Finalmente, tras una larga ausencia debido a las misiones navideñas, las vacaciones y los Ejercicios Espirituales
de San Ignacio de Loyola (¡un mes entero en completo silencio y aislamiento!), hago mi retorno poco triunfal a este espacio electrónico.Y quisiera empezar el año haciendo mención de dos renombrados hombres de Iglesia, si bien no podrían ser más distintos uno de otro: me refiero al padre
Marcial Maciel Degollado, LC, fundador y superior general de la
Legión de Cristo y del movimiento laico
Regnum Christi, fallecido el pasado 30 de enero; y al padre
Peter-Hans Kolvenbach, SJ, prepósito general de la
Compañía de Jesús entre 1983 y 2008.
Maciel nació en el pueblo de Cotija, Michoacán, en 1920. Seminarista desde los dieciséis años y ordenado sacerdote muy joven por uno de sus tíos obispos, fundó la Legión de Cristo en 1941, una congregación religiosa de sacerdotes, cuyo modelo a seguir fue la Compañía de Jesús preconciliar. La Legión, de manera vertigionosa y constante, en especial bajo el pontificado de Juan Pablo II, ha gozado de un crecimiento inusitado en adeptos, simpatizantes, obras apostólicas, influencia y detractores. Hoy día, con varias universidades, decenas de colegios, parroquias, los aproximadamente 75 mil miembros del Regnum Christi, presencia en más de veinte países, 800 sacerdotes y 2.500 novicios y religiosos en formación (además de tres obispos egresados de sus filas), se ha convertido en una de las congregaciones más influyentesy, en definitiva, el mayor aporte de México a la Iglesia universal en los últimos tiempos. Ése es el legado tangible y loable del padre Maciel. Sin embargo, las denuncias de abuso sexual, presentadas contra él por ex legionarios en los años noventa y la definitiva (aunque tardía) sentencia vaticana en el 2005 han manchado para siempre, y quizá de forma irreparable, la imagen de ‘santo’ y el legado personal del fundador, sin mencionar lo discutido de algunos aspectos del carisma legionario: la llamada ‘teología de la prosperidad’, el tradicionalismo de sus formas y doctrinas o su enorme cercanía con las clases dominantes…
Peter-Hans Kolvenbach, por su parte, es oriundo de Druten, Holanda. Hijo de un empleado de banco holandés y una italiana. Entró en la Compañía de Jesús a la edad de veinte años, en 1948, y, tras estudiar filosofía en Nimega, fue enviado al Líbano, donde pasaría la mayor parte de su vida apostólica. Hizo la teología en la Universidad de San José, en Beirut, y realizó diversos estudios en Francia y Estados Unidos. Es especialista en lengua y literatura armenias, además de ser sacerdote de rito armenio, y por tanto de una profunda espiritualidad oriental. Profesor de lingüística y viceprovincial, vive en carne propia la guerra en el Líbano, hasta que, en 1981, Pedro Arrupe, general de los jesuitas, le designa rector del Pontificio Instituto Oriental de Roma. Tras la incapacidad de Arrupe y la imposición, por parte del Papa, de un delegado apostólico para gobernar la orden, la XXXIII Congregación General le elige para suceder a aquél, el 13 de noviembre de 1983.
Estuvo al frente de la orden de San Ignacio (es decir, gobernando sobre 20 mil jesuitas) durante un cuarto de siglo, hasta que, reunido el pleno de la XXXV Congregación General y aceptada la renuncia al cargo, supuestamente ad vitam, por S. S. Benedicto XVI, le sucedió el español Adolfo Nicolás. Kolvenbach tomó las riendas de la orden en un momento delicadísimo; puso fin al estado de excepción en el gobierno interno, renovó y mejoró las tensas y frías relaciones con Juan Pablo II, al mismo tiempo que se mantenía fiel a la renovación del Vaticano II, de Arrupe y de la XXXII Congregación General, con su famoso decreto IV, el de la ‘promoción de la justicia’. También insistió en la renovación espiritual y en adaptar la formación religiosa a las nuevas exigencias de la época, ayudó a superar los conflictos y divisiones posconciliares dentro de la Compañía, supo dar libertad a la innovación (a los apostolados de frontera que elogiaba Pablo VI) y acotar los excesos. En pocas palabras: con callada prudenca oriental y no poco valor llevó a la Compañía de Jesús al siglo XXI, fiel al sucesor de San Pedro, fiel a sí misma y fiel a los signos de los tiempos: testimonio de ello son los 28 jesuitas que sufrieron una muerte violenta durante su generalato. Sus 20 mil hijos y la Iglesia toda le estamos sumamente agradecidos.
G. G. Jolly, nSJ