sábado, septiembre 20, 2014

ʻLa música en nuestra vidaʼ de Nikolaus Harnoncourt


Anne Vallayer-Coster, Attributes of Music, 1770.


Desde la Edad Media hasta la Revolución Francesa la música fue uno de los pilares fundamentales de nuestra cultura, de nuestra vida. Comprender la música formaba parte de la educación general. Hoy, sin embargo, la música se ha convertido en un mero ornamento para guarenecer noches vacías con visitas a óperas y conciertos, para realizar actos festivos o públicos o también, a través de la radio, para disipar o avivar el silencio de la soledad del hogar. Así, se da el caso paradójico de que, aunque en la actualidad tenemos cuantitativamente mucha más música que en cualquier época anterior incluso casi permanentemente—, ésta no significa nada en nuestra vida: ¡un pequeño y agradable adorno!

Y es que a nosotros nos parecen importantes cosas completamente diferentes que a los Hombres de tiempos anteriores. Cuánta energía, sufrimiento y amor tuvieron que derrochar para construir templos y catedrales, y qué poco para las máquinas de la comodidad. Para los Hombres de nuestro tiempo aun automóvil o un avión son más importantes y valiosos que un violín, y el esquema de un cerebro electrónico más importante que una sinfonía. Pagamos demasiado caro aquello que consideramos cómodo y necesario para vivir; sin reflexionar, despreciamos la intensidad de la vida a cambio de destellos de la comodidad: lo que perdimos una vez no volveremos a recuperarlo nunca.

Esa transformación total del significado de la música se ha efectuado en los dos últimos siglos a una velocidad creciente. Junto a ella tiene lugar una transformación de la actitud hacia la música contemporánea, por no decir del arte en general: mientras la música era un componente esencial de la vida, sólo podía proceder del presente. Era la lengua viva de lo inefable, sólo podía ser entendida por los contemporáneos. La música cambiaba al Hombre —al oyente, pero también al músico—. Tenía que ser creada de nuevo una y otra vez, de igual manera que las personas tenían que construir una y otra vez sus casas, adaptándose cada vez al nuevo estilo de vida, a la nueva espiritualidad. Así, pues, la música antigua, la música de generaciones anteriores, dejaba de entenderse y de utilizarse; sólo en ocasiones se admiraba su elevada habilidad artística.

Desde que la música ha dejado de estar en el centro de nuestras vidas, todo esto ha cambiado: como ornamento, la música ha de ser ante todo “bella”. En ningún caso ha de molestar, no debe asustarnos. La música actual no puede cumplir con esa exigencia, ya que por lo menos refleja —como cualquier arte— la situación espiritual de su tiempo, o sea, del presente. Sin embargo, una reflexión honesta, sin consideraciones, sobre nuestra situación espiritual no puede ser sólo bella; se entromete en nuestra vida, es decir, molesta. Así, se ha dado el caso paradójico de que la gente se ha apartado del arte del presente porque molestaba, porque quizá tenía que molestar. No se quería una reflexión, sólo belleza y dispersión de la cotidianidad gris. De esa manera el arte, en particular la música, se ha convertido en mero ornamento y la gente se ha entregado al arte histórico, a la música antigua: ahí se encuentra la belleza y la armonía que uno busca.

En mi opinión, esta entrega a la música antigua —con lo cual quiero decir cualquier música que no ha sido creada por nuestras generaciones vivas— sólo ha podido ocurrir por una serie de malentendidos sorprendentes. Es decir, sólo nos sirve una música “bella” que nuestra época evidentemente no nos puede dar. Una música así, “bella” sin más, no ha existido nunca. La “belleza” es un componente de toda música; sólo podemos convertirla en criterio determinante si dejamos de lado los demás componentes, si los ignoramos. No fue hasta que dejamos de concebir la música como un todo, y quizá dejamos de querer entenderla, que nos fue posible reducirla a su belleza, aplanarla, podríamos decir. Desde que la música no es más que un simple adorno de nuestra vida cotidiana, no podemos comprender la música antigua en su totalidad —es decir, lo que propiamente llamamos música—, porque de otro modo no podríamos reducirla a lo estético, aplanarla.

Así, pues, nos encontramos hoy en una situación casi sin salida cuando, creyendo todavía en la fuerza transformadora de la música, tenemos que ver cómo el espíritu general de nuestro tiempo la ha desplazado de su posición central: de lo conmovedor a lo bonito. Pero no podemos conformarnos con esto, es más, si tuviese que admitir que ésta es la situación irrevocable de nuestro arte dejaría inmediatamente de hacer música.

Creo, pues, cada vez con más esperanza, que pronto acabaremos por reconocer que no podemos renunciar a la música —y la incomprensible reducción de la que he hablado es renuncia—, que nos podremos abandonar consolados a la fuerza y mensaje de un Monteverdi, un Bach o un Mozart. Cuanto más ahondemos y más intensamente nos esforcemos en comprender esa música, muy por encima de la belleza, cómo nos cautiva e inquieta con la variedad de su lenguaje. Al final, a través de la música así entendida de Monteverdi, Bach o Mozart, tendremos que reencontrar la música de nuestro tiempo, pues habla nuestra lengua, es nuestra cultura y la continúa. ¿No tendrá mucho que ver con lo que hace nuestro tiempo tan inarmónico y terrible el hecho de que el arte ya no esté involucrado en nuestras vidas? ¿No nos reducimos, vergonzosamente sin imaginación, al lenguaje de lo “decible”?

¿Qué habría pensado Einstein, qué habría descubierto, si no hubiese tocado el violín? ¿No son las hipótesis atrevidas, las más fantasiosas, las que sólo alcanza el espíritu imaginativo —para que luego puedan ser demostradas por el pensador lógico—?

No es casual que la reducción de la música a lo bello, y con ello a lo que todo el mundo puede comprender, sucediera en la época de la Revolución Francesa. En la Historia siempre hubo periodos en los que se ha intentado simplificar la música, reduciéndola a lo emocional, para que cualquiera pueda entenderla. Todos esos intentos fracasaron y condujeron a una nueva variedad y complejidad. La música sólo puede resultar comprensible para todos si se reduce a lo primitivo o si todos aprenden su lenguaje.

El intento de simplificar la música y convertirla en algo generalmente comprensible que tuvo mayores consecuencias se produjo, pues, como secuela de la Revolución Francesa. Entonces se procuró, por primera vez en el marco de un gran Estado, hacer de la música algo útil a las nuevas ideas políticas: el artificioso programa pedagógico del Conservatoire fue el primer programa coordinado de nuestra historia. A partir de aquellos métodos se forma todavía hoy a los músicos de todo el mundo en la música europea y, siguiendo los mismos principios, se explica a los oyentes que no es necesario aprender música para comprenderla, que disfrutar simplemente de su belleza ya basta. Así, cualquiera se siente en su derecho y capacitado para juzgar sobre el valor y sobre la interpretación de la música —una actitud que quizá podría valer para la música posrevolucionaria, pero de ninguna manera para la música de épocas anteriores—.

Estoy profundamente convencido de que para la permanencia de la espiritualidad europea es de una importancia descisiva vivir con nuestra cultura. Esto presupone, por lo que respecta a la música, dos actividades.

Primera: los músicos tienen que ser formados con métodos nuevos; o con métodos que conecten con los métodos propios de hace más de doscientos años. En nuestras escuelas de música no se aprende la música como lenguaje, sino sólo la técnica para hacer música; el esqueleto de la tecnocracia, que no tiene vida.

Segunda: la educación general de la música debería ser considerada de nuevo y se le debería conceder el lugar que le corresponde. Así, las grandes obras del pasado volverán a verse en toda su diversidad apasionante, transformadora. Y también volveremos a estar preparados para lo nuevo.
Todos necesitamos la música, sin ella no podemos vivir.

NikolausHarnoncourt, La música como discurso sonoro. Hacia una nueva comprensión de la música, trad. Juan Luis Milán, Barcelona, Acantilado, 2006, pp. 7-12.