en el argot gay.
5 La ley del silencio o el código de honor siciliano que prohíbe informar sobre delitos considerados asuntos que incumben a las personas implicadas. [N. del T.].
6 Carta sobre la atención pastoral a las personas homosexuales. Homosexualitatis problema, Congregación para la Doctrina de la Fe, 1 de octubre de 1986, parágrafo n. 3.
7 Caritas in veritate, Benedicto XVI, § 2-4.