‘Riqueza y pobreza’ por San Ambrosio de Milán
Última parte del sermón (aquí, la I, II y III partes):
‘El que abunda en todo se cree el más pobre, porque estima que le falta todo lo que es poseído por otros. De todo el mundo carece aquél a quien para saciar su codicia no le basta el mundo entero; pero el fiel posee todas las riquezas de la tierra. Quien considerando su conciencia teme ser capturado, huye de todos los hombres. Por eso, según la historia, Ajab dijo a Elías, pero, según el sentido oculto, el rico al pobre: “Me hallaste, enemigo mío.” ¡Qué conciencia más mísera que se duele de ser descubierta!
Y le dijo Elías: “Te hallé porque hiciste mal ante los ojos del Señor.” Se trataba de un rey, Ajab, rey de Samaria, y de Elías, pobre, que carecía de pan y hubiese muerto de hambre, a no haber sido sustentado por los cuervos. Mas tan abyecta era la conciencia del rey pecador, que ni siquiera el fasto del poder real le podía dar dignidad. Por eso como persona vil e indigna dijo: “Me encontraste, enemigo mío.” Descubriste en mí las cosas que creía ocultas, nada se te esconde de mi espíritu: me hallaste, te son patentes mis pecados, soy cautivo tuyo. El pecador es descubierto cuando su iniquidad es proclamada; pero el justo dice: “Me probaste con el fuego y no hallaste en mí iniquidad” (Sal XVI, 3). Adán fue descubierto cuando se escondía; pero nadie ha encontrado la sepultura de Moisés. Fue hallado Ajab, pero no Elías. Y la sabiduría de Dios dice: “Me buscarán los malos y no me encontrarán” (Pr I, 28). Por eso, según el Evangelio, también buscaban a Jesús y no le encontraban (Jn VII, 21). Es la culpa, pues, la que descubre a su autor. Por lo cual Elías dijo a Ajab: “Hallé que hiciste mal en la presencia de Dios,” porque el Señor entrega a los reos de culpa, pero a los inocentes no les abandona al poder de sus enemigos. En fin, Saúl buscaba a David y no podía encontrarle; pero David, que no le buscaba, encontró al rey Saúl, porque se lo entregó Dios a su arbitrio. La riqueza, pues, nos hace esclavos; la pobreza, libres.
Difusión de las riquezas, comunicación y justicia
Vosotros, ricos, sois esclavos, y vuestra esclavitud es miserable porque servís al error, a la concupiscencia y a la avaricia que nunca se sacia. La avaricia es como un abismo sin fondo que hunde cada vez más lo que agarra, y como un pozo que, cuando rebosa, se llena de cieno y cae la tierra alrededor, infectándose más y más. También os conviene sacar una enseñanza de este ejemplo. En efecto, si de un pozo no se extrae nada, fácilmente se corrompe el agua por la inactividad y la hondura; por lo contrario, el sacarla frecuentemente hace al agua límpida y potable. Así sucede con un conjunto de riquezas, montón de polvo si no se utiliza, se hace precioso por el uso y permanece inútil si se mantiene guardado. Extrae, pues, algo de este pozo. El agua apaga el fuego ardiente y la limosna borra los pecados; pero el agua estancada pronto cría gusanos. No permanezca inmóvil tu tesoro, a fin de que no te rodee continuamente el fuego. Y te rodeará si no empleas tu tesoro en obras de misericordia. Considera, rico! en qué incendio estas metido. Tu voz es la de aquél que decía: “Padre Abrahán, di a Lázaro que moje el extremo de su dedo en agua y humedezca mi lengua” (Lc XVI, 24).
A ti mismo te aprovecha lo que dieres al necesitado; para ti mismo aumenta lo que disminuye tu hacienda. Te alimenta a ti el pan que dieres al pobre, porque quien se compadece del pobre se sustenta a sí mismo de los frutos de su humanidad. La misericordia se siembra en la tierra y germina en el cielo. Se planta en el pobre y se multiplica delante de Dios. “No digas —te ordena el Señor— mañana daré” (Pr III, 28). Quien no sufre que tú digas “Mañana daré,” ¿cómo podrá soportar que contestes “No daré”? No le das al pobre de lo tuyo, sino que le devuelves lo suyo. Pues lo que es común y ha sido dado para el uso de todos, lo usurpas tú solo. La tierra es de todos, no sólo de los ricos; pero son muchos menos los que gozan de ella que los que gozan. Pagas, pues, un débito, no das gratuitamente lo que no debes. “Presta atención, sin enojarte, al pobre, y paga tu deuda, y respóndele con benignidad y mansedumbre” (Si IV, 8).
Igualdad del rico y el pobre. El oro prueba al hombre
¿Por qué, pues, rico! eres soberbio? ¿Por qué dices al pobre: “No me toques”? ¿Acaso no has sido concebido y has nacido como él? ¿Por qué te jactas de la nobleza de tu progenie? Soléis examinar también el origen de vuestros perros, como el de los ricos, e igualmente la nobleza de vuestros caballos, como la de los cónsules. Aquél fue engendrado por tal padre y nació de tal madre; aquél se gloría de tal abuelo; el otro se envanece de su bisabuelo. Pero todo esto de nada sirve al caballo que corre: no se da la palma de la victoria a la nobleza de origen, sino a la velocidad del caballo. ¡Más sujeta está al deshonor una vida en la cual se pone a prueba también la nobleza de origen! Ten cuidado, rico, no deshonres en ti los méritos de tus mayores, para que no se les pueda decir: “¿Por qué elegisteis a tal heredero?” No consiste el mérito del heredero en los artesonados dorados ni en las mesas de pórfido. Este mérito no es de los hombres, sino de las minas, en las cuales los hombres son castigados. Son los pobres quienes excavan el oro, a quienes después se les niega. Pasan fatigas para buscar y descubrir lo que después nunca podrán poseer.
Me admiro, ricos, de que creáis poder envaneceros tanto en el oro, pues es más materia de tropiezo que don recomendable. “Piedra de escándalo es el oro, ¡y ay de los que van tras él! Bienaventurado es el rico que es hallado sin mancha y no corre tras el oro ni espera en los tesoros” (Si XXI, 8). Pero como si no existiese sobre la tierra un tal hombre, quiere representárselo: “Quién es éste —dice— y le alabaremos”: hizo algo digno de gran admiración, que debemos reconocer como desusado. Quien en las riquezas ha sido probado es verdaderamente perfecto y digno de gloria. “Porque pudo pecar y no pecó; hacer mal y no lo hizo” (Si XXI, 18). El oro, en el cual hay tanto peligro de pecado, no es, pues, para vosotros motivo de gracia, sino de castigo.
Inmunidad de los ricos. Uso recto de la riqueza
¿Os enorgullece acaso la amplitud de vuestros palacios, la cual más bien os debiera afligir, porque aunque pudieran albergar a todo el pueblo os aíslan de los clamores de los pobres? Si bien de nada os serviría oírlos, ya que, una vez oídos, nada hacéis. Vuestros mismos palacios deberían ser motivo de vergüenza para vosotros, porque, edificando, queréis superar vuestras riquezas y, sin embargo, no las vencéis. Vosotros revestís vuestras paredes y desnudáis a los hombres. El pobre desnudo gime ante tu puerta, y ni le miras siquiera. Es un hombre desnudo quien te implora y tú sólo te preocupas de los mármoles con que recubrirás tus pavimentos. El pobre te pide dinero y no lo obtiene; es un hombre que busca pan y tus caballos tascan el oro bajo sus dientes. Te gozas en los adornos preciosos, mientras otros no tienen qué comer. ¡Qué juicio más severo te estás preparando, oh rico! El pueblo tiene hambre y tú cierras los graneros; el pueblo implora y tú exhibes tus joyas. ¡Desgraciado quien tiene facultades para librar a tantas vidas de la muerte y no quiere! Las vidas de todo un pueblo habrían podido salvar las piedras de tu anillo.
Escucha qué modo de hablar conviene al rico: “Libré al pobre de la mano del poderoso y ayudé al huérfano que no tenía quien mirara por él. Caía sobre mí la bendición del miserable y la boca de la viuda me glorificaba. Vestíame de justicia; era ojo para los ciegos y pies para el cojo” (Jb XXIX, 13-6). Y continúa un poco después: “No se quedaba fuera de mi casa el extranjero y abría mi puerta al viandante. Si pequé imprudente, no oculté mi culpa ni temí a la multitud de la plebe, de modo que no la reconociera ante los presentes. Si consentí que el enfermo saliera de las puertas de mi casa, vacío. Si tuve algún depósito de deudor y no lo devolví sin retraso, aun sin recuperación de la deuda” (Jb XXXI, 32-4).
Mas, ¿por qué repetir que él confesó que lloraba con los que lloraban y se dolía cuando veía a un hombre necesitado y a sí mismo lleno de bienes? Entonces se sentía más desdichado, cuando veía que él poseía y los demás estaban en la indigencia. Si esto dijo aquel que nunca hizo llorar a las viudas, ni comió su pan solo, sin dar parte de él al huérfano, al cual desde su juventud cuidó, aumentó y educó con el afecto de un padre; que nunca menospreció al desnudo, que enterró al muerto, que calentó a los enfermos con los vellones de sus ovejas, que no oprimió al huérfano, que nunca se deleitó en las riquezas ni se congratuló en la caída de sus enemigos; si quien esto hizo se vio necesitado teniendo tan grandes riquezas y nada sacó de tan gran patrimonio, excepto el fruto de la misericordia, ¿qué puedes esperar tú, que no sabes usar tu patrimonio, que en tantas riquezas llevas una vida miserable, porque a nadie socorres ni ayudas?
Tú, que entierras el oro, eres, por tanto, guardia de tu hacienda, no señor de ella; eres administrador de él, no árbitro. Pero donde está tu tesoro allí está tu corazón. Por eso con el oro entierras tu corazón. Vende más bien el oro y compra la salvación; vende la piedra preciosa y compra el reino de los cielos; vende tu campo y asegúrate la vida eterna. Te propongo la verdad, atestiguada por las palabras del Señor: “Si quieres ser perfecto —dice—, ve, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo (Mt XIX, 21). Procura no entristecerte al oír estas palabras para que no se te diga como a aquel joven rico: “Cuán difícilmente entrarán en el reino de los cielos los que tienen dinero” (Mc X, 32). Cuando leas estas palabras considera más bien que la muerte te puede arrebatar todo lo que posees y que puede quitártelo quien está sobre ti, porque aspiras a cosas pequeñas en lugar de grandes, a caducas en vez de eternas, a tesoros de dinero en lugar de tesoros de gracia. Aquéllos se corrompen, éstos son eternos.
Considera que no posees tú solo estos tesoros; los posee también la carcoma y el orín que consume al dinero. Estos son los compañeros que te proporciona la avaricia. Mira, por el contrario, a quienes te ofrecen la generosidad como deudores: “Muchos serán los labios de los justos que te bendigan como espléndido en pan, y los que darán testimonio de tu bondad” (Si XXXI, 28). La generosidad hace deudor tuyo a Dios Padre, quien por toda dádiva con que se socorre al pobre paga usura, como deudor de buen crédito. Hazte deudor al Hijo de Dios, que dice: “Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me cubristeis” (Mt XXV, 35-6). Declara que se le entrega a Él mismo lo que se haga a uno de sus pequeños sobre la tierra.
Tú, hombre, no sabes atesorar riquezas. Si quieres ser rico, sé pobre en este mundo para que seas rico en Dios. Es rico en Dios quien es rico en la fe; es rico en Dios quien es rico en misericordia; es rico en Dios quien es rico en simplicidad; es rico en Dios quien es rico en sabiduría y en ciencia. Hay quienes son ricos en la pobreza, y quienes son pobres en la riqueza. Son ricos los pobres cuya extrema pobreza abundó en la riqueza de su simplicidad; pero los ricos padecieron necesidad y tuvieron hambre. Pues no en vano está escrito: “Los pobres serán antepuestos a los ricos y los siervos darán prestado a sus propios señores” (Pr XVII, 2), porque los ricos y los señores siembran lo malo y superfluo, de lo cual no recogen frutos, sino espinas. Por eso los ricos serán súbditos de los pobres y los siervos prestarán a sus dueños en lo espiritual, como aquel rico que suplicaba al pobre Lázaro le diera una gota de agua. Puedes hacer tú también, ¡oh rico!, que se cumpla el sentido de esta sentencia: da con largueza al pobre y prestarás a Dios, pues quien es liberal con el pobre da prestado a Dios.
Declara expresamente el Profeta quiénes son todos éstos al decir: “Todos los varones de riquezas” (Sal LXXV, 6); todos, dice, no exceptúa a ninguno. Y acertadamente les da el nombre de varones de riquezas, no riquezas de varones para dar a entender que no son poseedores de sus riquezas, sino al revés, poseídos por ellas. La posesión debe ser del poseedor, no el poseedor de la posesión. Pues todo el que no usa de su patrimonio como poseedor, que no sabe dar con largueza y repartir a los pobres, es siervo de su hacienda, no señor de ella, porque guarda las riquezas ajenas como criado y no usa de ellas como señor.
Por tanto, en este sentido decimos que el hombre es de las riquezas, no las riquezas del hombre. El entendimiento es bueno para los que usan de él; pero quien no entiende no puede reclamar la gracia del entendimiento y por eso le adormece el sueño de la ebriedad. De este modo, los varones duermen su sueño; es decir, el suyo, no el de Cristo. Y porque no duermen el sueño de Cristo no poseen su paz, ni resucitarán con Él, que dijo: “Yo dormí, reposé y resucité porque el Señor me acogió” (Sal III, 6).
Dirigiéndose a vosotros, el Profeta os dice: “Orad y convertíos al Señor, nuestro Dios” (Sal LXXV, 12); es decir, no queráis desentenderos, el tiempo apremia, orad por vuestros pecados, devolved por los beneficios recibidos los bienes que tenéis. De Él recibisteis lo que ofrecéis: de Él mismo es lo que le pagáis. “Dones míos —dice— (I Cr XXIX, 14) y dádivas mías son todo esto que me ofrecéis; yo os lo di y doné.” En fin, el Profeta dice: “No necesitáis de mis bienes” (Sal XV, 2); por tanto, te ofrezco lo tuyo, porque no tengo nada que no me hayas dado. La fe es la que ofrece los dones; la humildad, la que los hace agradables. Abel ofreció a Dios con fe muchas hostias, y las ofrendas de Abel agradaron a Dios más que los dones de Caín, porque su fe era superior. ¿Por qué razón, en efecto, agrada a Dios la ofrenda del pobre más que la del rico? Porque el pobre es más rico en fe y sobriedad, y aun cuando sea pobre, de él es de quien se dice: “Te ofrecen presentes reales” (Sal LXVII, 30).
El Señor Jesús no se compadece en los que le hacen ofrendas vestidos de púrpura, sino en los que dominan sus propios movimientos, a la sensualidad del cuerpo con la fuerza del espíritu. Por tanto, orad, ricos. No poseéis en vuestras obras lo que agrada a Dios. Orad por vuestros pecados y crímenes y restituid los dones a Dios nuestro Señor. Restituidle en el pobre, pagadle en el necesitado, prestadle en el indigente, pues no podéis aplacarle por vuestros delitos de otra forma. A quien teméis como vengador, hacedle deudor. “Yo no recibiré becerros de tu casa, ni machos cabríos de tus rebaños, porque son mías todas las bestias de los bosques” (Sal XLIX, 9-10). Lo que me ofrecieres, mío es, porque todo el universo es mío. No os exijo lo que es mío, sino lo que me podéis ofrecer vuestro, el afecto de devoción y de fe. No me deleito en el deseo de sacrificios: únicamente, ¡oh hombre!, “ofrece a Dios sacrificios de alabanza y cumple tus votos al Altísimo” (Sal XLIX, 14).’