jueves, diciembre 25, 2014

‘Irrumpir en la obscuridad con Dios’ de Hans-Urs von Balthasar

 Taddeo Gaddi, Anuncio a los pastores, c. 1332-1338.

‘El ángel les dijo: “No temáis, os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.’ (Lc II, 10-12)

A los pastores de la Navidad les dirige la palabra un ángel, que los ilumina con la gloria deslumbrante de Dios, y por eso se llenaron de gran temor. El resplandor sobrehumano atestigua que el ángel es un mensajero del Cielo, y le da una autoridad indiscutible. Con esta autoridad les recomienda que no teman y que experimenten más bien la alegría que él les anuncia. Y mientras se dirige así a estas pobres gentes atemorizadas, se une al ángel una gran cantidad de otros ángeles, que cantan un himno en el que se g en el orifica a Dios en el Cielo y se promete la paz en la tierra a los Hombres que ama el Señor; ‘luego’, se dice, ‘los ángeles los dejaron y subieron al Cielo’. Este canto, probablemente, fue muy hermoso, y a los pastores es gustó oírlo y les dio pena que el concierto se acabara y que los intérpretes desaparecieran detrás de la cortina del cielo. Pero quizás se sintieron también un poco aliviados, internamente, cuando desapareció la luz anormal de la gloria divina, el sonido extraordinario de la música celestial, y se encontraron de nuevo en la obscuridad normal de la tierra. Quizá tuvieron la sensación de ser unos mendigos andrajosos, a los que de repente se les hubiera trasladado al salón de audiencias del rey con espléndidos trajes oficiales, y que se alegran de poder salir corriendo sin que los vean.

Pero, cosa curiosa. El resplandor intimidante del mundo del Cielo, que ha vuelto a desaparecer, dejó en su alma un resplandor de alegría humana, una luz de expectativa jubilosa, que suscitó en ellos la fuerza sobrehumana de la palabra del ángel, y se ponen en camino hacia Belén. Ahora pueden dejar atrás todo la epifanía de la gloria celestial —ésta había sido sólo un punto de partida, una inflamación inicial, un impulso para lo que verdaderamente se les significaba, y de ella sólo queda la pequeña semilla de la palabra que les ha tocado el corazón y que comienza a crecer en ellos, expectativa, curiosidad, esperanza: ‘Vamos derechos a Belén, a ver eso que ha pasado y que nos ha comunicado el Señor’—. Quisieran ver esa palabra que ha pasado. No la palabra del ángel con su resplandor celestial; ésta ahora es ya poco importante. Sino el contenido de la palabra del ángel, es decir, al niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. La palabra que ha pasado, la palabra que ha tenido lugar, la palabra que no es sólo algo dicho, sino algo hecho, algo que se puede no sólo oír, sino también ver.

La Palabra que los pastores quieren ver no es, pues, la palabra del ángel. Ésta fue sólo anuncio, sólo kerygma, como se dice hoy, sólo indicación. Y toda la gloria sobrehumana que debió darle autoridad a este anuncio era también sólo mera indicación. Los ángeles, con su autoridad soberana, desaparecen; pertenecen al mundo celestial; sólo queda la alusión a una palabra que se ha hecho realidad. Por Dios naturalmente. Lo mismo que también es Dios el que se le ha comunicado a ellos a través de los ángeles.     

Y ahora se marchan, dejando atrás el cielo y teniendo delante de sí la señal de la tierra. ¡Pero, Dios mío, qué señal! No tanto el niño, sino un niño. Uno cualquiera. No uno especial. No uno que irradia una luz de gloria, como lo han representado los pintores piadosos. Sino, al contrario, uno que parece lo menos glorioso posible. Envuelto en pañales. De modo que no se puede mover; está allí como aprisionado en unos pañales en los que el cuidado de otros lo ha envuelto. El pesebre, en el que está acostado, tampoco es nada especialmente majestuoso, nada que recuerde ni de lejos la gloria celestial que cantaban los ángeles. Prácticamente, allí no hay nada medianamente digno de verse; la meta de la caminata nocturna desde lo más corriente, o más bien incluso desilusionante por su pobreza. Algo verdaderamente humano, profano, no distinguido por nada —fuera de que precisamente ésta es la señal prometida y de que la señal es cierta—.

Los pastores creen en la palabra. La palabra los envía del cielo a la tierra. Y porque se ponen de camino, de la luz a la oscuridad, de lo extraordinario a lo normal, de la experiencia única de Dios a lo humano, de la riqueza de arriba a la pobreza de abajo, reciben la confirmación: la señal es cierta. Sólo ahora su alegría atemorizada por el resplandor del cielo se vuelve una  alegría completamente liberada, humana, cristiana. Porque lo que les dijo el ángel es cierto. ¿Y por qué es cierto? Porque el Señor, el Dios de lo alto, ha andado el mismo camino que ellos: deja atrás su gloria y camina hacia el mundo oscuro, hacia la poca vistosidad del niño, hacia la falta de libertad de la coacción y de las ataduras humanas, hacia la pobreza del pesebre. Ésta es la Palabra que se ha hecho realidad; y los pastores no saben todavía, no lo sabe todavía nadie, hasta dónde llegará hacia abajo este camino de la Palabra que se ha hecho realidad. En cualquier caso, mucho más hacia lo mundano, poco vistoso, profano, atado, pobre e impotente, de lo que nadie puede bajar, de tal modo que ya no se podrá seguir su último trayecto. Una pesada piedra le cerrará a los demás el camino, cuando Él descienda a la noche oscura, a la extrema soledad y perdición de sus hermanos humanos muertos.

Ésta es, por tanto, la verdad: para encontrar a Dios, el Hombre cristiano es puesto en las calles del mundo, es enviado a los hermanos encadenados, pobres, a todos los que sufren, tienen hambre y sed, están desnudos, enfermos o presos. Ahí está en adelante su sitio; con todos éstos tiene que identificarse. Ésta es la gran alegría que se le anuncia hoy, porque de esta manera nos envió Dios un Salvador. Y si todos nosotros somos los pobres y cautivos que necesita la liberación, somos también al mismo tiempo los que participan en la alegría de la salvación y son enviados a los pobres encadenados. Pero, ¿quién camina por esta calle que lleva de la gloria de Dios a la figura del niño pobre, reclinado en el pesebre? Ninguno que vaya de paseo buscando su propio placer. Éste sigue otros caminos, que van más bien en sentido contrario: de la miseria de la propia existencia a cualquier cielo, buscado, quizá imaginado o quimérico, de un breve placer, de un largo olvido. Del cielo, a través del mundo, al infierno de los perdidos sólo camina el que sabe, en lo más profundo del corazón, que tiene una misión que cumplir, el que obedece una llamada que es más fuerte que su comodidad y su resistencia. Una llamada que tiene poder y autoridad sobre mi existencia, a la que me someto, porque viene de más arriba que toda mi existencia; una apelación a mi corazón, que me reclama totalmente, con un respaldo oculto, soberano, que me somete de buen o de mal grado. Yo quizá no sé quién es el que me toma así a su servicio. Pero sé perfectamente que, si me quedo en mí mismo, me buscó a mí mismo, no encuentro la paz que está prometida los Hombres que ama el Señor. Tengo que ponerme en marcha. Pero incorporarme al servicio de los pobres y encadenados. Perder mi vida, para recuperarla, porque si la conservo, la pierdo. Estas palabras inexorables, silenciosas y, sin embargo, tan inequívocas arden en mi corazón, no me dejan ningún descanso.

Allí, al otro lado, están los millones de Hombres que tienen hambre, se matan trabajando por un salario ridículo, explotados sin compasión como animales. Ahí están los pueblos masacrados, cuyas guerras no se pueden terminar, porque intereses de todo tipo, que no son los suyos, se mezclan con sus legítimas inquietudes. Y yo sé lo siguiente: mi discurso sobre el progreso y sobre la liberación de la Humanidad es contestado con una risa burlona por todas las respectivas realistas para las próximas décadas de la Humanidad. Es más, no tengo sino que abrir los ojos y los oídos, para oír que cada día se hace más intenso el grito de los injustamente subyugados, pero también de los que se han decidido por el poder a cualquier precio, por el odio, por la aniquilación. Poderes de las tinieblas que quieren aniquilar todo valor: toda fe en la emisión propia del corazón, que fue, sin embargo, luz y alegría y que quiere traer la paz; toda fe por llegar realmente junto al niño pobre y envuelto en pañales. ¿Qué puede conseguir mi mezquina misión, esa gota de agua en el bramido del fuego? ¿Para qué sirve mi esfuerzo, mi entrega, mi sacrificio, mi implorar la misericordia de Dios por un mundo que está decidido a perderse?

‘No temáis, os traigo una buena noticia, una gran alegría… Hoy os ha nacido el Salvador’. Es decir, el que ha dado el camino como Hijo de Dios e Hijo del Padre, obedeciendo al Padre, que bajaba del Padre las tinieblas del mundo. Detrás de sí, la omnipotencia y la libertad; delante de sí, la impotencia, la atadura, la obediencia. Detrás de sí, el panorama divino y, delante de sí, la perspectiva de lo absurdo de la muerte en cruz entre dos criminales. Detrás de sí, la bienaventuranza de la vida con el Padre; delante de sí, la difícil solidaridad con todos los que no conocen al Padre, no quieren conocerlo, niegan su existencia. Alegraos, porque hacia esto ha caminado Dios mismo. El Hijo ha traído consigo la conciencia de hacer la voluntad del Padre. Ha traído consigo la plegaria permanente de que por Él se haga la voluntad del Padre, en el cielo luminoso como en la tierra oscura. Ha traído consigo el júbilo de que el Padre haya ocultado esto a los sabios, pero lo haya revelado los pequeños, sencillos y pobres. Yo soy el camino, y en este camino es la verdad para vosotros, y en este camino encontraréis la vida. En el camino que soy yo aprendéis a perder vuestra vida, para encontrarla, a ir más allá de vosotros y de vuestra mentira hacia una verdad que es más grande que vosotros mismos. Visto con los ojos del mundo, todo puede parecer oscuro y vuestra entrega estéril e infructuosa. Pero no temáis, estáis en el camino de Dios. ‘Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí’. Yo os precedo y os abro el camino del amor cristiano. Éste llega hasta el hermano más lejano, más abandonado de Dios. Pero ése es el camino del amor divino. Vosotros estáis en el camino recto. Todos los que se niegan a sí mismos, para realizar la misión del amor, están en el camino recto.

En el camino ocurren milagros. Poco vistosos, que casi nadie advierte. ¿Qué milagro es ya, si uno encuentra un niño, envuelto en pañales y acostado en un pesebre? Ocurre el milagro de que una misión, oculta en un corazón, llega realmente a la meta, y, dondequiera que domine una fuerte desesperación y resignación, trae la paz y la alegría de Dios. Logra encender una pequeña luz en medio del dominio en las tinieblas. Resplandece la alegría en un corazón que ya no se atrevía a creer. A nosotros mismos nos da a veces una confirmación de que las palabras del ángel, a las que intentamos obedecer, nos llevan a dónde está la Palabra y el Hijo de Dios ya Hombre. Una confirmación de que, a pesar de todo el jaleo, hoy, 25 de diciembre, es Navidad, tan verdad sin duda como hace 1969 años. Porque Dios emprendió el camino hacia nosotros una vez para siempre, y nada, hasta el fin del mundo, le impedirá venir y permanecer junto a nosotros.

Tomado de: Hans-Urs von Balthasar, ‘Tú coronas el año con tu Gracia’, Madrid, Encuentro, 1997. pp. 244-248.

miércoles, octubre 29, 2014

Trilogía sobre tres pioneros de la Iglesia española


En el espacio de apenas cuatro años, TVE ha dedicado tres largometrajes a sendas figuras de la Iglesia católica española. Con dignísima producción, escenarios en locaciones originales y excepcionales actores, ha retratado las vidas de Vicente cardenal Enrique y Tarancón (1907-1994), Vicenç Ferrer i Moncho (1920-2009) y Pere Casaldàliga i Pla, CMF (1928-).

Aunque se trata, en los tres casos, de retratos más bien laicos, que privilegian el aspecto humano y el impacto secular de la vida de estos tres esclesiásticos —a veces, incluso, omitiendo imperdonablemente aspectos cruciales de su piedad y motivación religiosas o pecando de ignorancia litúrgica o teológica, cosa impensable en alguna hagiografía de la RAI, por ejemplo— y que tienen un claro sesgo de izquierda, la calidad de las actuaciones, la coherencia narrativa y el innegable poder de los hechos que retratan los convierten en filmes de valía. Tanto más si, desde una perspectiva religiosa, se leen los hechos de sus vidas y se deducen sus respectivos y profundos procesos de conversión; así, no considero que sean menos poderosas que las hagiografías de la RAI ni menos atractivas que cualquier película inspiradora hollywoodense.

En Tarancón: el quinto mandamiento (2010) de Antonio Hernández, el difunto José Sancho —famoso por su papel del franquista Don Pablo en Cuéntame cómo pasó — encarna a la punta de lanza de la renovación que atravesó la Iglesia española tras el Concilio Vaticano II (1963-1965) y la transción del franquismo a la monarquía constitucional (c. 1975). La primera parte de la película muestra el trauma que dejó en él la violencia de la Guerra Civil, mientras que la segunda narra su labor como Arzobispo de Madrid entre 1971 y 1983 y presidente de la Conferencia Episcopal Española durante el decenio de 1971 a 1981. A lo largo de este periodo, Tarancón impulsó audazmente la renovación conciliar ad intra de la Iglesia y, ad extra, su deslinde de la agonizante tiranía de Franco. Ambas cosas le valieron, por supuesto, aceradas críticas del ala conservadora del episcopado y la feligresía, poco entusiastas por las comunidades de base, el diálogo abierto con la cultura, el compromiso sociopolítico, la inserción del clero en las barriadas populares y la liberalización de la disciplina religiosa. Por no hablar del epíteto de “traidor” por la derecha franquista, una vez que trazó una clara demarcación entre la Iglesia y el régimen franquista y la acercó a posiciones plenamente democráticas —con gran apoyo de Pablo VI—. Famosa es la consigna que gritaban y pintarrajeaban los ultras del franquismo: “Tarancón al paredón”.

A su vez, el protagonista de la multiafamada Cuéntame, Imanol Arias, da vida a un jesuita misionero en India y pionero de la acción social en Vicente Ferrer (2013) de Agustín Crespi. La película comienza luego de un primer intento de expulsión de Ferrer por las autoridades indias, debido a su labor con los más empobrecidos en Mumbai. Entonces, él, junto a un sacerdote correligionario suyo y una voluntaria laica británica, Anne Perry, se establece en la desértica y mísera región de Anantapur (hoy, Andhra Pradesh), donde impulsarán una revolución agraria y de integración comunitaria que le granjearán numerosos problemas con las autoridades religiosas —que sospechan de su activismo social a costa de la evangelización religiosa— y civiles —que lo ven como un agente extranjero medrando en política— y lo llevarán a tomar una decisión radical: elegir entre su vocación religiosa y el proyecto emprendido. Escogerá la segunda y, con ayuda de Anne Perry, convertida en su esposa, transformará la región entera, mediante la creación de una fundación que impulsa centenas de cooperativas, escuelas y hospitales y que es responsable, hoy día, de atender a más de 3.5 millones de personas.

Por último, Descalzo sobre la tierra roja (2013) de Oriol Ferrer es una coproducción catalano-brasileña sobre la vida del claretiano Pedro Casaldáliga, obispo poeta del Mato Grosso, en la selva del occidente de Brasil. Basada en el libro homónimo de Francesc Escribano —que es una especie de entrevista-biografía—, relata la creación desde cero de la misión —luego prelatura— de São Félix do Araguia y su transformación en uno de los principales exponentes de la teología y la pastoral de la liberación latinoamericanas, a través del recuento personal, en labios del propio Casaldáliga, ante un par de inquisitoriales cardenales de la Curia: el beninés Gantin y el alemán Ratzinger.

Quizás con aspavientos un tanto exagerados —dogmáticos, a ratos, y desprovistos de la dulzura mística y la musicalidad catalano-brasileña del obispo real—, vemos al actor Eduard Fernández en la piel de Pedro Casaldáliga, atravesando conflictos a sangre y fuego con el latifundio, la dictadura militar, el etnocidio y la injusticia que clama al cielo —todos los pecados estructurales denunciados por los profetas latinoamericanos— en aquel salvaje oeste selvático a orillas del inmenso río Araguia. Imperdible resulta la cara de Ratzinger al enfrentar a un pastor para el que la neutralidad no es una opción, una vez que sus ovejas son trasquiladas y matadas impune y cotidianamente. Imprescindible cinta, también, para comprender el proceso que vio nacer y propagarse a las teologías de la liberación latinoamericanas, así como su comprobación más tangible: el martirio que va de la mano con la opción por los pobres.


G. G. Jolly



sábado, septiembre 20, 2014

ʻLa música en nuestra vidaʼ de Nikolaus Harnoncourt


Anne Vallayer-Coster, Attributes of Music, 1770.


Desde la Edad Media hasta la Revolución Francesa la música fue uno de los pilares fundamentales de nuestra cultura, de nuestra vida. Comprender la música formaba parte de la educación general. Hoy, sin embargo, la música se ha convertido en un mero ornamento para guarenecer noches vacías con visitas a óperas y conciertos, para realizar actos festivos o públicos o también, a través de la radio, para disipar o avivar el silencio de la soledad del hogar. Así, se da el caso paradójico de que, aunque en la actualidad tenemos cuantitativamente mucha más música que en cualquier época anterior incluso casi permanentemente—, ésta no significa nada en nuestra vida: ¡un pequeño y agradable adorno!

Y es que a nosotros nos parecen importantes cosas completamente diferentes que a los Hombres de tiempos anteriores. Cuánta energía, sufrimiento y amor tuvieron que derrochar para construir templos y catedrales, y qué poco para las máquinas de la comodidad. Para los Hombres de nuestro tiempo aun automóvil o un avión son más importantes y valiosos que un violín, y el esquema de un cerebro electrónico más importante que una sinfonía. Pagamos demasiado caro aquello que consideramos cómodo y necesario para vivir; sin reflexionar, despreciamos la intensidad de la vida a cambio de destellos de la comodidad: lo que perdimos una vez no volveremos a recuperarlo nunca.

Esa transformación total del significado de la música se ha efectuado en los dos últimos siglos a una velocidad creciente. Junto a ella tiene lugar una transformación de la actitud hacia la música contemporánea, por no decir del arte en general: mientras la música era un componente esencial de la vida, sólo podía proceder del presente. Era la lengua viva de lo inefable, sólo podía ser entendida por los contemporáneos. La música cambiaba al Hombre —al oyente, pero también al músico—. Tenía que ser creada de nuevo una y otra vez, de igual manera que las personas tenían que construir una y otra vez sus casas, adaptándose cada vez al nuevo estilo de vida, a la nueva espiritualidad. Así, pues, la música antigua, la música de generaciones anteriores, dejaba de entenderse y de utilizarse; sólo en ocasiones se admiraba su elevada habilidad artística.

Desde que la música ha dejado de estar en el centro de nuestras vidas, todo esto ha cambiado: como ornamento, la música ha de ser ante todo “bella”. En ningún caso ha de molestar, no debe asustarnos. La música actual no puede cumplir con esa exigencia, ya que por lo menos refleja —como cualquier arte— la situación espiritual de su tiempo, o sea, del presente. Sin embargo, una reflexión honesta, sin consideraciones, sobre nuestra situación espiritual no puede ser sólo bella; se entromete en nuestra vida, es decir, molesta. Así, se ha dado el caso paradójico de que la gente se ha apartado del arte del presente porque molestaba, porque quizá tenía que molestar. No se quería una reflexión, sólo belleza y dispersión de la cotidianidad gris. De esa manera el arte, en particular la música, se ha convertido en mero ornamento y la gente se ha entregado al arte histórico, a la música antigua: ahí se encuentra la belleza y la armonía que uno busca.

En mi opinión, esta entrega a la música antigua —con lo cual quiero decir cualquier música que no ha sido creada por nuestras generaciones vivas— sólo ha podido ocurrir por una serie de malentendidos sorprendentes. Es decir, sólo nos sirve una música “bella” que nuestra época evidentemente no nos puede dar. Una música así, “bella” sin más, no ha existido nunca. La “belleza” es un componente de toda música; sólo podemos convertirla en criterio determinante si dejamos de lado los demás componentes, si los ignoramos. No fue hasta que dejamos de concebir la música como un todo, y quizá dejamos de querer entenderla, que nos fue posible reducirla a su belleza, aplanarla, podríamos decir. Desde que la música no es más que un simple adorno de nuestra vida cotidiana, no podemos comprender la música antigua en su totalidad —es decir, lo que propiamente llamamos música—, porque de otro modo no podríamos reducirla a lo estético, aplanarla.

Así, pues, nos encontramos hoy en una situación casi sin salida cuando, creyendo todavía en la fuerza transformadora de la música, tenemos que ver cómo el espíritu general de nuestro tiempo la ha desplazado de su posición central: de lo conmovedor a lo bonito. Pero no podemos conformarnos con esto, es más, si tuviese que admitir que ésta es la situación irrevocable de nuestro arte dejaría inmediatamente de hacer música.

Creo, pues, cada vez con más esperanza, que pronto acabaremos por reconocer que no podemos renunciar a la música —y la incomprensible reducción de la que he hablado es renuncia—, que nos podremos abandonar consolados a la fuerza y mensaje de un Monteverdi, un Bach o un Mozart. Cuanto más ahondemos y más intensamente nos esforcemos en comprender esa música, muy por encima de la belleza, cómo nos cautiva e inquieta con la variedad de su lenguaje. Al final, a través de la música así entendida de Monteverdi, Bach o Mozart, tendremos que reencontrar la música de nuestro tiempo, pues habla nuestra lengua, es nuestra cultura y la continúa. ¿No tendrá mucho que ver con lo que hace nuestro tiempo tan inarmónico y terrible el hecho de que el arte ya no esté involucrado en nuestras vidas? ¿No nos reducimos, vergonzosamente sin imaginación, al lenguaje de lo “decible”?

¿Qué habría pensado Einstein, qué habría descubierto, si no hubiese tocado el violín? ¿No son las hipótesis atrevidas, las más fantasiosas, las que sólo alcanza el espíritu imaginativo —para que luego puedan ser demostradas por el pensador lógico—?

No es casual que la reducción de la música a lo bello, y con ello a lo que todo el mundo puede comprender, sucediera en la época de la Revolución Francesa. En la Historia siempre hubo periodos en los que se ha intentado simplificar la música, reduciéndola a lo emocional, para que cualquiera pueda entenderla. Todos esos intentos fracasaron y condujeron a una nueva variedad y complejidad. La música sólo puede resultar comprensible para todos si se reduce a lo primitivo o si todos aprenden su lenguaje.

El intento de simplificar la música y convertirla en algo generalmente comprensible que tuvo mayores consecuencias se produjo, pues, como secuela de la Revolución Francesa. Entonces se procuró, por primera vez en el marco de un gran Estado, hacer de la música algo útil a las nuevas ideas políticas: el artificioso programa pedagógico del Conservatoire fue el primer programa coordinado de nuestra historia. A partir de aquellos métodos se forma todavía hoy a los músicos de todo el mundo en la música europea y, siguiendo los mismos principios, se explica a los oyentes que no es necesario aprender música para comprenderla, que disfrutar simplemente de su belleza ya basta. Así, cualquiera se siente en su derecho y capacitado para juzgar sobre el valor y sobre la interpretación de la música —una actitud que quizá podría valer para la música posrevolucionaria, pero de ninguna manera para la música de épocas anteriores—.

Estoy profundamente convencido de que para la permanencia de la espiritualidad europea es de una importancia descisiva vivir con nuestra cultura. Esto presupone, por lo que respecta a la música, dos actividades.

Primera: los músicos tienen que ser formados con métodos nuevos; o con métodos que conecten con los métodos propios de hace más de doscientos años. En nuestras escuelas de música no se aprende la música como lenguaje, sino sólo la técnica para hacer música; el esqueleto de la tecnocracia, que no tiene vida.

Segunda: la educación general de la música debería ser considerada de nuevo y se le debería conceder el lugar que le corresponde. Así, las grandes obras del pasado volverán a verse en toda su diversidad apasionante, transformadora. Y también volveremos a estar preparados para lo nuevo.
Todos necesitamos la música, sin ella no podemos vivir.

NikolausHarnoncourt, La música como discurso sonoro. Hacia una nueva comprensión de la música, trad. Juan Luis Milán, Barcelona, Acantilado, 2006, pp. 7-12.

jueves, enero 30, 2014

La vocación cristiana como martirio, según Hans Urs von Balthasar



Puesto que Jesús, Hijo de Dios, manifestó su caridad ofreciendo su vida por nosotros, nadie tiene mayor amor que el que ofrece la vida por él y por sus hermanos (cf. I Jn 3, 16; Jn XV, 13). Pues bien: ya desde los primeros tiempos, algunos cristianos se vieron llamados, y otros se verán llamados siempre, a dar este máximo testimonio de amor delante de todos, principalmente delante de los perseguidores. El martirio, por consiguiente, con el que el discípulo llega a hacerse semejante al maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, asemejándose a él en el derramamiento de su sangre, es considerado por la Iglesia como un supremo don y la prueba mayor de la caridad. Y si ese don se da a pocos, conviene que todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia.

Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 5, 42.
¿Por qué no predijo Jesucristo a sus seguidores otro destino que el suyo: persecución, fracaso y pasión? Cierto que, brillantemente estilizado por el Espíritu Santo, el gran discurso de misión al final de Mateo, da un mandato universal que abarca todos los tiempos y espacios, todas las civilizaciones de la actualidad y del futuro. Pero un mandato no es de por sí lo mismo que una garantía de que se llevará a cabo hasta el fin. Las más grandes obras humanas son a menudo las que hacen barruntar algo enorme, y luego, prematuramente, se interrumpen. Además hay en este mandato una exigencia tal sobre las fuerzas humanas, que se acerca ya mucho a la idea de la pasión. Sobre todo si se considera que los cristianos son enviados como corderos entre lobos, imagen espantosa si se toma uno el trabajo de reflexionar un momento sobre lo que enuncia: no sólo la ausencia de toda ayuda y de toda arma del cordero enviado, sino la voracidad natural y, por ende, infalible e inextirpable del lobo. El discurso de misión de Mateo X, que contiene las instrucciones de ejecución, realistas y detalladas, para el idealismo de Mateo XXVIII, 19-20, toma ocasión de la sentencia sobre lobos y corderos para una doble serie de dichos que se entrelazan entre sí como un mechón de cabellos. La una está bajo la advertencia: «¡Cuidado!», y contiene las más sombrías predicciones: X, 17.18.21.22.34.35.36; la otra bajo el mandato: «¡No temáis!», y contiene las más bellas promesas: X, 19-20.26.28.31.40-42.

Annibale Carracci, La lapidación de San Esteban, 1604.

Ambas series parecen contradecirse claramente, pues en las advertencias se incluye siempre, abierta o implícitamente, la situación de la muerte. Ya en la sentencia sobre corderos y lobos está claramente insinuada. El que no la encuentre con bastante univocidad en la entrega (parádosis) a los tribunales, en las flagelaciones y comparecencias ante gobernadores y reyes, ahí tiene a Juan que se lo aclara: «Todo el que os mate creerá que presta un servicio a Dios» (16, 2). Sin embargo, en el v. 21 la parádosis como tal se designa como entrega a la muerte: el hermano entrega a la muerte a su hermano, el padre al hijo, los hijos a los padres. En el v. 8 se habla de «matar el cuerpo» en contraste con «matar el alma», cosa que sólo compete a Dios (por la condenación). La espada (v. 34 s) que separa a los hombres no quita importancia a la situación de muerte, sino que muestra sus supuestos y proporciones internas: el odio (v. 22; Jn XV, 18), lo insoportable de la confesión de la fe (martyrion, Mt X, 18; cf. 32-33).

Mientras la serie de advertencias habla indubitablemente de la situación de muerte, la serie de promesas parece excluirla de nuevo: «Mas el que perseverare hasta el fin, se salvará» (v. 22); los pájaros están en manos del Padre, cuánto más el confesor del Hijo (v. 29-31). Es como si al Señor, al hablar así, no le importara ver aquí la contradicción, y mucho menos resolverla. Y así el lugar desde el que habla y emite uniformemente las sentencias entretejidas, el lugar que hace así inteligible el conjunto, es el lugar en que está él mismo. «Si el mundo os aborrece, sabed que antes me ha aborrecido a mí», se aclara en Juan y se remite expresamente al discurso de misión en Mateo: «Recordad la palabra que os dije: no es el criado más que su amo. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn XV, 18.20).

Esta palabra, aquí recordada, tiene en Mateo una latitud casi magnificente: 
No es. el discípulo más que su maestro, ni el criado más que su amo. Bástale al discípulo llegar a ser como su maestro, y al criado como su amo. Sí al amo de casa lo motejaron de Beelzebul, ¡cuánto más a su familia! (v. 24-25).
Esta gradación («¡cuánto más!») pudiera sorprender, pues a juzgar por lo que se dice de maestro y discípulo, pudiera pensarse que Jesús no sería alcanzado nunca o difícilmente por sus seguidores. Pero esta vez, por desgracia, es más que alcanzado: «Si a mí me aborrecen sin razón» (Jn XV, 25), también para vosotros será gracia y honor supremo «ser aborrecidos por todos por mi nombre» (Mt X, 22), por mucha razón que haya para aborreceros por otras razones y llamaros príncipes de los demonios.

Sin embargo, no es esto lo que ahora aparece en primer término, sino el dicho final, que da la clave para el conjunto:

El que ama a su padre y a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo y a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que gane su vida, la perderá; y el que pierda su vida por causa mía, la ganará (Mt X, 37-39).
Aquí se ve claro que la advertencia contra los hombres («¡guardaos de los hombres!», Mt X, 17) no significa una eventualidad, sino lo inevitable, pues a par de la decisión absoluta por Cristo, se toma la otra de «odio del mundo». ¿Por qué? Pudiera desde luego pensarse que el asunto entre «hijo y padre, hija y madre, nuera y suegra» (v. 35) no tendría por qué arreglarse de esta manera hostil; pudiera, en efecto, componerse todo por las buenas en un mundo tolerante y pluralista con espíritu recíproco de «vivir y dejar vivir», y quién sabe si no será este uno de tantos puntos en que la cristiandad evolucionada de hoy ha ido más allá que su propio fundador. Pero desafortunadamente, el fundador de la cristiandad deshace el sueño de «ir más allá» (v. 25), lo mismo que el de la «coexistencia pacífica» por el hecho de que declara intemporal, por encima del tiempo, su «cruz» histórica (v. 38) y hace de ella forma permanente de vida para quienes quieran seguirle. El que quiere seguirle, prefiere a Jesús, que vale más que padre y madre, hijo e hija, v. 37; y el que prefiere a Jesús, escoge la cruz como el lugar en que el morir no es eventualidad, sino tan seguro como la muerte.

Y, a esta luz, la frase final ilumina la paradoja de todo el discurso: «El que quiera ganar su vida, la perderá». El que quiere meter junto a Cristo, como conditio sine qua non, a sí mismo y su familia, sus amigos, su profesión, sus preocupaciones por el pueblo, el estado, la cultura, el mundo, lo presente y lo por venir (mellonta, Rm VIII, 38), so pretexto de que, a la postre, todo eso son cosas buenas creadas por Dios y que el orden de la redención no puede estar en pugna con el de la creación, como que Dios mismo aspira a una síntesis de ambos, el Hombre tiene derecho a hacer lo mismo; es más, el orden de la redención nos instruye sobre preocuparnos de todo eso, señaladamente de nuestro prójimo; ese tal, decimos (o dice el Señor), perderá su vida, entiéndase lo que se quiera por esa vida: la existencia en medio de todos esos bienes terrenos, dignos de estimación (con exclusión de Jesús) o, lo que realmente viene a parar a lo mismo, la vida entre esos bienes dentro de una síntesis dispuesta por uno mismo y sentada como conditio sine qua non (con inclusión de Jesús). En el primer caso, perderá uno su vida terrena, a más tardar, en la hora de la muerte; y en el segundo, la perderá aún más a fondo y dolorosamente, pues aquella síntesis de propio cuño está muerta en sentido malo y estéril y, partiendo de ella, no puede vivirse ni auténtica vida de mundo ni auténtica vida cristiana. «Mas el que pierda su vida por causa mía, la ganará» (Mt XVI, 25; Mc VIII, 34-35; Lv 17, 33). «Por causa mía» es lo tajante (la «espada», Mt X, 34) que engendra por sí la inesperada unificación y síntesis: el que apuesta a lo uno, lo gana todo; de forma, eso sí, que tenga que contar con la pérdida de todo lo que no sea lo uno. 

El punto desde el que aquí se habla y al que expresamente se nos invita, es la cruz. Aquí resulta indiferente que se hable de la pérdida de todo lo terreno, incluso de la vida, o de la inesperada conservación, salvación final y seguridad en manos del Padre; ambas cosas han venido a ser hasta tal punto una y misma cosa, que ya no tiene importancia la manera como se exprese. Es el punto en Jesucristo y, por él, en nosotros, en que de la muerte sale la vida; en que de la entrega del espíritu al Padre, sale el Espíritu Santo:

Mas cuando os entregaren, no os preocupéis de cómo o qué hablaréis, pues en aquel momento se os dará lo que hayáis de hablar. Porque no sois vosotros los que hablaréis, sino que el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros (Mt 10, 19-20).[1]

Tomado de: Hans Urs von Balthasar, Seriedad con las cosas, Salamanca, Sígueme, 1968. pp. 13-18.





[1] Josef Schmid resume el contenido del discurso con bella sencillez: «La idea capital es que el sufrir de múltiples formas, el desprendimiento de los seres más queridos, la persecución y, finalmente, el martirio entran en el destino de los discípulos. Que ello sea así, tiene su razón en la persona de Jesús que fuerza a los hombres a decidirse por él o contra él. El es, por su persona y su palabra, la revelación de Dios que nadie puede ignorar. Por eso, a los que le confiesan, los persigue necesariamente el odio de todos los otros. Serán aborrecidos de todos por razón de su nombre (v. 22). Ello quiere decir que los mártires no los hace una mala inteligencia de los hombres, sino una necesidad divina. El martirio, en que culmina, de un lado, el odio del «mundo» contra los discípulos y, de otro, la cualidad de ser discípulos, tiene su razón de ser en el escándalo que son para el mundo la persona de Jesús y el evangelio. Ahora bien, como nadie puede hacerse discípulo de Jesús, sin ser llamado por éste, de ahí que no hagan mártires las convicciones humanas ni siquiera el fervor humano por la fe; no, es Jesús mismo el que llama al martirio y hace así de éste una gracia especial. Y por esta razón, las palabras que el mártir pronuncia delante de los órganos del poder público, no son palabras humanas, mera confesión de una convicción humana, sino palabras que dice el Espíritu Santo por boca de los confesores de Jesús» (v. 20). Cfr. J. Schmid, El evangelio según san Mateo. Herder, Barcelona, 1967.