lunes, septiembre 10, 2012

Réquiem por don Ernesto de la Peña

A Ernesto de la Peña Muñoz (1927-2012), in memoriam

‘Y puesto que estoy en la vena de los recuerdos, cuyo envés son las confesiones, debo aclarar ante ustedes que, si por una parte heredé esta faceta estudiosa y perseverante, por la misma parte me fue trasmitido algo que aprecio a la par del arte y el conocimiento: la autoconciencia de la propia pequeñez, la dolorosa certeza de que nuestros mejores esfuerzos, nuestra constancia más inquebrantable no podrán colmar siquiera un rincón oscuro y omitido del mar de la cultura.’

Ernesto de la Peña, 2007


La última vez que vi al Maestro, enjuto en vez de rozagante, tambaleante y no pícaro, lo oí profesar —para mi gusto, si bien no sorpresa— su fe, creyente piadoso, ya nunca más agnóstico socarrón. Confesó, frente a la grey de Euterpe, en el templo de Orfeo, al otorgársele el galardón del Sumo Sacerdote, cuya liturgia solemne celebramos a continuación(1): ‘Yo suscribo el Credo de Wagner: “Creo en Dios Padre, en Mozart y en Beethoven”’.

Quizá, al final, ya ‘hombre huidizo’, ‘sentado, irresoluto, a la vera del morir, viendo hacia atrás, regurgitando las cúspides del cuerpo los contornos del ayer’,(2) como tantos otros grandes ‘caballeros extinguidos’(3) que le han precedido y se reconocieron, a regañadientes y sólo en sus postrimerías, deletreados por Alguien, acabó rindiéndose ante el Misterio que luchó más de ocho décadas por descifrar: en las religiones, en los textos sagrados, en la poesía, en las literaturas de un sinnúmero de culturas, en el cine, en decenas de lenguas y otros tantos lenguajes, acaso los trascendentes por excelencia, como la amistad y el amor, la comida y la música…

Ernesto de la Peña hizo religión su arar concienzudo y su cultivo del espíritu humano. Su apostolado fue el estudio ingente y solitario; su proselitismo, siempre amable y de altura —como el de fray Bernardino o el de los hermanos Cirilo y Metodio—, sus clases, cápsulas y programas de radio y televisión; su mortificación, el temor y temblor de una pluma humilde que a base de saber tanto se atreve apenas a decir muy poco; su recompensa en el Paraíso, la Sinfonía Eterna del Dios de Bach, de Mozart y de Beethoven, que es, a la sazón, el mismo de Abraham, de Isaac y de Jacob.

Conocí tarde y mal a don Ernesto, mas tuve la suerte de crecer en melomanía pegado a sus palabras en la radio —cosa insólita: sus comentarios superaban, con creces, la valía de la obra de turno que, accidentalmente, comentaba—, dejarme convertir por él a la religio vera del wagnerismo y contemplar, en vivo y cara a cara, la esencia del Humanismo y la dignidad del Maestro —nunca olvidaré una clase en que, al dudar de un dato sobre historia militar, se volvió hacia mí, a la postre dieciochoañero, y, frente a toda la clase y pese a que tenía razón, pidió que lo corroborara o corrigiera—. No obstante las seis décadas de diferencia, Ernesto era mi contemporáneo —hombre de su tiempo, a la vez que libre con respecto a cualquier atadura de aquél— y mi correligionario: gracias a él he podido hablar de tú a tú con Wagner y Verdi, Hugo y Goethe, burlarme de Rossini y de Schiller, denostar a Puccini y a Dumas. Pero, sobre todo y muy especialmente, me tendió un puente con mi propio abuelo, a quien él sí, y yo no, tuvo la suerte de conocer, aquel ‘licenciado Jolly’ de quien elogiaba su sarcasmo y buen francés, aquel erudito políglota —guardadas las proporciones con el propio Ernesto—, aquel agnóstico mordaz y ‘jacobino’ burlón cuyo mejor amigo era el párroco, cuya biblioteca incluye aún Biblias, sanagustines y la Summa Theologiæ —subrayadas y comentadas—, de cuya esposa sufragaba enemil caridades; en corto: aquel hombre justo que, como el Maestro De la Peña y el nieto que escribe estas líneas, buscaba la Verdad, la Bondad y la Belleza —que algunos llaman Dios— no en el Cielo, sino en el corazón del Hombre.

Querido Ernesto, si bien este México sin casi nada a qué asirse —menos aún de eruditos y sabios— te echará harto en falta, yo me regocijo, pues mi Maestro, luego de una vida larga y rica dedicada a ennoblecer el espíritu humano, tiene ahora mismo al Misterio, que buscó incansablemente en su paso por la vida, frente a frente, ya no para intentar descifrarlo ni tratar de entenderlo, sino para dejarse abrazar por Él.

G. G. Jolly, septiembre, MMXII A. D.


(1) En la entrega del Premio Mozart, en la Sala Nezahualcóyotl del Centro Cultural Universitario, durante la que se tocó, en su honor, la Gran Misa en Si menor de Mozart.
(2) Ernesto de la Peña, ‘Así te vas por la vejez’, en Id., Palabras para el desencuentro, México, CONACULTA, 2005. p. 34.
(3) Ibid.

David Caspar Friedrich, La abadía de Cloister bajo la nieve, 1817-19.

Ahora, para despedirlo, ¿qué mejor que el réquiem que él mismo dedicó a otros, anónimos pero no menos sentidamente?

Réquiem


In memoriam de cualquier Hombre muerto

No podremos saber, ni siquiera en el alba de la vida
cuando todo está abierto y es secreto
y no tiene secretos
ni a mitad de algún astro que por nosotros vino
adornado de nube, vecino predilecto de galaxias
ni en los momentos sabios del amor
en que cobra sentido cada rincón del ser
y se arrebata y sube y crece y hace música
para que ésta estación perecedera
este siempre habitar en el andén sin vuelta
en un gesto sin posible figura permanente
junto a una playa larga que no torna jamás por sus arenas
sentados en bajeles con las proas hacia fuera, hacia el silencio.

Otro cuerpo vencido ya soltó sus amarras
ya se abrieron sus poros y su sangre
y un crepitar temible de terror y vacío
devastó sus entrañas
entró a saco en sus vísceras humildes
y le rompió la risa y lo hizo ausencia.

Hay Hombres que tenemos el alma intemperie
campana estremecida que suena a todo viento
en un largo crepúsculo de muertos
que la llenan de ayes agobiados
y de adioses inmóviles y eternos.

Yo pregunto sombrío, con sílabas dolidas
dónde están las ciudades teologales
dónde el amor y el brillo que dimos en la tierra
y que nacieron yertos y extinguidos
hijos de sonrisa volátil y ruido mudo.

Alguna vez tuvimos cuerpo y voz y permanencia
y llevamos un nombre hecho de viento
asentado en registros oficiales
un nombre que sonó cuando vivimos
y no tiene respuesta con los muertos.

Breve país el nuestro de Hombres momentáneos
de luces como un faro detenido cuando no nos miraba
de cánticos oídos cuando pasaban lejos, entonados por locos
y quebrados por siempre en un escollo eterno.

Los Hombres somos raza de muy breve vigencia
de rápido estertor y ausencia larga
de creer que vivimos y estar yéndonos
hacia donde las fuerzas se detienen
y la escarcha nos borra
y el cierzo desbarata nuestras bocas.

Corto país de paso sin sonidos
cárcel abierta pronto a un campo desolado
pudridero del Hombre, falaz mansión de dioses
sólo despierta huecos y vacíos
deshabitada eterna
masa total de lumbre que no quema
inexplorada costa que nunca desemboca
remo hendiendo la niebla para siempre encallar
casa del Hombre, sitial del Hombre, recodo de sus dioses
lugar de sus falacias,
templo erguido de ciencia de la nada:
por todos tus veneros corre el licor hediondo de la nada
la sustancia vacía, la ambiciosa sustancia de la nada
de la nada de dios, del hueco que dejó en los que vivimos,
de la garra que hincó en nuestros corazones
buscando ser, él mismo, entre nosotros.

¿En qué célula, en cuál ojiva atormentada
nos nació el alma y nos creció el amor
y nos manaron las preguntas
que volvieron sin rostro hasta nosotros
a no descansar nunca y a no encontrar su voz que preguntaba?

¿En qué lugar, por qué, hacia dónde,
dios que retumba sus aullidos en muros sin respuesta,
nos fue naciendo muerte y podredumbre
y sostuvimos diálogos insólitos
sin saber que la voz se coagulaba
y se quedaba, absorta y solitaria
suspendida y no dicha y desplomada?

Ya se quebró tu corazón, Hombre cualquiera, antes que el nuestro,
ya se apagó el torrente de tu sangre
se detuvo el perfil que te animaba
y eres sólo la arena que se escurre
o el agua que se va o el viento irregresable.

Nadie te oyó morir, porque el ruido absoluto de la muerte
es inaudible como estallido de galaxias o chirrido de soles,
incendio de planetas que provocan a dios
o el morir del insecto en medio del desierto.

¿En qué lugar puedes estar y para qué?
¿A repetir tu vida terrenal te fuiste?
¿A que en otro lugar te contaminen
de rutinas más altas
o de sonidos nuevamente abocados al silencio?

¿A volver a morir antes que el astro
sin ver a dios ni romper sus secretos
sin que tu paso entre la verdad más alta
y finalmente entender por qué las nubes
y los vientos y el mar y la resaca
y las aves que cruzan por el cielo
y las ramas del árbol que nutren al espacio
y dan su sombra al Hombre que pregunta?

Ernesto de la Peña

Y éste otro, que es el mejor homenaje que puede hacérsele y la plegaria más efectiva para encomendarle...


domingo, septiembre 02, 2012

‘La ciudad y el miedo del obispo’ por Carlo Maria cardenal Martini, SJ

‘¿Cuáles son las alegrías y fatigas de un obispo en la gran ciudad? ¿Cómo vive las calamidades y las bendiciones de la metrópoli? Una respuesta a esta pregunta, que no sea puntual, o puramente biográfica o anecdótica, implica para un cristiano, para un creyente, muchas otras cosas, que intentaré expresar o al menos esbozar.


Miedo en la ciudad moderna


La ciudad nunca me ha producido miedo, ni sus mecanismos ni sus ritmos, y, en este sentido, tampoco ahora experimento este miedo. Nací en una ciudad, y desde pequeño era para mí natural su existencia, como un hecho indiscutible y fundamental (del mismo modo que para el niño existen los padres o el hermano mayor, es algo normal para él y ni siquiera se plantea que podría ser de otro modo). Existía, pues, la ciudad, con sus ruidos, su tráfico y sus espacios reducidos. No percibía ningún elemento perturbador; para mí el chirriar de los tranvías era tan natural como podía serlo el canto de los pájaros para un niño nacido en el campo. Los espacios me parecían inmensamente grandes: el vestíbulo de casa tenía las dimensiones de una catedral, el jardincillo donde jugábamos parecía un parque nacional, y un patio entre las casas con algunos árboles, un bosque inmenso. Al niño le parece todo natural y grande, todo de algún modo bello, porque lo agranda con sus sueños. ¿No se ven a veces en las periferias de Kinshasa o en las favelas de São Paolo a niños que, con dos ruedas y un pedazo de madera, sueñan que conducen un Mercedes y son felices?

El miedo lo experimenté mucho más tarde, sobre todo en Milán como obispo, y recuerdo todavía algunos momentos concretos. Por ejemplo, una tarde que regresaba con el coche de no sé qué encuentro. Probablemente estaba algo cansado, y por tanto proclive al mal humor que nos invade, sin que nos percatemos, tras una serie de tareas fatigosas, cuando nos dejamos llevar y la mente se relaja, pero al mismo tiempo emergen las sombras.


Sentado en el coche, veía los edificios como si se me cayeran encima, uno tras otro, y en los edificios las casas, con toda la gente dentro adivinándose entre las cortinas, detrás de las luces de las ventanas. Y en cada casa tantas cargas que soportar: disputas, frustraciones, preocupaciones, enfermedades y muertes. Todo ello me producía una sensación que me oprimía.

Me sentía abrumado, ahogado por la multitud de casas, personas y problemas. Sentía aflorar de nuevo la angustia por los muertos del terrorismo, por todos los asesinados por la criminalidad y la droga, por los desesperados y por todos los seres que en aquella misma noche estaban cansados de vivir. Sentía ese peso insoportable sin conseguir encontrar un orden, un sentido, un modo de sostener semejante marea. Me invadía un sentimiento de impotencia, como si me venciera y aplastara una carga desbordante, excesiva, que se burlaba de mí.

A menudo, el miedo no se experimenta frente a un peligro o ante las urgencias, incluso graves, si se tratan una por una. El miedo golpea y sorprende cuando nos encontramos frente a la ciudad no en sus elementos particulares, tal como los descomponemos día a día para lograr ordenar nuestras acciones de manera eficaz, sino ante la ciudad en estado puro, sólida, inexpugnable. Nos Enlacesentimos entonces —por lo menos yo así me sentía— pesados, sin aliento, como estrujados por algo inmensamente mayor que nosotros.


Pienso que un miedo semejante fue el que debió experimentar San Ambrosio, quien, según narra la leyenda, cuando querían nombrarlo obispo, huyó errando por los campos hacia Novara. Y lo han experimentado muchos otros obispos, hasta tal punto que la cuestión de la “fuga de la responsabilidad episcopal” se ha convertido en un tópico de la literatura hagiográfica.

Me parece que éste es el miedo difícil de vencer, porque es como la suma de las calamidades de la ciudad, el miedo a la ciudad como si fuera un gran artefacto anónimo del que hemos perdido las llaves, el miedo a lo imprevisible que, como decían los exploradores de la tierra de Palestina, devora a sus habitantes, no se deja atacar ni arañar por parte alguna, por lo que todo cuanto se hace o dice son como máximo deseos piadosos, buenas palabras, santos propósitos y nada más.
Es el miedo a que no suceda nada, a que no haya nada que hacer. Se le llama también frustración e impotencia, y genera soledad y rabia.

Honestamente, creo que lo primero que se debe hacer es reconocer que existe. Quien observa con objetividad y con cierta exhaustividad los problemas del prójimo, los siente superiores a las fuerzas humanas; sólo forjándose ilusiones o limitando el campo de acción a algún segmento o círculo restringido, a un objetivo parcial o a medio plazo, puede presumir de actuar con eficacia para dominar al coloso de la metrópoli. En realidad, éste sigue avanzando y actuando por su cuenta, con sus leyes intrínsecas y despiadadas, en cierto modo insuperables.

El miedo en la ciudad bíblica

Pienso que éste era también el miedo de los autores bíblicos, desde el momento en que la primera ciudad es atribuida a Caín (Gn IV, 17) y está fundada sobre el miedo y la defensa de las venganzas inminentes. Una ciudad en cuyo contexto resuena el grito del descendiente de Caín, Lamec, que proclamaba: “He matado a un hombre que me hirió y a un joven que me golpeó. Si Caín será vengado siete veces, Lamec lo será setenta y siete” (Gn IV, 23-24).

Las ciudades, comenzando por la primera, están fundadas, pues, sobre el miedo y se defienden provocándolo, imponiéndose con la altura de sus murallas y la fuerza de sus guarniciones.

A los trazos de violencia de la primera ciudad se añade en la Biblia la soberbia de la segunda, Babel (Gn XI, 1-9), que quiere organizarse de modo perfecto, asignando incluso a Dios un lugar concreto sobre el “Ziggurat”, la torre desde la cual se pueden vigilar los grandes canales de riego, protegerlos y dar seguridad.

Pero ésta es una precisión que olvida la primacía de la verdad de las relaciones, que crea la primera confusión desastrosa y la inercia burocrática, y el primer caos organizativo de la historia.
Una tercera ciudad que produce miedo es Sodoma (Gn XIX). En ella hay que destacar el pecado de la inhospitalidad, la explotación del extranjero de paso. ¡Cuánta actualidad en la historia de Lot y sus huéspedes!

Una cuarta ciudad mencionada en la Biblia es Jericó (Jos VI), cuyas murallas serán destruidas y que será reconstruida sobre los cadáveres de dos muchachos asesinados. Y las ciudades bíblicas sucesivas, hasta Tiro, Sidón, Nínive y Babilonia, y también la Babilonia del Apocalipsis, no son más que continuación de estos flujos, con mezclas distintas de una u otra.

El camino de la paz para la ciudad

En la Biblia, sin embargo, hay también otra historia de la ciudad, la cual me ha permitido vivir hasta ahora con esperanza y en medio de las calamidades, los sufrimientos, los tormentos y cargas de la urbe.


Para mí, esta otra historia se sintetiza en el pasaje de la carta a los hebreos donde se habla de Abraham, que abandona su ciudad de Ur de los caldeos y de Harran para ir hacia un lugar desconocido: “Salió sin saber a dónde iba […]. Pues él aguardaba aquella ciudad bien asentada sobre los cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hb XI, 8.10). Y poco después, hablando de la ciudad y la patria que Abraham había abandonado, declarándose “extranjero y forastero sobre la tierra”, el autor de la carta comenta: “Realmente, los que emplean este lenguaje dan a entender con ello que van en busca de una patria. Si hubieran pensado en la patria de donde habían salido, ocasión habrían tenido de volver allá, pero, de hecho, ahora aspiran a una patria superior, es decir, celeste. Y así se explica que Dios no tenga ante ellos reparo de ser invocado como Dios suyo, porque para ellos ha preparado una ciudad” (Hb XI, 13-16).

Alguien pensará que estoy huyendo de los problemas concretos para refugiarme en soluciones celestiales. Pero Abraham era un hombre con los pies en la tierra, apacentaba rebaños numerosos y era “muy rico en ganado, en plata y en oro” (Gn XIII, 2). No era, pues, un hombre, como suele decirse, alienado y ajeno a los problemas de este mundo. Era más bien el símbolo vivo de aquel amor por la ciudad que nace de la convicción de que ésta no es sólo la ciudad del pasado, o la que tengo bajo mis pies y cuyo aire contaminado respiro, sino algo que está ante mí, que yo debo edificar y que al mismo tiempo aguardo con esperanza, porque es mayor que lo que pueda pretender construir con el trabajo de mis manos.

Desde la salida de Abraham de su ciudad, aparece en la Biblia una dinámica contrapuesta a la ciudad de Caín, la de Babel, Sodoma y Jericó. Emerge —como dinamismo introducido en el corazón de la historia y capaz de hacerla progresar— el de otra ciudad, Jerusalén.

La salida de Abraham de Ur hacia una ciudad misteriosa y desconocida, aún por construir, expresa el principio de novedad que opera en la ciudad del hombre para hacerla más habitable, menos conflictiva e inhóspita, y que asume la figura de Jerusalén como urbe de los sueños mesiánicos, aquella que el Apocalipsis celebrará como la ciudad-esposa, morada de Dios con los Hombres, en la que se enjugarán las lágrimas y donde: “ya no existirán la muerte ni luto, ni lamento ni pena, porque las cosas de antes ya han pasado” (Ap XXI, 4).

A partir de este texto, tan apreciado por los grandes profetas cristianos del segundo milenio —de Joaquín de Fiore a Giorgio la Pira—, se manifiesta el principio bíblico enunciado por Harvey Cox, según el cual la historia se dirige hacia una ciudad.


Cox nos recordaba que el camino humano no se describe en la Biblia como la vía hacia un “paraíso”, en el sentido originario de “jardín”, “jardín de delicias”, aunque de ahí parta la Humanidad. La meta de ese camino no es ni el jardín ni el campo, por fértil y atrayente que sea, sino la ciudad del Apocalipsis, con doce puertas, de doce mil estadios de ancho y largo (más de dos mil kilómetros). A ella están llamados a habitar todos los pueblos de la tierra.

Y es brillante como el cristal, así que “las naciones caminarán a su luz y los reyes de la tierra llevarán a ella su gloria. Sus puertas jamás se cerrarán de día —pues nunca habrá allí noche—” (Ap XII, 2-3).

La ciudad ideal, meta del camino humano, tiene en sí lo mejor del paraíso original, el río del agua y el árbol de la vida; no obstante es una ciudad, un lugar donde los Hombres viven en armonía, en una trama de relaciones múltiples y constructivas.

Esta visión puede parecer utópica, inaprehensible y abstracta; y, sin embargo, es una exhortación que nos fija a la ciudad. Nuestro camino, nuestro ideal no es el de un fin de semana de huida hacia el aire puro de las montañas, la soledad y el silencio, sino hacia el hormigueo de las gentes reunidas para una gran fiesta.


La antítesis de la ciudad bíblica no es el campo, sino el destino que todo lo devora y destruye. En consecuencia, la elección es: o el desierto o la ciudad. Intentando traducir en lenguaje laico lo que he procurado expresar hasta aquí en términos bíblicos, que me son más familiares, diría que para superar las calamidades de la ciudad y para interpretar dentro de ella la presencia de no pocas bendiciones y alegrías auténticas, no hay que tener necesariamente ante los ojos una ciudad ideal, sino al menos un ideal de ciudad. Una ciudad formada por relaciones humanas responsables y recíprocas, que se manifiestan ante nosotros como un comportamiento ético.

Entonces la ciudad se transforma en una ocasión, una cantera inagotable de posibilidades de tejer relaciones verdaderas, bien sea con la iniciativa de un gesto constructivo o de una intención, bien —y quizás aún más— con el instrumento del gesto de la aceptación, la hospitalidad, la reconciliación e incluso el perdón.

Es así cómo los fermentos de Babel, Sodoma y Jericó, presentes dentro de las murallas de Jerusalén, son combatidos y sofocados continuamente en su dinamismo violento, mientras cada día se afirma y reafirma sin pausa la primacía de aquella visión que convierte a Jerusalén en la ciudad del shalom..
Un shalom ciertamente complejo, en riesgo permanente y a menudo desmentido por los hechos. Jerusalén no se muestra como el lugar que ya ha conseguido un ideal al que todos deberían tender, sino como el espacio en el que este ideal es más discutido, más difícil y contradicho por los acontecimientos, y, por tanto, donde la tenacidad de la esperanza que no cede es signo y estímulo para las demás ciudades amenazadas por conflictos y enemistades.

La ciudad no es, pues, el sitio del que huir a causa de sus tensiones, y donde habitar lo menos posible, sino el lugar en el que aprender a vivir. Toda la historia de la Jerusalén bíblica es un relato del conflicto entre el desierto que la amenaza y el ideal de paz que la impulsa y sostiene desde hace tres mil años, para que no se canse de buscar el shalom incluso en medio de tantas contradicciones que parecen indicar la imposibilidad de la paz.


¿Cómo podríamos dibujar el ideal de una ciudad concreta que camina de Ur a Jerusalén al paso de Abraham?

Decía que no pretendo una ciudad ideal, sino un ideal de ciudad, donde haya espacios para la creatividad del espíritu que puede combatir el germen de Babilonia, Sodoma y Jericó, y conduce hasta la Jerusalén que anhelamos.

Estos lugares son de distintos tipos.

Ante todo, espacios de silencio, incluso en el centro de la ciudad. En este sentido, es emblemático el Duomo de Milán, construido como icono de la Jerusalén divina, pero con los pilares plantados en la tierra, como invitación perenne a elevar el corazón y la mente. Se requerirían de muchos lugares como el Duomo, propicios al silencio y la reflexión y que invitaran a escuchar.

Tras el silencio y el escuchar se necesita el diálogo. Por eso se precisan plazas, las ágora donde la gente se pueda rencontrar para comprenderse e intercambiar los dones intelectuales y morales que todos poseemos.

En tercer lugar, vías que puedan recorrerse en todos los sentidos, esto es, redes de relaciones que cuajen en amistades y acogimientos y que, si son auténticas y profundas, pueden reunir a personas de distintas culturas, razas y confesiones religiosas. Cabe recordar que ya el mundo clásico fue sensible a este cariz y definió la ciudad sobre todo como lugar de amistad. Platón estableció una equivalencia entre la amistad y la concordia (omonoia) que hace prosperar la ciudad. Y Aristóteles se atrevió a afirmar que “cuando los Hombres son amigos, ninguna necesidad hay de justicia, mientras que aun siendo justos necesitan, además, de la amistad, y parece que el punto más alto de la justicia pertenece a la naturaleza de la amistad” (EN 1155a).

Ello muestra que la esperanza de restaurar las relaciones en una ciudad basándose sólo en la justicia —una de las virtudes más elevadas— es insuficiente, porque existe un fundamento de concordia humana que está por debajo y sostiene todos los esfuerzos sucesivos para mantener la unión y dar a cada uno lo suyo.

Cuarto lugar o situación: la intercesión y la hospitalidad. Conecto estas dos realidades tal como lo hace el episodio de Abraham que acoge a los tres misteriosos peregrinos delante de su tienda e intercede ante ellos —de hecho ante Dios— para que se salve Sodoma (cfr. Gn XVIII & XIX).

El Génesis relaciona la oración por Sodoma —en la que se dice cuán amada es una ciudad que parece perdida— con la capacidad de acoger al extranjero, en quien se aloja el propio Dios. Hospitalidad a Dios y al extranjero son realidades misteriosamente vinculadas a lo largo de toda la Escritura, siendo el aspecto exterior de la intercesión que presenta a Dios en amistad con todos los pueblos de la tierra e interponiéndose entre los contendientes para procurar reducir sus hostilidades y, a ser posible, unirlos en amistad.


Se afirma así una arcana relación entre hospitalidad y actividad por la paz en el mundo.

Con los medios arriba indicados, y otros muchos que podríamos recordar, no pretendo decir que tendríamos una ciudad ideal, sino que estaríamos en camino hacia una ciudad que todavía no existe y que abriríamos los ojos para ver, bajo la experiencia de Babel, aquella Jerusalén que ya está entre nosotros y de la que ya hemos tenido ejemplos concretos y significativos.

Un obispo de la Antigüedad, San Juan Crisóstomo, que había padecido los males de su ciudad, Constantinopla, hablando de la tentación de huida que se presenta a veces ante el peso de la misión encomendada, escribía: “Si hay alguien arrebatado todavía por la antigua filosofía [se trata probablemente del ideal neoplatónico de la contemplación solitaria], ésta abandona ciudades y lugares públicos, deja de vivir entre los hombres y de guiarlos y se va a las montañas. ¿Cuál es el motivo de su retiro? Si alguien se lo pregunta se inventa un pretexto imperdonable: «Me voy para no perderme», dice, «para no debilitarme en la virtud». Pero ¿no sería mejor para ti debilitarte pero conquistar a los demás en lugar de permanecer en las montañas mirando con indiferencia a los hermanos lobos que se pierden?”.


Todos corremos el riesgo de extraviarnos en la ciudad: pérdida de la calma, de la serenidad profunda del corazón, de la paz, la salud y la alegría de vivir. Pero nos podemos ayudar mutuamente y caminar hacia un ideal de ciudad ya presente para quien abre bien los ojos y en el que es bello vivir en espera de la Jerusalén que viene.’

+Carlo Maria cardenal Martini, SJ, ‘De Ur a Jerusalén: fatigas y alegrías de un obispo en elcamino hacia la ciudad’, Hacia Jerusalén, trad. Rosa Rius & Pere Salvat, Barcelona, Herder, 2003. pp. 23-32.