Réquiem por don Ernesto de la Peña
A Ernesto de la Peña Muñoz (1927-2012), in memoriam
‘Y puesto que estoy en la vena de los recuerdos, cuyo envés son las confesiones, debo aclarar ante ustedes que, si por una parte heredé esta faceta estudiosa y perseverante, por la misma parte me fue trasmitido algo que aprecio a la par del arte y el conocimiento: la autoconciencia de la propia pequeñez, la dolorosa certeza de que nuestros mejores esfuerzos, nuestra constancia más inquebrantable no podrán colmar siquiera un rincón oscuro y omitido del mar de la cultura.’
Ernesto de la Peña, 2007
La última vez que vi al Maestro, enjuto en vez de rozagante, tambaleante y no pícaro, lo oí profesar —para mi gusto, si bien no sorpresa— su fe, creyente piadoso, ya nunca más agnóstico socarrón. Confesó, frente a la grey de Euterpe, en el templo de Orfeo, al otorgársele el galardón del Sumo Sacerdote, cuya liturgia solemne celebramos a continuación(1): ‘Yo suscribo el Credo de Wagner: “Creo en Dios Padre, en Mozart y en Beethoven”’.
Quizá, al final, ya ‘hombre huidizo’, ‘sentado, irresoluto, a la vera del morir, viendo hacia atrás, regurgitando las cúspides del cuerpo los contornos del ayer’,(2) como tantos otros grandes ‘caballeros extinguidos’(3) que le han precedido y se reconocieron, a regañadientes y sólo en sus postrimerías, deletreados por Alguien, acabó rindiéndose ante el Misterio que luchó más de ocho décadas por descifrar: en las religiones, en los textos sagrados, en la poesía, en las literaturas de un sinnúmero de culturas, en el cine, en decenas de lenguas y otros tantos lenguajes, acaso los trascendentes por excelencia, como la amistad y el amor, la comida y la música…
Ernesto de la Peña hizo religión su arar concienzudo y su cultivo del espíritu humano. Su apostolado fue el estudio ingente y solitario; su proselitismo, siempre amable y de altura —como el de fray Bernardino o el de los hermanos Cirilo y Metodio—, sus clases, cápsulas y programas de radio y televisión; su mortificación, el temor y temblor de una pluma humilde que a base de saber tanto se atreve apenas a decir muy poco; su recompensa en el Paraíso, la Sinfonía Eterna del Dios de Bach, de Mozart y de Beethoven, que es, a la sazón, el mismo de Abraham, de Isaac y de Jacob.
Conocí tarde y mal a don Ernesto, mas tuve la suerte de crecer en melomanía pegado a sus palabras en la radio —cosa insólita: sus comentarios superaban, con creces, la valía de la obra de turno que, accidentalmente, comentaba—, dejarme convertir por él a la religio vera del wagnerismo y contemplar, en vivo y cara a cara, la esencia del Humanismo y la dignidad del Maestro —nunca olvidaré una clase en que, al dudar de un dato sobre historia militar, se volvió hacia mí, a la postre dieciochoañero, y, frente a toda la clase y pese a que tenía razón, pidió que lo corroborara o corrigiera—. No obstante las seis décadas de diferencia, Ernesto era mi contemporáneo —hombre de su tiempo, a la vez que libre con respecto a cualquier atadura de aquél— y mi correligionario: gracias a él he podido hablar de tú a tú con Wagner y Verdi, Hugo y Goethe, burlarme de Rossini y de Schiller, denostar a Puccini y a Dumas. Pero, sobre todo y muy especialmente, me tendió un puente con mi propio abuelo, a quien él sí, y yo no, tuvo la suerte de conocer, aquel ‘licenciado Jolly’ de quien elogiaba su sarcasmo y buen francés, aquel erudito políglota —guardadas las proporciones con el propio Ernesto—, aquel agnóstico mordaz y ‘jacobino’ burlón cuyo mejor amigo era el párroco, cuya biblioteca incluye aún Biblias, sanagustines y la Summa Theologiæ —subrayadas y comentadas—, de cuya esposa sufragaba enemil caridades; en corto: aquel hombre justo que, como el Maestro De la Peña y el nieto que escribe estas líneas, buscaba la Verdad, la Bondad y la Belleza —que algunos llaman Dios— no en el Cielo, sino en el corazón del Hombre.
Querido Ernesto, si bien este México sin casi nada a qué asirse —menos aún de eruditos y sabios— te echará harto en falta, yo me regocijo, pues mi Maestro, luego de una vida larga y rica dedicada a ennoblecer el espíritu humano, tiene ahora mismo al Misterio, que buscó incansablemente en su paso por la vida, frente a frente, ya no para intentar descifrarlo ni tratar de entenderlo, sino para dejarse abrazar por Él.
Ernesto de la Peña hizo religión su arar concienzudo y su cultivo del espíritu humano. Su apostolado fue el estudio ingente y solitario; su proselitismo, siempre amable y de altura —como el de fray Bernardino o el de los hermanos Cirilo y Metodio—, sus clases, cápsulas y programas de radio y televisión; su mortificación, el temor y temblor de una pluma humilde que a base de saber tanto se atreve apenas a decir muy poco; su recompensa en el Paraíso, la Sinfonía Eterna del Dios de Bach, de Mozart y de Beethoven, que es, a la sazón, el mismo de Abraham, de Isaac y de Jacob.
Conocí tarde y mal a don Ernesto, mas tuve la suerte de crecer en melomanía pegado a sus palabras en la radio —cosa insólita: sus comentarios superaban, con creces, la valía de la obra de turno que, accidentalmente, comentaba—, dejarme convertir por él a la religio vera del wagnerismo y contemplar, en vivo y cara a cara, la esencia del Humanismo y la dignidad del Maestro —nunca olvidaré una clase en que, al dudar de un dato sobre historia militar, se volvió hacia mí, a la postre dieciochoañero, y, frente a toda la clase y pese a que tenía razón, pidió que lo corroborara o corrigiera—. No obstante las seis décadas de diferencia, Ernesto era mi contemporáneo —hombre de su tiempo, a la vez que libre con respecto a cualquier atadura de aquél— y mi correligionario: gracias a él he podido hablar de tú a tú con Wagner y Verdi, Hugo y Goethe, burlarme de Rossini y de Schiller, denostar a Puccini y a Dumas. Pero, sobre todo y muy especialmente, me tendió un puente con mi propio abuelo, a quien él sí, y yo no, tuvo la suerte de conocer, aquel ‘licenciado Jolly’ de quien elogiaba su sarcasmo y buen francés, aquel erudito políglota —guardadas las proporciones con el propio Ernesto—, aquel agnóstico mordaz y ‘jacobino’ burlón cuyo mejor amigo era el párroco, cuya biblioteca incluye aún Biblias, sanagustines y la Summa Theologiæ —subrayadas y comentadas—, de cuya esposa sufragaba enemil caridades; en corto: aquel hombre justo que, como el Maestro De la Peña y el nieto que escribe estas líneas, buscaba la Verdad, la Bondad y la Belleza —que algunos llaman Dios— no en el Cielo, sino en el corazón del Hombre.
Querido Ernesto, si bien este México sin casi nada a qué asirse —menos aún de eruditos y sabios— te echará harto en falta, yo me regocijo, pues mi Maestro, luego de una vida larga y rica dedicada a ennoblecer el espíritu humano, tiene ahora mismo al Misterio, que buscó incansablemente en su paso por la vida, frente a frente, ya no para intentar descifrarlo ni tratar de entenderlo, sino para dejarse abrazar por Él.
G. G. Jolly, septiembre, MMXII A. D.
(1) En la entrega del Premio Mozart, en la Sala Nezahualcóyotl del Centro Cultural Universitario, durante la que se tocó, en su honor, la Gran Misa en Si menor de Mozart.
(2) Ernesto de la Peña, ‘Así te vas por la vejez’, en Id., Palabras para el desencuentro, México, CONACULTA, 2005. p. 34.
(3) Ibid.
(2) Ernesto de la Peña, ‘Así te vas por la vejez’, en Id., Palabras para el desencuentro, México, CONACULTA, 2005. p. 34.
(3) Ibid.
Ahora, para despedirlo, ¿qué mejor que el réquiem que él mismo dedicó a otros, anónimos pero no menos sentidamente?
Y éste otro, que es el mejor homenaje que puede hacérsele y la plegaria más efectiva para encomendarle...
Réquiem
In memoriam de cualquier Hombre muerto
No podremos saber, ni siquiera en el alba de la vida
cuando todo está abierto y es secreto
y no tiene secretos
ni a mitad de algún astro que por nosotros vino
adornado de nube, vecino predilecto de galaxias
ni en los momentos sabios del amor
en que cobra sentido cada rincón del ser
y se arrebata y sube y crece y hace música
para que ésta estación perecedera
este siempre habitar en el andén sin vuelta
en un gesto sin posible figura permanente
junto a una playa larga que no torna jamás por sus arenas
sentados en bajeles con las proas hacia fuera, hacia el silencio.
Otro cuerpo vencido ya soltó sus amarras
ya se abrieron sus poros y su sangre
y un crepitar temible de terror y vacío
devastó sus entrañas
entró a saco en sus vísceras humildes
y le rompió la risa y lo hizo ausencia.
Hay Hombres que tenemos el alma intemperie
campana estremecida que suena a todo viento
en un largo crepúsculo de muertos
que la llenan de ayes agobiados
y de adioses inmóviles y eternos.
Yo pregunto sombrío, con sílabas dolidas
dónde están las ciudades teologales
dónde el amor y el brillo que dimos en la tierra
y que nacieron yertos y extinguidos
hijos de sonrisa volátil y ruido mudo.
Alguna vez tuvimos cuerpo y voz y permanencia
y llevamos un nombre hecho de viento
asentado en registros oficiales
un nombre que sonó cuando vivimos
y no tiene respuesta con los muertos.
Breve país el nuestro de Hombres momentáneos
de luces como un faro detenido cuando no nos miraba
de cánticos oídos cuando pasaban lejos, entonados por locos
y quebrados por siempre en un escollo eterno.
Los Hombres somos raza de muy breve vigencia
de rápido estertor y ausencia larga
de creer que vivimos y estar yéndonos
hacia donde las fuerzas se detienen
y la escarcha nos borra
y el cierzo desbarata nuestras bocas.
Corto país de paso sin sonidos
cárcel abierta pronto a un campo desolado
pudridero del Hombre, falaz mansión de dioses
sólo despierta huecos y vacíos
deshabitada eterna
masa total de lumbre que no quema
inexplorada costa que nunca desemboca
remo hendiendo la niebla para siempre encallar
casa del Hombre, sitial del Hombre, recodo de sus dioses
lugar de sus falacias,
templo erguido de ciencia de la nada:
por todos tus veneros corre el licor hediondo de la nada
la sustancia vacía, la ambiciosa sustancia de la nada
de la nada de dios, del hueco que dejó en los que vivimos,
de la garra que hincó en nuestros corazones
buscando ser, él mismo, entre nosotros.
¿En qué célula, en cuál ojiva atormentada
nos nació el alma y nos creció el amor
y nos manaron las preguntas
que volvieron sin rostro hasta nosotros
a no descansar nunca y a no encontrar su voz que preguntaba?
¿En qué lugar, por qué, hacia dónde,
dios que retumba sus aullidos en muros sin respuesta,
nos fue naciendo muerte y podredumbre
y sostuvimos diálogos insólitos
sin saber que la voz se coagulaba
y se quedaba, absorta y solitaria
suspendida y no dicha y desplomada?
Ya se quebró tu corazón, Hombre cualquiera, antes que el nuestro,
ya se apagó el torrente de tu sangre
se detuvo el perfil que te animaba
y eres sólo la arena que se escurre
o el agua que se va o el viento irregresable.
Nadie te oyó morir, porque el ruido absoluto de la muerte
es inaudible como estallido de galaxias o chirrido de soles,
incendio de planetas que provocan a dios
o el morir del insecto en medio del desierto.
¿En qué lugar puedes estar y para qué?
¿A repetir tu vida terrenal te fuiste?
¿A que en otro lugar te contaminen
de rutinas más altas
o de sonidos nuevamente abocados al silencio?
¿A volver a morir antes que el astro
sin ver a dios ni romper sus secretos
sin que tu paso entre la verdad más alta
y finalmente entender por qué las nubes
y los vientos y el mar y la resaca
y las aves que cruzan por el cielo
y las ramas del árbol que nutren al espacio
y dan su sombra al Hombre que pregunta?
cuando todo está abierto y es secreto
y no tiene secretos
ni a mitad de algún astro que por nosotros vino
adornado de nube, vecino predilecto de galaxias
ni en los momentos sabios del amor
en que cobra sentido cada rincón del ser
y se arrebata y sube y crece y hace música
para que ésta estación perecedera
este siempre habitar en el andén sin vuelta
en un gesto sin posible figura permanente
junto a una playa larga que no torna jamás por sus arenas
sentados en bajeles con las proas hacia fuera, hacia el silencio.
Otro cuerpo vencido ya soltó sus amarras
ya se abrieron sus poros y su sangre
y un crepitar temible de terror y vacío
devastó sus entrañas
entró a saco en sus vísceras humildes
y le rompió la risa y lo hizo ausencia.
Hay Hombres que tenemos el alma intemperie
campana estremecida que suena a todo viento
en un largo crepúsculo de muertos
que la llenan de ayes agobiados
y de adioses inmóviles y eternos.
Yo pregunto sombrío, con sílabas dolidas
dónde están las ciudades teologales
dónde el amor y el brillo que dimos en la tierra
y que nacieron yertos y extinguidos
hijos de sonrisa volátil y ruido mudo.
Alguna vez tuvimos cuerpo y voz y permanencia
y llevamos un nombre hecho de viento
asentado en registros oficiales
un nombre que sonó cuando vivimos
y no tiene respuesta con los muertos.
Breve país el nuestro de Hombres momentáneos
de luces como un faro detenido cuando no nos miraba
de cánticos oídos cuando pasaban lejos, entonados por locos
y quebrados por siempre en un escollo eterno.
Los Hombres somos raza de muy breve vigencia
de rápido estertor y ausencia larga
de creer que vivimos y estar yéndonos
hacia donde las fuerzas se detienen
y la escarcha nos borra
y el cierzo desbarata nuestras bocas.
Corto país de paso sin sonidos
cárcel abierta pronto a un campo desolado
pudridero del Hombre, falaz mansión de dioses
sólo despierta huecos y vacíos
deshabitada eterna
masa total de lumbre que no quema
inexplorada costa que nunca desemboca
remo hendiendo la niebla para siempre encallar
casa del Hombre, sitial del Hombre, recodo de sus dioses
lugar de sus falacias,
templo erguido de ciencia de la nada:
por todos tus veneros corre el licor hediondo de la nada
la sustancia vacía, la ambiciosa sustancia de la nada
de la nada de dios, del hueco que dejó en los que vivimos,
de la garra que hincó en nuestros corazones
buscando ser, él mismo, entre nosotros.
¿En qué célula, en cuál ojiva atormentada
nos nació el alma y nos creció el amor
y nos manaron las preguntas
que volvieron sin rostro hasta nosotros
a no descansar nunca y a no encontrar su voz que preguntaba?
¿En qué lugar, por qué, hacia dónde,
dios que retumba sus aullidos en muros sin respuesta,
nos fue naciendo muerte y podredumbre
y sostuvimos diálogos insólitos
sin saber que la voz se coagulaba
y se quedaba, absorta y solitaria
suspendida y no dicha y desplomada?
Ya se quebró tu corazón, Hombre cualquiera, antes que el nuestro,
ya se apagó el torrente de tu sangre
se detuvo el perfil que te animaba
y eres sólo la arena que se escurre
o el agua que se va o el viento irregresable.
Nadie te oyó morir, porque el ruido absoluto de la muerte
es inaudible como estallido de galaxias o chirrido de soles,
incendio de planetas que provocan a dios
o el morir del insecto en medio del desierto.
¿En qué lugar puedes estar y para qué?
¿A repetir tu vida terrenal te fuiste?
¿A que en otro lugar te contaminen
de rutinas más altas
o de sonidos nuevamente abocados al silencio?
¿A volver a morir antes que el astro
sin ver a dios ni romper sus secretos
sin que tu paso entre la verdad más alta
y finalmente entender por qué las nubes
y los vientos y el mar y la resaca
y las aves que cruzan por el cielo
y las ramas del árbol que nutren al espacio
y dan su sombra al Hombre que pregunta?
Ernesto de la Peña
Y éste otro, que es el mejor homenaje que puede hacérsele y la plegaria más efectiva para encomendarle...