‘Celibato sacerdotal y homosexualidad’ de Donald B. Cozzens
A finales del
invierno del año 2000, siendo rector-presidente del Seminario de Santa María de
Cleveland, llamé la atención sobre el número desproporcionadamente elevado de
seminaristas y sacerdotes gays.[1]
Algo más de una década antes, el teólogo Richard McBrien y el sociólogo Andrew
Greeley habían abordado la cuestión en prestigiosas revistas católicas.[2]
Los tres fuimos objeto de vehementes y hasta histéricos desmentidos. Y ello, a
pesar del amplio acuerdo existente entre rectores de seminarios y facultades de
teología, así como entre obispos con dilatada experiencia en la formación de
seminaristas, sobre la presencia de un gran número de varones de orientación
homosexual en el sacerdocio y en los seminarios. De hecho, algunos de nuestros
mejores y más brillantes seminaristas, sacerdotes y obispos son gays. Al igual que sus hermanos en el
ministerio heterosexuales, la mayoría de ellos se esfuerza —y a menudo lucha—
por llevar una vida casta y santa. Y al igual que sus hermanos heterosexuales,
algunos fracasan miserablemente en el empeño, incurriendo a veces en los
trágicos y criminales abusos contra menores adolescentes y niños que han
llevado a la Iglesia católica de los Estados Unidos a la más profunda crisis de
su historia. En otros lugares he analizado las implicaciones de esta realidad
desde el punto de vista de la cultura y la formación de seminario, el
pronunciado descenso del número de seminaristas y la creciente toma de
conciencia de que el sacerdocio es o se está convirtiendo en una ‘profesión de gays’.[3]
Los
desmentidos se han apaciguado, por no decir que han desaparecido. Es innegable
que el escándalo del abuso de menores por parte de clérigos ha contribuido
considerablemente a este creciente reconocimiento de la existencia de un gran
número de clérigos gays. Algunos
católicos conservadores ven un nexo causal directo entre la homosexualidad de
muchos curas y obispos y el escándalo de los abusos sexuales. Señalan que los
menores víctimas de abusos sexuales por parte de clérigos son, en su gran
mayoría, muchachos adolescentes. Libraos de los clérigos homosexuales —afirman—,
y desaparecerá el escándalo. Y sospecho que la mayoría de los católicos creen
que la orientación sexual es, si no una causa directa de los abusos, sí al
menos un factor que debe ser tenido en cuenta.
Por desgracia,
la consideración de este factor ha sido, en gran parte, profundamente
problemática. A finales de noviembre de 2005, la Congregación vaticana para la
Educación Católica hizo pública, con la aprobación del Papa, una ‘instrucción’
en la que ordenaba a los obispos, rectores de seminario y superiores religiosos
no admitir al seminario y a las órdenes sagradas a quienes ‘practican la
homosexualidad, presentan arraigadas tendencias homosexuales y apoyan la
llamada cultura gay’.[4]
La
implementación de la instrucción es un campo de minas moral. El candidato gay que cree sinceramente que Dios lo
llama al sacerdocio debe discernir si sus tendencias homosexuales son, en el
lenguaje de la instrucción, ‘expresión de un problema transitorio’ o ‘tendencias
homosexuales profundamente arraigadas’. El candidato gay tampoco puede optar por ‘no informar’ de su condición a los
responsables del seminario, pues la instrucción afirma: ‘Sería gravemente
deshonesto que el candidato ocultara la propia homosexualidad para acceder, a
pesar de todo, a la Ordenación’. Además, aunque la mayoría de los adultos
descubren su identidad sexual en un momento temprano de la infancia, o al menos
en los años de la adolescencia, algunos individuos sólo toman conciencia de
ella una vez alcanzada la madurez. Por otra parte, no existe ningún test claro
y fiable para determinar la orientación sexual de una persona. A pesar de los
procedimientos psicológicos ideados a tal efecto, en último término todo
depende de lo que diga el individuo. ¿Y cómo pueden discernir los responsables de
seminario las ‘tendencias homosexuales profundamente arraigadas’ de las que no
lo son tanto? Por otra parte, ¿no es posible que un seminarista con tendencias
homosexuales profundamente arraigadas sea al mismo tiempo emocional y
afectivamente maduro y esté capacitado para desempeñar un efectivo liderazgo
pastoral y espiritual?
Paradójicamente,
la instrucción del Vaticano está siendo implementada en numerosos casos por
obispos, rectores de seminario y superiores religiosos homosexuales. La
palmaria hipocresía de tales situaciones no le pasa inadvertida a numerosos
laicos y clérigos, con independencia de su orientación sexual. No es de
extrañar, pues, que la carta adjunta a la instrucción recomiende a los obispos
no nombrar a sacerdotes gays como
rectores de seminario, ni a varones homosexuales en general como miembros del
cuerpo docente de dichos seminarios. Por último, el documento suscitó en
algunos círculos eclesiales el temor de que sacerdotes homosexuales célibes,
enojados y descontentos con la incoherencia —por no decir hipocresía— que
supone el hecho de que se encomiende a obispos y rectores gays aplicar la instrucción, decidieran revelar la homosexualidad
de determinados obispos y otros altos cargos eclesiásticos.
Los exacerbados
sentimientos que despierta la cuestión de los sacerdotes, obispos y
seminaristas gays sólo se
desvanecerán cuando la realidad de los homosexuales en las filas del clero sea
abordada con franqueza, compasión y sabiduría. El mayor obstáculo para que los
responsables eclesiales procedan así radica en la insistencia del Vaticano en
que la atracción por una persona del mismo sexo es ‘objetivamente desordenada’.
Es probable que la nube moral que pende sobre las cabezas de laicos y clérigos gays no se disipe hasta que creyentes de
reconocida orientación homosexual que hayan llevado una vida de irreprochable
integridad moral y santidad sean incorporados al santoral.
Mientras
tanto, el efecto de la instrucción sobre las admisiones en los seminarios
consistirá, probablemente, en recortar aún más el ya drásticamente reducido
número de seminaristas, agravando así la crisis eucarística que se extiende
imparablemente por la Iglesia.
Aquí, sin
embargo, nuestro interés sigue ocupándolo la cuestión del celibato obligatorio
y los presbíteros homosexuales. Parece lógico preguntarse por qué desearía un
creyente gay ser sacerdote célibe. En
cuanto comisionados eclesiásticos, los sacerdotes reciben el encargo de
promulgar la enseñanza de la Iglesia, así como presentarla del modo más
convincente posible. Pastoralmente, tienen que defender esta enseñanza aun
cuando sea cuestionada o rechazada. Los sacerdotes gays se encuentran en una posición en la que se espera de ellos que
enseñen con toda claridad que la orientación homosexual es intrínseca y
objetivamente desordenada. Aunque ellos no sientan que su propia orientación es
defectuosa, antinatural, enfermiza o desordenada, sí se espera de ellos que
sostengan públicamente que toda orientación homosexual es anormal y
desordenada. Además, se les encarga convencer a los homosexuales de uno u otro
género de que su orientación les llama a llevar una vida de perfecta
continencia sexual, ya que la Iglesia exhorta a la perfecta continencia sexual
a todas las personas que no estén casadas. Y es que, de acuerdo con la enseñanza
de la Iglesia, todos los deseos y actos sexuales deliberados que se realicen fuera
del amor matrimonial —el cual, por otra parte, ha de estar siempre abierto a la
procreación— son objetivamente erróneos y constituyen pecado mortal. Así pues,
es probable que los sacerdotes homosexuales se vean inmersos en una especie de ‘conflicto
existencial de intereses’. A menudo, según ellos mismos refieren, la
experiencia personal y pastoral les convence de que su orientación sexual no es
objetivamente desordenada, de que no es ninguna perversión en absoluto.
La
reconciliación de su experiencia personal y pastoral con la enseñanza oficial
de la Iglesia se tornó aún más difícil cuando, en 2002, el portavoz de la Santa
Sede, Joaquín Navarro Valls, cuestionó la validez de la Ordenación de
sacerdotes gays. Ese mismo año, algo
más tarde, un sacerdote asignado al Vaticano, Andrew Baker, afirmó que los
homosexuales son intrínsecamente no aptos para el sacerdocio, dada su
proclividad al ‘abuso de determinadas sustancias, a la adicción sexual y a la
depresión’.[5]
Así las
cosas, ¿qué es lo que empuja a los creyentes gays al sacerdocio? Algunos reconocen que la sospecha de que eran
homosexuales les causó miedo e incluso repugnancia. Informados de la enseñanza
eclesiástica de que la orientación homosexual es objetivamente desordenada, el
celibato sacerdotal les pareció atrayente. Creyeron que serían capaces de dejar
‘aparcada’, por así decirlo, su sexualidad. Imaginaron y esperaron que, siendo
célibes, no tendrían necesidad de confrontarse con esa dimensión de su vida.
Después de todo, la orientación sexual suele ser considerada como una cuestión
irrelevante para el célibe. O, al menos, eso parecía. Pero, tanto para
homosexuales como para heterosexuales, aceptar la propia orientación sexual es
un factor decisivo para la formación de una personalidad sana e integrada.
Cuando se intenta dejar a un lado la sexualidad o negar o reprimir su energía y
poder, tarde o temprano el tiro termina saliendo por la culata. En la medida en
que no se halle integrada en la personalidad y la vida psíquica, siempre a la
espera de entrar en erupción en formas destructivas tanto de uno mismo como de
otras personas. Además, sin una sana experiencia de la propia sexualidad y
orientación sexual, no es posible una verdadera maduración espiritual o
emocional. Sólo la madurez espiritual y emocional nos capacita para entender
los apremiantes anhelos del corazón y descubrir que la energía sexual es, en
último término, un sacramento de nuestro más profundo deseo: la comunión con
Dios y con el conjunto de la creación.
Otra razón
por la que los gays se sienten
atraídos por el sacerdocio es la gran paradoja que significa la Iglesia, la
cual es a la vez ‘moderna y medieval, ascética y suntuosa, espiritual y
sensual, casta y erótica, homofóbica y homoerótica…’.[6]
Nadie ha plasmado esta paradoja mejor que Ellis Hanson en su obra Decadence and Catholicism. Aunque el
pasaje que sigue se centra en sacerdotes homosexuales fascinados por los
jóvenes, su análisis ilumina los motivos por los que los gays se sienten atraídos hacia el sacerdocio, a pesar de la
enseñanza de la Iglesia de que la atracción homosexual es objetivamente
desordenada:
A menudo me preguntan… por qué un gay o un pedófilo desean hacerse sacerdotes. Los motivos son, sin embargo, tan numerosos que la verdadera pregunta debería ser, más bien, por qué desean ser sacerdotes los varones heterosexuales. Amén de la fe, que considero la principal razón, pues el sacerdocio sería insoportable sin ella, para los varones de determinada inclinación existen otras motivaciones: el afeminado personaje pastoral que representan, la brillantez y esplendor de los ritos, [hasta hace poco] la confianza y el respeto públicos, la libertad de la presión social en orden a contraer matrimonio, la oportunidad para intimar con niños y jóvenes, la amistad apasionada y la convivencia con varones de ideas afinas, así como la disciplina personal, que ayuda a sobrellevar la vergüenza y la culpa sexual.[7]
Desde el
punto de vista de la psico-dinámica humana, Hanson da, a mi juicio, en el
clavo. Desde una perspectiva teológica, sin embargo, su análisis resulta
escasamente útil. En la mayoría de los casos, los homosexuales se sienten
atraídos hacia el sacerdocio, pienso yo, porque creen haber sido llamados al
ministerio ordenado; en otras palabras, están convencidos de que tienen la
vocación, el carisma, del sacerdocio. Y algunos de ellos creen que han sido
llamados a la castidad célibe; en otras palabras, están convencidos de que han
recibido el carisma, la gracia del celibato. La mayoría, sin embargo,
conscientes de que no poseen tal don, se afanan —codo a codo con sus hermanos
heterosexuales en el ministerio— por llevar una vida célibe.
En su empeño
de ser hombres íntegros, muchos sacerdotes gays,
al igual que miles de sus hermanos heterosexuales que han abandonado el
ministerio activo para contraer matrimonio, se han secularizado, convencidos de
que su necesidad de intimidad afectiva y sexual no les dejaba otra alternativa.
Muchos de estos hombres consideran que han sido de verdad llamados al
sacerdocio, pero no a llevar una vida de continencia célibe. A menudo son
juzgados con mayor severidad que aquellos curas que dejan el ministerio para
casarse con una mujer. Otros encuentran en el sacerdocio célibe un lugar
confortable para vivir su abnegación y su represión sexuales. Unos terceros, al
igual que algunos sacerdotes heterosexuales, descubren en el sacerdocio célibe
la (hasta hace poco) perfecta tapadera para una completa realización sexual.
De vez en
cuando, alguien me pregunta: ‘¿A quién le resulta más fácil llevar una vida de
castidad célibe: al sacerdote heterosexual o al gay?’. Esta pregunta, que no tiene una respuesta concluyente,
parece estar motivada por la percepción de que, para la mayoría de sacerdotes y
religiosos, la vivencia auténtica del celibato se ve favorecida y sostenida por
amistades sinceras, íntimas y de carácter no sexual, tanto con varones como con
mujeres de la franja de edad a la que cada cual pertenece. Para el cura
heterosexual, esto incluirá amistades con mujeres; para el cura gay, amistades con varones. Ahora bien,
para ser sanas, las amistades han de tener un cierto carácter público. Los
amigos se dejan ver, al menos de vez en cuando, en público: cafeterías,
restaurantes, teatros… Su círculo más amplio de amigos y sus familias suelen
estar al tanto de esa significativa amistad. Cuando una amistad se caracteriza
por el secretismo y la discreción, instintivamente sospechamos que algo no
funciona como es debido.
Un sacerdote gay
bendecido con una amistad madura, íntima y célibe con otro cura o con un varón
laico se mueve con facilidad en la esfera pública de la vida. Después de todo,
de los sacerdotes se espera que traben amistad con otros varones. El sacerdote gay puede pasar su día de asueto en
compañía de un amigo. Puede irse de vacaciones con él, viajar con él, salir a
comer o a cenar con él. Ser visto con esa persona no conlleva incomodidad alguna.
Tales amistades, siempre y cuando permanezcan célibes, son una fuente de
verdadero gozo humano y espiritual. Cuando ambos amigos son curas, reviven los
años compartidos en el seminario, las historias y el humor de entonces, lo cual
tiene su propio poder vinculante. El común interés por la liturgia, la
Escritura, la literatura y las artes, por no hablar de cotilleos eclesiales,
suele dar pie a animadas conversaciones y a una verdadera fraternidad. Aunque
tales amistades íntimas conllevan un cierto riesgo, estoy convencido de que es
mayor el riesgo de intentar llevar, ya sea uno gay o heterosexual, una vida célibe prescindiendo de relaciones
significativas y estrechas.
En lo referente a la esfera social, pública, probablemente
resulta más fácil para un presbítero gay mantener
y disfrutar una amistad cercana e íntima con un varón… y, al menos
teóricamente, llevar una vida célibe sana y vivificante.
Por su parte, los sacerdotes heterosexuales bendecidos con
una amistad cercana e íntima, pero célibe, con una mujer transitan un terreno
social diferente. La inveterada expectativa de la gente es que los sacerdotes frecuenten
la compañía de otros sacerdotes, de otros varones y, hasta hace poco, de
jóvenes e incluso niños. Todavía resulta embarazoso ver a un sacerdote en público con una mujer.
Las expectativas sociales, pues, tienden a dificultar la amistad —no importa
cuán auténtica, llena de gracia y célibe sea— entre un sacerdote y una mujer.
En la medida en que tal sea el caso, el celibato puede resultar en ocasiones
más difícil para el sacerdote heterosexual que para el gay.
Para el sacerdote heterosexual que lucha con la inherente
soledad del celibato, la aparente libertad social de que ve disfrutar a sus
hermanos homosexuales en el ministerio puede alimentar sentimientos de envidia.
Hay quienes reconocen en confianza que el celibato opcional existe ya… para el
sacerdote gay, pues es únicamente la
integridad personal de éste, su madurez espiritual y emocional, la que le
aparta, y no con demasiada dificultad, de una vida sexualmente activa.
Con independencia de que uno sea gay o heterosexual, el desafío de llevar una vida célibe sana y
creativa resulta mucho más fácil de afrontar cuando se dispone del don
vivificante de la amistad íntima, personal, célibe. No siempre se ha pensado
así. Durante siglos, en los seminarios se advertía a los seminaristas que no
cultivaran las ‘amistades particulares’ con otros seminaristas. El motivo no
confesado de esta regla era el miedo a las relaciones homosexuales. De los
seminaristas se esperaba, por supuesto, que no tuvieran citas amorosas durante
los periodos vacacionales que pasaban en casa, así como que no cultivaran
amistades íntimas con mujeres. Hasta hace una generación, al seminarista se le
abría el correo y se le restringían las llamadas telefónicas. Se consideraba
que Dios, su familia y la comunidad exclusivamente masculina de sus compañeros
de seminario eran suficientes para su desarrollo emocional y espiritual como
sacerdote y como ser humano. En los años anteriores al Concilio Vaticano II, la
amistad, ya fuera con un varón o con una mujer, se percibía como un gran
peligro para la vida célibe. Y, según parece, en algunos seminarios todavía
predomina esa mentalidad.
Privada de intimidad humana, hasta la más sana de las
vocaciones se crispa y, a menudo, se distorsiona.[8]
En mi opinión, el trágico escándalo del abuso de menores por parte de
sacerdotes y obispos ha puesto de relieve esta realidad. Las amistades profundas
y comprometidas no carecen de peligros para los sacerdotes célibes; pero el
mayor peligro es, con mucho, que éstos lleguen a pensar que no son como el
resto de los mortales.
Ya en un libro anterior abordé la cuestión del amor célibe.
Creo que lo allí escrito afecta a toda relación célibe, ya sea heterosexual, ya
sea gay: ‘Una de las historias que
todavía no se han contado sobre el sacerdocio de principios del siglo XXI es la
gran cantidad de amistades vivificantes, gozosas y llenas de cariño entre sacerdotes
célibes y sus amigos o amigas con compromisos de otro tipo. Muchos sacerdotes,
tanto heterosexuales como gays,
mantienen relaciones célibes de gran profundidad que pueden ser calificadas
como auténticos acontecimientos de gracia. De vez en cuando se cometen errores,
y algunos de ellos tienen graves consecuencias. Y, de vez en cuando, la lucha
por mantener célibe una amistad puede exigir un esfuerzo casi titánico. Sólo la
prudencia, la honestidad y, sobre todo, la gracia de Dios pueden hacer de los
amigos célibes “amigos del alma”… Los sacerdotes que reciben el don de unas
verdaderas relaciones célibes suelen experimentar una transformación espiritual
y descubrir una compasión y una fortaleza hasta entonces desconocidas. A pesar
de la confusión y la ambigüedad que antes y después afloran, a pesar del
sufrimiento que inevitablemente arroja su sombra sobre todo amor y toda amistad
humanos, los curas bendecidos con la afectuosa intimidad célibe dan gracias a
que esa experiencia les ha ayudado a crecer como hombres de Dios y como hombres
de Iglesia’.[9]
Tomado de: Donald B. Cozzens, Liberar el celibato, trad. José Manuel Lozano Gotor, Santander, Sal
Terrae, 2006. pp. 79-90.
[1] Cfr. Donald B. Cozzens, The Changing Face of the Priesthood, Collegeville,
Liturgical Press, 2000, cap. 7, ‘Considering
Orientation’, pp. 97-110 (trad. cast.: La
faz cambiante del sacerdocio: sobre la crisis anímica del sacerdote,
Santander, Sal Terrae, 2003).
[2] Cfr. Richard P. McBrien, ‘Homosexuality and the Priesthood: Questions
We Can’t Keep in the Closet’, en: Commonweal
(19/06/1987): pp. 380-383; Andrew M. Greeley, ‘Bishops Paralyzed over Heavily Gay Priesthood’, en: National Catholic Reporter (10/11/1989):
pp. 13-14.
[3] Cfr. Donald B. Cozzens, Ibid.; & Id., Sacred Silence: Denial
and the Crisis in the Church, Collegeville, Liturgical Press, 2002.
[4] Congregación
para la Educación Católica, Instrucción
sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con las personas
de tendencias homosexuales antes de su admisión al seminario y a las Órdenes
sagradas, 4/11/2005. La carta de los obispos que acompaña a la instrucción
exhorta a éstos a no nombrar como rectores o educadores de seminario a varones
con tendencias homosexuales.
[5] Cfr. America
(30/09/2002): pp. 8-9.
[6] Ellis Hanson, Decadence and Catholicism, Cambridge, Harvard University Press,
1997. p. 7.
[7] Ibid. p. 297.
[8] Cfr. Donald B. Cozzens, The Changing Face of the Priesthood, Op. cit. cap. 3, ‘Loving as a celibate’, pp. 25-43.