martes, mayo 22, 2012

La naturaleza caída, según Reinaldo Arenas

Para Al., que me presentó a R. A.

Las piedras

Yo tenía dos años. Estaba desnudo, de pie; me inclinaba sobre el suelo y pasaba la lengua por la tierra. El primer sabor que recuerdo es el sabor de la tierra. Comía tierra con mi prima Dulce Ofelia; quien también tenía dos años. Era un niño flaco, pero con una barriga muy grande debido a los lombrices que me había crecido en el estómago de comer tanta tierra. La tierra la comíamos en el rancho de la casa; el rancho era el lugar donde dormían las bestias; es decir, los caballos, las vacas, los cerdos, las gallinas, las ovejas. El rancho estaba a un costado de la casa.

Alguien nos regañaba porque comíamos tierra. ¿Quién era esa persona que nos regañaba? ¿Mi madre, mi abuela, una de mis tías, mi abuelo? Un día sentí un dolor de barriga terrible; no me dio tiempo a ir al excusado, que quedaba fuera de la casa, y utilicé el orinal que estaba debajo de la cama donde yo dormía con mi madre. Lo primero que solté fue una lombriz enorme; era un animal rojo con muchas patas, como un ciempiés, que daba saltos dentro del orinal, sin duda, estaba enfurecido por haber sido expulsado de su elemento de una manera tan violenta. Yo le cogí mucho miedo a aquella lombriz, que se me aparecía ahora todas las noches y trataba de entrar en mi barriga, mientras yo me abrazaba a mi madre.

Mi madre era una mujer muy bella, muy sola. Conoció sólo a un hombre: a mi padre. Disfrutó de su amor sólo unos meses. Mi padre era un aventurero: se enamoró de mi madre, se la “pidió” a mi abuelo y a los tres meses la dejó. Mi madre vivió entonces en la casa de sus suegros; ahí esperó durante un año pero mi padre nunca regresó. Cuando yo tenía tres meses, mi madre volvió para la casa de mis abuelos; iba conmigo; el fruto de su fracaso. No recuerdo el lugar donde nací; nunca conocí a la familia de mi padre; pero creo que ese lugar estaba por la parte norte de la provincia de Oriente, en el campo. Mi abuela y todos en la casa trataron de educarme siempre dentro de un gran odio hacia mi padre, porque había engañado —ésa era la palabra— a mi madre. Recuerdo que me enseñaron una canción que contaba la historia de un hijo que, en venganza, mataba a su padre para desagraviar a su madre abandonada. Yo cantaba esa canción en presencia de toda mi familia, que escuchaba arrobada. La canción por aquella época era muy popular y contaba las peripecias de una mujer que había sido ultrajada por su amante, quien, luego de hacerle un hijo, había desaparecido. La canción terminaba de este modo:
El muchacho creció y se hizo un hombre
y a la guerra se fue a pelear
y en venganza mató a su padre.
Así hacen los hijos que saben amar.
Un día mi madre y yo íbamos caminando hacia la casa de una de mis tías. Al bajar al río vimos a un hombre que venía hacia nosotros; era un hombre apuesto, alto, trigueño. Mi madre se enfureció súbitamente; empezó a coger piedras del río y a tirárselas por la cabeza a aquel hombre que, a pesar del torrente de piedras, siguió acercándose a nosotros. Llegó hasta donde yo estaba, metió la mano en el bolsillo, me dio dos pesos, me pasó la mano por la cabeza y salió corriendo, antes de que alguna pedrada lo descalabrase. Durante el resto del camino, mi madre fue llorando y, cuando llegamos a la casa de mi tía, yo me enteré de que aquel hombre era mi padre. No lo volví a ver más, ni tampoco los dos pesos; mi tía se los pidió prestados a mi madre y no sé si se los habrá pagado.

Mi madre era una mujer “abandonada”, como se decía en aquellos tiempos. Difícil era que pudiera volver a encontrar un marido; el matrimonio era para las señoritas y ella había sido engañada. Si algún hombre se le acercaba era, como se decía en aquella época, para “abusar” de ella. Por lo tanto, mi madre tenía que ser muy desconfiada. Íbamos juntos a los bailes, ella siempre me llevaba, aunque yo entonces tendría unos cuatro años. Cuando un hombre la sacaba a bailar yo me sentaba en un banco; al terminar de bailar la pieza, mi madre venía y se sentaba a mi lado. Cuando alguien invitaba a mi madre a tomar cerveza, ella me llevaba también a mí; yo no tomaba cerveza, pero el pretendiente de mi madre tenía que pagarme muchos “rayados”, como les decíamos en el campo a unos helados que se hacían raspando un pedazo de hielo con unos cepillos. Mi madre tal vez pensaba encontrar en aquellos bailes a un hombre serio que se casara con ella; no lo encontró o no quiso encontrarlo. Creo que mi madre fue siempre fiel a la infidelidad de mi padre y eligió la castidad; una castidad amarga y, desde luego, antinatural y cruel, pues en aquellos momentos tenía solamente veinte años. La castidad de mi madre era peor que la de una virgen, porque ella había conocido el placer durante unos meses y luego renunció a él para toda la vida. Todo eso le provocó una gran frustración.

Una noche, cuando estaba ya en la cama, me hizo una pregunta que, en aquel momento, me desconcertó. Me preguntó si yo no me sentiría muy triste en el caso de que ella se muriera. Yo me abracé a ella y empecé a llorar, creo que ella lloró también y me dijo que olvidase la pregunta. Más tarde, o quizás en aquel mismo momento, me di cuenta que mi madre pensaba suicidarse y yo le frustré ese plan.

Yo seguía siendo un niño feo, barrigón y con una cabeza muy grande. Por entonces, no creo que mi madre tuviese un sentido práctico para cuidar a un hijo; joven, sin experiencia y viviendo en la casa de mi abuela, era ésta quien ejercía las funciones de ama de casa; para decirlo con sus propias palabras, era mi abuela la que “llevaba el timón de la casa”. Mi madre era una mujer soltera, con un hijo y que vivía, además, agregada. Ella no podía tomar ninguna decisión, ni siquiera sobre mí mismo. No sé si por entonces mi madre me quería; recuerdo que, cuando yo empezaba a llorar, ella me cargaba, pero siempre lo hacía con tanta violencia que yo resbalaba por detrás de sus hombros e iba a dar de cabeza en el suelo. Otras veces, me mecía en una hamaca de saco, pero eran tan rápidos los movimientos con los que impulsaba aquella hamaca que yo también iba a dar al suelo. Creo que por eso mi cabeza se llenó de ñáñaras y chichones, pero sobreviví a aquellas caídas; por suerte, el piso de la casa, que era un enorme bohío, era de tierra.

En aquella casa vivían también otras mujeres; tías solteras que eran tan jóvenes como mi madre; otras, consideradas solteronas porque tenían ya más de treinta años. También vivía allí una nuera abandonada por un hijo de mis abuelos; ésa era la madre de Dulce Ofelia. Las tías casadas también venían a la casa y se pasaban largas temporadas; ésas venían con sus hijos, que eran más grandes que yo y a los cuales miraba con envidia porque tenían un padre conocido y eso les daba un aire de desenvoltura y seguridad que yo nunca llegué a poseer. Casi todos estos familiares vivían cerca de la casa de mi abuelo. A veces visitaban la casa y mi abuela hacía un dulce, y aquello se convertía en una fiesta. En aquella casa también vivía mi bisabuela, que era una anciana que ya casi no se movía y se pasaba gran parte del tiempo recostada en un taburete cerca de un radio de oído que ella casi nunca oía.

El centro de la casa era mi abuela, que orinaba de pie y hablaba con Dios; siempre le pedía cuentas a Dios y a la Virgen por todas las desgracias que nos acechaban o que padecíamos: las sequías, los rayos que fulminaban una palma o mataban un caballo, las vacas que se morían de algún mal contra el cual no se podía hacer nada; las borracheras de mi abuelo, que llegaba y le caía a golpes. Mi abuela tenía por entonces once hijas solteras y tres hijos casados; con el tiempo aquellas hijas fueron encontrando maridos provisionales; que se las llevaban, y al igual que a mi madre, a los pocos meses las abandonaban. Eran mujeres atractivas, pero, por alguna razón fatal, no podían retener a ningún hombre. La casa de mis abuelos se llenaba de sus hijas barrigonas o de niños llorones como yo. El mundo de mi infancia fue un mundo poblado de mujeres abandonadas; el único hombre que había en aquella casa era mi abuelo. Mi abuelo había sido un don Juan, pero ahora era un viejo calvo. A diferencia de mi abuela, mi abuelo no hablaba con Dios, sino solo; pero a veces miraba al cielo y lanzaba alguna maldición. Había tenido varios hijos con otras mujeres del barrio, que con el tiempo vinieron también a vivir a la casa de mi abuela. Desde entonces, mi abuela decidió no acostarse más con mi abuelo; de modo que mi abuela también practicaba también la abstinencia y estaba tan desesperada como sus hijas.

Mi abuelo tenía sus rachas de furia; entonces, dejaba de hablar y se volvía mudo, desaparecía de la casa y se iba para el monte, pasando semanas enteras durmiendo debajo de los árboles. Decía ser ateo y, a la vez, se pasaba la vida cagándose en la Madre de Dios, quizás hacía todo eso para mortificar a mi abuela, quien siempre estaba cayendo de rodillas en medio del campo y pidiéndole alguna gracia al cielo; gracia que, generalmente, no se le concedía.

Reinaldo Arenas, Antes que anochezca

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