El martirio de las religiosas estadounidenses Maura, Ita, Dorothy y Jean
En presencia de los cadáveres de
Maura (Clarke, MM), Ita (Ford, MM), Dorothy (Kazel, OSU) y Jean (Donovan) hemos sentido lo que tantas otras veces desde el
asesinato de Rutilio Grande, hace ya casi cuatro años. Los mártires fueron
entonces un sacerdote jesuita, amigo y compañero, y dos campesinos de Aguilares.
Los mártires son ahora dos hermanas de Maryknoll, una hermana ursulina y una
promotora social de la diócesis de Cleveland. Entre ambos martirios, una
interminable lista de sacerdotes, seminaristas, estudiantes, campesinos,
maestros, obreros, profesionales e intelectuales.
Aunque la muerte se ha hecho ya
triste compañera del pueblo de El Salvador, cada vez que nos reunimos a
despedir a nuestros mártires y testigos de la fe surgen los mismos
sentimientos. Por una parte, indignación y tristeza, y la oración del salmo:
«¿Hasta cuándo, Señor?». Por otra parte, la decisión y firmeza, y la promesa
del Señor: «Alégrate, Jerusalén. La liberación está cerca».
Esta vez, sin embargo, nadie
podía ocultar una sensación nueva y distinta. Desde el asesinato de mons.
Romero, nunca se ha producido una conmoción semejante ni dentro ni fuera del
país, nunca ha habido un repudio tan universal y nunca ha existido la sensación
de que se ha colmado ya la paciencia de Dios y de que estos martirios son preanuncios
de la liberación cercana.
Los 300 sacerdotes y religiosas
que nos reunimos en el Arzobispado oímos la voz de mons. Rivera, que sonaba
nueva y distinta, denunciando, desenmascarando y responsabilizando a los
cuerpos de seguridad y a la Junta demócrata cristiana. La verdad volvía a
resonar limpia y clara. Y con la verdad, la fortaleza y la decisión cristiana de
permanecer unidos junto al pueblo masacrado, aunque de nuevo la Iglesia
caminase hacia la cruz.
Se repetía la primera pascua
cristiana. El horror, el abandono y la soledad de la cruz de Jesús llevaron a
sus discípulos a esconderse en el cenáculo. Pero el espíritu de Jesús, más
fuerte que la muerte, abrió las puertas, y de allí salieron confortados y
decididos a predicar la resurrección y la vida, a anunciar la buena noticia del
reino de los pobres. El Arzobispado se convirtió en un nuevo cenáculo. Allí se
hizo presente el Dios de la vida, más fuerte que la muerte, que la opresión y
la represión, más fuerte que nosotros mismos y nuestros propios miedos y
temores. Allí se hizo presente la paradoja cristiana en presencia de los cuatro
cadáveres. En verdad, donde abundó el crimen y el pecado sobreabundó la vida y
la gracia.
Ciertamente, esta última pascua
que celebramos ha tenido algo especial. Con este asesinato se han rebasado las
fronteras de la iniquidad, se han roto las reglas del mal. Aun quienes en El Salvador
hemos visto ya todo y ninguna barbarie nos sorprende, nos hemos sentido
sobrecogidos. De nuevo sentimos que han asesinado al justo y al inocente. Pero
esta vez el Cristo que ha muerto han sido cuatro mujeres, religiosas y
estadounidenses. Y por ello, la negrura del crimen va acompañada de una
especial luz.
El martirio de Maura, Ita, Dorothy y Jean, en la película Salvador (1986) de Oliver Stone.
El Cristo muerto son cuatro mujeres.
En el mundo y en la Iglesia en que vivimos, los protagonistas son los
hombres. Todos somos iguales y diferentes ante Dios; pero ni la igualdad ni la
diferencia la encontramos fácilmente en nuestra historia. Estos cuatro
cadáveres, sin embargo, algo nos dicen de ello. Hombres y mujeres son oprimidos
y reprimidos en El Salvador; hombres y mujeres han elevado su plegaria a Dios
para que oiga los gritos que les arrancan los explotadores; hombres y mujeres
se han decidido a la lucha por la liberación; y hombres y mujeres han caído en
esa lucha. Ahí se da, en el sufrimiento y en la esperanza, la más profunda
igualdad.
Las cuatro hermanas se han unido
al pueblo salvadoreño al unirse a la mujer salvadoreña. La mujer es procreadora
de la humanidad, pero es también creadora de humanidad de una forma específica
suya, con la finura de su servicio, la entrega sin límites y el contacto afectivo
y efectivo con el pueblo y la compasión que no racionaliza el sufrimiento de
los pobres. La mujer es creadora de fortaleza que no abandona al que sufre,
como no abandonaron a su pueblo las cuatro hermanas, a pesar de las serias
amenazas. La mujer es más indefensa físicamente, y ello resalta y desenmascara
más la barbarie de su asesinato y la sencillez y gratuidad de su entrega.
El Cristo muerto son cuatro religiosas.
Cuando hoy se habla tanto de renovación de la vida religiosa en El Salvador
y en otras partes, cuando tanto se discute del carisma y de los votos, estos
cuatro cadáveres nos muestran lo fundamental de lo que hoy significa una vida consagrada
a Dios. Sin grandes aspavientos, sin declaraciones grandilocuentes, nos
muestran cómo han discernido lo fundamental de cualquier carisma religioso: el
servicio. Las religiosas, hoy, se han ido desplazando paulatinamente hacia los
lugares más perdidos, allá donde otros no pueden o no quieren llegar; se han
acercado de verdad a los pobres de los barrios marginados, a las zonas obreras
y, sobre todo, a los campesinos. Consagración a Dios significa hoy servicio y
entrega a sus pobres.
Calladamente, también han
ejercido su carisma profético de la vida religiosa, denunciando con su
presencia y actuación el instalamiento de otros sectores de la Iglesia, el
alejamiento del pueblo cristiano de altos jerarcas y, sobre todo, el pecado que
da muerte al pueblo salvadoreño. Por ello han sufrido el destino de los
profetas y han compartido la misma suerte del pueblo: el martirio. Con ello,
también las religiosas tienen sus representantes entre los mártires que mueren entre
todos los grupos sociales que han optado por los pobres.
El Cristo muerto son cuatro estadounidenses.
Los Estados Unidos son omnipresentes en El Salvador. Existen hombres de
negocios y expertos militares; existe una embajada en la que se decide el
destino de los salvadoreños sin preguntarles a ellos qué es lo que quieren. Existen
armas de fabricación estadounidense y helicópteros desde los que se bombardea y
persigue a la población civil. Pero existen también cristianos estadounidenses,
sacerdotes y religiosas, que nos han traído lo mejor de los Estados Unidos: la
fe en Jesús, no en el dólar; el amor al hombre, no al designio imperialista; el
anhelo de justicia, no la explotación. Con estas cuatro estadounidenses,
Cristo, aunque vino de fuera, no fue un extranjero en El Salvador, sino que
pronto se hizo salvadoreño.
Con ellas se hermanaron la
Iglesia de El Salvador y la Iglesia de los Estados Unidos, según la fórmula
cristiana de ayudarse y llevarse mutuamente, no de imponer, chantajear con la
ayuda económica o infantilizar con el paternalismo. El Salvador les dio a las
cuatro hermanas los ojos nuevos para ver el cuerpo crucificado de Cristo en su pueblo
y las manos nuevas para curar sus heridas. Los Estados Unidos nos han dado
cuatro mujeres que abandonaron su patria para dar con sencillez y para dar
hasta su propia vida.
Lo que ha unido a estas dos
iglesias, lo que hace que las diversas iglesias vayan construyendo la única
Iglesia extendida por todo el mundo, son los pobres y el servicio hacia ellos.
Es muy conmovedor escuchar de Peggy Healy, hermana de Maryknoll y amiga de las
hermanas asesinadas, que los altos dignatarios enviados por Carter a El Salvador
no deben ir sólo a investigar la muerte de cuatro ciudadanas estadounidenses,
sino el genocidio de 10,000 salvadoreños. Hoy, como ayer, no existe ninguna
otra fórmula cristiana para construir la Iglesia ni para unificar a las
diversas iglesias extendidas por el mundo que salirse de sí mismas y dedicarse
a los otros, a los más pobres, a los oprimidos, a los torturados, a los
desaparecidos, a los asesinados. Cuando existe esa actitud, la Iglesia de El
Salvador sólo puede dar la bienvenida a los cristianos de la hermana Iglesia de
los Estados Unidos. Y cuando esa actitud lleva hasta el martirio, sólo puede
agradecerlo desde lo más profundo de su corazón.
Maura, Ita, Dorothy y Jean son el
Cristo muerto hoy. Pero son también el Cristo resucitado, que mantiene viva la
esperanza de la liberación. Su asesinato ha conmovido e indignado al mundo.
Pero a los cristianos este asesinato nos dice también algo de Dios, porque esas
mujeres nos dicen algo de Dios. Los cristianos creemos que la salvación nos
viene de Jesús, pero quizá sea éste el momento de tomar en serio lo que en la
teología se ha dicho de forma en exceso espiritualista y académica: que la
salvación pasa también por una mujer, María, la Virgen de la Cruz y del
Magníficat. La salvación nos viene por todos los hombres y mujeres que aman más
la verdad que la mentira, que están más dispuestos a dar que a recibir, que
tienen el supremo amor de dar la vida más que guardársela para sí. Ahí se hace
presente Dios. Por ello, aunque estos cuatro cadáveres llenan de dolor e
indignación, nuestra última palabra tiene que ser: gracias. Con Maura, Ita,
Dorothy y Jean, Dios pasó por El Salvador.
Jon Sobrino, SJ, enero de 1981.