‘Uso social de las riquezas’ por San Ambrosio de Milán
‘Y dijo el rico: “Esto haré: destruiré mis graneros.” Ni siquiera pasó por su imaginación decir: “Abriré mis graneros para que entren quienes no pueden remediar su hambre; vengan los necesitados, entren los pobres, llenen sus senos; destruiré las paredes que excluyen al hambriento. ¿Por qué voy a esconder lo que Dios hace abundar para comunicarlo? ¿Para qué voy a cerrar con cerrojos el trigo, con el cual Dios ha llenado toda la extensión de los campos, donde nace y crece sin custodia?”
La esperanza del avaro se desvanece. Los graneros viejos revientan con la nueva cosecha. Pero ni aun así dice: “Tuve bienes y los guardé en vano; he recolectado mucho más, ¿para qué los voy a almacenar? He buscado ávidamente hacer subir el precio y he perdido toda la ganancia que esperaba. ¿Cuántas vidas de los pobres pudo preservar el trigo de los años anteriores? Ya no más guardaré estos bienes hasta que suban los precios, pues se ha de estimar más la gracia que el dinero. Imitaré a José en su pregón de humanidad; clamaré con gran voz: Venid, pobres, comed de mi pan, ensanchad vuestros senos, recibid el trigo.” La abundancia del rico, la fecundidad de toda la tierra, debe ser un bien de todos. Pero tú no hablas así, sino que dices: “Destruiré mis graneros.” Con razón dices los destruyes, ya que no revierten en el pobre agobiado. Tus graneros son receptáculos de iniquidad, no instrumentos de la caridad. En verdad, destruye quien no sabe edificar sabiamente. Destruye sus bienes todo rico que olvida lo eterno. Destruye sus graneros porque no sabe repartir su trigo, sino encerrarlo.
“Y los haré —dice— mayores.” Infeliz, mejor sería que distribuyeras entre los pobres lo que te vas a gastar en la edificación. Al mismo tiempo que rechazas el beneficio de la liberalidad sufres de grado el coste de la edificación.
Y añade: “Reuniré en él todos los frutos que he recolectado y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes.” El avaro se siente arruinado por la abundancia de las cosechas, cuando considera el bajo precio de los alimentos. La fecundidad es un bien para todos, pero la mala cosecha sólo es ventajosa al avaro. Se goza más de la enormidad de los precios que de la abundancia de productos y prefiere tener algo solo que vender a todos. Obsérvalo. Teme la superabundancia de trigo que, rebosando de los hórreos, vaya a parar a manos de los pobres y sea ocasión para los necesitados de adquirir algún bien. El rico reclama para sí sólo el producto de las tierras, no porque quiera usarlo él, sino para negarlo a los demás.
“Tienes —dice— muchos bienes.” No sabe enumerar el avaro otros bienes que los que son lucrativos. Pero le concedo que sean bienes las riquezas. ¿Por qué, pues, os servís de lo que es bueno para hacer el mal, cuando debierais hacer el bien con lo que es malo? Escrito esta: “Haceos amigos de las riquezas de iniquidad” (Lc XVI, 9). Por tanto, para aquellos que las saben usar son bienes, y para los que no, males ciertamente. “Distribuyó, dio a los pobres, su justicia permanece eternamente” (Sal CXI, 3). Son bienes si las distribuyes entre los pobres, y de este modo constituyes a Dios en deudor tuyo de un préstamo de piedad. Son bienes si abres los graneros de tu justicia y te haces pan de los pobres, vida de los necesitados, ojos de los ciegos, padre de los niños huérfanos.
Tienes posibilidad de hacerlo, ¿qué temes? Estoy de acuerdo con tus palabras. Tienes muchos bienes guardados para muchos años; luego podéis abundar en ellos no sólo tú, sino todos los demás. Tienes en tus manos el bienestar de todos, ¿por qué entonces destruyes tus graneros? Yo te muestro dónde puedes guardar mejor tu trigo, dónde puedes estar seguro que no te lo arrebatarán los ladrones. Dalo a los pobres; en ellos no lo consume el gorgojo ni lo corrompe el trascurso del tiempo. Tienes almacenes a tu disposición: el seno de los necesitados, las casas de las viudas, las bocas de los niños, donde se te pueda decir: “En las bocas de los niños y lactantes hallaste perfecta alabanza” (Sal VIII, 3). Estos son los graneros que duran eternamente; éstos son los graneros a los cuales las cosechas futuras no pueden hacer pequeños.
Porque, ¿qué harías nuevamente si otra vez tuvieras una cosecha abundantísima el próximo año? De nuevo tendrías que destruir los graneros que piensas edificar este año y hacerlos mayores. Dios te concede la prosperidad para vencer o condenar tu avaricia, a fin de que no puedas tener excusa. Pero lo que Él hizo nacer por tu medio para muchos te lo reservas para ti solo, y ciertamente para ti mismo lo pierdes, pues más ganarías tú mismo si lo repartieras entre los demás. El fruto de estos dones revierte en los mismos que los comunican, y la gracia de la liberalidad la recibe el liberal. Puesto que está escrito: “Sembrad para la justicia” (Os X, 12), sé agricultor espiritual, siembra lo que te sea provechoso. Si la tierra te devuelve frutos superiores a la simiente que recibe, cuanto más el premio de la misericordia te devolverá multiplicado lo que dieres.
Muerte, riquezas y comunicación
En fin, hombre cualquiera que seas, ¿no sabes que el día de la muerte puede adelantarse a la cosecha, pero que la misericordia excluye de la muerte al que la ha merecido? Ya están presentes quienes requieren tu alma, y tú todavía difieres el fruto de tus buenas obras. ¿Crees que aún te queda largo tiempo de vida para cambiar? “Necio, esta noche te pedirán tu alma” (Lc XII, 20). Dice bien “esta noche,” pues de noche será exigida el alma del avaro: empieza en tinieblas y permanece en ellas. Para el avaro siempre es noche, y día para el justo. De éste se dijo: “En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc XXIII, 34). “El necio cambia como la luna” (Si XXVII, 12). “Pero los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre” (Mt XIII, 43). Con razón es acusado de necedad quien coloca su esperanza en comer y beber. Y por eso les urge el tiempo de la muerte, según la frase de los que sirven a la gula: “Comamos y bebamos, mañana moriremos” (Is XXII, 13). Se le llama necio acertadamente, porque proporciona lo corporal a su alma e ignora para quién guarda las cosas a las que sirve.
Por tanto, se le dice: “Los bienes que allegaste, ¿para quién serán?” (Lc XII, 20). ¿Por qué todos los días mides, cuentas y pones sello a tu dinero? ¿Por qué pesas diariamente el oro y la plata? ¡Cuánto más te valdría ser dispensador liberal que guarda solícito! ¡Cuánto más te aprovecharía para la gracia que tuvieras selladas tus muchas balanzas en un saco! Pues el dinero lo dejamos en este mundo, pero la gracia de las buenas obras nos acompañará como mérito en el Juicio final.
Pero quizá repliques lo que vosotros los ricos soléis decir generalmente: “Que no debemos socorrer al que Dios maldice y quiere que sufra necesidad.” Pero no han sido malditos los pobres, ya que de ellos está escrito: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt V, 3). No del pobre, sino del rico dice la Escritura: “El que recibe usura del trigo será maldito” (Pr XI, 26). Tú no debes, por otra parte, considerar los méritos de cada uno. Pertenece a la misericordia no juzgar los méritos, sino ayudar en las necesidades: socorrer al pobre. No examinar la justicia. Pues está escrito: “Bienaventurado quien entiende en el necesitado y el pobre” (Sal XL, 2). ¿Quién es el que entiende? Quien le compadece, quien advierte que es participante de su misma naturaleza, quien sabe que Dios hizo al rico y al pobre, quien cree que santifica sus frutos si destina alguna parte de ellos para los pobres. Por consiguiente, cuando tengas de dónde hacer bien, no te retrases diciendo: “Mañana daré,” a fin de que no pierdas la prosperidad que te permite dar. Es peligroso diferir el socorro a otro. Puede suceder que, mientras dilatas tu ayuda, muera el necesitado. Apresúrate más que la muerte, no sea que mañana te domine la avaricia y desistas de tus promesas.
Jezabel es figura de la avaricia
Pero, ¿por qué decirte que no demores la liberalidad? Ojalá no te apresures para la rapiña, ni arrebates lo que ambicionas, ni exijas lo que no es tuyo, ni te apoderes de lo que te niegan; ojalá soportes pacientemente la negativa y no escuches la voz de aquella Jezabel, que es la avaricia, que te dice con cierto dejo de vanidad: “Yo te proporcionaré la viña que deseas. Estás triste porque quieres observar, como medida de la justicia, no apoderarte de lo ajeno. Yo tengo mis derechos y mis leyes; acusaré falsamente al pobre para robarle y le quitaré la vida, si es preciso, para arrebatarle su posesión.”
¿Qué otra cosa se quiere describir en esta historia a no ser la avaricia del rico, que es un torrente que todo lo arrolla y destroza? Jezabel representa esta avaricia, y no hay una sola, sino muchas, ni es solamente de una época, sino de todos los tiempos. Ella dice a todos, como la Jezabel de la historia dijo a su marido, Ajab: “Levántate, come y vuelve en ti; yo te daré la viña de Nabot de Jezrael.”
Y escribió ella unas cartas en nombre de Ajab y las selló con el sello de éste y se las mandó a los ancianos y a los magistrados que vivían con Nabot. He aquí lo que escribió en las cartas: “Promulgad un ayuno y traed a Nabot delante del pueblo y preparad dos malvados que depongan contra él diciendo: Tú has maldecido a Dios y al rey; y sacadle luego y lapidadle hasta que muera.”
Falso e inútil ayuno de los ricos. Su hipocresía
¡Cuán vivamente expresa la Sagrada Escritura el modo de obrar de los ricos! Se entristecen si no pueden robar lo ajeno: dejan de comer, ayunan, no para reparar sus pecados, sino para preparar el crimen. Y tal vez les ves venir a la iglesia oficiosos, humildes, asiduos, para obtener que se lleve a efecto su delito. Pero les dice Dios: “El ayuno que me agrada no es encorvar la cabeza como junco y acostarse en saco y ceniza. No llaméis a este ayuno aceptable. ¿Sabéis qué ayuno quiero yo? —dice el Señor—. Romper todas las ataduras de la injusticia, deshacer los vínculos opresores, dejar ir libres a los oprimidos y quebrantar todo yugo inicuo; que partas tu pan con el hambriento, que acojas en tu casa al pobre sin techo, que si ves al desnudo le vistas y no desprecies a tus hermanos. Entonces brillará tu luz como la aurora y se dejará ver pronto tu salud y te precederá la justicia y la gloria de Dios te rodeará; entonces llamarás al Señor y te oirá. Aún no habréis acabado de hablar y te dirá: Aquí estoy” (Is LVIII, 5-9).
¿Oyes, rico, lo que dice el Señor? Y tú vienes a la iglesia, no para distribuir algo al pobre, sino para quitárselo; ayunas, no para que el gasto de tu comida vaya en beneficio de los pobres, sino para apoderarte incluso de sus despojos. ¿Qué pretendes con el libro, las cartas, el sello, las anotaciones y el vínculo de la ley? ¿No has oído? “Rompe todas las ligaduras de la injusticia, deshaz los vínculos opresores, deja ir a los oprimidos y quebranta todo yugo inicuo. Tú me ofreces las tablas en que está escrita la ley, yo te opongo la ley de Dios; tú escribes con tinta, yo te repito los oráculos de los profetas, escritos bajo inspiración de Dios; tú preparas falsos testimonios, yo pido ci testimonio de la conciencia, de cuyo juicio no puedes huir ni librarte, cuyo testimonio no podrás recusar en el día en que Dios revelará las obras ocultas de los hombres. Tú dices: “Destruiré mis graneros” (Lc XII, 18); pero Dios dice: “Despréndete más bien de lo que encierra el granero, dalo a los pobres, que aprovechen estos recursos los necesitados.” Tú dices: “Los haré mayores y reuniré en ellos mis cosechas por grandes que sean.” Pero el Señor te dice: “Parte tu pan con el hambriento.” Tú dices: “Quitaré a los pobres su casa.”Pero el Señor te dice: “Recibe en tu casa a los necesitados que no tienen techo.” ¿Cómo quieres, rico, que Dios te oiga, cuando tú no piensas que debes escuchar a Dios? Si no se acepta la arbitrariedad del rico, se inventa una causa y se estima injuria a Dios la negativa a la petición del rico.
“Nabot ha maldecido —dice— a Dios y al rey.” Equipara a las personas para que parezca igual la ofensa. “Maldijo —dice— a Dios y al rey.” Se buscaron dos testigos inicuos. También por dos testigos fue apetecida Susana, y dos testigos encontró también la Sinagoga que depusieron contra Jesús falsamente, y con dos testimonios es asesinado el pobre. “Luego sacaron a Nabot fuera de la ciudad y le lapidaron.” ¡Si al menos hubiese podido morir entre los suyos! Pero el rico quiere quitar al pobre hasta la sepultura.
“Y sucedió que como oyese Ajab la muerte de Nabot, rasgó sus vestiduras y se vistió de cilicio. Y después de esto se levantó y descendió a la viña de Nabot de Jezrael para tomar posesión de ella.” Los ricos, si no obtienen lo que desean, para hacer daño se airan y calumnian. Después fingen pesar; sin embargo, tristes y como afligidos, no de corazón, sino de rostro, marchan al lugar de la rapiña a tomar posesión inicua del fruto de su agresión.
Este hecho conmueve a la justicia divina, que condena al avaro con merecida severidad. “Mataste —se le dice— y te adueñaste de la heredad. Por eso en el lugar en el que los perros lamieron la sangre de Nabot lamerán también la tuya propia y las meretrices se lavarán en ella.” ¡Cuán justa y cuán severa sentencia, que la muerte acerba que el rey causó la sufriera él mismo con todo su horror! Dios ve al pobre insepulto y establece que quede también sin sepultura el rico; Él quiere que pague, también muerto, sus iniquidades, porque no tuvo piedad ni siquiera de un muerto. El cadáver del rey, empapado en la sangre de sus heridas, muestra, con este género de muerte violenta, la crueldad de su vida. Cuando sufrió esta muerte el pobre fue inculpado el rico; cuando la recibió el rico fue vengada la muerte del pobre.
¿Y qué significa que las meretrices se lavaran en su sangre, sino la perfidia propia de las prostitutas en que cayó el rey con su egoísmo salvaje, o la lujuria cruenta de él, que fue tan lujurioso hasta desear las hortalizas y tan sanguinario que por ellas mató a Nabot? Digna pena castiga al avaro y a la avaricia. En fin, también a Jezabel la devoraron los perros y las aves del cielo para dar a entender qué fin espera al rico en su sepultura. Huye, pues, rico, de las muertes de esta clase. Pero huirás de ellas si huyes de estos crímenes. No quieras ser otro Ajab, de modo que ambiciones la posesión del vecino. No cohabite contigo Jezabel, aquella avaricia feroz, pues te persuadirá para que mates, no refrenará tu codicia, sino la excitará; te hará más desgraciado aunque logres alcanzar lo que desea, te hará desnudo aunque seas rico.’
No hay comentarios.:
Publicar un comentario