‘Los romanos pontífices’ de Erasmo de Rótterdam
Si los sumos pontífices, que hacen las veces de Cristo, se esforzaran por imitar su vida, es decir, su pobreza, sus trabajos, sus doctrinas, su cruz y su desprecio del mundo; si pensaran en su nombre de Papa, que quiere decir padre, y en su sobrenombre de Santísimo que ostentan, ¿habría alguien más desdichado sobre la tierra? ¿Quién querría comprar la tiara a costa de toda su fortuna, y una vez comprada, conservarla, hasta por medio de la espada, del veneno y de todo género de violencias? Si alguna vez la sabiduría... ¿Qué digo la sabiduría? Si un solo grano de la sal de que habla Cristo se apoderase de ellos, ¿qué ventajas no perderían? ¿Qué sería entonces de todo lo que los rodea: riquezas, honores, poder, triunfos, cargos, tesoros, tributos, indulgencias, caballos, mulas, escoltas y comodidades? (ya comprenderéis el trajín, la faena y el cúmulo de riquezas que todo esto supone).
Habría que reemplazar todo esto con vigilias, ayunos, lágrimas, oraciones, predicaciones, estudio, penitencia y otros mil ejercicios pesados de esta clase. Pero no hay que olvidar que con semejante cambio perecerían de hambre tantos escribanos, copistas, notarios, abogados, promotores, secretarios, muleros, caballerizos, recaudadores, mediadores —alguno más vergonzoso agregaría, pero temo ofender vuestros oídos—; en una palabra: una tan grande muchedumbre onerosa (me equivoco; quería decir honrosa) para la Sede Romana. Esto ciertamente, sería cruel y abominable; pero todavía lo sería mucho más horrible hacer que volvieran a la alforja y al cayado los príncipes supremos de la Iglesia, verdaderos luminares del mundo.
No hay que temer. Hoy día, todo lo que implica algún trabajo, se lo encomiendan a San Pedro y a San Pablo, que tienen sobrado tiempo para estas cosas; pero todo cuanto sea esplendor y regalo, recíbanlo para sí, lo que, sin discusión, es obra mía, y por eso casi nadie habrá que viva con más placidez y con menos cuidados como quienes creen haber satisfecho plenamente a Cristo cuando, bajo sus ornamentos sagrados y casi teatrales, en ceremonias donde reciben los tratamientos de beatitud, de reverencia y de santidad, representan su papel de obispos distribuyendo anatemas y bendiciones.
Ellos consideran que hacer milagros es arcaico y pasado de moda, y en desuso, además; que enseñar al pueblo es penoso; que explicar las Sagradas Escrituras es cosa de escolásticos; que rezar es de gentes sin trabajo; que llorar es de apocados y de mujeres; que vivir pobre es propio de plebeyos; que someterse es vergonzoso e indigno de aquel que apenas tolera a los más grandes reyes que le besen sus santos pies; que morir es poco apetecible, y que ser crucificado es infamante.
Como únicas armas les quedan a los papas esas dulces bendiciones de que habla San Pablo y que ellos prodigan con tanta liberalidad, y que se llaman interdicciones, suspensiones, agravaciones y reagravaciones, anatemas, conminaciones con venganzas eternas, y ese terrible rayo de la excomunión, que de un solo golpe precipita las almas de los mortales en lo más hondo de los infiernos, arma que los santísimos padres en Cristo, sus vicarios en la tierra, contra nadie esgrimen con tanto encono como contra aquellos que, tentados por Satanás, pretenden disminuir o roer un poco el patrimonio de San Pedro. Porque este Apóstol, que ha dicho, según el Evangelio: “Todo lo hemos dejado para seguirte”, posee hoy tierras, ciudades y vasallos; cobra impuestos y vive a lo señor feudal. Para conservar su patrimonio, los pontífices, inflamados en el amor de Cristo, combaten con el hierro y con el fuego, vertiendo a mares la sangre cristiana, y piensan que han defendido como apóstoles a la Iglesia, Esposa de Cristo, cuando han exterminado sin piedad a los que llaman sus enemigos. ¡Como si hubiese enemigos más encarnizados de la Iglesia que esos impíos pontífices, que con su silencio dejan olvidar a Cristo, trafican vergonzosamente en su nombre, adulteran su ley con forzadas interpretaciones y crucifícanlo de nuevo con su escandalosa conducta! Mas, como dicen que la Iglesia cristiana fue fundada con sangre, consolidada con sangre y aumentada con sangre, creen ser sus defensores llevándolo todo a sangre y fuego, como si no estuviera allí Cristo para proteger a los suyos.
Y a pesar de que saben que la guerra es una cosa tan cruel que m ́as bien que a los hombres conviene a las fieras; tan insensata, que los poetas la pintan como un engendro de las Furias; tan funesta, que arrastra consigo la ruina completa de las costumbres; tan injusta, que los mayores criminales son los que la hacen mejor, y tan impía, que no guarda la menor relación con Cristo, los papas, no obstante, lo descuidan todo para convertirla en su única ocupación. De aquí que se vean entre ellos, viejos decrépitos, animados de un vigor juvenil, que no se arredran por los gastos ni los fatigan las penalidades, y no retroceden ante nada con tal de darse el gustazo de trastornar de arriba abajo las leyes, la religión, la paz y la humanidad entera. Y no faltan eruditos aduladores que califican tan manifiesta insensatez de celo, de piedad y de valor, pensando demostrar que es posible esgrimir el hierro asesino y hundirlo en las entrañas de su hermano, sin dejar de guardar al mismo tiempo aquella excelsa caridad que, según el precepto de Cristo, debe al prójimo todo cristiano.