viernes, mayo 17, 2013

‘Celibato sacerdotal y homosexualidad’ de Donald B. Cozzens



A finales del invierno del año 2000, siendo rector-presidente del Seminario de Santa María de Cleveland, llamé la atención sobre el número desproporcionadamente elevado de seminaristas y sacerdotes gays.[1] Algo más de una década antes, el teólogo Richard McBrien y el sociólogo Andrew Greeley habían abordado la cuestión en prestigiosas revistas católicas.[2] Los tres fuimos objeto de vehementes y hasta histéricos desmentidos. Y ello, a pesar del amplio acuerdo existente entre rectores de seminarios y facultades de teología, así como entre obispos con dilatada experiencia en la formación de seminaristas, sobre la presencia de un gran número de varones de orientación homosexual en el sacerdocio y en los seminarios. De hecho, algunos de nuestros mejores y más brillantes seminaristas, sacerdotes y obispos son gays. Al igual que sus hermanos en el ministerio heterosexuales, la mayoría de ellos se esfuerza —y a menudo lucha— por llevar una vida casta y santa. Y al igual que sus hermanos heterosexuales, algunos fracasan miserablemente en el empeño, incurriendo a veces en los trágicos y criminales abusos contra menores adolescentes y niños que han llevado a la Iglesia católica de los Estados Unidos a la más profunda crisis de su historia. En otros lugares he analizado las implicaciones de esta realidad desde el punto de vista de la cultura y la formación de seminario, el pronunciado descenso del número de seminaristas y la creciente toma de conciencia de que el sacerdocio es o se está convirtiendo en una ‘profesión de gays’.[3]

Los desmentidos se han apaciguado, por no decir que han desaparecido. Es innegable que el escándalo del abuso de menores por parte de clérigos ha contribuido considerablemente a este creciente reconocimiento de la existencia de un gran número de clérigos gays. Algunos católicos conservadores ven un nexo causal directo entre la homosexualidad de muchos curas y obispos y el escándalo de los abusos sexuales. Señalan que los menores víctimas de abusos sexuales por parte de clérigos son, en su gran mayoría, muchachos adolescentes. Libraos de los clérigos homosexuales —afirman—, y desaparecerá el escándalo. Y sospecho que la mayoría de los católicos creen que la orientación sexual es, si no una causa directa de los abusos, sí al menos un factor que debe ser tenido en cuenta.


Por desgracia, la consideración de este factor ha sido, en gran parte, profundamente problemática. A finales de noviembre de 2005, la Congregación vaticana para la Educación Católica hizo pública, con la aprobación del Papa, una ‘instrucción’ en la que ordenaba a los obispos, rectores de seminario y superiores religiosos no admitir al seminario y a las órdenes sagradas a quienes ‘practican la homosexualidad, presentan arraigadas tendencias homosexuales y apoyan la llamada cultura gay’.[4]


La implementación de la instrucción es un campo de minas moral. El candidato gay que cree sinceramente que Dios lo llama al sacerdocio debe discernir si sus tendencias homosexuales son, en el lenguaje de la instrucción, ‘expresión de un problema transitorio’ o ‘tendencias homosexuales profundamente arraigadas’. El candidato gay tampoco puede optar por ‘no informar’ de su condición a los responsables del seminario, pues la instrucción afirma: ‘Sería gravemente deshonesto que el candidato ocultara la propia homosexualidad para acceder, a pesar de todo, a la Ordenación’. Además, aunque la mayoría de los adultos descubren su identidad sexual en un momento temprano de la infancia, o al menos en los años de la adolescencia, algunos individuos sólo toman conciencia de ella una vez alcanzada la madurez. Por otra parte, no existe ningún test claro y fiable para determinar la orientación sexual de una persona. A pesar de los procedimientos psicológicos ideados a tal efecto, en último término todo depende de lo que diga el individuo. ¿Y cómo pueden discernir los responsables de seminario las ‘tendencias homosexuales profundamente arraigadas’ de las que no lo son tanto? Por otra parte, ¿no es posible que un seminarista con tendencias homosexuales profundamente arraigadas sea al mismo tiempo emocional y afectivamente maduro y esté capacitado para desempeñar un efectivo liderazgo pastoral y espiritual?



Paradójicamente, la instrucción del Vaticano está siendo implementada en numerosos casos por obispos, rectores de seminario y superiores religiosos homosexuales. La palmaria hipocresía de tales situaciones no le pasa inadvertida a numerosos laicos y clérigos, con independencia de su orientación sexual. No es de extrañar, pues, que la carta adjunta a la instrucción recomiende a los obispos no nombrar a sacerdotes gays como rectores de seminario, ni a varones homosexuales en general como miembros del cuerpo docente de dichos seminarios. Por último, el documento suscitó en algunos círculos eclesiales el temor de que sacerdotes homosexuales célibes, enojados y descontentos con la incoherencia —por no decir hipocresía— que supone el hecho de que se encomiende a obispos y rectores gays aplicar la instrucción, decidieran revelar la homosexualidad de determinados obispos y otros altos cargos eclesiásticos.


Los exacerbados sentimientos que despierta la cuestión de los sacerdotes, obispos y seminaristas gays sólo se desvanecerán cuando la realidad de los homosexuales en las filas del clero sea abordada con franqueza, compasión y sabiduría. El mayor obstáculo para que los responsables eclesiales procedan así radica en la insistencia del Vaticano en que la atracción por una persona del mismo sexo es ‘objetivamente desordenada’. Es probable que la nube moral que pende sobre las cabezas de laicos y clérigos gays no se disipe hasta que creyentes de reconocida orientación homosexual que hayan llevado una vida de irreprochable integridad moral y santidad sean incorporados al santoral.


Mientras tanto, el efecto de la instrucción sobre las admisiones en los seminarios consistirá, probablemente, en recortar aún más el ya drásticamente reducido número de seminaristas, agravando así la crisis eucarística que se extiende imparablemente por la Iglesia.



Aquí, sin embargo, nuestro interés sigue ocupándolo la cuestión del celibato obligatorio y los presbíteros homosexuales. Parece lógico preguntarse por qué desearía un creyente gay ser sacerdote célibe. En cuanto comisionados eclesiásticos, los sacerdotes reciben el encargo de promulgar la enseñanza de la Iglesia, así como presentarla del modo más convincente posible. Pastoralmente, tienen que defender esta enseñanza aun cuando sea cuestionada o rechazada. Los sacerdotes gays se encuentran en una posición en la que se espera de ellos que enseñen con toda claridad que la orientación homosexual es intrínseca y objetivamente desordenada. Aunque ellos no sientan que su propia orientación es defectuosa, antinatural, enfermiza o desordenada, sí se espera de ellos que sostengan públicamente que toda orientación homosexual es anormal y desordenada. Además, se les encarga convencer a los homosexuales de uno u otro género de que su orientación les llama a llevar una vida de perfecta continencia sexual, ya que la Iglesia exhorta a la perfecta continencia sexual a todas las personas que no estén casadas. Y es que, de acuerdo con la enseñanza de la Iglesia, todos los deseos y actos sexuales deliberados que se realicen fuera del amor matrimonial —el cual, por otra parte, ha de estar siempre abierto a la procreación— son objetivamente erróneos y constituyen pecado mortal. Así pues, es probable que los sacerdotes homosexuales se vean inmersos en una especie de ‘conflicto existencial de intereses’. A menudo, según ellos mismos refieren, la experiencia personal y pastoral les convence de que su orientación sexual no es objetivamente desordenada, de que no es ninguna perversión en absoluto.


La reconciliación de su experiencia personal y pastoral con la enseñanza oficial de la Iglesia se tornó aún más difícil cuando, en 2002, el portavoz de la Santa Sede, Joaquín Navarro Valls, cuestionó la validez de la Ordenación de sacerdotes gays. Ese mismo año, algo más tarde, un sacerdote asignado al Vaticano, Andrew Baker, afirmó que los homosexuales son intrínsecamente no aptos para el sacerdocio, dada su proclividad al ‘abuso de determinadas sustancias, a la adicción sexual y a la depresión’.[5]


Así las cosas, ¿qué es lo que empuja a los creyentes gays al sacerdocio? Algunos reconocen que la sospecha de que eran homosexuales les causó miedo e incluso repugnancia. Informados de la enseñanza eclesiástica de que la orientación homosexual es objetivamente desordenada, el celibato sacerdotal les pareció atrayente. Creyeron que serían capaces de dejar ‘aparcada’, por así decirlo, su sexualidad. Imaginaron y esperaron que, siendo célibes, no tendrían necesidad de confrontarse con esa dimensión de su vida. Después de todo, la orientación sexual suele ser considerada como una cuestión irrelevante para el célibe. O, al menos, eso parecía. Pero, tanto para homosexuales como para heterosexuales, aceptar la propia orientación sexual es un factor decisivo para la formación de una personalidad sana e integrada. Cuando se intenta dejar a un lado la sexualidad o negar o reprimir su energía y poder, tarde o temprano el tiro termina saliendo por la culata. En la medida en que no se halle integrada en la personalidad y la vida psíquica, siempre a la espera de entrar en erupción en formas destructivas tanto de uno mismo como de otras personas. Además, sin una sana experiencia de la propia sexualidad y orientación sexual, no es posible una verdadera maduración espiritual o emocional. Sólo la madurez espiritual y emocional nos capacita para entender los apremiantes anhelos del corazón y descubrir que la energía sexual es, en último término, un sacramento de nuestro más profundo deseo: la comunión con Dios y con el conjunto de la creación.


Otra razón por la que los gays se sienten atraídos por el sacerdocio es la gran paradoja que significa la Iglesia, la cual es a la vez ‘moderna y medieval, ascética y suntuosa, espiritual y sensual, casta y erótica, homofóbica y homoerótica…’.[6] Nadie ha plasmado esta paradoja mejor que Ellis Hanson en su obra Decadence and Catholicism. Aunque el pasaje que sigue se centra en sacerdotes homosexuales fascinados por los jóvenes, su análisis ilumina los motivos por los que los gays se sienten atraídos hacia el sacerdocio, a pesar de la enseñanza de la Iglesia de que la atracción homosexual es objetivamente desordenada:
A menudo me preguntan… por qué un gay o un pedófilo desean hacerse sacerdotes. Los motivos son, sin embargo, tan numerosos que la verdadera pregunta debería ser, más bien, por qué desean ser sacerdotes los varones heterosexuales. Amén de la fe, que considero la principal razón, pues el sacerdocio sería insoportable sin ella, para los varones de determinada inclinación existen otras motivaciones: el afeminado personaje pastoral que representan, la brillantez y esplendor de los ritos, [hasta hace poco] la confianza y el respeto públicos, la libertad de la presión social en orden a contraer matrimonio, la oportunidad para intimar con niños y jóvenes, la amistad apasionada y la convivencia con varones de ideas afinas, así como la disciplina personal, que ayuda a sobrellevar la vergüenza y la culpa sexual.[7]   
Desde el punto de vista de la psico-dinámica humana, Hanson da, a mi juicio, en el clavo. Desde una perspectiva teológica, sin embargo, su análisis resulta escasamente útil. En la mayoría de los casos, los homosexuales se sienten atraídos hacia el sacerdocio, pienso yo, porque creen haber sido llamados al ministerio ordenado; en otras palabras, están convencidos de que tienen la vocación, el carisma, del sacerdocio. Y algunos de ellos creen que han sido llamados a la castidad célibe; en otras palabras, están convencidos de que han recibido el carisma, la gracia del celibato. La mayoría, sin embargo, conscientes de que no poseen tal don, se afanan —codo a codo con sus hermanos heterosexuales en el ministerio— por llevar una vida célibe.



En su empeño de ser hombres íntegros, muchos sacerdotes gays, al igual que miles de sus hermanos heterosexuales que han abandonado el ministerio activo para contraer matrimonio, se han secularizado, convencidos de que su necesidad de intimidad afectiva y sexual no les dejaba otra alternativa. Muchos de estos hombres consideran que han sido de verdad llamados al sacerdocio, pero no a llevar una vida de continencia célibe. A menudo son juzgados con mayor severidad que aquellos curas que dejan el ministerio para casarse con una mujer. Otros encuentran en el sacerdocio célibe un lugar confortable para vivir su abnegación y su represión sexuales. Unos terceros, al igual que algunos sacerdotes heterosexuales, descubren en el sacerdocio célibe la (hasta hace poco) perfecta tapadera para una completa realización sexual.


De vez en cuando, alguien me pregunta: ‘¿A quién le resulta más fácil llevar una vida de castidad célibe: al sacerdote heterosexual o al gay?’. Esta pregunta, que no tiene una respuesta concluyente, parece estar motivada por la percepción de que, para la mayoría de sacerdotes y religiosos, la vivencia auténtica del celibato se ve favorecida y sostenida por amistades sinceras, íntimas y de carácter no sexual, tanto con varones como con mujeres de la franja de edad a la que cada cual pertenece. Para el cura heterosexual, esto incluirá amistades con mujeres; para el cura gay, amistades con varones. Ahora bien, para ser sanas, las amistades han de tener un cierto carácter público. Los amigos se dejan ver, al menos de vez en cuando, en público: cafeterías, restaurantes, teatros… Su círculo más amplio de amigos y sus familias suelen estar al tanto de esa significativa amistad. Cuando una amistad se caracteriza por el secretismo y la discreción, instintivamente sospechamos que algo no funciona como es debido.


Un sacerdote gay bendecido con una amistad madura, íntima y célibe con otro cura o con un varón laico se mueve con facilidad en la esfera pública de la vida. Después de todo, de los sacerdotes se espera que traben amistad con otros varones. El sacerdote gay puede pasar su día de asueto en compañía de un amigo. Puede irse de vacaciones con él, viajar con él, salir a comer o a cenar con él. Ser visto con esa persona no conlleva incomodidad alguna. Tales amistades, siempre y cuando permanezcan célibes, son una fuente de verdadero gozo humano y espiritual. Cuando ambos amigos son curas, reviven los años compartidos en el seminario, las historias y el humor de entonces, lo cual tiene su propio poder vinculante. El común interés por la liturgia, la Escritura, la literatura y las artes, por no hablar de cotilleos eclesiales, suele dar pie a animadas conversaciones y a una verdadera fraternidad. Aunque tales amistades íntimas conllevan un cierto riesgo, estoy convencido de que es mayor el riesgo de intentar llevar, ya sea uno gay o heterosexual, una vida célibe prescindiendo de relaciones significativas y estrechas.



En lo referente a la esfera social, pública, probablemente resulta más fácil para un presbítero gay mantener y disfrutar una amistad cercana e íntima con un varón… y, al menos teóricamente, llevar una vida célibe sana y vivificante.


Por su parte, los sacerdotes heterosexuales bendecidos con una amistad cercana e íntima, pero célibe, con una mujer transitan un terreno social diferente. La inveterada expectativa de la gente es que los sacerdotes frecuenten la compañía de otros sacerdotes, de otros varones y, hasta hace poco, de jóvenes e incluso niños. Todavía resulta embarazoso  ver a un sacerdote en público con una mujer. Las expectativas sociales, pues, tienden a dificultar la amistad —no importa cuán auténtica, llena de gracia y célibe sea— entre un sacerdote y una mujer. En la medida en que tal sea el caso, el celibato puede resultar en ocasiones más difícil para el sacerdote heterosexual que para el gay.


Para el sacerdote heterosexual que lucha con la inherente soledad del celibato, la aparente libertad social de que ve disfrutar a sus hermanos homosexuales en el ministerio puede alimentar sentimientos de envidia. Hay quienes reconocen en confianza que el celibato opcional existe ya… para el sacerdote gay, pues es únicamente la integridad personal de éste, su madurez espiritual y emocional, la que le aparta, y no con demasiada dificultad, de una vida sexualmente activa.


Con independencia de que uno sea gay o heterosexual, el desafío de llevar una vida célibe sana y creativa resulta mucho más fácil de afrontar cuando se dispone del don vivificante de la amistad íntima, personal, célibe. No siempre se ha pensado así. Durante siglos, en los seminarios se advertía a los seminaristas que no cultivaran las ‘amistades particulares’ con otros seminaristas. El motivo no confesado de esta regla era el miedo a las relaciones homosexuales. De los seminaristas se esperaba, por supuesto, que no tuvieran citas amorosas durante los periodos vacacionales que pasaban en casa, así como que no cultivaran amistades íntimas con mujeres. Hasta hace una generación, al seminarista se le abría el correo y se le restringían las llamadas telefónicas. Se consideraba que Dios, su familia y la comunidad exclusivamente masculina de sus compañeros de seminario eran suficientes para su desarrollo emocional y espiritual como sacerdote y como ser humano. En los años anteriores al Concilio Vaticano II, la amistad, ya fuera con un varón o con una mujer, se percibía como un gran peligro para la vida célibe. Y, según parece, en algunos seminarios todavía predomina esa mentalidad.



Privada de intimidad humana, hasta la más sana de las vocaciones se crispa y, a menudo, se distorsiona.[8] En mi opinión, el trágico escándalo del abuso de menores por parte de sacerdotes y obispos ha puesto de relieve esta realidad. Las amistades profundas y comprometidas no carecen de peligros para los sacerdotes célibes; pero el mayor peligro es, con mucho, que éstos lleguen a pensar que no son como el resto de los mortales.


Ya en un libro anterior abordé la cuestión del amor célibe. Creo que lo allí escrito afecta a toda relación célibe, ya sea heterosexual, ya sea gay: ‘Una de las historias que todavía no se han contado sobre el sacerdocio de principios del siglo XXI es la gran cantidad de amistades vivificantes, gozosas y llenas de cariño entre sacerdotes célibes y sus amigos o amigas con compromisos de otro tipo. Muchos sacerdotes, tanto heterosexuales como gays, mantienen relaciones célibes de gran profundidad que pueden ser calificadas como auténticos acontecimientos de gracia. De vez en cuando se cometen errores, y algunos de ellos tienen graves consecuencias. Y, de vez en cuando, la lucha por mantener célibe una amistad puede exigir un esfuerzo casi titánico. Sólo la prudencia, la honestidad y, sobre todo, la gracia de Dios pueden hacer de los amigos célibes “amigos del alma”… Los sacerdotes que reciben el don de unas verdaderas relaciones célibes suelen experimentar una transformación espiritual y descubrir una compasión y una fortaleza hasta entonces desconocidas. A pesar de la confusión y la ambigüedad que antes y después afloran, a pesar del sufrimiento que inevitablemente arroja su sombra sobre todo amor y toda amistad humanos, los curas bendecidos con la afectuosa intimidad célibe dan gracias a que esa experiencia les ha ayudado a crecer como hombres de Dios y como hombres de Iglesia’.[9]    



Tomado de: Donald B. Cozzens, Liberar el celibato, trad. José Manuel Lozano Gotor, Santander, Sal Terrae, 2006. pp. 79-90.





[1] Cfr. Donald B. Cozzens, The Changing Face of the Priesthood, Collegeville, Liturgical Press, 2000, cap. 7, ‘Considering Orientation’, pp. 97-110 (trad. cast.: La faz cambiante del sacerdocio: sobre la crisis anímica del sacerdote, Santander, Sal Terrae, 2003).

[2] Cfr. Richard P. McBrien, ‘Homosexuality and the Priesthood: Questions We Can’t Keep in the Closet’, en: Commonweal (19/06/1987): pp. 380-383; Andrew M. Greeley, ‘Bishops Paralyzed over Heavily Gay Priesthood’, en: National Catholic Reporter (10/11/1989): pp. 13-14.

[3] Cfr. Donald B. Cozzens, Ibid.; & Id., Sacred Silence: Denial and the Crisis in the Church, Collegeville, Liturgical Press, 2002.

[4] Congregación para la Educación Católica, Instrucción sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con las personas de tendencias homosexuales antes de su admisión al seminario y a las Órdenes sagradas, 4/11/2005. La carta de los obispos que acompaña a la instrucción exhorta a éstos a no nombrar como rectores o educadores de seminario a varones con tendencias homosexuales.

[5] Cfr. America (30/09/2002): pp. 8-9.

[6] Ellis Hanson, Decadence and Catholicism, Cambridge, Harvard University Press, 1997. p. 7.

[7] Ibid. p. 297.

[8] Cfr. Donald B. Cozzens, The Changing Face of the Priesthood, Op. cit. cap. 3, ‘Loving as a celibate’, pp. 25-43.


[9] Ibid. p. 43.

jueves, mayo 16, 2013

‘El Reino’ de Hans-Urs von Balthasar


¡Cárcel de finitud! También el Hombre, como todo ser, ha nacido en la prisión; el alma, el cuerpo, el pensamiento, su vislumbre, su deseo: todo en él tiene sus límites, él mismo es limitación palpable, todo es esto, no aquello, distinto, separado de lo demás. Todos miran hacia lo que es extraño desde las enrejadas ventanas de los sentidos; y aun cuando su espíritu vuele a través de los espacios como un pájaro: él nunca será este espacio, y el surco que deja al pasar se disuelve una vez más y no deja rastro alguno permanente. ¡Qué distancia tan grande de una cosa a la que le está próxima! Y si llegan a amarse y se hacen caso de una isla a la otra, si tratan de intercambiar su soledad y engañarse mutuamente interpretándola como unidad: con cuánto más dolor les sorprende la desilusión, pues palpan las barreras invisibles, las frías paredes de cristal contra las que se arrojan como pájaros enjaulados. Nadie puede romper su abandono, nadie sabe quién es el otro. El Hombre se limita a presentir a la mujer, el niño al Hombre, quizá con menos seguridad que el Hombre presiente al animal. Las cosas son extrañas entre sí, y aun cuando se encuentren bastante cerca y se complementen como los colores, como el agua y la roca, como el sol y la nube, aun cuando juntamente realicen la armonía tonal del universo: lo polícromo paga el precio de la más amarga separación. El mero hecho de existir un individuo es ya renuncia. Roto el límpido espejo, la imagen infinita se esparce por todo el mundo, el mundo queda convertido en un montón de residuos. Pero de todos modos cada una de las ruinas es todavía algo precioso; de cada uno de los fragmentos parte un rayo del misterio original; en cada uno de los bienes creados se percibe un bien infinito, una promesa de más, el quizá de un riesgo, un halago, tan dulce, que ante ese violento placer se nos detienen los pulsos al situarse desnuda y desvestida del envoltorio de ceniza que es la costumbre y dejarse ver de este modo ante nuestra mirada por un momento: llenándonos de una felicidad maravillosa, sin límites. El sello del origen, el beso de lo original, la garantía de la unidad perdida. El meollo de la felicidad es siempre impalpable pero sigue siendo constantemente misterioso; si corremos tras ella, no la podemos alcanzar; ella mantiene en la mano la manzana de Adán, no el fruto infinito del árbol de la vida. La imagen celestial se desliza sonriendo tristemente, se apaga, se disuelve en el aire. Lo que se apareció como sin límites vuelve ahora a mostrar sus barreras concretas, y tanto el buscador como lo buscado, se deslizan ambos hacia una estrecha prisión. Y nuevamente nos encontramos frente a todo, siendo parte de una parte, y lo que tenemos es algo que compartimos con todo lo demás, ni las sacudidas ni las lágrimas rompen los muros de la cárcel. 

 

Pero mira: existe esa realidad fluctuante, que se desliza incomprensiblemente, el tiempo. Es la barca invisible que va de orilla a orilla. Un vuelo de una cosa a la otra. Monta sobre el tiempo, éste empieza a correr, te lleva, no sabes cómo, no sabes a dónde, el suelo firme que hay bajo tus pies se mueve y vacila, el camino firme se convierte en deslizante y vivo, comienza a fluir como el maravilloso curso de un río, las orillas se transforman y cambian —ahora son bosques, más tarde se trata de amplios campos, de ciudades de Hombres—, la corriente misma cambia de forma y se transforma a cada momento; de pronto se desliza como un suave susurro, de repente se eriza formando grandes cataratas, y termina por amansarse y convertirse en un lago tranquilo: ahora el movimiento se ha hecho imperceptible, y a lo largo de la orilla el agua vuelve a encresparse formando olas hasta que una vez más el ímpetu del centro de las aguas llega hasta las orillas. 

 
El espacio es frío y rígido, pero el tiempo es vivo; el espacio separa, pero el tiempo lleva todo hasta todo. El tiempo no corre fuera de ti, tú no nadas como un tronco que se desliza sobre el agua, el tiempo fluye a través de ti, tú mismo fluyes. Tú eres el río. ¿Te sientes triste? Confía en el tiempo: pronto reirás. ¿Ríes? No mantendrás por siempre tu risa: pronto llorarás. El tiempo te lleva de sentimiento en sentimiento, de este estado a otro estado, de la vigilia al sueño y del sueño una vez más a la vigilia. No puedes caminar largo tiempo, nuevamente te pones a descansar, te cansas, sientes hambre, tienes que sentarte, comes, te levantas nuevamente, y comienzas una vez más a caminar. Sufres: desde lejos, como algo inalcanzable contemplas la acción que quieres emprender; pero siempre te arrastra la corriente y una mañana llega por fin la hora de la acción. Tú eres un niño, y nunca, piensas, te sustraerás a la debilidad de la infancia, que te encierra entre cuatro muros sin ventanas. Pero mira, tus muros mismos son movedizos y cuarteables y todo tu ser se transforma modelándose en un joven. De tu mismo seno surgen manantiales ocultos en ti, y un día el mundo brotará en torno a ti. Poco a poco el tiempo te lleva de curva en curva, perspectivas, horizontes pasan de largo ante tu mirada: empiezas a vivir la transformación, empiezas a descifrar una aventura desmesurada. Experimentas una dirección, sientes una partida, olfateas el mar. Y ves que lo que cambia en ti es lo mismo que cambia en todo lo que hay en torno a ti: todo punto, por el que tú pasas rozando, está asimismo en movimiento. Un torbellino se debate sobre él desde todas partes, toda su larga historia se desata sobre él, pero al igual que tú, tampoco él sabe dónde termina esa historia. Miras al cielo: los soles giran altos, pero en conexión con sus sistemas de planetas, como racimos de uvas, ruedan deslizándose hacia las distancias creadas de antemano y hacia los espacios inescrutables. Tú desintegras los átomos: forman éstos un enjambre más confuso que un disperso montón de hormigas. Tú buscas un apoyo y una ley estable en el centro de nuestra tierra, pero también ésta es puro acontecer e historia, nadie puede predecirte de antemano y contar con las nubes de la próxima semana. 

 

Es cierto que existe una ley, pero se trata de la misteriosa ley del cambio, cuyo único fundamento está en aquél que cambia. No puedes llevar el río a la orilla seca, para capturar como un pez la ley de su fluir. Y sólo en el agua puedes aprender a nadar. Los sabios que existen entre los Hombres tratan de buscar el fundamento de la existencia, pero no pueden hacer otra cosa que descubrir una ola de esa corriente; en su pintura el fluir se ha hecho rígido, y sólo resulta verdadera si nuevamente abandonan la imagen al cambio y al movimiento. Los que sintieron avidez emprendieron muchas cosas, y arrojaron rocas al mar, para detener la corriente, con sus sistemas trataron de descubrir un islote de la eternidad e hincharon su corazón como globos para capturar la eternidad en una hora feliz. Pero ellos sólo capturaron aire y estallaron, o hechizados por una idea imaginaria, olvidaron vivir bien y la corriente arrastró suavemente sus cadáveres. No, la ley está en movimiento, y sólo corriendo puedes llegar a capturarla. La perfección está en la plenitud de lo que llega. Por eso nunca pienses que la has conseguido; olvida lo que queda tras de ti, lánzate hacia aquello que está delante de ti: finalmente, te convertirás en aquello que tú ansías en medio del cambio en el que pierdes lo ganado. 

Confía en el tiempo. El tiempo es música, y el espacio a partir del cual suena, es el futuro. Compás tras compás se va creando la sinfonía en una dimensión que se va descubriendo a sí misma, y que siempre pone a disposición una provisión inagotable de tiempo. Con frecuencia falta espacio: la piedra es exigua para la estatua, la plaza no permite ya ser ocupada por más gente. Pero ¿cuándo ha faltado tiempo? ¿Cuándo se ha salido como un nudo que es demasiado corto? El tiempo es tan largo como la gracia. Entrégate a la gracia del tiempo. No puedes interrumpir la música para atraparla y recogerla: déjala que fluya y vuele, de otro modo no la comprenderás. No la puedes empaquetar en un bello acorde y poseerla para siempre. La paciencia es la virtud primera de quien quiere percibir. Y la segunda, la renuncia. Pues mira: no comprendes el movimiento de la melodía hasta que suena su último tono. Sólo ahora, que ha concluido todo, captas las perspectivas de los acentos misteriosos, los arcos de la tensión y las curvas de lo profundo; sólo lo que perece al oído, penetra en el corazón. Y, sin embargo: no puedes captar en la unidad del espíritu de manera invisible lo que de manera perceptible no experimentas en la multiplicidad de los sentidos. De este modo lo eterno está por encima del tiempo y es como la cosecha del tiempo, y sin embargo la eternidad llega a ser y a realizarse sólo con el cambio del tiempo. 


¡Qué clase de seres somos! Tenemos que creer sumergidos en el paso del tiempo. Llegamos a la madurez, nos enriquecemos sólo mediante la renuncia a una hora y a la otra. Tenemos que soportar la duración. Cuando tratamos de detenernos lesionamos la ley de la vida de la naturaleza. Cuando perdemos la paciencia de la existencia temporal, caemos por eso mismo en la nada. Mientras caminamos nos llega el susurro de una voz en alas del viento contrario que cortamos; pero si nos detenemos para oírla mejor, la voz se convierte en silencio. El tiempo es a la vez amenaza y promesa maravillosa: avanza, nos dice, ¡de lo contrario no vendrás conmigo! ¡Avanza, muestra tus manos vacías, de lo contrario no te las podré llenar! De lo contrario pasaré de largo junto a ti con mi fresco don y te abandonaré a tu ya rancia bagatela. Créeme que eres más rico cuando puedes concluir y destruir tu felicidad y tus horas de elevación; eres más rico cuando puedes ser pobre, y permanecer abierto en lugar de ser un pordiosero a la puerta del futuro. ¡No te detengas, no te encierres, no te pegues a nada! ¡No puedes acaparar el tiempo, aprende de él la prodigalidad! Sé pródigo por propia voluntad y reparte aquello que de otro modo se te arrebatará a la fuerza. Entonces serás tú, que te quejas de haber sido robado, más rico que un rey. El tiempo es la escuela de la exaltación, la escuela de la magnanimidad. 

Es la universidad del amor. El tiempo es el suelo de nuestra existencia. El tiempo es existencia que fluye como una corriente; el amor es la vida que se convierte a sí misma en corriente. El tiempo es indefenso, es existencia desposeída de sí misma sin que haya sido interrogada; el amor se enajena a sí mismo y se deja desarmar voluntariamente. La existencia no puede manifestar el amor de otro modo que fluyendo —ésa es su ley y su naturaleza. Y de este modo puede ser libremente, por sí mismo, el amor. Tenemos que ser pacientes, aun cuando sintamos perecer de impaciencia, pues nadie puede aumentar un solo palmo de la medida de su amor a no ser que se vaya creciendo —con el tiempo. Tenemos que renunciar, y aunque llenos de convulsiva avaricia apretemos fuertemente nuestra posesión, el mortífero tiempo suelta suavemente nuestros dedos, para esparcir por el suelo los tesoros alcanzados. Lo que al fin el último momento nos obliga a realizar por la fuerza, todo momento nos aconseja suavemente que lo llevemos a cabo: que descubramos el misterio de la duración como el dulce meollo de nuestra vida: la oferta de un amor inagotable. Cosa extraña: podemos ser aquello que pretendemos con afán, pero en vano. En el existir podemos realizar lo que en el saber y en el querer se nos escapa con dolor. Quisiéramos entregarnos —y estamos ya entregados. Buscamos a aquél a quien pudiéramos entregarnos— y ya hemos sido aceptados hace tiempo. Y cuando el corazón se encoge al considerar la vanidad de todo lo que se ha vivido, surge el temor de la esposa en la noche de bodas, cuando se le priva del último velo.

 

 Hemos sido proyectados como seres que pueden lograr voluntariamente lo que deben querer contra su voluntad. Pero ¿qué puede comunicarnos más felicidad, que pensamiento puede ser más embriagador que éste: ya el existir es una obra de amor? ¿De manera que yo lucharía en vano por no ser lo que ya soy? De manera que aunque grite: ¡no! con toda la fuerza de la garganta, con todas las venas de mi cuerpo agitadas por el temor: ¡no!, en el último rincón más profundo un eco traidor dice: ¡sí, sí! Cuando después de muchas muertes morimos por última vez, entonces en ese acto de vida suprema la existencia ha dejado de morir. Sólo una cosa es siempre mortal: no querer morir mientras se vive. Toda muerte realizada voluntariamente es origen de la vida. Así el cáliz del amor está mezclado de vida y de muerte. Es un milagro que no amemos: el amor es sello de agua en el pergamino de nuestra existencia. Nuestros miembros se mueven de acuerdo con su melodía. Quien ama, obedece a la tendencia de la vida temporal; el que se niega a amar lucha (en vano) contra la corriente. ¡Qué fácil nos resulta el gesto de donación cuando corre a través de nosotros constantemente, el agua del ser, como por la boca de un pozo! ¡Qué fácil nos resulta la enajenación, al bañarnos en la riqueza del futuro que corre de una manera inagotable! ¡Qué fácil es para nosotros la fidelidad, pues el tiempo infiel nos ha colocado en el dedo el anillo de la indisolubilidad! ¡Qué fácil es la muerte, pues cada hora sentimos qué bienaventuranza, qué ventaja supone incluso el perecer! Y hasta el envejecer, lo que nos infunde temor, y nos encoge nuestro ánimo, nos ofrece en compensación de la obscuridad exterior la interior claridad de la pobreza. Nada es trágico en nosotros, pues toda renuncia recibe un premio sobreabundante, y cuanto más nos acercamos al centro de la pobreza, tanto más íntimamente tomamos posesión de nosotros mismos, con tanta mayor seguridad nos pertenecen todas las cosas. 

De este modo podemos ser lo que queremos. En el agua misteriosa del tiempo en el que nos bañamos, lo que somos por nosotros mismos, la profunda resistencia llena de rencor que anida en los corazones se disuelve, queda superada en esta fluidez del ser. Sólo lo rígido es problemático, lo impenetrable, lo que se opone a todo espíritu y mirada. Pero el ojo es fluido y el espíritu penetrante, y de este modo resulta transparente y diluye lo que es rígido. Mientras en el exterior vamos colocando las cosas de modo que sus envoltorios se toquen y nos blindamos contra las inexorables exigencias de la vida, la fuente sigue manando en lo más íntimo del individuo y quebranta los muros y va minando nuestra más dura fortaleza. Nadie resiste hasta el final el incesante empuje de este oleaje: nos va reblandeciendo día tras día, va carcomiendo guijarro tras guijarro de la orilla ya desgastada: al final nos derrumbamos. Con el tiempo, hasta el más estúpido comprende el tiempo. El tiempo va cavando para sí mismo un lecho en él y con su redondo vientre lo va limando como el torrente que se precipita lamiendo el glaciar. 

Tú sientes el tiempo así, y él te introduce en su más elevado misterio. Tú sientes el ritmo del ímpetu y de la calma del tiempo. Como futuro se acerca a ti, te llena de dones sin medida, pero también te roba, lo exige todo de ti. Te quiere rico y pobre a la vez, cada vez más rico y más pobre. Te quiere cada vez más amoroso. Y si cumplieras plenamente la ley y el mandamiento de tu ser y fueras plenamente tú mismo, vivirías tan sólo a partir de este don, que fluye hasta ti (y que eres tú mismo) y que tú volverías a donar santamente sin haberlo contaminado por tu posesión. Tu vida sería un hálito, en el doble movimiento reposado e inconsciente de tus pulmones. Y tú mismo serías el aire inspirado y espirado en el movimiento cambiante de esa manera. Tú serías como la sangre en el puso de un corazón, que mueve tu organismo y te mantiene preso en el círculo y en la ruta de sus venas. 

Tú sientes el tiempo —¿y no sentirías este corazón? Tú sientes el torrente de la gracia, que penetra en ti, cálido, rojo —¿y no sentirías cómo eres amado? Buscas una prueba —y sin embargo, tú mismo eres la prueba. Tratas de captarlo, al Desconocido, en las mallas de tu conocimiento —y sin embargo eres tú el capturado en la red inextricable de su poder. Querrías comprender —pero eres tú el que eres comprendido. Querrías imponerte —y sin embargo eres dominado. Tú planeas buscar —y sin embargo has sido encontrado largo tiempo ya y desde el principio. Tú te palpas a través de mil ropajes en tu cuerpo viviente —¿afirmas que no sientes la mano que, desnuda, toda tu alma desnuda? Te mueves de un lado para otro con el ímpetu de tu inquieto corazón y llamas a esto religión, pero en verdad no se trata sino de movimientos del pez que boquea en la barca. Querrías encontrar a Dios, aun cuando para ello sufrieras mil dolores: qué humillación que tu esfuerzo sea vano, ya que él desde hace tiempo te sostiene con su mano. Pon el dedo para percibir el pulso vivo del ser. Siente el latido de que un solo acto de la creación a la vez te impone una exigencia y te libera. En el tremendo fluir de la existencia esto determina a la vez la medida exacta del abismo: así como debes amarle como a aquel que es el más próximo a ti, debes hundirte ante él como ante el Altísimo. Al igual que él en el mismo acto te viste por amor y te desnuda por amor. Al igual que él pone en tu mano con la existencia de todos los tesoros y la alhaja más preciosa: responderle con tu amor, poder devolver su don, y sin embargo (no después, en un segundo momento, en un segundo paso) él te arrebata nuevamente todo lo que te dio, para que no ames el don, sino al donador y hasta en la donación sepas que no eres más que una ola de su corriente. En el mismo instante de la existencia estás cerca y lejos, en el mismo momento se te pone un amigo y un señor. En el mismo instante eres hijo y siervo. Siendo lo que fuiste, vives en la eternidad; pues aun cuando tu virtud, tu sabiduría, tu amor se elevaran de una manera inconmensurable y emergieras por encima de los Hombres y de los ángeles, y subieras directamente atravesando todos los cielos: nunca te alejas de tu salida. Pero nada es más bienaventurado que esta realidad original primera; y en el más amplio arco de la evolución vuelves nuevamente a esta maravilla de tu origen; pues el ser del amor es incomprensiblemente magnífico. 


Y naturalmente la vida camina hacia adelante a partir de su origen, se busca a sí misma y cree hallarse allí donde está segura ante la amenaza de su comienzo. La semilla aparece demasiado insegura, y necesita de una corteza o envoltura más fuerte, y el momento de la concepción se parece demasiado a la nada. Pero una ley férrea hace retornar todas a las cosas al círculo más derechamente que una flecha. En ese arco grande y esbelto, la vida se erige hacia sí misma mediante el crecimiento, quiere afirmarse poderosamente a través de la estrecha puerta de la vida y aniquila el corazón y el cerebro del individuo avasallado por la obstinación y su misión, y sus manos orgullosas como si fueran su propia creación distribuyen y reparten lo que a ellas les llegó de otra parte, de la especia, desde raíces desconocidas. Pero ya se ha alcanzado la cima, y mientras en otras partes todavía el sol asciende, su camino empieza a declinar, en los frescos bosques se sumerge la tarde, y nuevamente se vuelve a oír el murmullo, primeramente un riachuelo, un recuerdo casi desprendido de los primeros tiempos le sobreviene, se añoran dulcemente los tiempos primitivos, el ansia nos oprime, se impone el amor, y de manera imprevista, repentinamente, una cascada se precipita al vacío, la noche del principio. Todo lo que el ser extraordinario tenía de maravilloso se deshace, como el curso de distintos ríos en un mar de muerte y de vida. En un mismo mar se levantan y hunden las olas, los cuerpos fluctúan unos junto a otros, las formas y las especies, siglo tras siglo, deshechos en espuma en la postración de los más increíbles homenajes en la lisa arena de la playa de la eternidad. 


Significado de nuestra vida: demostrar mediante el conocimiento que no somos Dios. Así morimos en Dios, pues Dios es vida eterna; ¿cómo llegaríamos a su contacto sino a través de la muerte? La muerte en nuestra vida es la garantía de que alcanzamos lo que está por encima de la vida. La muerte es la reverencia de la vida, la ceremonia de la proskynesis ante el trono del Creador. Y como lo más íntimo de los seres consta de alabanza, servicio y respeto que deben las cosas a su creador, así una gota de muerte está mezclada en todo momento del ser. Pero como el tiempo y el amor están tan estrechamente entrelazados, aman también su muerte, y su existencia no se opone al ocaso. Y si la exigua vida siente temor, la obscura voluntad se opone a la muerte, la existencia misma, el profundo curso del mar, que levante y sumerge esa existencia, conoce a su señor y se somete gustosamente. Pues sabe por una especie de presentimiento: el otoño sólo existe porque se prepara la primavera y en este mundo se agosta gustosamente lo que la esperanza trae para que florezca en Dios. 

De este modo la criatura muere en Dios y resucita en Dios. Revoloteamos atraídos por la luz y extasiados; pero el fuego, al que nadie puede acercarse, nos mantiene hechizados. Nos arrojamos a las llamas, nos quemamos, pero la llama no mata, se convierte en luz y arde en nosotros como amor. El amor, que conoce profundamente lo que vive en nosotros se erige en nosotros como centro, del que vivimos, lo que nos llena y nos nutre, nos mantiene hechizados, se viste de nosotros como si de un abrigo se tratara, que nuestra alma necesita como de un órgano; no es que nosotros seamos esto, lo es, en una proximidad máxima que casi no se distingue de nosotros, lo es el Señor en nosotros —y mediante el amor crece en nosotros el temor, que una y otra vez y con urgencia nos impulsa a arrodillarnos, nos empuja al polvo de la nada. Golpea con fuerza, con más estruendo todavía que el tiempo, el corazón del amor. Late uniendo dos seres en uno y separando uno en dos seres. Así vivimos partiendo de Dios: él nos atrae poderosamente hacia su ardiente centro, él nos arrebata con dominio todo centro que no es el suyo. Pero nosotros no somos Dios; y para mostrarnos con más vigor la fuerza de su centro, nos aparta imperiosamente —pero no nos deja solos, desfallecidos, sino que nos hace donación de nuestro propio centro y nos comunica la fuerza de su misión. Dios no exige celosamente, él nos quiere para sí y para su exclusiva gloria. Pero cargados con su amor, y viviendo de su gloria, nos devuelve al mundo. Pues no es ritmo de su creación, que el mundo salga de Dios en un movimiento de egresión y vuelva a él en regresión de donde procede. Más bien ambas cosas son una sola, no menos condicionada la salida que la entrada; no menos querida por Dios la misión que el anhelo. Y quizá más divina todavía que la vuelta a Dios, en la salida de Dios, pues lo más grande de todo no es que nosotros conozcamos a Dios reflejándolo como espejos relucientes, sino que lo demos a conocer, como antorchas encendidas dan a conocer la luz. Yo soy la luz del mundo, dice el Señor, y sin mí no podéis hacer nada. Y no hay luz alguna, ni Dios alguno fuera de mí. Pero vosotros sois la luz del mundo, luz escondida pero no falsa, sino ardiente de mi llama, debéis prender fuego al mundo con mi fuego. 


Salid a las tinieblas más obscuras, llevad mi amor como ovejas en medio de lobos, llevad mi mensaje a aquellos que caminan en la obscuridad y en la sombra de la muerte. Salid y aventuraros fuera del redil custodiado; una vez os recogí, cuando, ovejas errantes, ensangrentadas entre espinas, os conduje al hogar sobre los hombros del buen pastor; pero ahora el redil ha quedado abierto, la puerta del aprisco se ha ensanchado: ¡es la hora de la misión! ¡Fuera!, separaos de mí, pues yo estoy en medio de vosotros hasta el fin del mundo. Pues yo mismo he salido del Padre y alejándome de él me hice obediente hasta la muerte, y obedeciendo me hice la imagen más perfecta de su amor hacia mí. La salida misma es el amor, la salida misma es ya el retorno. Así como el Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros. Saliendo de mí como sale el rayo del sol, el agua de la fuete, permanecéis en mí, pues yo mismo soy el rayo, que centellea de brillo, soy el torrente que brota del Padre. Así como yo recibo el caudal del Padre, así vosotros debéis recibir de mí vuestro caudal. Volved hacia mí vuestro rostro hasta tal punto que yo pueda volverlo hacia el mundo. Debéis salir de vuestros propios caminos hasta tal punto que yo pueda situaros sobre el camino que soy yo. 


He aquí un nuevo misterio insospechable para la pequeña criatura: que incluso la lejanía de Dios y la frialdad del temor son una imagen y símbolo para Dios y para la vida divina. Lo más incomprensible es la verdadera realidad: precisamente en lo que tú eres no Dios, en eso te asemejas a Dios. Y precisamente en lo que estás fuera de Dios, en eso estás en Dios. Pues el hecho mismo de estar frente a Dios es algo divino. En lo incomparable de tuyo reflejas la unicidad de Dios. Pues incluso en la unidad de Dios hay distancia y reflejo y eterna misión: El Padre y el Hijo opuestos entre sí y sin embargo uno en el Espíritu y en la naturaleza que sella a los tres. Dios no es sólo la imagen original, es también semejanza y trasunto. No sólo la unidad absoluta, también es divino ser dos, si el tercero los une. Por eso en este segundo ha sido creado el mundo, y en este tercero se afinca en Dios. 


Pero el sentido de la creación permanece incomprensible mientras el velo cubra la imagen eterna. Si el latido del ser no resonara en la vida eterna, en la vida trinitaria, esta vida sería sólo fatalidad, este tiempo sería tan sólo tristeza, todo amor se limitaría a ser transitoriedad. Sólo ahora comienza a brotar en nosotros la fuente de la vida, y nos habla de la Palabra, se convierte ella misma en palabra y lenguaje, nos comunica, como saludo de Dios, la misión de que debemos anunciar al Padre en el mundo. Sólo ahora se ha disuelto la maldición de la soledad, pues el enfrentarse es algo divino, y todo ser, Hombre y mujer, y animal y piedra ya no se excluyen por su peculiaridad de ser, de la vida universal, sino que más bien coordinados en sus formas, ya liberados de la obscura cárcel, dispuestos a evadirse a lo infinito partiendo del obscuro anhelo, más bien como mensajeros de Dios y formando un cuerpo en plenitud magnífica, un cuerpo cuya cabeza descansa en el seno del Padre. 

¡Sigue, pues, latiendo, corazón de la existencia, pulso del tiempo! ¡Instrumento del amor eterno! Tú enriqueces y nos devuelves una vez más a nuestra pobreza; nos atraes y nos repeles nuevamente, pero nosotros, en este flujo y reflujo, somos tu regalo. Tú bramas sobre nosotros en majestad, tú guardas un silencio profundo con tus estrellas, tú nos llenas sobreabundantemente hasta el borde y nos vacías absolutamente hasta el fondo. Y bramando, callando, llenando, vaciando, tú eres el Señor y nosotros somos tus siervos.

Tomado de: Hans-Urs von Balthasar, El corazón del mundo, Madrid, Ediciones Encuentro, 2009. pp. 7-23.