Matthias Grünewald, La crucifixión [detalle], 1512-1516.
‘¡No os pertenecéis, pues
habéis sido comprados! Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo’ (I Co VI, 19-20). ¡Palabras altamente
sorprendentes! ¿No es el Hombre libre y autónomo, no se pertenece a sí mismo? ¿Puede
ser comparado como una mercancía que se compra en el mercado, se sea ésta cara o
barata, independientemente de quién la compre? ¿De tal modo que pase a ser
propiedad ajena y tenga que servir, con toda su existencia, a ese comprador y
señor que lo ha adquirido como un esclavo? ¿Quién no se rebelaría contra una
religión así, que, aparentemente, le roba el Hombre su autodeterminación y lo aliena
totalmente? ¿Qué posibilidades sigue teniendo el cristianismo en una Humanidad
ilustrada y adulta? Vamos a examinarlas juntos.
‘¡No os pertenecéis’. ¿Pero
no es éste el mensaje más gratificante que se nos puede dar? ¿No consiste la
verdadera felicidad del Hombre en entregarse a una causa por la que vale la
pena luchar, a una persona la que se quiere y a la que se hace el don de sí
mismo, en el mejor de los casos —si el amor llega a su plenitud— de una vez
para siempre, en lo bueno y lo malo, en un matrimonio para toda la vida, o
quizá también en una amistad que no sólo se vive como una prueba, sino que se
concibe como definitiva? ¿No adquiere el Holmbre sentido del valor de su vida
precisamente cuando se ha convertido en un valor no para sí, sino para algo,
para alguien distinto? ¿Y qué ocurre si éste Alguien es el Dios eterno, que no
es, desde luego, un ser cualquiera, sino el ser por cuyo juicio y valoración
todas las cosas reciben su verdadero peso? Nosotros, seres diminutos, sin valor,
de los que pululan miles de millones en el planeta, resultamos ridículos cuando
nos hacemos los importantes a nosotros mismos y somos tragicómicos cuando nos
atribuimos un valor eterno unos a otros. Y apenas se puede creer —o, más bien,
no puede saberse, sino sólo creerse en el verdadero sentido de la palabra— que
Dios nos tome como importantes, no la Humanidad en su conjunto, sino a cada uno
en particular, a ti y a mí. Que nos haya elegido para ser hijos suyos y nos
haya aceptado con toda seriedad, con derecho a heredar todo su patrimonio. Y ‘aceptado’
no es la expresión correcta, como si se tratara simplemente de una formalidad
jurídica, en virtud de la cual hubiera investido a este pueblo indigente con un
derecho su herencia soberana; al contrario, incorpora, aunque sea inconcebible
cómo, a estos seres sin valor a su ser divino íntimo, haciéndolos renacer de su
seno eterno. Recibimos, dice San Juan, el poder de ser hijos de Dios, puesto
que ya no hacemos del impulso de la sangre, de la voluntad de la carne o de la
concupiscencia del varón, sino de Dios. ‘¿Cómo puede suceder eso?’, pregunta Nicodemo.
‘Le contestó Jesús: “¿Y tú, el maestro Israel, no lo entiendes?... No te extrañes
de que haya dicho: Tenéis que nacer de nuevo… Lo que nace de la carne es carne;
lo que nace del Espíritu (de Dios) es espíritu”’ (Jn III, 3.10). ‘¡No os pertenecéis’.
Ahora bien, preguntemos
también con el maestro de la Ley: ¿Cómo puede ser eso? La respuesta es: os han
comprado pagando un precio por vosotros. El cristianismo, la única de todas las
religiones que se permite atribuirle al Hombre semejante dignidad, sólo puede
respaldar esta afirmación con esta otra de lo que a Dios le ha costado esta
filiación divina del Hombre. De hecho, Dios creó a los Hombres tan libres que
no pudo impedir que éstos se rieran de Él en su cara sin rendirle la obediencia
debida. No todos sus gestos con ellos dieron fruto. A los mensajeros que les
envió les dieron muerte uno tras otro, como lo describe Jesús en la parábola de
los viñadores. Y sin duda se pueden añadir: cuanto más se esforzó Dios por la
reconciliación, tanto más se obstinaron, tanto más despreciable y odioso les
pareció el amor divino a los alejados de él. ¿Puede Dios algo contra la
libertad finita (creada por Él mismo), cuando ésta se obstina en un no? El
misterio de la Semana Santa es que se puede responder con un sí: sí, puede. El
cristianismo depende absolutamente de este misterio, que sólo se puede
testimoniar, no explicar. Es un misterio salido del corazón de Dios, y a Dios
no se le explica. ‘Tanto amó Dios al mundo que entregó [por él] a su Hijo único’,
dice San Juan, y San Pablo aclara, ‘lo hizo expiación por nuestro pecado’,
haciéndole llevar sobre si el no de los Hombres, el alejamiento y abandono de
Dios propio del mundo. Éste es el hecho, nos guste o nos disguste, nos lo
podamos imaginar o no. Los autonomistas se sublevan contra esto y lo consideran
un robo de Dios, una violación de nuestra libertad. Como si una persona
estuviera narcotizada por el sueño y, sin pedirle permiso, se le cortara un
órgano del cuerpo.
Pero, ¿es atinada esta
comparación? ¿Es el pecado, la negativa del Hombre a reconciliarse con el Bien
eterno y absoluto, realmente un órgano vital? ¿No es más bien un tumor
canceroso que se propaga? ¿Se puede decir entonces que, cuando le da la salud o
una persona, Dios le está robando algo? Y además, el que se obstina en decir no,
el que le niega fidelidad a Dios, ¿puede liberarse él mismo de su obstinación? Piensa
quizá que puede; pero en realidad es un esclavo de su no, porque sólo hay
verdad en libertad en contacto con el Bien, en la atmósfera del amor —o sea, de
Dios—. Y ésta atmósfera hay que descubrírsela desde dentro al que está alejado
de ella. Lo que se le quita al Hombre pecador con la entrega del Hijo de Dios
no es otra cosa que su alejamiento del Bien; lo que se le da con ella no es
otra cosa que el acceso interno al Bien, es decir, la verdadera libertad. Es
liberado al mismo tiempo para sí mismo y para Dios.
‘Habéis sido comprados’. Los
primeros cristianos se dieron cuenta de esto cuando pusieron estas dos
palabritas: ‘Pro nobis’, en el centro
del Credo. ‘Por nosotros’ bajó del Cielo del Hijo, ‘por nosotros’ fue
crucificado, murió y fue sepultado. Esto no significa sólo ‘por nuestro bien’,
sino, además, ‘en lugar nuestro’: cargando sobre sí lo que nos correspondía
llevar a nosotros. Si a esto se le resta importancia, se viene abajo la
afirmación fundamental del Nuevo Testamento; y entonces parecería como si Dios
estuviera reconciliado desde siempre sin este requisito, como si el pecado estuviera
ya desde siempre perdonado y superado. Y la cruz sería entonces sólo un símbolo
particularmente elocuente de esta amistad invariable de Dios, sólo un símbolo
que indica algo, pero que ella misma no hace nada. Ya no existe el Cordero de
Dios, que quita los pecados del mundo. Ya no ‘se reconcilia Dios con el mundo’,
como dice, sin embargo, expresamente San Pablo, ‘por su Hijo’. Nos hemos
convertido de repente en ilustrados que lo sabemos todo sobre los sentimientos
amistosos de Dios, que no quieren reconocer su ira por el pecado, de la que
habla tan insistentemente la Escritura, porque no se ajusta a nuestra imagen
ilustrada de Dios, y que, finalmente, lo reducen todo una filosofía fácil de
comprender. Lo que intentó expresar Grünewald en su Crucifixión, nos resulta
entonces una exageración medieval de mal gusto. Y el precio alto se convierte
en un bajo precio, y la Gracia tan valiosa en una gracia barata.
Como cristianos hemos de
procurar no eliminar de nuestro cristianismo (como el mundo moderno ha escamoteado
de su vida diaria la muerte), el inmenso dramatismo de la Cruz, o, en caso de
que todavía hablemos de él en nuestras misas y catequesis, hemos de ser
conscientes y poner en práctica lo que queremos y confesamos. Muchos piensan hoy
que sólo depende de ellos mismos reconciliarse con Dios y otros no necesitan en
absoluto semejante reconciliación. Un poco de técnica de meditación les basta
para arreglárselas consigo mismos, y por tanto —piensan— también con Dios. No
ven ya que hace falta mucho fuego para extirpar las inmundicias en el interior
del Hombre y que en la Cruz de Jesús ese fuego que en llamas inflamadas. A
través de todo el fariseísmo tranquilo de nuestra supuesta religiosidad
penetra su grito: ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’. En la más
oscura noche del espíritu, mientras sufren todas las fibras de su cuerpo, en la
sed más extrema de Dios, del amor perdido, Él expía nuestra cómoda indiferencia.
Mas, ¿basta simplemente
con reconocer esto y aceptar agradecidos lo que no hemos merecido? Esto no
sería, una vez más, lo que se espera de los cristianos. Lo esencial y decisivo lo
recibimos como un don, sin duda. Pero tenemos que hacer algo con este don. ‘Glorificad,
por tanto, a Dios en vuestro cuerpo’, termina el Apóstol su exhortación a la
comunidad. Con estas palabras se indica algo más que un rápido decir gracias.
Dios ha pagado por nosotros un precio muy alto, e incluso se puede decir, el
más caro que realmente se podía pagar. No sólo nos perdonó todas nuestras grandes deudas (como el señor al siervo en
la parábola), puesto que no se trata desde luego simplemente de dinero, que
nosotros no podemos pagar; llevó
sobre sí nuestras deudas, o se entregó a
sí mismo por nosotros como rescate,
porque se trata de nosotros mismos,
que por nuestra cuenta no podamos liberarnos de nuestras alineación. Y si
recibimos de Él el don de la libertad cristiana, nuestro agradecimiento debe
consistir en poseerla realmente, es decir, en activarla, en demostrarla. Y esto
a ejerciendo la libertad para el bien, la libertad para la entrega, la libertad
de no pertenecernos ya a nosotros mismos, sino a Dios y al prójimo, al Reino de
Dios que debe venir del Cielo a la tierra. Glorificar a Dios con toda nuestra
existencia significa procurar en el mundo, con la libertad a los hijos de Dios,
los deseos de Dios.
No hay que excluir que
venga sobre nosotros el fuego del que arde en llamas en la Cruz. ‘El celo de tu
causa me devora’, está escrito de Jesús, cuando limpió con el látigo el Templo
de Dios; pero este celo le devoró definitivamente en la Cruz. Si demostramos celo
por la causa de Dios en la tierra, no debe sorprendernos que no baste un poco
de actividad apostólica, porque también a nosotros debe correspondernos una
parte de la Cruz. Dichoso el que sepa entonces reconocerla y agradecerla. ‘Recordad
lo que os dije’, dice Jesús en la despedida a sus discípulos: ‘No es el siervo
más que su señor. Si a mí me han perseguido, también a los vosotros os
perseguirán’ (Jn XV, 20). Palabras
semejantes y hechos parecidos podrían citarse muchos, desde la persecución de
los apóstoles y la muerte en cruz de Pedro hasta los innumerables sufrimientos
de Pablo.
Mas lo que tenemos que
sufrir imitando al Señor, nunca lo añadiremos a su Pasión, como si sólo de los
dos juntos resultara la suma total. Más bien, sabemos que el sufrimiento que
nos llega procede de la totalidad sobreabundante de la Cruz, como una
obligación y un honor para nosotros. ‘Y donde esté yo, allí también estará mi
servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará’ (Jn XII, 26). El Hijo se ha abrasado por nosotros; nosotros, por el
contrario, siempre nos abrasamos por nosotros mismos; pero por su gracia puede
suceder que nos abrasemos también por los otros de una manera que sólo Dios
conoce. Ya en el Evangelio hay algunos que están al pie de la Cruz, no para
mirar cómo sufre uno, sino puesta junto a él.
Hans-Urs von Balthasar, ‘Semana Santa’, en ‘Tú coronas el año con tu Gracia’, Madrid, Encuentro, 1997, pp.
68-72.