viernes, diciembre 13, 2013

‘Teolegúmeno español’ de Erich Przywara, SJ

A S., mis hermanitos jesuitas y otros quijotescos compañeros de andanzas y entuertos.



I. Tres aspectos del teolegúmeno español

Teologúmeno tiene un doble sentido. Significa, en primer lugar, lo dicho acerca de Dios. Significa, más exactamente, lo que fue dicho por Dios y tiene en Él su fundamento. Tomado en este doble sentido es este vocablo la mejor expresión para designar la faz peculiar que ofrece España en el aspecto religioso y teológico. El punto culminante de la vida religiosa y teológica de España y de su misión en Europa se da en el período que media entre las primeras conmociones de la Europa cristiana y el momento de su máxima tensión. Todavía no quebrantado del todo el dominio del Islam en España, e iniciada por los albigenses en el norte de ésta y en el sur de Francia la Reforma que iba a escindir al Occidente cristiano, el canónigo castellano Domingo (1175-1221) funda la Orden de Predicadores, cuyos miembros poco después de su muerte serían llamados dominicos, para servicio incondicional de la ‘Verdad’ (como que la palabra veritas es el lema dominicano). En el decisivo período en el que la Reforma de Lutero (1483-1546) y Calvino (1509-1564) opuso, en todos los aspectos fundamentales del cristianismo, la ‘vida’ al ‘servicio’, anulando de raíz la Europa cristiana, surge en Monserrat, ‘montaña sagrada’ de España, a través de Ignacio de Loyola (1491-1556) y sus Ejercicios, la figura de la Compañía de Jesús, cuyo lema es el ‘sólo servicio’ (según la formulación de los Ejercicios y las Constituciones), y florece en Teresa de Ávila (1515-1582) y Juan de la Cruz (1542-1591) la reforma del Carmelo, que exige el sacrificio total y ciego de la personalidad. Finalmente, en el siglo que vio reinar en toda Europa el espíritu de la Revolución francesa (y, consiguientemente, la coronación espiritual de la Reforma), anuncia solitario e incomprendido Donoso Cortés (1809-1853) la superación futura de todo el proceso que va de la Reforma a la Revolución por parte de un nuevo tipo de hombre hecho al ‘mando’ y a la ‘obediencia’; y desde el ambiente luterano de Alemania le responde, en terrible lucha con su herencia luterana, Friedrich Nietzsche con una figura semejante al hombre nuevo. Vista en este contexto, la religiosidad española es teológica en un sentido singular: la llama de la interioridad personal (que constituye la característica de las tres órdenes españolas: dominicos, jesuitas y carmelitas reformados) está rigurosamente sometida al servicio de la autoridad del Dios Uno que ‘habla’ de modo viviente en la Iglesia Una; implacable servicio de teólogos a la única teología (hasta el punto de que incluso el político Donoso Cortés se haya sentido a sí mismo de un modo especial como teólogo, y esto según el espíritu de la época de Felipe II).



De este modo, de las tres épocas que acabamos de destacar se constituye la intermedia en decisiva para el ‘teolegúmeno español’. Tanto Santo Domingo como Donoso Cortés se hallan solos en un tiempo tenebroso: Santo Domingo, con la mirada en la futura ‘España eterna’ de Carlos V y Felipe II, pero todavía enclavado en el tiempo de la lucha desesperada; Donoso Cortés, con la vista en la resurrección de esta ‘España eterna’ pero rodeado de las ruinas de su forma histórica. Es, pues, en el tiempo intermedio, en la época de Carlos V y Felipe II, cuando se destaca el ‘teolegúmeno español’. Lo característico de éste consiste en el hecho de que el siglo XVI, en el cual se decide para siempre la suerte y la configuración de la Europa cristiana, coincide plenamente con la época más grande de España. 


II. El teolegúmeno español frente a frente a la Reforma

Lo decisivo es, en consecuencia, ese estar frente a frente respecto a la Reforma. Pero este estar frente a frente no significa en rigor ni Contrarreforma ni Barroco. No significa sencillamente Contrarreforma. Bien es cierto que tiene razón Lortz en llamar a Carlos V el único antagonista grande y adecuado de Lutero, y que Felipe II aparece en sus batallas de Flandes y en la guerra contra Inglaterra como el único poder frente a Calvino (cuyo espíritu informará el Oeste europeo hasta América). Pero este antagonismo no responde en ambos a una mera ‘reacción’ (frente a la acción espontánea de la Reforma), ni es sencillamente un ‘poder policíaco’ de una Iglesia con afán de conquista. Carlos V y Lutero, Felipe II y Calvino se hallan los unos respecto a los otros como poderes cerrados en sí. Lutero no es en modo alguno ‘problema’ para Carlos V, ni Calvino para Felipe II. El vocablo ‘Majestad’, que en este tiempo constituye una característica especial de la vida profana española, y es utilizado a la par como expresión religiosa por Ignacio de Loyola y Teresa de Ávila (Dios es considerado como ‘Su Majestad’), revela en Carlos V y Felipe II un modo de ser implacablemente silencioso frente al carácter volcánico de Lutero; y llega a pasar, incluso, al estilo de Calvino. Y, por el contrario, son precisamente Carlos V y Felipe II quienes parecen realizar el sueño de los reformadores de ‘purificar la corrompida Roma’, pues ambos llevan sus conflictos con el Papa hasta la guerra (con el pavoroso sacco di Roma en tiempos de Carlos V).

Tampoco significa sencillamente el Barroco, en el sentido de un afán de competir con la Reforma exaltando la antigua tradición cristiana. La ‘conquista del mundo’ en Ignacio de Loyola y su ‘siempre más’ pertenecen, como se trata de una ‘conquista’, a la época de los ‘conquistadores’, y son, por tanto, un desbordamiento de la propia plenitud, así como la España recién liberada del yugo de los ‘infieles’ y unida en sí misma, al sentirse en la plenitud de su fuerza, tiende a comunicar a todos su liberación y su unidad. La renovada Subida del Monte Carmelo en Teresa de Ávila y Juan de la Cruz es más bien el modo como aparece esta ‘conquista’ vista en su vertiente interior, es a saber, como una arriesgada y valiente vida caballeresca en el país del amor a Dios (y así se explica que Teresa tienda primeramente a marcharse a la ‘tierra de infieles’, para más tarde en sus escritos e himnos pensar y escribir con espíritu rigurosamente castrense; y que los himnos de San Juan de la Cruz sean estructurados en forma de arriesgadas aventuras en las alturas y profundidades de Dios).

El verdadero sentido de este antagonismo respecto a la Reforma es análogo al de la actitud de Santo Domingo y su Orden frente a la incipiente Edad Moderna, y la de Donoso Cortés frente a Nietzsche y la futura superación de la Edad Moderna. La concepción primigenia de la Orden de Predicadores tenía su paralelo en los predicadores ambulantes albigenses (en los cuales se preludiaba el ‘sacerdocio universal’ de la Reforma y la eliminación de toda ‘esfera sacra’ destacada del mundo). El agustinismo originario de la Orden alcanza su culminación en el Maestro Eckhart, que figura como anticipo y preludio en todos los grandes sistemas de la Edad Moderna, y el bañeciamismo posterior de la Orden aparecerá en la disputa acerca de la gracia como ‘sospechosamente cercano al calvinismo’. Donoso Cortés, por su parte, no sólo es el origen de las profecías acerca de la nueva Europa, que se radicalizan en Nietzsche, sino que ambas imágenes del Hombre nuevo se exigen mutuamente. En este plano es donde debe ser situado ese antagonismo entre la España clásica y la Reforma. Para determinar la relación de la Compañía de Jesús y el Carmelo reformado respecto a la Reforma, no sólo es significativo el hecho exterior de que Ignacio y Juan de la Cruz hayan aparecido a la Inquisición como sospechosamente afines a los ‘iluminados’, que la Compañía de Jesús como tal haya sido considerada por el gran teólogo dominico Melchor Cano como ‘imagen del Anticristo’, y que Teresa de Jesús y Juan de la Cruz hayan tenido que pasar por las más graves acusaciones y las más duras opresiones, de tal modo que la Compañía de Jesús y el Carmelo reformado hayan sido vistos en España casi como una reforma católica interna. Sino que también se dan correlaciones internas, como se ve por el hecho de que el nuevo ‘catolicismo objetivo’ de Alemania considere a la Compañía de Jesús como el comienzo por parte del catolicismo de la Edad Moderna (Eschweiler) y destaque la verdadera mística clásica del cristianismo frente al Carmelo reformado (Anselm Stoltz). El modo como en los Ejercicios es llevado el Hombre, por medio de la anulación de toda autosuficiencia en lo que toca a la actitud respecto a Dios, a una vida de plena intimidad con Cristo, está en sorprendente paralelismo con el modo de sentir y de pensar de Lutero, que consideraba a Cristo como inmediato principio configurador tras el hundimiento de toda forma de justificación personal. El modo como exige el camino del Carmelo reformado, en la noche del abandono por parte de Dios, la entrega incondicional (‘Dame el cielo o el infierno, dispón tú’, como reza Teresa, y se adivina en el trasfondo del himno de la Noche de San Juan de la Cruz), aparece en sorprendente parentesco con el camino de la ‘tentación’, el ‘sobrecogimiento’ y la theologia crucis de Lutero. Y la expresión ‘Gloria de la Divina Majestad’ en Ignacio y Teresa y la ‘vida en esperanza pura’ en Juan de la Cruz coincide literalmente con la fórmula en la que condensa Calvino toda la actitud de la Reforma, como vida en sola esperanza, totalmente entregada al servicio de su Divina Majestad.

De este modo el antagonismo entre la ‘España eterna’ y la Reforma se da en la extrema cercanía de una situación análoga. Por lo que a la Compañía de Jesús y al Carmelo reformado toca, deben ambos sufrir y soportar la noche interna de la que brota la Reforma, para después, en el momento decisivo —como sucede en las llamadas Consideraciones para hacer ‘sana y buena elección’ de los Ejercicios y en el Himno En las manos de Dios de Teresa—, entregarse y someterse totalmente al servicio objetivo de la Divina Majestad en la forma que ésta adopta en la tierra: la Iglesia. Por parte de la Reforma se intenta realizar la experiencia real personal del misterio central de la Cruz y del misterio del fuego del Amor divino que en él resplandece, lo cual constituye el sentido más auténtico de los Ejercicios (y de las Constituciones de la Compañía de Jesús) y la significación más profunda de la Subida del Monte Carmelo, pero ello lo hace para oponer esta experiencia a la ‘Iglesia corrompida’, no para adaptarla y someterla al servicio objetivo de la misma, sino para hacer de ella una religión. A ambas, pues la España de la Compañía de Jesús y del Carmelo reformado, y la Europa de la Reforma—, es común el estar en conflicto con la Iglesia. Pero mientras este conflicto lleva a la Reforma a hacer de un ‘correctivo’ ‘norma’ exclusiva (según la formulación de Kierkegaard), para la España de la Compañía de Jesús y del Carmelo, reformado dicho conflicto, viene a ser el camino hacia una más profunda y concreta comprensión del Misterio de la Cruz, a fin no de ‘protestar’ (con una protesta de defección) contra lo que tenga de oscuro la Iglesia, sino para soportarlo hasta la plenitud, y participar así del modo más íntimo posible en la realización concreta de la Cruz redentora.

Aquí se bifurcan los caminos. El de la España de la Compañía de Jesús y del Carmelo reformado conduce al ardor desbordante del amor ardiente, que en los cuadros de El Greco se constituye en un mundo de por sí; el de la Reforma aboca, en cambio, a la fría Ética y Razón de los siglos XVI y XVII. Pero aun así subsiste una íntima correlación. El pietismo, que viene a ser una nueva primavera religiosa de la Reforma, hará recordar en su más profunda esencia la mística del Carmelo reformado (como demostró Max Wieser: Der sentimentale Mensch, Ghota, 1924). La metafísica escolar protestante adoptará como texto fundamental las Disputationes metaphysicae del jesuita español Francisco Suárez (1548-1617) (como ha demostrado Max Wundt: Die Deutsche Schulmetaphysik des 17. Jahrhunderts, Tubinga, 1939). Y así como las Instrucciones dadas a los primeros jesuitas respecto a la Reforma mandan que ‘todos aquellos que puedan ser útiles a los herejes manifiesten hacia ellos un gran amor y los estimen verdaderamente en mucho, alejando de sí todos los pensamientos que puedan de algún modo amenguar su estimación de los mismos’ (como el beato Padre Fabro lo formuló para Laínez), así más tarde Leibniz mantendrá estrechas relaciones con los jesuitas.

III. Símbolos históricos del teolegúmeno español: Carlos V y Felipe II, la Casa Borja, dominicos y jesuitas

Pero el antagonismo respecto a la Reforma no agota la esencia de esta gran época de España. Faltan todavía por señalar en el ‘teolegúmeno español’ tres correlaciones históricas, que completan toda su significación simbólica. La primera es la interna vinculación de Carlos V y Felipe II, como símbolo del empuje expansivo del cristianismo. La segunda es el misterio de la Casa Borja, tal como se revela en Francisco de Borja (1510-1572), bisnieto de Alejandro VI, sobrino segundo de César Borgia y Lucrecia Borgia, amigo íntimo de Carlos V, tercer general de los jesuitas y santo canonizado de la Iglesia: símbolo de la tensión existente en la Iglesia entre santidad y demonismo. La tercera, finalmente, es la aguda contraposición que media entre los dos teólogos que encarnan la lucha mutua de las dos grandes Órdenes españolas, dominicos y jesuitas: Molina como iniciador del molinismo jesuítico (1535-1600), y Báñez como fundador del tomismo especial de los dominicos (1528-1604): símbolo de la profunda tensión metafísica que hay en lo cristiano entre la actividad absoluta de Dios y la libertad humana. En estas tres correlaciones queda asumido con todo rigor y de modo positivo y autónomo el tema de la Reforma: el problema planteado por la alternativa entre lo sacro y lo profano, la Iglesia no santa y el Dios santo, el carácter absoluto de Dios y el obrar humano. Pero aparece sin protesta y sin tragicismo, con una implacable claridad objetiva y un reposo de eterna objetividad, en una actitud de entrega plena a las cosas y a las ideas, sin la tendenciosidad propia de lo humano. Y precisamente por ello, se afrontan aquí riesgos casi mortales, sin atender al resultado, éxito o fracaso, y siempre en disposición de sacrificar la propia personalidad en aras de la claridad y rigor de las ideas defendidas.


De modo análogo, fue en medio de un silencio majestuoso como Carlos V (1500-1556) y Felipe II (1527-1598) supieron tener en sus manos la suerte de casi todo el mundo: entregados por completo como políticos implacables al juego realista de las cosas del mundo, y, sin embargo, no sólo preparados en todo momento a sacrificarlo todo por el más mínimo detalle de la Fe, sino alejados del mundo en medio de la política del mundo, como se ve por el hecho de Carlos renuncie voluntariamente al cetro para ingresar en un convento, y que Felipe II dirija desde el ‘Monasterio’ de El Escorial los destinos del Viejo y del Nuevo Mundo.


Así es como Francisco de Borja, el amigo de Carlos V y paternal consejero de Felipe II, lleva en sí la herencia de la más demoníaca de las grandes familias: Alejandro VI, el más famoso de los malos Papas, a quien azotó el rostro el fuego pasional de Savonarola; César Borgia, el modelo del Príncipe de Maquiavelo y de sueño nietzscheano del ‘No-Hombre’ y el ‘Súper-Hombre’; Lucrecia Borgia, en la que una leyenda de siglos (si bien desmedida) ha visto el tipo de mujer desatada y cruel. Dotado de esta herencia, Francisco de Borja, bisnieto y sobrino segundo de estos tres, llegará a ser el santo en el cual el fuego de la pobreza, renuncia y penitencia franciscanas luchará con el espíritu de Ignacio de Loyola, del cual será tercer sucesor como general de la Compañía de Jesús.


Así es, finalmente, como las dos grandes Órdenes españolas, dominicos y jesuitas, se convierten, en esa misma época, en expresión clásica de su mutua rivalidad, hasta los extremos de la disputa sobre la gracia, que, con sus doscientos años de duración (1582-1748), hizo sucumbir, incluso físicamente, a sus mayores teólogos y entregó a la Iglesia a la labor disolvente de los enciclopedistas, y a través de ellos a la Revolución francesa. Melchor Cano (1509-1560), el genial teólogo dominico, creador del primer método teológico propiamente tal y teólogo de Carlos en el Concilio Tridentino, luchó durante toda su vida con inquebrantable pasión contra la recién fundada Compañía de Jesús (en cuya diferenciación del tipo monástico veía una señal del ‘Anticristo’). Báñez, largo tiempo confesor de Teresa de Ávila, en sus Scholastica Comentaria convirtió la doctrina de Santo Tomás de Aquino, el gran maestro de la Orden Dominicana, en una doctrina de la voluntad mayestática y absolutamente eficaz de Dios (en la praemotio physica); y rivalizando con él, el jesuita Molina subrayó en dicha doctrina de Santo Tomás el hecho de la supervisión mayestática divina todas las posibilidades de la creación (en la scientia media). De tal modo que desde ahora para siempre aparecerá dentro del gran Aquinate mismo la extrema tensión que subyace en la concepción cristiana, y por tanto, la tensión extrema que se da en general en lo creado entre el carácter mayestático y absoluto de la determinación y la infinidad de las posibilidades. Finalmente, el jesuita Suárez, en lucha al mismo tiempo con la teología dominicana, las autoridades eclesiásticas y su propio hermano de hábito Vázquez, transmitió en toda su amplitud esa tradición a través de sus Disputationes metaphysicae a la metafísica escolar de Alemania, de la cual (como demuestran las investigaciones de Heinz Heismoeth y Max Wundt) se deriva toda la problemática de Kant y el Idealismo alemán.

Así, de hecho, el tipo religioso de España como teolegúmeno se da de un modo semejante a como aparecen los Hombres como portadores de lo teológico en las obras teatrales de Calderón (1600-1681) y pierden en los cuadros del Greco sus formas naturales, para convertirse en afiladas llamas del fuego de esta teología. Así como en la Reforma lucha todo un pueblo irritado y desesperado con la abismal profundidad de Dios, hasta aparecer en la figura de Fausto como un ser entregado a la búsqueda en pacto con el diablo, en la España de ese tiempo todo un pueblo se arroja al fuego de la Verdad y el Amor divinos, hasta aparecer en la figura de Don Quijote como ridículo caballero de un tiempo pasado y despreciado. 

IV. Teolegúmeno de servicio y fuego a la par, frente a frente a la dialéctica de la Reforma

Aquí resalta la imagen verdadera del teolegúmeno español. Su estructura histórica, tal como la hemos diseñado, se transparenta en un tipo suprahistórico. Radica primeramente en el hecho de que la época clásica de España esté caracterizada por un severo estilo de ‘Majestad’ (que de Carlos V a Felipe II se convierte casi en un mito) y por su apasionado estilo de ‘fuego’ (tal como resalta en Ignacio de Loyola y Francisco Javier, Teresa de Ávila y Juan de la Cruz). Cada uno de estos estilos llega a su punto de máximo desarrollo, e incluye en sí al otro (al modo como el estilo ‘mayestático’ caracteriza el lenguaje de los Ejercicios y el de los escritos de Santa Teresa, y como, a la inversa, en el espíritu de Felipe II arde el espíritu de Santa Teresa). No es que el estilo ‘mayestático’ mitigue el estilo ‘fogoso’, sino más bien que la acerada y casi rígida severidad de la ‘Majestad’ se convierte ella misma ‘fuego’ encendido. La entrega total servicio es plenitud de amor. Es lo que expresa El Greco en estilo pictórico: los Hombres son a la par severidad inaccesible y llamas de fuego.

En segundo lugar se manifiesta en el hecho de producir la época clásica de España los dos teólogos en los que se formula el máximo contraste interno de lo metafísico, y con tal radicalidad que la Iglesia durante dos siglos (en la disputa de la gracia) agota sus fuerzas en ello, y al fin todo en vano: es la lucha entre el molinismo jesuítico y el bañecianismo dominicano. La dirección molinista acusa a sus contrarios de calvinismo embozado, es decir, de subrayar hasta tal extremo la voluntad soberana y omnidispositiva de Dios, que llega a aparecer como un destino inflexible. La dirección bañeciana, a su vez, dirige a sus contrarios el reproche de un nuevo pelagianismo, es decir, de subrayar hasta tal punto la amplitud inexhausta de las posibilidades puramente fácticas de la decisión humana, que todo parece depender en última instancia de una mutuamente estos modos de pensar, el uno fundado en una idea de ‘destino’ sordo y acerado, y el otro basado en una concepción de la ‘libertad’ como algo inabarcable e indeterminable. En el modo como intentan ambas teologías vincular la determinación y la libertad, se revela (vistas las teorías al trasluz para adivinar la estructura subyacente a sus características peculiares) que también aquí se interrelacionan ambos estilos, sin restarse fuerza mutuamente ni limitarse. La teología de Molina nos habla de un Dios que determina con soberanía los destinos humanos, que este teólogo subraya como ningún otro. La teología de Báñez, sin disminuir la libertad humana, hace que sea ésta actuada por el poder determinante de Dios. Es la severidad del destino, que se manifiesta como libertad ilimitada. Es la libertad sin límite, que se revela en la severidad del destino. Es de nuevo lo que revelan los cuadros de El Greco: la libertad desatada que casi hace saltar en pedazos las formas estilísticas y que, sin embargo, es dominada internamente por una segura orientación unitaria.

 El Greco, El martirio de San Mauricio, 1580-1582.

Se revela en tercer lugar, a través de la circunstancia singular de que toda esta época parece por una parte sacrificar totalmente lo humano cambiante a una pura objetividad (en el servicio cortesano español, que constituye el trasfondo del primado de la idea de servicio en los Ejercicios, e incluso en la espiritualidad carmelitana, vista en su más profundo sentido), y aparece, por otra parte, bajo el signo de la aventura en toda su pureza (como se ve por el hecho de que los conquistadores y misioneros se entreguen a lo desconocido, que Ignacio de Loyola comience su vida de santidad con la apasionada aventura de la defensa de Pamplona, y que en los Himnos de San Juan de la Cruz resplandezca verdaderamente la ‘aventura santa’). Se trata de una objetividad que llega hasta la rigidez del puro ceremonial. Se trata de aventuras que llegan a parecer, a veces por voluntad de los interesados, ‘rídiculas locuras’ (como sucede con los Ejercicios, que parecen ser una norma o programa de servicio, y tienen, sin embargo, como centro la ‘tercera forma de humildad’, el ‘pasar como necios y locos por Cristo’, en extrema cercanía al símbolo de Don Quijote). Aquí resalta con extrema claridad que estos contrastes no se limitan mutuamente, sino se implican. Y éste es el sentido de que la España clásica haya sido convertida por la Edad Moderna en caricatura, en la cual la objetividad aparece como locura y la locura como objetividad.

Pero también se revela aquí que esta contraposición no es simple dialéctica, al modo como la mentalidad alemana admite que la vida está formada por contrastes, para unirlos inmediatamente de modo dialéctico. Para la dialéctica alemana es característico el haber recibido su forma más perfecta en Hegel, como movilidad viviente del espíritu. Para el español en cambio, la dialéctica no es sino la lucha por la verdad objetiva. La teoría alemana de los contrastes se enrosca en sí misma, para convertirse en una vida de búsqueda infinita. La actitud del español ante los contrastes consiste propiamente en desbordarse a sí mismo, en alejarse incluso de todo lo humano y personal para acceder a lo objetivo. El ritmo de la actitud germana ante los contrastes es el ritmo interno del Hombre, y así Lutero, Goethe, Nietzsche representan la autofinalidad de lo demoníacamente genial. El ritmo de la reacción española ante los contrastes viene dado por el modo súbito y sin embargo discreto, de sacrificar la personalidad sin contemplaciones, al modo como Carlos V, Felipe II, Ignacio de Loyola y Juan de la Cruz viven sometidos a un mismo reservado silencio. La actitud de alemanes y españoles ante el problema de los contrarios tiene de común que ninguno de ellos posee una solución. Pero este ‘acorde rasgado’ significa para el espíritu germano la voluntad de pervivencia del ‘Hombre infinito’, y para el hispano el crujir de las llamas en las que el Hombre consumó su sacrificio.

Así, resumiendo, podemos decir que teolegúmeno es la voz adecuada, pues en todo lo humano sólo Dios tiene la ‘palabra’ definitiva (theos legei logon).

Tomado de: Erich Przywara, SJ, ‘Teolegúmeno español’, en Id., Teolegúmeno español y otros ensayos ignacianos, trad. Alfonso López Quintás, OdeM, Madrid, Guadarrama, 1962. pp. 19-37. 

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