De problemas ‘gay’ y algo más… (I)
Finalmente, le ha llegado el tiempo a México de romper sus silencios y encarar de frente un tema. Por supuesto, el debate ha sido, como siempre, de muy bajo nivel, con posturas fanáticas y erradas de ambos lados: desde la homofobia descarada de los sectores más rancios de la derecha mexicana hasta los grupúsculos políticamente correctos que enarbolan los ideales de una izquierda mexicana ‘progre’ que no existe.
El 21 de diciembre de 2009, la Asamblea Legislativa —el congreso local— de la Ciudad de México legalizó el matrimonio entre personas del mismo sexo, otorgándole la misma categoría que el matrimonio civil entre hombres y mujeres. Como ya antes había dicho yo, a propósito de la legalización del aborto hasta las doce semanas de gestación en una entrada anterior, dudo mucho de las convicciones de la izquierda mexicana, que gobierna en la capital del país. Perseguir esta agenda políticamente correcta, ‘progresista’, en un país con 40 millones de pobres, de endebles instituciones democráticas y que carga aún con caudillos y ‘diálogo’ de plantones y machetazos, es posar de izquierda de primer mundo en un país del tercero… lo cual me parece no sólo impertinente, sino insensato.
Con esto, se dio un paso más allá, después de que, en noviembre de 2006, la misma Asamblea haya reconocido las ‘Sociedades de Convivencia’, uniones familiares de facto, de cualquier tipo. Si no fuera porque me opongo a que el Estado haya de reconocer y avalar las relaciones interpersonales en general, de cualquier tipo, habría sido imposible objetar estas ‘uniones’. Eso de la ‘ley natural’ no me acaba de convencer, pues me suena a biologización, a fundamentar la ‘familia’ en la capacidad reproductiva más que en el amor, con lo que las familias monoparentales, divorciadas, adoptivas o asociadas carecerían de una raison d’être...
De hecho, bien lo ejemplifica esta verídica anécdota:
El día que aprobaron la ley de las ‘Sociedades de convivencia’, llegó un jesuita a su casa con un pastel que le habían regalado tras una misa. Se presentó en el comedor con él, y dijo: ‘¡Hay que celebrar las “Sociedades de convivencia”!’. Por supuesto, unos padres, ya mayores, le reclamaron: ‘¡¿Cómo quieres que celebremos eso?!'. Y él respondió: ‘Pues es que ya somos legales’. ‘¡¿Somos?! ¡¿Quiénes?!’, le preguntaron. ‘Nosotros. Nuestra comunidad. Esta “sociedad de convivencia”: de diez hombres que, sin ser parientes, vivimos juntos’. Tenía toda la razón, y así celebraron los jesuitas ese día, con pastel.El matrimonio de pleno derecho es otra cuestión. Creo que un Estado sanamente laico no debería tener voz ni voto reconociendo con quién duerme, vive y se junta cada cual. A diferencia de EE. UU, donde uno se puede casar lo mismo en un casino, una sinagoga, una iglesia, un juzgado o el club de fans de Star Trek, en México hay una doble ley y una doble moral, por lo que no estoy de acuerdo con que exista el matrimonio civil, ‘homosexual’ o ‘heterosexual’.
Sin embargo, el mayor problema es el que surge con la posible adopción de niños, que, para variar, se plantea de forma indebida. Por ejemplo, un argumento es que, como un matrimonio entre personas del mismo sexo no puede procrear naturalmente, no debería permitírsele adoptar un niño; lo cual, al mismo tiempo, descalificaría a una pareja heterosexual estéril…
Otro es que un niño criado por ‘homosexuales’ terminaría siendo él mismo ‘homosexual’, hecho que numerosos estudios y testimonios han puesto seriamente en duda. Yo podría cuestionar también el que sea el Estado el encargado de cuidar y ‘repartir’ a los niños en cuestión…
El núcleo del problema de la adopción, no obstante, yace en que no existe semejante cosa como un ‘derecho a la paternidad’.(1) Nadie, soltero o casado, ‘heterosexual’ u ‘homosexual’ puede reclamar un hijo. Por otra parte, sí existe el derecho de los niños a un desarrollo pleno: ellos sí tienen derecho a crecer en un hogar digno, conformado por dos padres, una figura masculina y una femenina. Por supuesto, esta plenitud no siempre es posible, como en los casos de los niños criados por abuelos, tíos o un solo padre, así como los niños criados por padres incompetentes e incluso desobligados y crueles. Es decir, las familias estables conformadas por un varón y una mujer deberían tener absoluta prioridad para adoptar un niño. Esto no es discriminación, porque el criterio es el bienestar del infante y no el deseo de los padres, tal como se le dará prioridad a una pareja que no tiene ningún hijo que a una que tiene tres o a una pareja de menor edad que a una casi anciana. Aunque, una vez establecida esta prioridad, habrá que proceder con un criterio mucho más flexible y práctico, en aras del bienestar de los niños, si se quiere ser consecuente con esta postura; es decir, habrá de darse en adopción niños a familias ancianas, de menores recursos, monoparentales, atípicas o, en efecto, de padres del mismo sexo. Y sirva esto último como nota para las iglesias, pues se torna cuanto más acuciante aún, dado el terrible pecado social del aborto, si es que se quiere luchar ‘por la vida’ congruentemente, con más hechos y menos palabras.
G. G. Jolly
(1) Luis-Fernando Valdés, ‘Homosexualidad y adopción’, en Columna Fe y Razón, 3 de enero de 2010.