‘1986’ de Günther Grass (1927-2015)
Nosotros los del
Alto Palatinado, dicen, nos rebelamos pocas veces, pero aquello fue demasiado. Primero
Wackersdorf, en donde quisieron reciclar esa sustancia del diablo, y luego nos
cayó encima además Chernóbil. Hasta entrado mayo permaneció la nube extendida
por toda Baviera. También sobre Franconia y no sé dónde más, sólo en el norte
menos. Sin embargo, hacia el Oeste, o al menos eso dijeron los franceses, se
detuvo al parecer en la frontera.
¡Bueno, para quien
se lo crea! Siempre habrá quien esté con San Florián («San Florián, San Florián:
protege mi casa y al vecino quémale el desván»). Sin embargo, en Amberg,
nuestro pueblo, el juez de primera instancia estuvo siempre en contra de la WAA
Wackersdorf, lo que quiere decir sin abreviar instalaciones de reciclado (Wiederaufbereitungsanlage). Por
eso, a los muchachos que acampaban ante las instalaciones y golpeaban con
barras de hierro la cerca —lo que los periódicos llamaron «las trompetas de
Jericó»— les proporcionaba los domingos un almuerzo en regla, por lo que ese
Beckstein de la Audiencia Territorial, que siempre ha sido un perro de presa y
por eso se ha convertido luego en Ministro del Interior, los perseguía de una
forma canallesca: «A gente como el juez Wilhelm habría que borrarla del mapa».
Y todo a causa de
Wackersdorf. Yo también fui. Pero sólo cuando llegó la nube de Chernóbil y se posó
sobre el Alto Palatinado y la hermosa Selva de Baviera. Es decir, que fuimos
toda la familia. A mi edad, me decían, aquello no hubiera debido preocuparme
mucho realmente, pero como, siguiendo nuestra tradición, íbamos siempre en otoño
a coger setas, ahora había que tener cuidado, más aún: ¡Dar la señal de alarma!
Y como esa sustancia del diablo, cesio se llama, llovió de los árboles, cargando
horriblemente de radiactividad el suelo de los bosques, fuera de musgo, hojas o
agujas, también yo espabilé y me fui con una barra de hierro a la cerca, aunque
mis nietos me gritaban: «¡No te metas en eso, abuelo, que no es cosa tuya!». Es
posible que tuvieran razón. Porque una vez que me mezclé con todos aquellos jóvenes
y empecé a gritar: «¡Cocina de plutonio, cocina del demonio!», me derribaron
los cañones de agua que los señores de Ratisbona habían enviado expresamente. Y
el agua llevaba lo que se llama una sustancia irritante, un tóxico miserable,
aunque no tan malo como ese cesio que goteó desde la nube de Chernóbil sobre
nuestras setas y no hay quien lo saque de ahí.
Por eso midieron
luego en la Selva de Baviera y en los bosques que rodean la Wackersdorf la radiación
de todas las setas, no sólo de las comestibles, como el sabroso parasol y el
pedo de lobo perlado, porque la caza se come toda clase de carboneras que a
nosotros no nos gustan, y así se contaminó. A nosotros, que a pesar de todo,
queríamos ir a por setas, nos mostraron en unos cuadros que el boleto bayo, que
crece en octubre y es especialmente suculento, es el que más cesio concentrado
ha absorbido. La que menos ha sido sin duda la armilaria de miel, porque no se
cría en el suelo del bosque sino, como hongo parásito, en los troncos de árbol.
Y también las setas barbudas, que cuando son jóvenes saben muy bien, se han
salvado. Sin embargo, como digo, muy afectados siguen aún el boletus submentosus, el boletus chrysentheron, los rovellones,
a los que les gusta vivir bajo las coníferas jóvenes, incluso el boleto del
abedul, menos el boletus rufus, pero
por desgracia muchísimo las cantarelas, a las que llaman rebozuelos y en otros
sitios cabrillas. Mal librados han salido los boletos comestibles, que llevan
también el nombre de setas de Burdeos y que, cuando se encuentran, son una auténtica
bendición de Dios.
Bueno, al final
Wackersdorf se quedó en nada, porque los señores de la industria nuclear consiguieron
que en Francia les reciclaran su sustancia infernal más barato y no tienen
tantos problemas allí como en el Alto Palatinado. Ahora aquí reina otra vez la
calma. Y ni siquiera de Chernóbil y de la nube que se nos vino encima habla ya
nadie. Pero mi familia, todos mis nietos, no van ya a buscar setas, lo que se
comprende aunque con ello acabó nuestra tradición familiar.
Yo voy aún. Ahí,
donde mis hijos me han aparcado en una residencia para la tercera edad, hay mucho
bosque alrededor. Y recojo lo que encuentro: lenguas de gato y bonetes pardos,
boletos comestibles ya en el verano, y cuando llega octubre, boletos bayos. Las
aso en mi diminuta cocina americana, para mí y otros viejos de la residencia
que no pueden andar ya tanto. Todos hemos dejado atrás hace tiempo los setenta.
Qué puede hacernos ya el cesio, nos decimos, si nuestros días están contados.
Tomado de: Günther Grass, Mi siglo, trad. Miguel Sáenz & Grita Löbsack, Madrid,
Alfaguara, 1999.
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