‘La Inmaculada Concepción: supresión de los límites’ de Hans-Urs von Balthasar
Bartolomé Esteban Murillo, La Inmaculada Concepción, c. 1660-5.
La Iglesia católica, con la fiesta mariana de hoy, celebra la salvación divina, en la que participamos todos nosotros, en un sentido muy esencial, pero sin duda no comprensible a primera vista.
¿Qué significa la expresión ‘concebida inmaculada’ o, como
bien se dice, ‘concebida sin mancha de pecado original’? Significa, en pocas
palabras y diciendo lo central, que la persona en la que apareció el Hijo de
Dios recibió en sí este don del Cielo con una disponibilidad, sinceridad y
entrega inmensas, no limitadas absolutamente por nada. Con un sí sin ninguna
reserva y condición de algún modo ocultas, sin un ‘sí, pero…’, ‘sí, cuando…’,
‘sí, según las circunstancias…’, ‘sí, ya veremos…’. A esta fiesta se le podría
llamar la del sí puro y total a Dios.
¿Y qué es el pecado original? La deficiencia moral de todo
Hombre que viene al mundo como miembro de la especie humana. Cada uno de
nosotros sabe por sí mismo algo de esto. Sabe que no es como debería ser y
podría ser. Cumple con sus obligaciones simple y llanamente, pero justamente en
parte bien y en parte mal. Ama sin más a sus semejantes, pero precisamente
cuando intenta amarlos correctamente, experimenta que los ama poco, es decir,
que debería amarlos todavía mucho más desinteresadamente. Todas sus obras
quedan por debajo del nivel ideal. Y casi siempre se consolará diciendo: ‘Errar
es humano; tampoco se le puede exigir a los otros más, y hago realmente lo que
puedo’. Al decir esto, está sintiendo exactamente que él tendría que poder más.
Este déficit personal, que cada uno experimenta en lo más íntimo de sí, es al
mismo tiempo un déficit general, social. El niño lo va descubriendo en su
entorno y al mismo tiempo también en sí. El joven se rebela quizá contra esto,
quiere ser distinto de los demás, aspira a lo sublime y a una mayor libertad;
pero se viene abajo, se queda rezagado por detrás de su ideal y poco a poco se
resigna a ser también ‘sólo uno más’…
Hoy a la juventud le gusta hablar de un cambio total del
estado del mundo. Los muy ingenuos piensan que éste puede producirse cambiando
las estructuras sociales. Los menos ingenuos ven que se pueden cambiar
ciertamente las estructuras, con violencia, o que éstas cambian totalmente por
sí mismas; pero que el Hombre, como animal gregario, siempre es igual de
egoísta. Precisamente cuando las estructuras le quitan el compromiso personal,
rinde aún menos que antes, como lo demuestran muchos ejemplos, y cuando
socialmente se eleva la capacidad de rendimiento, aumenta también la ambición,
la fanfarronería, y la sociedad se transforma en un sistema universal de
espías… Echemos una mirada al antiguo Israel anterior a la época de Jesús. En
él existía, quizá como en ningún otro pueblo, el deseo de un cambio total del
estado del mundo. De un reino en el que todas las cosas estuvieran en su sitio.
Pero Israel sabía también que este reino no podía producirlo con sus propias
fuerzas. Tenía que hacerlo Dios. Como dice el profeta Isaías, Dios tenía que
rasgar el cielo y bajar, del mismo modo que la lluvia cae de lo alto a la
tierra y reaviva en el terreno seco lo que está oculto en él como semilla y
posibilidad, para que la tierra se cubra de verde y brote y fructifique y le dé
pan al sembrador y frutos al que planta. Esto lo sabían los piadosos y
creyentes de Israel. Nosotros somos el terreno seco, no haremos nunca el bien
por nosotros mismos; tiene que venir Dios, como lluvia y rocío, y capacitarnos
para poder hacerlo, por él y junto con él.
Y en este deseo de Israel estaba subyacente también una
segunda intuición elemental. Aquí, entre los Hombres, todo está mezclado sin
esperanza. Lo injusto y lo justo, lo bueno y lo malo, lo conforme a Dios y lo
impío, no sólo en la sociedad, sino también en cada uno de los corazones. Quizá
los judíos vieron esto segundo menos claro que lo primero, aunque también en
sus cantos hay pasajes que piden a Dios que purifique el corazón de sus pecados
desconocidos, inconscientes, que lo pruebe, para que quede claro si confía en
Dios solo y cómo. Pero sin duda fue más poderosa la otra idea: Dios debe venir
para un Juicio de salvación, que separe a los buenos de los malos, elija a los
primeros, rechace a los segundos, para que, finalmente, en el reino mesiánico,
surja realmente un orden en el mundo: el orden sin mancha de un reino en la
tierra como en el cielo, liberado de todo lazo de culpabilidad social. En el
profeta Daniel, el delegado de Dios, el Hijo del Hombre, desciende también
sobre las nubes del cielo para el Juicio, y él reina en la tierra junto con sus
santos, es decir, con los que son perfectos y justos y viven esperando a Dios,
con los que se cumplen íntegramente la voluntad de Dios.
Aquí tenemos realmente todo lo que es necesario para la
comprensión histórica de la fiesta de hoy. En esta fiesta se cumple la
esperanza de Israel con respecto a un cambio total del mundo por Dios y, sin
embargo, una vez más —como ocurre siempre en el paso del Antiguo al Nuevo
Testamento— queda superada y vuelta del revés. La salvación que viene de Dios,
precisamente porque viene de Dios, tiene unas características completamente
distintas de lo que cualquier Hombre puede imaginarse. ¿Dónde está la
diferencia? El Hombre, también el piadoso y justo, siempre pone límites,
inconscientemente, automáticamente, porque es un ser esencialmente en pecado
original que tiene esta tendencia. ‘¡Sí, pero!’. ‘¡Sí, si Dios actúa como yo me
imagino que debe actuar un Dios verdadero!’. Pero Dios es ilimitado y quiere
suprimir los límites que pone y exige el Hombre. Si viene, no lo hace para
trazar una frontera entre los piadosos y los impíos, o entre judíos y gentiles,
sino, como dice San Pablo, para ‘derribar el muro de separación’. Y,
ciertamente, Dios es justo y juez; pero su mismo juicio será salvación, no como se imaginan los Hombres, salvación
sólo para una parte, sino salvación universal, aunque su salvación no será
simplemente una débil amnistía, sino un Juicio real. Porque es y será el Señor
de sus criaturas, y en él está el Juicio definitivo sobre su justicia o su
injusticia, su salvación o condenación. Todo resulta ahora sumamente
misterioso: Dios viene —como Israel lo espera— a la vez como juez y salvador,
pero no para separar y poner límites, sino —y esto no lo espera Israel— para
juzgar como salvador y salvar como juez. Sabemos por la fe cómo hizo esto: como
el Cordero de Dios que cargó sobre sí los pecados del mundo, los pecados de
todo el género humano y los pecados de cada uno, los pecados de los judíos y
también de los gentiles, de los piadosos y también de los impíos.
Ahora vemos ya el sentido de la fiesta. Este Dios, que
derriba los límites que han puesto los Hombre, no quiere reservarse para sí
solo esta desaparición de los límites, esta positividad absoluta que quiere
traer al mundo, sino transmitirla como lluvia y rocío a la tierra, al reino
terrenal. En alguna parte de la tierra debe producirse una respuesta a su
palabra, no a medias, sino total, no aproximada, sino exacta. Y precisamente
allí donde él viene. Debe ser aceptado y acogido por la tierra; si no, no
vendría. Para cargar con lo nuestro, tiene que ser uno de los nuestros; no
puede llevarlo desde fuera, sólo puede llevarlo desde dentro. Y para esto debe
ser admitido, no sólo físicamente, como, por ejemplo, una mujer forzada concibe
de un varón que la somete, sino ‘con todo el corazón, con toda el alma y con
todas las fuerzas’. Del cielo tiene que recibir la tierra la gracia que viene, para que ella pueda
venir realmente a la tierra y realizar su obra de salvación. Esto no lo podría
conseguir la tierra por sí sola. Lo hemos visto en el Antiguo Testamento: la
tierra exige justicia que separe. Pero el sí que se necesita para recibir al
cielo en la tierra es un sí más allá de toda separación y distinción, un sí sin
condiciones y sin limitaciones; un sí de este tipo sólo puede serle dado a la
tierra del depósito de amor del cielo.
Y más aún. El niño que recibirá el nombre de Jesús crecerá
en el seno de esta Madre y será criado y educado por ella después del
nacimiento. Ya fisiológicamente la unión entre madre e hijo es algo mucho más
íntimo que la que hay entre padre e hijo; pero es más que fisiológica, es
espiritual, completamente humana. Al hijo le da una madre no sólo de su carne y
su sangre, sino con ellas también algo de su alma y de su espíritu. Y esto
continúa, después del nacimiento, en la alimentación y educación del hijo.
Jesús tiene que aprender de su Madre cómo un hombre ha de comportarse con
respecto a Dios, le dice sí a Dios sin límites. Tiene que aprenderlo de ella no
sólo con palabras, sino de la única manera que los hijos aceptan realmente
algo: con el ejemplo. Que nadie crea que la Madre tiene que ser para esto un
ser sobrehumano; lo único importante es que en ella no se manifieste en ninguna
parte una disponibilidad con límites, que sea para el Hijo un espejo
perfectamente puro, en el que se refleje toda la disponibilidad de Dios y
decirle sí al mundo. Para esto basta una humildad perfecta, algo completamente
humano, cuya existencia apenas se nota y se honra, y sólo cuando falta llama la
atención dolorosamente. Esta Madre nunca engaña. Se puede confiar en ella tan
totalmente como se confía en el Padre del cielo. Lo mismo que Jesús con
respecto a Dios no pone límites de confianza, tampoco los pone frente a su
Madre; y con esto aprende humanamente que las barreras del pecado original, que
suscitan entre los Hombres prejuicios últimos, pueden realmente desaparecer.
Esta experiencia humana la necesita para poder cumplir la gran misión de su
Padre: destruir el pecado del mundo, esa barrera contraria a Dios, cargarlo
sobre sus hombros, como Sansón desquició y arrancó una noche las gigantescas
puertas de la ciudad de Gaza.
Así, pues, Dios se procura un corazón humano abierto, en el
que él pueda entrar sin que se den límites y del que pueda servirse también
para su obra redentora, sin que este corazón en ningún momento se detenga y
diga ‘hasta aquí y no más’. Un corazón al que se le pueda creer capaz de todo,
al que se le pueda exigir y cargar ilimitadamente, y que, sin embargo, en
virtud de su sí, siga siempre adelante, hasta la cruz, hasta la noche del
abandono, de la total oscuridad, siempre con la misma humildad, con la misma
actitud de servir a una obra de salvación, cuyo sentido en la cruz y el Viernes
Santo no pueden verlo ni la Madre ni el Hijo. En la noche más oscura se
suprimen los límites de la culpa, se apartan los mojones de piedra, de tal modo
que a la mañana siguiente ya nadie sabe orientarse: los últimos eran los
primeros.
‘La luz vino a su casa…, y los suyos a la recibieron’. Esto
se puede decir todos vosotros, de nosotros estamos en pecado original y que no
ponemos límites, en un determinado momento rechazamos el seguimiento de la luz.
Pero luego continúa el texto: ‘Pero a cuantos la recibieron, les da poder para
ser hijos de Dios’. Esto puede decirse, en primer lugar, de aquella que recibió
verdaderamente sin condiciones la luz (‘He aquí la esclava del Señor, hágase en
mí según tu palabra’), siempre según la tuya, a la que mi voluntad se abre y se
somete de una vez para siempre. Y puede decirse luego de todos aquellos que
siguen, lo mejor que pueden, su ejemplo, que querrían realmente decir sí confían de este modo en la gracia del
Hijo y en la intercesión de la Madre.
Tomado de: Hans-Urs
von Balthasar, ‘Tú coronas el año con
tu gracia’. Sermones radiofónicos, Madrid, Encuentro, 1997, pp. 234-238.