‘Año nuevo: oscilar en el espacio de Dios’ de Hans-Urs von Balthasar
Hemos terminado el año viejo dando gracias a Dios, y comenzamos el nuevo
adorando a Dios. Adorar significa reconocer la divinidad de Dios y su poder
absoluto y su bondad. Todo lo que nos sucede en el año nuevo lo vivimos en Él, dentro de la esfera de su poder
bondadoso y de su bondad poderosa, fuera de la cual no puede suceder nada.
Digámoslo con las palabras de un salmo, incluido al principio del libro primero
de Samuel y que comienza con la exclamación: ‘Mi corazón exulta en el Señor. Mi
poder se levanta en Dios, porque nadie es santo como Él, nadie fuera de Él’ (I S II, 1-2). Ni hay varios dioses (todo
Hombre, también todo religioso, lo sepa o no, depende del único infinitamente
Santo), ni existe en el mundo ningún poder que pueda hacerse independiente del
suyo y adoptar un aire de omnipotencia. Existen, sin duda, en el mundo seres
superiores e inferiores, poderosos y sin poder, fecundos y estériles, vitales y
débiles; existen, sin duda, los contrarios, que nos estremecen, de victoria y
fracaso, de vida y muerte. Y oscilamos angustiosamente de un lado para otro en
un columpio, sin poder detenerlo, sabiendo con certeza solamente esto: que
también el columpio de nuestra vida, algún día, en un último impulso sin
retorno, pasará irremisiblemente de la luz a la oscuridad.
Pues bien, el poeta se atreve a interpretar todos estos contrarios entre
los que nos balanceamos, nosotros los particulares, pero también nosotros los
pueblos y los continentes y los bloques de las potencias que se amenazan entre
sí con bombas atómicas… se atreve a interpretar todo esto como un
acontecimiento dentro del único Dios omnipotente, omnisciente y misericordioso,
vida eternamente poderosa y que, por eso, contiene en sí y relativiza todos
nuestros contrarios. Escuchemos sus palabras:
Dios de sabiduría es el Señor,suyo es juzgar las acciones.El arco de los fuertes se ha quebrado,
los que tambalean se ciñen de fuerza.
Los hartos se venden por pan,
los hambrientos dejan su trabajo.
La estéril da a luz siete veces,
la de muchos hijos se marchita.
El Señor da la muerte y la vida,
hace bajar al sepulcro y subir de él.
El Señor enriquece y despoja,
humilla y ensalza.
Levanta del polvo al humilde,
alza del muladar al indigentepara hacerle sentar junto a los noblesy darle en heredad trono de gloria.Suyos son los pilares de la tierra
y sobre ellos ha sentado el universo.
Éstas son
palabras prodigiosas. Dicen más de lo que hemos considerado hasta ahora: que
todas las vicisitudes de la historia de los individuos como las de los pueblos
suceden dentro de una esfera divina que todo lo abarca. Dicen también, y sobre
todo, que esta esfera es el Dios vivo, que con su acción oportuna invierte las
valoraciones humanas, aparentemente inamovibles, hasta que se conformen a sus
propios juicios absolutos y armónicos. Aquí la imagen bíblica de Dios se
diferencia de la mayoría de las concepciones religiosas y filosóficas: los
contrarios terrenales no sólo no se relativizan ante lo absoluto, sino que el
Dios vivo impone sus valores y valoraciones absolutas en la misma Historia. Y
no de un modo arbitrario, sino de acuerdo con su esencia, que, internamente y
de un modo necesario, exige la adoración, el reconocimiento sin condiciones.
No multipliquéis palabras altaneras.
No salga de vuestra boca la arrogancia.Quien se enfrenta a Dios es aniquilado.Él guarda los pasos de sus fielesy los malvados perecen en tinieblas.
Podemos preguntarnos si el Hombre, y también el creyente, puede observar
esta ley en su historia y en la historia universal. Quizá no como muchos en el
Antiguo Testamento y como los amigos de Job pensaban poderlo hacer. Tanto más
admirable es la fuerza de la fe del salmista que se atreve a afirmar esto. Él
sabe, en la fe, que Dios levante al humilde del polvo y del muladar, porque es
solidario por su esencia con los pobres y humildes. Sabe, a la inversa, que, si
los nobles se envanecen y afirman que están arriba por su propia fuerza, los
hace bajar irremisiblemente, porque esta arrogancia es contraria a la majestad
de Dios. Sabe incluso que en el Antiguo Testamento sólo se sabe en general de
un modo marginal: que Dios no sólo hace bajar al Hombre al sepulcro, sino que
lo saca de nuevo del reino de los muertos. Pues Dios no es un Dios de muertos,
sino de vivos; es verdaderamente la vida eterna.
Pero ¿resiste esta sabiduría de la fe del salmista ante la dureza de la
experiencia de la vida humana? ¿Resiste ante el grito de Job de que Dios le ha
arrojado a él, el inocente, a la noche más negra, y de que ya no es visible en
ninguna parte nada de su bondad, omnipotencia y justicia?
Para dar aquí una respuesta, hay que atravesar el umbral del Nuevo
Testamento. El salmo citado, puesto en los labios de la estéril Ana, porque por
intervención de Dios concibió y dio a luz al pequeño Samuel, lo hace suyo la
Virgen María, que no conoce varón y que, cubierta por la sombra del Espíritu
Santo, traerá al mundo al Hijo del Altísimo. También su alma proclama la
grandeza del Señor y se alegra su espíritu en Dios, su Salvador; primero,
porque con Ana ha experimentado en sí misma que él, con la fuerza de su
Espíritu, hace fecundo lo estéril, derriba a los poderosos de sus tronos y
exalta a los desvalidos, sacia de bienes a los hambrientos y despide vacíos a
los ricos; y, además, porque con todas estas obras dentro de la Historia cumple
sus promesas, acordándose de su misericordia y de su palabra a nuestra padre,
Abraham, y su descendencia para siempre.
Bartolomé Esteban Murillo, La Dolorosa, 1660-70.
Es la misma fe, con la misma certeza interna, la que se expresa en el canto
de María y en el de Ana. Pero la certeza de la nueva salmista se adentra más
profundamente en los misterios de la omnipotencia divina; la exultante es al
mismo tiempo la Madre del que está puesto para caída y para resurrección de
muchos en Israel, es al mismo tiempo aquella cuyo corazón es atravesado por una
espada. ¿Se puede exultar y ser la Madre de los siete dolores al mismo tiempo?
¿Puede su Hijo saber al mismo tiempo que nada puede separarle de su Dios, y
luego, sin embargo, exclamar en la cruz como Job: ‘Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?’.
Sólo aquí se develan las profundidades últimas del antiguo salmo. Los
terribles contrarios de la existencia no sólo tienen consecuencias en la esfera
envolvente de Dios, sino que no son suprimidos tampoco por un Dios que obra por
su esencia de un modo omnipotente. Son asumidos —y esto es lo nuevo— por este
mismo Dios en forma de Hombre: con todo el rigor de lo que significa pobreza,
humillación y muerte en el abandono de Dios. Ahora bien, en el polo extremo de
lo terrible se manifiesta que el que era la luz, la vida y el amor fue el mismo
que se dejó empobrecer y humillar hasta morir en el abandono, para escrutar
todas las profundidades del destino humano, y también del destino del pecador,
e incorporarlo a la vida divina.
Esto sólo puede ser realidad, si son verdaderas estas palabras de Jesús: ‘Nadie
me quita la vida, sino que la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y
tengo poder para recuperarla; este mandato he recibido de mi Padre’ (Jn X, 18). Dicho de otro modo: el que
muere abandonado por Dios, realiza en esta muerte un acto y una prueba del amor
eterno de Dios; Dios está en Jesucristo tan absolutamente vivo, que también
puede permitirse morir. Y esto no aparentemente, sino de verdad, en el sentido
más brutal, como lo demuestra la cruz —la cruz de Grünewald—. Morir así, como
tendría que morir realmente el pecador bajo la justicia de Dios, sólo puede
hacerlo un hombre que tiene poder divino para entregar su vida con libertad
divina. ¡Y para recobrarla de nuevo! ‘El Señor hace bajar al sepulcro y subir
de él!’, había cantado Ana. Sólo aquí este poder se hace definitivamente
verdadero. Aquí la muerte, como dice San Pablo, es absorbida por la vida y ha
perdido su aguijón. Y también las demás paradojas se deshacen. Los pobres, los
afligidos, los hambrientos de justicia son bienaventurados, porque Dios ahora
se ha solidarizado con ellos de una manera muy íntima, porque su omnipotencia
no es tiránica y altanera, sino suave, e incluso en cierto sentido pobre,
porque no tiene otras armas que el amor y la justicia, íntimamente unida a él.
La obra prodigiosa de Dios, la que se ha consumado en la muerte y en la
resurrección de Jesucristo, es lo primero que ha de tenerse en cuenta a
principios de este año nuevo. Todo lo que el año traiga está incluido,
dirigido, determinado desde el principio por esta obra.
Mas no queremos olvidar que la Iglesia hoy, el día de año nuevo, celebra la
fiesta de ‘María, Madre de Dios’. En esta fiesta se atribuye a la Madre, en
virtud de la unión inseparable con su Hijo, que es Dios y Hombre, este título
inaudito, expresamente reconocido desde el Concilio de Éfeso en 431. Pero esto
nos indica algo importante, y al mismo tiempo consolador y estimulante: que una
persona humana, como todos nosotros, puede estar asociada al destino del hijo
de Dios y del salvador de la Humanidad caída en pecado. Ya lo hemos dicho: se
alegra su espíritu en Dios, su Salvador —y su corazón lo atraviesa una espada—.
Una y otra vez en la vida de su Hijo; definitivamente a los pies de la cruz.
Tales alturas y profundidades no puede recorrerlas sólo un destino humano
heroico o trágico, sino una vida sencillamente entregada al seguimiento de
Cristo. Un destino en el que todos nosotros, en grados muy distintos, con
ciertos indicios o brillantemente, podemos participar.
Tenemos tareas urgentes dentro del mundo: luchar por la justicia en la
tierra, contra el hambre y la enfermedad, la tiranía y el terrorismo; con
verdadera valentía, pero sabiendo que nunca extirparemos lo malo y negativo y
la muerte: luz y oscuridad se alternan en la existencia, como el día y la noche
que Dios ha creado. Tenemos que luchar con sinceridad, pero también hemos de
reconocer honradamente que nosotros nunca cambiaremos las leyes del mundo, que
nunca estaremos liberados del columpio del destino entre alto y profundo, vida
y muerte. Pero podemos consolarnos sabiendo que Dios en Jesucristo, junto con nosotros
y por encima de nosotros, conoce todas las dimensiones de la existencia, por
experiencia propia, y que nos hace partícipes de esta experiencia suya: ‘Cuando
soy débil’, dice el Apóstol, ‘entonces soy fuerte’. Cuando yo, junto con
Cristo, soy pobre en su espíritu, entonces soy rico. Cuando mi corazón, junto
con el corazón de María, se deja atravesar, entonces está abierto,
maternalmente, para acoger en sí a los oprimidos.
No le tengamos miedo, por tanto, al futuro que vuelve a abrirse ante
nosotros: nos columpiará nuevamente de la luz a la oscuridad, y otra vez a la
luz, pero nunca fuera de las dimensiones de Dios.
Tomado de: Hans-Urs von Balthasar, ‘Tú coronas el año con tu Gracia’. Meditaciones radiofónicas, Madrid, Encuentro, 1997, pp. 11-16.