La confesión de Adriano
para H. S.
“These things are things that now must be no
more.
The rain is silent, and the Emperor
Sinks by the couch. His grief is like a rage,
For the gods take away the life they give
And spoil the beauty they made live.
He weeps and knows that every future age
Is looking on him out of the to-be;
His love is on a universal stage;
A thousand unborn eyes weep with his misery.”
The rain is silent, and the Emperor
Sinks by the couch. His grief is like a rage,
For the gods take away the life they give
And spoil the beauty they made live.
He weeps and knows that every future age
Is looking on him out of the to-be;
His love is on a universal stage;
A thousand unborn eyes weep with his misery.”
Fernando Pessoa, “Antinous”.
Exiliado
en la sombra estéril
del poder,
amigo
sólo de caballos y paisajes,
escucha
atento de poetas y aprendiz dilecto de filósofos,
soldado
recio y administrador atento ,
Adriano
vivía por la inercia de la
costumbre
y
gobernaba por mandato de la estima de Trajano,
por
consejo del paternal Atiano y ardides de la dulce Plotina.
Partos
y dacios no le robaban el sueño,
no
odiaba a judíos
ni a cristianos,
no
ambicionaba bosques interminables ni rubios esclavos,
tampoco
oro de Mauritania ni pieles de Alba;
se
contentaba con erigir nuevos Pórticos,
favorecer
la difusión
del tetraphármakon,
construirle
templos a Minerva y Atenea,
velar
por la pax de pastores y labriegos.
La
suya era un alma tranquila,
amasada
cual sémola entre los olivares béticos
y
forjada en los sobrios campamentos del Danubio;
bebía y comía apenas con gusto, más
buscando
la calma de la saciedad
que
el arrebato de los sentidos.
No
discutía, escuchaba; no juzgaba,
inquiría;
definitivamente,
no intrigaba ni cultivaba aduladores.
La
sangre chorreante de sus manos,
bárbara, judía y hasta senatorial,
era
apenas la justa para un estadista.
No
destilaba rencor ninguno su corazón
ni
era presto a pasión
violenta alguna —según creía—.
¡Ingenua
fe en su temple!
Tras
la máscara impávida y debajo de la toga o
la armadura
yacía un manantial sulfuroso e
hirviente,
detrás
de su buen gobierno
—del Estado y de su alma—, palpitaba
un
Vesubio presto a devorar ciudades;
¿cómo, si no, explicar su afán andariego,
su
inquietud errante, las giras oficiales que lo llevaban
de
un rincón a otro, no
para
sofocar revueltas o repeler invasiones,
sino
para recolectar vasijas y coleccionar estatuas,
hacerse
conocido de su súbditos
y medrar en gobiernos locales?
Poderoso
Etna el que escondía
y
le impelía en su Búsqueda
y
que pronto lo abrasaría
como
a Pompeya, cual sabio de Agrigento,
a
arrojarlo al seno de Bitinia… y del Destino.
Salvo
en culto público
y por no
contrariar
a sus amigos de la Stoa, descreía
o
ignoraba a Dios y a los dioses
hasta
que palpó los guiños de Eros,
al
desgarrarle sus saetas,
cuando
dos luceros verdiazules le atravesaron el pecho.
Entonces
Apolo le cantó
al oído con voz tersa y
delicada,
y
el último dios le arrancó alaridos que ni Marte en batalla,
le
hizo prorrumpir gemidos que ni los peores excesos de Baco…
Grácil y coqueto, el efebo
sedujo las miradas
y
arrobó la atención del dominus mundi,
Y se
volvió, de pronto, el centro de
atención del Orbe.
El
emperador lo tomó
en su séquito
y
no procuró
nada con más
placer que su compañía;
apenas
amaneciendo,
ya
aquel volcán
se revolvía
en violencia,
ansiando
gozar del día
y del joven.
¡Qué
vana fue aquella Disciplina Augusta,
templada
tanto tiempo en el frío y el hambre,
entre
fragores bélicos y camaradas muertos!
De
la noche a la mañana,
el
recatado y aun escéptico
Adriano
demostró devoción sin paralelo y piedad
incomparable
como
jamás profesó a ningún astro, dios o humano.
En
adelante, no hubo más
música que la que Antínoo tañese o cantase
ni
otra poesía
que la de sus núbiles
versos,
ideas
filosóficas de mayor sapiencia
que las del joven,
mejor
compañero de cacería que aquél de castaños rulos.
No
entendía ni quería escuchar otra cosa que el dialecto jonio.
Y
no había queja posible.
Un
alto precio pagaron quienes se atrevieron a pensar siquiera
en
murmurar contra él
o pretender tocar un cabello del Favorito:
el
león libio que tributó
sangre, transfigurada en flor, por su osadía;
Sabina,
la emperatriz, que otrora había
gozado
del oído, deferencia, cariño
y poco más de su marido,
fue
alejada sin miramientos una vez que se atrevió
a
rivalizar con el bitinio;
Carnéades, secretario y
mayordomo imperial,
exiliado
tras apenas esbozar la crítica
de alguna extravagancia o capricho adolescente…
Este
emperador podía tolerar el desprecio de su hirsuta barba,
el
apodo græculus , o aún
el mote impudicus,
el mote impudicus,
las
burlas por su acento provinciano
y
piel tostada sobre las arenas de Gades,
ser
contrariado en público,
tildado
de cobarde por sus tratados y murallas
—en
vez de proseguir hasta el Indo,
tras
los pasos de Alejandro y de Trajano—,
comparado
incluso con Nerón
y
su afeminamiento helenizante, mas nunca
permitía
poner en duda su solo dogma:
la
religio vera del dios Antínoo.
Mas
Júpiter, quizás cansado
de
las caricias de Ganímedes, aburrido
ya
de sus deleites, dispuso usurpar al imperator
su
dicha, raptar al destilador
del
vino de su pecho.
Lo
que aquel león falló en hacer,
logró el
Nilo apacible,
tan
fácilmente
que
aun cabe preguntar el porqué.
Aquella
noche malhadada,
sus
aguas calmas como estanque
se
tragaron, inmisericordes, el
hermoso
cuerpo del muchacho,
borrando
su semblante de Adonis
de
la faz de la tierra y venciendo
sus
piernas y brazos de atleta,
cual
si hubiesen sido los del
moribundo
Adriano, hoy
gotosos
y agotados, sofocando
sus
brazadas y sus ganas de vivir,
como
si hubiese tenido no el alma
de
un joven seguro del amor y del favor
que
le profesaba su idólatra amante,
César
Augusto mismo, ni más ni menos,
sino
el espíritu rendido ya de un princeps
avejentado
y hastiado del poder…
Y
así el barbado y fornido
Adriano
lloró como mujer,
bramó
y chirrió cual bestia herida,
sollozando
sin cesar y besando sin parar
el
cuerpo inerte y helado arrebatado al río.
Inquiría
con mirada violenta y
buscaba
un culpable entre los rostros
del
séquito que le veía con extrañeza;
su
desasosiego, sus agobios clamaban
hacia los cielos y exigían, con fides punica,
explicaciones
a los dioses;
su
solo dios, pálido y rígido, casi dormido,
yacía
junto a él, descompuesto,
como
si Decébalo hubiese saqueado Roma,
cual
si su estirpe hubiese sido ultrajada
en
el cuerpo de Elia Domicia Paulina.
O
peor.
Aún
años después, esperando sin
paciencia
bajar al Hades, sin
importarle
los óbolos que pagar a Caronte,
se
lamentaba el anciano, títere de Saturno,
de
sus piernas perezosas al moverse, sus
palabras
abatidas en la garganta, de las
miradas
vencidas que rehúsan alzarse y los
respiros
autómatas que contrarían la
renuncia
a latir de su impotente corazón,
de
sus manos pesadas y mente vaga
que
firmaban decretos y pasaban revista a documentos
sin
apenas percatarse;
sin
meta ninguna ni ansias de nada,
¿cómo
haría para remontar las horas
y
alcanzar el final de los días?
Por
fortuna, la vejez se apiadaba
y
los segaba más y más…
Desesperado
como en aquel día
funesto
junto a las riberas egipcias,
volvía
a romper, enésimamente, en llanto,
pues
el Nilo había trazado nuevos cauces,
un
Delta entero de raudales lacrimosos
sobre
sus mejillas, e
increpaba
así a la habitación vacía:
“Morias:
hacedme esclavo o mendigo.
Godos,
sármatas y marcomanos: tomad
Dacia,
Panonia, Iliria o mi propia Hispania Ulterior.
Bárbaros:
llevaos todo el oro y mármol del
Capitolio
y Delfos, os doy en tributo el hierro
todo
de mis legiones danubianas, las del Éufrates también,
esclavizad
a los soldados de la I Minervia, la II Aduitrix
y
la XXII Primigenia. Dioses: reclamad toda la belleza
femenina
y el goce mujeril. ¡Pero que alguien,
quien
sea, lo que sea, como sea, le devuelva
el
aliento a Antínoo, aun si
el
precio es que aquél nunca más
resuelle
sobre mi pecho!
“Mi
cansada espalda, ajena a todo trote,
carga
y frenesí que no fueran los de tu
níveo
cuerpo sobre el mío, de tus caderas
etruscas
danzando sobre mi regazo, se rompe ya
de
años, fatigas, heridas y, ahora, de
soledades
mudas, de tu tacto ausente.
Mis
párpados pesan, exhaustos de
tanto
insomnio, de velar incesantemente
junto
a Selene; ceden ya mis defensas
ante
el alud de imágenes, las hordas de recuerdos,
en
mis Termópilas nocturnas; renuncio
sin
más a esta lucha horacia en el Puente de tu falta.
Ardo
con lo quieto de tus labios de doncella
que,
curiosos, besaron cada rincón de mi
veterano
cuerpo; de tus finos dientes que hubieron
mordisqueado
mis dedos, mi piel, mi boca, mis muslos…
de
tus dedos prestidigitadores que me tornaron
cítara
y me hicieron gemir al son de tu melodía,
mi
Antínoo-Orfeo; de tus pestañas de niño cuyo gozo se grabó
en
mi memoria tan hondo como la dicha de tus
uñas
sobre mi espalda; del sabor de tu piel marmórea,
banquete
de mis manos de escultor de mitos; del color
de
tu boca cerécea y la lengua mordaz y ágil, de
Menipo
redivivo, que albergaba; de tus ojos mistéricos
verde
y azul de pitonisa cirenaica; de tu tierna voz
de
alondra-eunuco; de tu vientre infecundo tratando
de
fundirse con el mío; de tu mente prodigiosa
y
digna del Liceo; de tu afán peripatético, coleccionador
de
flores, insectos y suspiros regios; de tu pecho gladiatorial
ardiente,
presto a estallar vesubiamente y a la menor
provocación
en la arena de mi oído; de tus silencios
puros
y lucrecios; de tu memoria homérica y
cultura
herodótea que suplía sus cortos años con
los
de vidas inmortales y palabras sabias; de tu conversación
que
no cesaba y llenaba mis días de actividad lo mismo que sosiego;
de
tus bromas aristofánicas que me sacaban carcajadas y
causaban
muchos disgustos, vía las víctimas de tus sátiras;
de
tu don viril, que intentaba —y lograba invariablemente—
derrotar
a César y someterlo al dominio de tu amor.
Conquista
que
comenzaba
entre tus ingles,
proseguía
con mis latidos,
tenía
su culmen con tus ojos cerrados y un alarido
y
terminaba como linfa cálida inundándome;
y
aun trascendía los desfiles de victoria o la
celebración
de los tres triunfos de Venus, pues
vive
aún en los arcos conmemorativos
de
tus cejas
y
en la Columna Adriana
que
se erguía
en
tu bajo vientre.
“Extraño
libar contigo, beber de ti,
de
cada abertura deliciosa,
trabarme
horas asido a tu
pelo
rojizo, trazar lazos entre
tus
piernas y las mías, besar tus
mejillas
risueñas mientras arremeten
contra
mí tus caricias miriápodas,
rodear
tu pecho de alabastro de las cosquillas
de
mi barba, fundirme
con
tu sexo y apoderarme de la
preciosa
llave, flor rosada,
Antínoo
adentro.
Añoro
mis besos dánaos arremetiendo
cual
saetas contra tus pezones teucros,
mi
dardo argivo embistiendo
tu
muralla dárdana, oh mi Ilión amado.
Me
saltan las venas
y
me hierve la sangre
del
cuello, la frente
y
la entrepierna por
no
tenerte… lamento
cada
día el infortunio
que
hubieron tejido
las
Parcas, apartándote
de
mi lecho, cerrándote
los
ojos, quitándote el
aliento,
matándome
a
mí también. Maldigo,
como
aquella reina desdichada,
la
hora malhadada en que
el
Asia tocó con tus naves
la
costa de mi alma Libia.
“Y,
sin embargo, ¿cómo no
acordarme
de aquella distancia
de
los últimos días,
insalvable,
que
resentían mis manos, que te sentían sin asirte;
cómo
ignorar tus ojos, que esquivaban los míos,
tu
boca, que me dosificaba las palabras;
cómo
evadir que te hallabas
más
lejano cuanto más te estrechaba
entre
mis brazos, que
tanto
más se helaba tu mirada,
mientras
más cálidas te rozaban
la
piel
mi
lengua y boca?
¿Habías
decidido ya saltar por la borda,
presentías
entonces la conspiración para arrebatárteme,
urdías
sin cesar la escapatoria —la única— de mi amor,
temías
por mi suerte al grado de ofrecerte en sacrificio ?
“No cabe en mí dudar de ti, pero
¿acaso
he de asentir sin más
a
que obedeciste los designios
de
los astros, confirmados por mis
expertos,
y te arrojaste al Nilo eterno
en
aras de ganarme la inmortalidad, un
Alceste
para este Admeto, cuando en vida ni
siquiera
me dedicaste, para la posteridad, un verso?
“Si
saltaste por tu propia cuenta, amado mío,
¿cómo
no maldecirte ni injuriarte? ¡No me bastan
las
legiones, me faltan caballería escita y auxiliares nubios
para
aplacar mi ira, paliar mi cólera,
apagar
la sed de venganza de mis vísceras,
acallar
la rabia que envenena mi garganta!
¿Te
das cuenta? ¡Tu muerte me provoca el deseo
atroz
de matarte, de destruir sacrílegamente el templo
de
mi devoción, de segar con mis toscas manos de soldado
tu
belleza olímpica! De experiencia no carezco:
ojos
claros apagarse he visto cientos,
albúreas
pieles tornarse rojas, miles;
ya
antes he precipitado al Orco inocencia bárbara,
en
Nórico y en Mesia…
¿Revivirte
para volver a quitarte la vida?
¿Oyes
mis palabras insensatas, demonio,
surgidas
del frío de tu cadáver, escupido por el ingrato Nilo?
Bien
sabes que no podría, que me sería
imposible
convertir
falsos deseos en
verdades vivas, pues
de
la nada nada sale;
mas
no puedo evitarlo:
¡soy
Pontifex maximus y Pater Patriæ!
¿Cómo
te atreves,
Antínoo-Narciso,
a
huir de mi presencia
sin
excusarte,
sin
que me plazca,
sin
que te otorgue el permiso,
sin
que te lo ordene?
¿Cómo
osas despojarme,
niño
tarpeyo,
del
tesoro más valioso del Orbe,
del
bien más preciado de las Siete Colinas;
desde
cuándo tus ojuelos verdemar se entregan al pillaje
y
tus manos de marfil a la rapiña,
saqueando
mi pecho turdetano,
profanando
la inocencia que restaba de aquel joven de Itálica?
Por
mucho menos que eso
han
pagado cientos con la cruz y con el hacha:
el
‘mesías’ Bar Kojbá o el rey de Partia.
¿Pero
cómo, entonces, mandarte como a mis centurias,
juzgarte
como a los tribunos,
destituirte, gobernador de mis afectos,
crucificarte,
bandido,
si
tú mandabas
sobre
mí,
si
César te obedecía
en
todo, pues no
tenía
más lex que lo proferido por tu boca
ni
otro dios que las miradas que le dirigías,
si
Adriano era tu esclavo
día
y noche —la infamia era poco precio
a
pagar por tu calor—?
“Miento.
Hablo al aire. Sin voluntad.
Con
el alma vacía.
Si
algo detesto de ti, si hay cosa que odie,
es
el reflejo de mi indiferencia,
del
desprecio, de mis afectos reacios…
para
con Trajano, con Sabina, con la
Roma
eterna, con esclavos y libertos
ojiazules,
con bailarinas y hetairas,
con
mi deber y vocación… Aborrezco
en
ti al Adriano pusilánime
que,
laborioso, firma pergaminos
e
inspecciona tribunales, supervisa
edificaciones
y reparte dádivas,
pero
está siempre en otro lado,
añorando
quién sabe qué otro mundo,
pues
éste, que le pertenece, no le basta.
Lamento
no poder haber sido
tu
Cipáriso ni morir sobre tu escudo
como
Niso, florecer a tu lado
cual
Jacinto; si apenas fui mejor
que
Domiciano con Earino.
El
agüero dispuso, en cambio, que
suplantase
yo a Eco y viese
cómo
florecías —y yo me marchitaba—
junto
al agua…
“Y,
si huías de mí, ¿era
porque
otro ocupaba tus pensamientos,
otro,
quien cautivaba tus sentidos?
Si
es así, ¿quién es mi rival,
dónde
hallo
los
ojos ónices del efebo
que
me expulsó de tus sueños,
me
privó de tu ardor,
me despojó, por último, de tus manos tibias,
y
me arrojó al oscuro erebo?
¿Existe
siquiera, para exiliarlo
al
Bósforo o encadenarlo a una galera
a
remar lejos de ti, y vengar yo así
a
todos los amantes dolidos de la Historia
sin
pretorianos y cónsules tras su despecho?
“¿O
fue Sabina, fue Hermógenes, fueron
mis
generales y potentados, o todos ellos,
que
acaso temieron te adoptase y te
legase
el anillo de Nerva
con
su dote entera,
igual
que Trajano hizo conmigo?
¿Tan
obvio era mi amor que
todos,
salvo tú, se daban cuenta
de
mi locura, de mi frenesí
mayor
a los de Eleusis;
tan
evidente resultaba, aunque
no
me creyeras, que Roma toda
me
parecía poco para darte?
¿Qué
más querías, tirano,
qué
otra cosa podía darte,
Tarquino,
no te bastaba
tener
al Imperio a tus pies?
“(Por
si acaso, Sabina habrá de pagar,
de
una vez por todas, sus desprecios
y
desplantes hacia ti, sus blasfemias
para
con mi Silvano, mi Beleno; la cicuta
vengará
intrigas y humillaciones hacia mí;
su
muerte vana como ella redimirá al pobre
Suetonio,
que se dejó engatusar... ¡Juno mía,
tú
que no eres inmortal, carga con tus culpas
y
las de la diosa homónima, húndete en la Estigia
con
sus celos y rencores, tus oprobios y afrentas para
con
Júpiter-Adriano y Ganímedes-Antínoo.)
“¿O
es culpa del Nilo, tan
hipócrita
en su calma, que
mece
los juncos de sus orillas
fertilizando
el granero
del
Imperio y, mientras alimenta a
los
latinos, mata las ilusiones
de
la Urbe, que son las mías, y ahoga
el
sueño del populus romanus,
que
soy yo?
“¿Qué
vale ahora la fatiga
de
construir murallas
y
firmar tratados con Osroes,
mi
afán bajo el sol
de
comprar la paz
con
Armenia, a precio
de tierra y oro
de tierra y oro
en
lugar que con sangre —de jóvenes romanos—
y
con gloria —para que Suetonio
y
Plutarco escriban bien de mí—?
¿Qué
significado para el Lógos
del
universo tienen ahora
mis
escuelas y gimnasios,
mi
Villa y acueductos?
¿Enjuga
mis lágrimas nocturnas
el
orgullo de Eneas, Rómulo, Escipión y Trajano,
que
miran satisfechos cómo este hispano
ha
cumplido su deber?
¿Consuelan
mi soledad las
exenciones
fiscales, el pan
que
distribuyo y los juegos
de
aurigas y gladiadores
que
regalo al vulgo;
lo
hacen mis indultos,
mis
holocaustos en el Capitolio
o
incluso mis estudios?
¿Proveen
de bálsamo
a
mi alma herida de ti
y
de tu honda huella
mis
afectos
Virgilio
y Ovidio,
o
mis amigos,
Arriano
y Epicteto?
¿Será
que Egipto venga en mí
los
oprobios que sufrió de Octavio;
que
el Dios celoso y terrible cuya ciudad santa
renombré
Aelia Capitolina
—por
mi apellido y por Júpiter—
y
cuyo soberbio Pueblo dispersé
torna
de nuevo las aguas egipcias en sangre
y
castiga en el primogénito —el de mi amor—
los
pecados del faraón Adriano; que
los
dioses de la Hélade pagan así mi
doble
cara, el poco celo que siento al
ofrecerles
bueyes e incienso?
¿Cómo pueden las almas de
los dioses
incubar tan tenaz
resentimiento?
¿A
quién le reclamo, si no saltaste tú
rehuyendo
mis besos o buscando mi gloria?
¿A
Zeus, que me ha partido el pecho con su rayo;
a
Seth, que vuelve a regenerar el Nilo ahogándote,
mi
Antínoo-Osiris;
al
Dios uno e indiferente de Epicuro, que
mira
impasible mi llanto de mujer;
al
Lógos de Zenón, gran ánima de todo el ser y todos los seres,
que
repetirá, malvada e infinitamente,
una
y otra vez, tu muerte y mi dolor;
al
Dios judío que aborrece al incircunciso, al rico, al
poderoso
y al que obedece los sentidos que Él creó;
a
tal Chresto, rey desarrapado que gusta
desafiar
a César en aras de su reino,
cruel
tanto más ingenuo, que
pretende
que los Hombres dejen de portarse como Hombres;
al
Motor Inmóvil, que impulsa los astros y que
ocultó
la Luna aquella noche tenebrosa
en
que te fuiste para siempre mientras se pensaba a sí mismo;
al
Demiurgo, al Uno, al Alma del Mundo, al Ser,
diversos
ellos a la memoria y ajenos a mi entendimiento,
pero
igualmente culpables de esa noche,
esa
agua, ese pecho núbil desprovisto de aire
y
de amor por mí, esa boca cerrada para
la
eternidad que no me susurrará al oído nunca más?
“O
quizás sea mía la culpa, de
mi
rara pero dura obcecación, de
mi
voluntad SPQR cuyo capricho es ley.
¿Qué
designios obedecí, si no, para
acabar
abrasado por un alma de fuego
—Adriano
Escévola me podrían llamar ahora—,
qué
hados conjuraron para consumirme entre
las
llamas ámbar de tu cuerpo apolíneo,
en
vez de abrazar la de un muchacho
sobrio
y moderado, símil de mi querido Marco;
qué
oráculos profetizaron que dejase pasar
tantos
dioses rubios, de los bosques de Retia
o
Bélgica, de los montes de Hivernia o Caledonia?
¿Qué
tantos erómenoi hay en el Imperio
para desvirgar
que
el erastes que escribe y plañe lo hace precisamente
y
debido a quién sabe qué fato, por tu perfil bitinio ?
¿Por
qué habría de suspirar Adriano por ti e
intentar
erigir en leyenda tu nombre,
por
encima de las de cualquier Hefestión y Patroclo, oh
Antínoo
de Claudiópolis, y no el de Mario el napolitano,
Eurico
el godo, Narsés el alejandrino, Arsaces
el parto,
Benjamín
el judío, Egberto el anglo, Amfortas el celta…?
¿Me
habrías amado, con mis espaldas anchas y ojos negros,
de
no haber ceñido yo los laureles de Julio César y la púrpura
de
Octavio Augusto? ¿Tus muslos de Mercurio se hubieran
enredado
entre los míos, tus yemas como pétalos me hubiesen
arrancado
jadeos sin tregua, tu rostro frágil me hubiera
cautivado,
por mí, por el hombre Publio Elio Adriano,
o
por el imperium de mi puño, por la
sortija y la espada que
te
han construido un templo en Mantinea, fundado Antinópolis
sobre
tu tumba, inaugurado el culto a la memoria divina de Antínoo-Pan,
revestido
todos los rincones del Mare Nostrum con estatuas a Antínoo-Dionisio,
nombrado
un pedazo del firmamento Antinoica?
“Pero,
¿a qué lamentarme ahora,
amado
mío, si polvo han de ser
muy
pronto estos huesos,
como
tierra menuda y desecha
se
volverá mi Adrianópolis, junto
a
Cesarea e incluso Alejandría;
montones
de piedras sin concierto,
ruinas
de termas, anfiteatros y acueductos,
sombras
vagas de mis esfuerzos vanos,
cenizas
vivas de la impotencia de mis manos,
templo
a la futilidad de mi reinado.
En
el olvido se desvanecerán
mi
legación en Siria, mi gobernar Panonia,
mis
deliberaciones y sentencias en el foro,
mi
Panhellenion, mis tertulias y
simposios.
¿Restarán,
al menos,
el
abismo de tu partida,
la
presencia candente de tu ausencia,
mi
luto por la agresión de tus besos,
el
estruendo de tu voz silenciada,
o
todo me lo llevaré, por propia mano
—cercenando
las venas que vació tu ida—
al
Mausoleo que me hice sobre el Tíber?
¿Se
ocuparán de nuestra historia,
ya
no generaciones venideras,
distantes
en los siglos, sino incluso
el
virtuoso Antonino y el cariñoso Marco,
a
quienes he encomendado velar
por
mi legado? Mas no soy yo
quien
habla, mueve mi lengua
el
escozor del lecho frío,
articula
mis palabras el miedo
de
las noches solas, resopla mi voz
por
la desnudez de mis nichos y altares.
Mi
elocuencia es culpa de la crueldad
del
recuerdo, de la memoria incandescente
y
del deseo inflamado de lo ausente, de lo
que
ya no es ni será, del alma derrotada que, cansada, ya no
intenta
siquiera revivir lo que sí fue una vez.
“¿Qué
me queda ahora, además de
un
lecho yermo y horas hueras,
sino
precipitarme a la muerte,
antes
de que el deterioro
me
prive aún de mi restante lucidez
y
tu recuerdo acabe
de
sumirme en la desesperación,
aumentándole
dolores
a
mi enfermedad
y
sumándole quebrantos
a
mi vejez: los de la soledad;
y
añadiéndole a mi espalda encorvada
y
mi espíritu rendido el peso
de
tu ausencia?
“Ven,
pues, oh muerte,
alíviame
del fardo
que habita y anima, contra
mi voluntad, este cuerpo,
mi voluntad, este cuerpo,
borra
al fin toda cruel
ilusión
irrealizable
de
mi cabeza, sacia
con
tu manto de tiniebla
mis
deseos perennes.
Alguien
habrá que obedezca
a
su emperador o bien
se
compadezca
de
un pobre viejo, y me procure
un
filtro de silencio eterno
o
me arrime un hierro
que
me alivie para siempre.
Acaso
entonces me reúna
contigo,
Antínoo,
de Egipto el dios supremo,
de Roma el dios más joven,
de Roma el dios más joven,
en
el Olimpo, y
puedas
encender
de
nuevo estas cenizas
que
dejaste tras de ti.
O
mejor aún: déjame
seguir
tus pasos
hacia
el agua redentora
que
sumerge en la calma que no cesa
y
nos despierta de la pesadilla
que
llamamos vida.
Tú,
pues, al Nilo y al Olimpo;
yo,
a la Estigia y al olvido.”
G. G.
Jolly, MMDCCLXV a. U. c.
G. G. Jolly, Narciso-Antínoo, 2012.