Cuando se pierde la fe...
‘Un día, un joven jasid fue a ver a rabí Pinjás de Koretz, famoso por su sabiduría y compasión, y le suplicó:
—¡Ayúdame! Necesito tu consejo y, todavía más, necesito tu intercesión. Mi angustia es tan grande y tan pesada que no puedo soportarla. Haz que se disipe, Maestro. En torno a mí y en mí el mundo se hunde bajo el peso de su tristeza y la mía. Haz que vuelva a alzarse, Maestro. Los hombres no son humanos; la vida ya no es sagrada. Las palabras están vacías: vacías de verdad, vacías de fe. Ya no sé hacia quién volverme ni de qué apartarme. Las dudas me asaltan, y lo hacen con tanto poder que ya no sé quién soy ni por qué existo, y lo que es peor: ni siquiera me importa ya saberlo. Maestro, ¿qué debo hacer? Dime, te suplico: ¿qué debo hacer?
—Ve y estudia la Torá —respondió rabí Pinjás de Koretz—. La Torá es el único remedio. Siempre lo ha sido. Ella contiene todas las respuestas. Ella es la respuesta. ¿Acaso lo has olvidado?
—No, no lo he olvidado —exclamó desesperado el discípulo—. Pero, desgraciado de mí, soy incapaz de estudiar. Mis certezas se tambalean; mi ímpetu se ha quebrado. Mi alma no sabe a qué aferrarse, dónde refugiarse: se va por el mundo errante y yo me quedo allá, abandonado como un desecho. Abro una página del Talmud y me quedo mirándola sin objetivo ni finalidad, todo el rato la misma página. Todas las frases me son opacas; cada palabra es un obstáculo, una pared más alta que el cielo. Soy incapaz de avanzar, de terminar un pensamiento. ¿Qué haré, rabí? ¿Qué debo hacer para avanzar?
Cuando un judío, aunque sea un rabí, no puede contestar, puede, al menos, contar una historia. Eso hizo el rabí de Koretz, e invitó a su visitante a que se acercara.
—Escucha —le dijo sonriendo—, lo que te pasa también me ocurrió a mí. Cuando tenía tus años, tropecé con los mismos obstáculos y me encontré esos mismos escollos. Conocí tus angustias. Fue un milagro que el corazón no se me rompiera, de tanta incertidumbre y tanto miedo. No entendía nada: el hombre y su destino, la creación y su destino... Luchaba contra tantas fuerzas tan negras, que me era imposible dar un paso. Iba quedando adherido a la niebla de las dudas y la desesperación me tragaba. Intenté orar, estudiar, meditar; fue en vano. Probé con la penitencia, la soledad, el silencio. En vano. Mis preguntas seguían amenazándome como antes. Era imposible avanzar hacia el futuro; ni siquiera podía imaginármelo. Un día oí que rabí Israel Baal Shem-Tov en persona, el Maestro del Buen Nombre, iba a venir a mi ciudad. Fui por curiosidad a la posada donde recibía a sus fieles. Los encontré en mitad de la oración. El Baal-Shem acababa de terminar la Amidá, la oración silenciosa. Retrocedió tres pasos. Me vio. Yo estaba seguro de que me no me veía más que a mí. Ante la intensidad de su mirada, tuve que bajar los ojos. De repente, me sentí menos solo. Volví a mi casa. Me fue posible abrir de nuevo el Talmud y continuar el estudio por donde lo había abandonado. Fíjate —dijo a su discípulo el rabí de Koretz—: las preguntas seguían abiertas y las dudas seguían angustiándome; pero podía continuar.’
—¡Ayúdame! Necesito tu consejo y, todavía más, necesito tu intercesión. Mi angustia es tan grande y tan pesada que no puedo soportarla. Haz que se disipe, Maestro. En torno a mí y en mí el mundo se hunde bajo el peso de su tristeza y la mía. Haz que vuelva a alzarse, Maestro. Los hombres no son humanos; la vida ya no es sagrada. Las palabras están vacías: vacías de verdad, vacías de fe. Ya no sé hacia quién volverme ni de qué apartarme. Las dudas me asaltan, y lo hacen con tanto poder que ya no sé quién soy ni por qué existo, y lo que es peor: ni siquiera me importa ya saberlo. Maestro, ¿qué debo hacer? Dime, te suplico: ¿qué debo hacer?
—Ve y estudia la Torá —respondió rabí Pinjás de Koretz—. La Torá es el único remedio. Siempre lo ha sido. Ella contiene todas las respuestas. Ella es la respuesta. ¿Acaso lo has olvidado?
—No, no lo he olvidado —exclamó desesperado el discípulo—. Pero, desgraciado de mí, soy incapaz de estudiar. Mis certezas se tambalean; mi ímpetu se ha quebrado. Mi alma no sabe a qué aferrarse, dónde refugiarse: se va por el mundo errante y yo me quedo allá, abandonado como un desecho. Abro una página del Talmud y me quedo mirándola sin objetivo ni finalidad, todo el rato la misma página. Todas las frases me son opacas; cada palabra es un obstáculo, una pared más alta que el cielo. Soy incapaz de avanzar, de terminar un pensamiento. ¿Qué haré, rabí? ¿Qué debo hacer para avanzar?
Cuando un judío, aunque sea un rabí, no puede contestar, puede, al menos, contar una historia. Eso hizo el rabí de Koretz, e invitó a su visitante a que se acercara.
—Escucha —le dijo sonriendo—, lo que te pasa también me ocurrió a mí. Cuando tenía tus años, tropecé con los mismos obstáculos y me encontré esos mismos escollos. Conocí tus angustias. Fue un milagro que el corazón no se me rompiera, de tanta incertidumbre y tanto miedo. No entendía nada: el hombre y su destino, la creación y su destino... Luchaba contra tantas fuerzas tan negras, que me era imposible dar un paso. Iba quedando adherido a la niebla de las dudas y la desesperación me tragaba. Intenté orar, estudiar, meditar; fue en vano. Probé con la penitencia, la soledad, el silencio. En vano. Mis preguntas seguían amenazándome como antes. Era imposible avanzar hacia el futuro; ni siquiera podía imaginármelo. Un día oí que rabí Israel Baal Shem-Tov en persona, el Maestro del Buen Nombre, iba a venir a mi ciudad. Fui por curiosidad a la posada donde recibía a sus fieles. Los encontré en mitad de la oración. El Baal-Shem acababa de terminar la Amidá, la oración silenciosa. Retrocedió tres pasos. Me vio. Yo estaba seguro de que me no me veía más que a mí. Ante la intensidad de su mirada, tuve que bajar los ojos. De repente, me sentí menos solo. Volví a mi casa. Me fue posible abrir de nuevo el Talmud y continuar el estudio por donde lo había abandonado. Fíjate —dijo a su discípulo el rabí de Koretz—: las preguntas seguían abiertas y las dudas seguían angustiándome; pero podía continuar.’
Tomado de: Elie Wiesel, Contra la melancolía, Madrid, Caparrós, 1996. pp. 7-8.
2 comentarios:
Hola, tenes un minuto? te interesa intercambiar ideas?... bueno..... te cuento mas en
http://depensarennada.blogspot.com/2007/01/para-vos.html
Gracias, JL_LIB.
Me cesuta mucho dejarte comentarios!!!! por eso no te escribo hay un problema con tu blog desde me conecto! un gran abrazo
PD: sentido pésame.
Hay que escribirse!
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