La historia es lo que más me ha apasionado desde niño. La historia bélica en especial y la historia de la II Guerra Mundial en particular. Vaya, su estudio me ha acompañado a lo largo de la vida y, de hecho, ha detonado sus momentos y transformaciones cruciales. Puedo decir que la guerra del 39 al 45 me
afecta directamente, en el sentido de que me
mueve a algo, de infinitas maneras… Habiéndola estudiado con gran profundidad, habiendo conocido a algunos de sus supervivientes de primera mano, habiendo reconocido sus implicaciones históricas, sociales, económicas, filosóficas y religiosas, cuyas secuelas aún padece el mundo, considero un deber personal dedicarle un ensayo precisamente el día de
hoy, cuando se cumplen
70 años de que Francia y Gran Bretaña (seguida, días después, por varias naciones de la Commonwealth) iniciasen, contra su voluntad, una guerra
para librar a Europa del Apocalipsis.
Gracias a este interés por la historia y las investigaciones que he realizado, siempre he dudado de las historias oficiales y de los retratos en blanco y negro; léase la ‘Edad Obscura’, olvidada y denostada; la Inquisición Española, deformada por una leyenda negra antiespañola; la Conquista de América Latina, donde los indígenas son la ‘raza cósmica’, ‘humillada y corrompida’ por el ‘pérfido invasor’… Sin embargo… el involucrarme, profundizar y comprometerme con el estudio de la II Guerra Mundial ha vuelto forzoso que haga una excepción.
La ‘guerra que había que ganar’ sí es un episodio histórico en blanco y negro, o por lo menos con una gama de grises muy limitada en el medio. Las opiniones contrarias tienen, para mi gusto, un tufillo a prejuicio —¿fascismo?— o, de plano, a estupidez. Ésta no sólo fue la conflagración de mayor escala y brutalidad en toda la historia humana —
50 millones de muertos—, fue también única desde sus causas, motivaciones y métodos; el nivel de barbarie, inmoralidad e inhumanidad que alcanzó el Hombre no tiene paralelo alguno.
Londres bajo las bombas alemanas, 1940. Comencemos por citar un fragmento del prólogo al libro del que tomé el nombre para este ensayo:
‘La II Guerra Mundial fue el conflicto más mortífero de la historia moderna. Fue una matanza de soldados como la I Guerra Mundial, pero con la añadidura de ataques directos contra civiles a una escala que no se había visto en Europa desde la Guerra de los 30 Años tres siglos antes. En el frente oriental sus horrores sobrepasaron las peores batallas de la I Guerra Mundial. A veces la lucha a muerte entre las fuerzas de la Wehrmacht y el Ejército Rojo parecía no terminar nunca.
La ferocidad de la guerra entre las grandes —y pequeñas— naciones del mundo aumentó al añadirse la ideología racial al nacionalismo, el deseo de gloria, la codicia, el miedo y el afán de venganza que han caracterizado la guerra en todas las épocas. La Alemania Nazi abrazó una concepción ideológica del mundo (Weltanschauung) basada en la creencia de una revolución mundial de carácter “biológico”, una revolución que Adolf Hitler persiguió con torva obsesión desde comienzos del decenio de 1920 hasta que se suicidó en el Führerbunker en abril de 1945. El objetivo de los nazis era eliminar a los judíos y otras razas “infrahumanas”, esclavizar a los polacos, los rusos y otros pueblos eslavos y devolver a la raza aria —es decir, a los alemanes— su legítimo lugar como gobernante del mundo. Al terminar la contienda, los nazis habían asesinado o matado a fuerza de trabajo a por lo menos 12 millones de civiles y prisioneros no alemanes.’(1)
A diferencia de la I Guerra Mundial, donde la lucha de poder entre todas las potencias europeas tarde o temprano culminaría en una guerra, aceptada por todos con gusto,
la II Guerra Mundial no era inevitable. A pesar de la tensión entre comunismo y fascismo y de ambos con el liberalismo, de las consecuencias de la paz de Versalles y de la crisis económica del 29, la guerra del 39
tiene como causa principal la megalomanía de un solo hombre,
Adolf Hitler, y la megalomanía de un pueblo, el alemán, que se entregó en cuerpo y alma al proyecto de su
Führer. Un proyecto que, además, perseguía como
fin último el genocidio, pues la condición s
ine qua non para supremacía aria era la desaparición de los judíos y el sometimiento absoluto de eslavos y latinos. Ni siquiera el comunismo de Stalin perseguía el exterminio por sí mismo, a pesar de que se cobró tantas o más víctimas que el nazismo. Quizá Buchenwald y Dachau nacieron gemelos de Lubianka y el Gulag, pero Auschwitz, Treblinka y Sobibor no tienen su equivalente soviético. Hitler tenía claro que su guerra era una guerra racial, ideológica y bélica, en ese orden de prioridad. Por ello, justo en el momento que fracasaba la ofensiva frente a Moscú y EE. UU. se involucraba directamente en el conflicto, cuando Alemania más tendría que aprovechar sus limitados recursos, Hitler emprendió, sin importarle el costo, su guerra principal: el exterminio del pueblo judío.
Millones han muerto masacrados, torturados o de inanición a lo largo de la Historia, por causa de guerras y tiranos. Quizás Mao y Stalin se lleven el premio a la mayor cantidad. Y, no obstante, el Holocausto de Hitler, con sus 11 millones de víctimas, es muy distinto. Nunca jamás se había emprendido un programa semejante de exterminio por exterminio —sin fines utilitarios—, planificado puntual y metódicamente desde el aparato estatal, utilizando los conocimientos científicos y técnicos más avanzados para hacer el proceso rápido, eficiente y limpio. Es decir, que ‘
Nadie puede pasar de largo ante la tragedia de la Shoah. Aquel intento de acabar programadamente con todo un pueblo se extiende como una sombra sobre Europa y el mundo entero;
es un crimen que mancha para siempre la historia de la humanidad’.(2)
Todo esto inserto, además, en la estructura de terror de una dictadura y la inercia barbárica de una guerra. Es decir, que a la ‘Solución Final’ hay que sumar, por supuesto, la represión política de la disidencia alemana, el programa de eutanasia y esterilización forzadas, la esclavitud y el saqueo de los países conquistados, la atroz guerra ‘antipartisana’, el bombardeo indiscriminado a civiles inaugurado por la misma Alemania —Guernica, Varsovia, Rótterdam, Londres, Coventry, Leningrado, Stalingrado—, la guerra de conquista y exterminio desatada contra los pueblos de Europa —en especial, aquella contra la Unión Soviética— y, por supuesto, las mil y un atrocidades en el campo de batalla.
Esto y exclusivamente esto es cuanto representaba la Alemania de Hitler: terror, terror y más terror, la negación absoluta de Dios y del ser humano. Y contra esto reaccionaron las naciones aliadas.¿Cómo puede, entonces, ser equivalente la lucha de un soldado alemán a la de un polaco, cuyo país fue invadido, destruido y sangrado gratuitamente? ¿Y la de un checo, un griego, un yugoslavo, un belga, un francés, un noruego? ¿Y cómo la de un británico, canadiense o estadounidense, que lucharon precisamente por devolverle la independencia a países conquistados, la libertad a pueblos tiranizados? Incluso, ¿cómo equivale la del alemán a la del soviético, que, a pesar de defender un régimen igual de despreciable, cometiendo no pocos crímenes también, vio su patria invadida y su pueblo aniquilado?
La respuesta es que en ningún caso pueden ser equivalentes los esfuerzos de guerra de una nación durante la II Guerra Mundial. A menos de que neguemos los derechos humanos básicos y despreciemos al único régimen político que vela por ellos, la democracia liberal, esta postura es insostenible: la invasión que sufrió Francia por parte de Alemania en mayo de 1940 difiere totalmente de la que le ocurrió en junio de 1944 por parte de los Aliados occidentales; el sitio de Leningrado no es igual al de Berlín; el bombardeo de Dresde y Hamburgo, más mortíferos, no ostentan el nivel de un crimen, como sí lo tienen el de Varsovia y Rótterdam; es más, la dictadura comunista de Europa Oriental no equivale a la ocupación nazi. ¿Por qué? Por el simple hecho de que cada bala disparada por un Tommy, un G.I. Joe o un Iván contra un pecho alemán aumentaba las esperanzas y evitaba la extinción de pueblos enteros, ‘condenados a muerte’,(3) bien Israel, bien Polonia, bien Yugoslavia…
Aunque ya lo he citado en otra ocasión, mi postura la resume esta frase del mariscal británico
Lord Slim:
‘Si alguna vez un Ejército hubo peleado por una causa justa, nosotros [los Aliados] lo hicimos. No ambicionábamos el país de nadie; no deseábamos imponer ninguna forma de gobierno sobre ninguna nación. Nosotros peleamos por lo puro, lo decente, las cosas libres de la vida; por el derecho de vivir nuestras vidas a nuestra propia manera, y para que otros pudieran vivirla conforme a la suya; para adorar a Dios en la fe que deseemos; para ser libres en cuerpo y mente; y para que nuestros hijos y sus hijos sean libres.’
Se puede afirmar incluso que los Aliados lucharon no sólo por la liberación de los países de Europa de Alemania, sino por la liberación de Alemania de sí misma, como lo expresó el entonces cardenal Ratzinger en las playas de Normandía el 6 de junio de 2004:
‘Agradecemos la liberación que tuvo lugar [de parte de los Aliados]. Y no nada más las naciones que sufrieron la ocupación de tropas alemanas y fueron así liberadas del terror nazi. También nosotros, alemanes, agradecemos que por esta acción nos fueron restauradas la libertad, la ley y la justicia. Si bien no la hay en ningún otro caso en la Historia, sí es claramente en el de la invasión Aliada: una guerra justa funcionó a favor del mismo pueblo contra el que se peleó’.(4)
Cualquier persona que piense que el totalitarismo perfecto es preferible a la democracia mediocre, que un dictador carismático es preferible a un parlamento corrupto, que Polonia aún existiría de haber triunfado el proyecto por el que Hitler desató la II Guerra Mundial, es un imbécil que no merece sino lástima. Un imbécil que puede permitirse el lujo de pensar en ello porque tiene la fortuna de vivir bajo un régimen que protege su integridad física y su libertad de expresión, de culto y de asociación, porque vive en paz y su vida no está amenazada por motivos de religión u origen…
‘¡Que nunca más se repita en ningún rincón de la tierra lo que experimentaron los hombres y mujeres que lloramos desde hace sesenta [hoy setenta] años!’(5).
G. G. Jolly
(1) Williamson Murray y Allan R. Millet, La guerra que había que ganar, Barcelona, Crítica, 2002. p. 9.
(2) Juan Pablo II, ‘Discurso en el LX aniversario de la liberación de Auschwitz Birkenau’, Roma, 27 de enero de 2005.
(3) Juan Pablo II, Memoria e Identidad, México, Planeta, 2005. p. 109.
(4) Joseph cardenal Ratzinger, ‘En pos de la libertad. Contra la Razón enfermiza y la religión abusada. Discurso en el LX aniversario del desembarco aliado en Normandía’, Normandía, 6 de junio de 2004.
(5) Juan Pablo II, ‘Discurso en el LX aniversario de la liberación de Auschwitz Birkenau’, Roma, 27 de enero de 2005.