ʻLa música en nuestra vidaʼ de Nikolaus Harnoncourt
Anne Vallayer-Coster, Attributes of Music, 1770.
Desde la Edad Media
hasta la Revolución Francesa la música fue uno de los pilares
fundamentales de nuestra cultura, de nuestra vida. Comprender la
música formaba parte de la educación general. Hoy, sin embargo, la
música se ha convertido en un mero ornamento para guarenecer noches
vacías con visitas a óperas y conciertos, para realizar actos
festivos o públicos o también, a través de la radio, para disipar
o avivar el silencio de la soledad del hogar. Así, se da el caso
paradójico de que, aunque en la actualidad tenemos cuantitativamente
mucha más música que en cualquier época anterior —incluso
casi permanentemente—, ésta no significa
nada en nuestra vida: ¡un pequeño y agradable adorno!
Y es que a nosotros nos
parecen importantes cosas completamente diferentes que a los Hombres
de tiempos anteriores. Cuánta energía, sufrimiento y amor tuvieron
que derrochar para construir templos y catedrales, y qué poco para
las máquinas de la comodidad. Para los Hombres de nuestro tiempo aun
automóvil o un avión son más importantes y valiosos que un violín,
y el esquema de un cerebro electrónico más importante que una
sinfonía. Pagamos demasiado caro aquello que consideramos cómodo y
necesario para vivir; sin reflexionar, despreciamos la intensidad de
la vida a cambio de destellos de la comodidad: lo que perdimos una
vez no volveremos a recuperarlo nunca.
Esa transformación total
del significado de la música se ha efectuado en los dos últimos
siglos a una velocidad creciente. Junto a ella tiene lugar una
transformación de la actitud hacia la música contemporánea, por no
decir del arte en general: mientras la música era un componente
esencial de la vida, sólo podía proceder del presente. Era la
lengua viva de lo inefable, sólo podía ser entendida por los
contemporáneos. La música cambiaba al Hombre —al oyente, pero
también al músico—. Tenía que ser creada de nuevo una y otra
vez, de igual manera que las personas tenían que construir una y
otra vez sus casas, adaptándose cada vez al nuevo estilo de vida, a
la nueva espiritualidad. Así, pues, la música antigua, la música
de generaciones anteriores, dejaba de entenderse y de utilizarse;
sólo en ocasiones se admiraba su elevada habilidad artística.
Desde que la música ha
dejado de estar en el centro de nuestras vidas, todo esto ha
cambiado: como ornamento, la música ha de ser ante todo “bella”.
En ningún caso ha de molestar, no debe asustarnos. La música actual
no puede cumplir con esa exigencia, ya que por lo menos refleja —como
cualquier arte— la situación espiritual de su tiempo, o sea, del
presente. Sin embargo, una reflexión honesta, sin consideraciones,
sobre nuestra situación espiritual no puede ser sólo bella; se
entromete en nuestra vida, es decir, molesta. Así, se ha dado el
caso paradójico de que la gente se ha apartado del arte del presente
porque molestaba, porque quizá tenía que molestar. No se quería
una reflexión, sólo belleza y dispersión de la cotidianidad gris.
De esa manera el arte, en particular la música, se ha convertido en
mero ornamento y la gente se ha entregado al arte histórico, a la
música antigua: ahí se encuentra la belleza y la armonía que uno
busca.
En mi opinión, esta
entrega a la música antigua —con lo cual quiero decir cualquier
música que no ha sido creada por nuestras generaciones vivas— sólo
ha podido ocurrir por una serie de malentendidos sorprendentes. Es
decir, sólo nos sirve una música “bella” que nuestra época
evidentemente no nos puede dar. Una música así, “bella” sin
más, no ha existido nunca. La “belleza” es un componente de toda
música; sólo podemos convertirla en criterio determinante si
dejamos de lado los demás componentes, si los ignoramos. No fue
hasta que dejamos de concebir la música como un todo, y quizá
dejamos de querer entenderla, que nos fue posible reducirla a su
belleza, aplanarla, podríamos decir. Desde que la música no es más
que un simple adorno de nuestra vida cotidiana, no podemos comprender
la música antigua en su totalidad —es decir, lo que propiamente
llamamos música—, porque de otro modo no podríamos reducirla a lo
estético, aplanarla.
Así, pues, nos
encontramos hoy en una situación casi sin salida cuando, creyendo
todavía en la fuerza transformadora de la música, tenemos que ver
cómo el espíritu general de nuestro tiempo la ha desplazado de su
posición central: de lo conmovedor a lo bonito. Pero no podemos
conformarnos con esto, es más, si tuviese que admitir que ésta es
la situación irrevocable de nuestro arte dejaría inmediatamente de
hacer música.
Creo, pues, cada vez con
más esperanza, que pronto acabaremos por reconocer que no podemos
renunciar a la música —y la incomprensible reducción de la que he
hablado es renuncia—, que nos podremos abandonar consolados a la
fuerza y mensaje de un Monteverdi, un Bach o un Mozart. Cuanto más
ahondemos y más intensamente nos esforcemos en comprender esa
música, muy por encima de la belleza, cómo nos cautiva e inquieta
con la variedad de su lenguaje. Al final, a través de la música así
entendida de Monteverdi, Bach o Mozart, tendremos que reencontrar la
música de nuestro tiempo, pues habla nuestra lengua, es nuestra
cultura y la continúa. ¿No tendrá mucho que ver con lo que hace
nuestro tiempo tan inarmónico y terrible el hecho de que el arte ya
no esté involucrado en nuestras vidas? ¿No nos reducimos,
vergonzosamente sin imaginación, al lenguaje de lo “decible”?
¿Qué habría pensado
Einstein, qué habría descubierto, si no hubiese tocado el violín?
¿No son las hipótesis atrevidas, las más fantasiosas, las que sólo
alcanza el espíritu imaginativo —para que luego puedan ser
demostradas por el pensador lógico—?
No es casual que la
reducción de la música a lo bello, y con ello a lo que todo el
mundo puede comprender, sucediera en la época de la Revolución
Francesa. En la Historia siempre hubo periodos en los que se ha
intentado simplificar la música, reduciéndola a lo emocional, para
que cualquiera pueda entenderla. Todos esos intentos fracasaron y
condujeron a una nueva variedad y complejidad. La música sólo puede
resultar comprensible para todos si se reduce a lo primitivo o si
todos aprenden su lenguaje.
El intento de simplificar
la música y convertirla en algo generalmente comprensible que tuvo
mayores consecuencias se produjo, pues, como secuela de la Revolución
Francesa. Entonces se procuró, por primera vez en el marco de un
gran Estado, hacer de la música algo útil a las nuevas ideas
políticas: el artificioso programa pedagógico del Conservatoire fue
el primer programa coordinado de nuestra historia. A partir de
aquellos métodos se forma todavía hoy a los músicos de todo el
mundo en la música europea y, siguiendo los mismos principios, se
explica a los oyentes que no es necesario aprender música para
comprenderla, que disfrutar simplemente de su belleza ya basta. Así,
cualquiera se siente en su derecho y capacitado para juzgar sobre el
valor y sobre la interpretación de la música —una actitud que
quizá podría valer para la música posrevolucionaria, pero de
ninguna manera para la música de épocas anteriores—.
Estoy profundamente
convencido de que para la permanencia de la espiritualidad europea es
de una importancia descisiva
vivir con
nuestra cultura. Esto presupone, por lo que respecta a la música,
dos actividades.
Primera:
los músicos tienen que ser formados con métodos nuevos; o con
métodos que conecten con los métodos propios de hace más de
doscientos años. En nuestras escuelas de música no se aprende la
música como lenguaje, sino sólo la técnica para hacer música; el
esqueleto de la tecnocracia, que no tiene vida.
Segunda:
la educación general de la música debería ser considerada de nuevo
y se le debería conceder el lugar que le corresponde. Así, las
grandes obras del pasado volverán a verse en toda su diversidad
apasionante, transformadora. Y también volveremos a estar preparados
para lo nuevo.
Todos
necesitamos la música, sin ella no podemos vivir.
NikolausHarnoncourt,
La música como discurso sonoro.
Hacia una nueva comprensión de la música,
trad. Juan Luis Milán, Barcelona, Acantilado, 2006, pp. 7-12.