‘Pascua de Resurrección: Hemos andado extraviados’ de Hans-Urs von Balthasar
Doug Blanchard, Jesus Rises, 2014.
Traslademos el caso a nuestra realidad cotidiana.
Un amigo se está muriendo; estamos junto a él; vemos que se pone cada vez peor;
oímos sus últimas palabras e indicaciones, su testamento; vemos los movimientos
de sus labios, ya ininteligibles; podemos asistir, con pudor y abatimiento, al
sacramento del expolio de otro hasta la última desnudez de su alma y de su
cuerpo, oír su respiración interminable, que finalmente acaba en un suspiro
horroroso, con el que el peso de piedra de la existencia entierra bajo sí al
sujeto desplomado; nos ponemos alrededor del yerto cadáver, lo lavamos y lo
ungimos, lo envolvemos, según una costumbre antigua, con sábanas y vendas;
bajamos el ataúd a la fosa, rugen sobre él las paletadas llenas de tierra,
hasta cubrirlo del todo; se hace rodar la piedra sobre él, se sella la tumba,
se colocan centinelas delante; todos nos vamos a casa, dando vueltas de un lado
para otro como moscas aturdidas, medio muertas, como seres para los que todo el
presente se ha hundido en el pasado, que sopla hacia el futuro como una
corriente de aire a través de una caña vacía.
Dos días después, el sepultado está entre nosotros,
nos saluda como si volviera de un viaje. Y mientras no sabemos si debemos reír
o llorar, porque algo así no está previsto en la escala de los sentimientos de
la experiencia humana, en el abanico limitado de nuestro poder de comprensión
entre los límites del dolor soportable y la serenidad que hay que mantener, es
decir, mientras el hecho nos hace como estallar y nos sentimos reducidos a un
estado de cuyo exceso desconfiamos, en el que no creemos, con el que no podemos
familiarizarnos, porque a nosotros mortales nos parece inhumano, él nos
presenta sus manos y sus pies y su costado, lo mismo que se muestran los
recuerdos de un viaje, para demostrarnos que estuvo realmente allí y que no se
ha quedado en casa como sigilosamente oculto, sino que ha estado realmente en
la región de la muerte y de las sombras, del frío y de la prisión sin esperanza,
de la que las cuatro tablas del ataúd son sólo un símbolo, en la región donde
toda vida es pasado y todo lo que aquí abajo parecía esperanza justificada le
ha sido robado al alma, como un reloj que a uno se le ha pedido, no se sabe
cuándo ni cómo. Realmente, entre las sombras de Homero y y de Virgilio, en la
región de las tinieblas y de las sombras de muerte de los Salmos, de Job y de
los libros sapienciales, entre los espectros, uno de los cuales fue Samuel,
cuando la pitonisa de Endor le conjuró para responder a la consulta del ya
estigmatizado por la derrota, Saúl, que mañana será, junto con el espectro de
Samuel, una sombra, sin esperanza, sin ninguna posibilidad de ver ayuda ni
salvación del cielo, porque el cielo está más cerrado que una cortina de hierro,
y la misma combustión del todo el mundo o el infierno no podría llegar a fundir
esta cortina, y quién sabe qué hay detrás de esta cortina, alguien o nadie…
Él vuelve, pues, de allí y muestra sus heridas,
curiosa agujeros son como una mirada a lo que fue —un pasado que como tal es
pasado— y, al mismo tiempo, como una mirada a lo que él fue —ahora ya se
comprende— y será.
Pero ahora, queridos lectores, vamos a hacer un
ejercicio especulativo, que es aún más difícil, aún más fantástico. Supongamos
un momento que el muerto, del que acabamos de hablar, fue lo que la sabiduría
universal, filosófica y religiosa de la Antigüedad tardía de llamo Lógos. Si lo
traducimos por ‘razón del mundo’, ‘alma del mundo’, ‘razón cósmica’, decimos
seguramente muy poco. Debemos decir: razón divina, ya que es inherente al mundo,
se refleja y se expresa en el universo, es el significado divino del mundo, el
sentido de la existencia y de todas las cosas; es la lógica formal y material,
de cuya validez depende absolutamente la verdad y la validez de todas las
proposiciones particulares formuladas por los Hombres, lo que fundamenta, para
nosotros, la continuidad de nuestra vida diaria, muy frágil sin este requisito.
Si nos planteamos un momento, como juego de ideas, esta hipótesis, ¿qué
resultaría entonces? Entonces, con la muerte de este Hombre, todo lo que
constituye el sentido de nuestra existencia personal y de la existencia del
mundo en general, de toda la naturaleza y de toda la Historia, habría muerto
junto con él. Y, por supuesto, en modo alguno de la manera en que toda muerte
es un final del mundo, una pérdida irreparable y, por tanto, un cuestionamiento
del sentido de la vida en su conjunto. De ningún modo sólo así. Porque todos
los demás viven y siguen creyendo en algún sentido de existencia, y lo presuponen,
para poder seguir viviendo. Pero nuestro juego de ideas no ha acabado.
Tendríamos que suponer que, después de un intervalo, ahora realmente no
comprobable, el sentido del mundo ha resucitado de nuevo en el famoso ‘tercer
día’, adquiriendo en delante un significado, un Lógos, una lógica, que ya no
son de este mundo, ya no son pasajeros, sino verdaderamente divinos, eternos,
tan absolutos y tan satisfactorios en todos los aspectos, que este sentido no
podría ser ni hacerse más total.
Este supuesto es el de la fe cristiana. En el
destino histórico del hombre Jesucristo, se sintetiza el destino definitivo del
mundo —como naturaleza y como historia de la Humanidad—, realmente y, al mismo
tiempo, simbólicamente. ‘Ecce Homo’:
¡he aquí al Hombre! ¡Es la existencia para la muerte! Allí va, ése es su
destino; allí le arrastra la suerte, allá abajo se precipita: al abismo de
precisión. Y la sombra del final se extiende estremecedora y fríamente sobre
todo y enreda todos los hilos de la razón. Pero con la resurrección de los muertos, cuya primicia es el Hombre
Jesucristo, el Hombre resurge de Dios nuevamente, eternamente. Más allá de la
muerte comienza su vida inmortal. Y esta vida eterna de la resurrección
—gracias a la muerte en cruz del único Hombre Jesucristo, que era Hijo de Dios
y que expió los pecados por todos y superó el dominio de la muerte— proyecta
una inmensa luz sobre toda la existencia, esclava de la muerte. ‘¿Dónde está,
muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?’ La muerte está ahí y,
sin embargo, esta anulada. La cruz está ahí y, sin embargo, se ha convertido en
Pascua. Todos los problemas que la existencia puede plantear con sus culpas
están ahí, y, a pesar de todo: ‘En caso de que nos condene nuestra conciencia la
tranquilizaremos ante Él, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce
todo’.
Pero sólo así llegamos a la pregunta decisiva: ¿qué
sucede ahora el Sábado Santo? ¿Qué día es éste, en el que, como dice en el
libro antiguo de la Iglesia y, después de él, el de Hegel y Nietzsche, Dios ha
muerto, el sentido del mundo, finalidad de la existencia, ha muerto y está bajo
tierra, el objeto de nuestra fe, de nuestra esperanza, de nuestra caridad nos
ha sido arrebatado, de tal modo que, literalmente derrumbados, nos quedamos con
un vacío, desengaño y abandono indecibles?: ‘¿Eres tú el único forastero en
Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días?... Lo de Jesús el
Nazareno… Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya
ves: hace ya dos días que sucedió esto…’ (Lc
XXIV, 18s.21). Entremedias está el día de la muerte, de no-ser de la vida.
Y no sólo el día de una vida extenuada, de un sentido rebajado, de una
esperanza algo adormecida; no sólo el día en que unos cuantos hilos de la razón
del mundo se han enredado y bloqueado, mientras el resto de su maquinaria, la
mayoría de sus ruedas, siguen funcionando penosamente; no sólo el día en que ya
no se pueden controlar bien algunos contenidos del pensamiento racional,
mientras desde luego permanecen inquebrantables las leyes principales de la
lógica formal y parecen no haber oído nada de los acontecimientos en Jerusalén.
Sino verdaderamente el día en que ha muerto este sentido del mundo y es
sepultado, sin la esperanza de que vuelva a reanudar su actividad en el punto
donde fue arrancado, de que se cierre el abismo que él abrió con su muerte.
Porque, realmente, la resurrección que Dios Padre obró en el Hijo muerto es una
acción de libertad y de gracia tan perfecta, que no empalma con nada mundano,
sino que, más allá de la muerte, más allá de este hiato absoluto, de este
desgarrón y de esta ruptura, de este desmoronamiento y fin del mundo, comienza
en un lugar que no se le puede ocurrir a ninguna razón de ningún ser creado.
Un final total y un comienzo total. Mas… ¿qué hay
entre ellos? ¿Constituye quizá la muerte, el ‘estar muerto’ el trasfondo
neutral, duradero, sobre el que se producen en primer término los
acontecimientos de morir y resucitar? Y si esto no puede ser, ¿qué permanece
entonces a fin de cuentas, entre la muerte y la resurrección? ¿Qué es lo que
las une, de modo que sean, a pesar de todo, la historia de un ser único, que
muere ahí y está muerto y resurge de nuevo? ¿De un único sentido del mundo, que
crece y ha pasado y adquiere en Dios una realidad nueva, eterna, y un presente
y un futuro? Éste es un problema de la lógica teológica, o quizá, en resumen, el verdadero problema, que, sin embargo,
nunca ha sido estudiado a fondo por los teólogos y que, si se toma en serio,
corre el riesgo de confundir gravemente muchos de nuestros hermosos diseños
teóricos. No obstante, es lo que San Pablo llama el Lógos toû staurou, la palabra y el mensaje de la cruz, y lo llama
así él, que en Corinto renuncia a toda otra sabiduría del mundo y de Dios,
porque Dios mismo ‘destruirá la sabiduría de los sabios, frustrará la sagacidad
de los sagaces. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el escriba? ¿Dónde está el
sofista de nuestros tiempos?... Pues nunca entre vosotros me precié de saber a
cosa alguna sino a Jesucristo, y éste crucificado’ (I Co I, 19-20; II, 2). Y éste resucitado, naturalmente, ‘que
resucitó de entre los muertos el primero de todos’. Sí, él, y sólo él, es la
continuidad que buscábamos… El hilo entre el ocaso y el alba, que no se rompe
ni siquiera en la muerte y el infierno, que, por caminos que no son caminos y
no dejan huellas, atraviesa el infierno sin salida, sin tiempo, insustancial, para
por el milagro de lo alto salvarse del precipicio, del foso profundo, y junto
con él salvar a los hermanos en Adán.
Y ahora existe ya sin duda una especie de viaducto
en esta hendidura: existe, por la gracia de la resurrección, se la fe de la Iglesia,
la fe de María; existe la oración en la sepultura, el permanecer en vela, la
fidelidad. Existe este puente frágil, que, sin embargo, aguanta. Pero no se arquea
sobre algo indiferente, sino sobre las fauces de la muerte eterna. Y sus dos
orillas no son comparables la una con la otra, no se pueden ver simultáneamente,
abarcar desde un punto de vista elevado cualquiera, poner en una relación
racional, lógica, valiéndose de un método, de un procedimiento intelectual, de
una lógica; porque la primera es la orilla de la muerte, del abandono de Dios,
y la segunda la de la vida eterna. Y así no nos queda más remedio que confiar
nuestra causa a él: pasando también nosotros por encima del puente, sabiendo
que lo construyó el y que, si se nos ha ahorrado por su gracia el abismo
absoluto, nosotros, sin embargo, al atravesarlo, no podemos hacer otra cosa que
acompañarle en este desgarrón, el más inmenso de todos los cambios, que no
decidimos, en el que sólo podemos ser introducidos, para ser transformados
nosotros también de muertos en resucitados. ¡Ojalá que su marca selle también
cada una de nuestras obras, inexplicablemente acaban, que inexplicablemente
resucitan por la gracia, cuyas dos caras, sin embargo, nunca pueden encontrarse
y divisarse, cuyo final nunca podremos enlazar, porque la cuerda sobre el
desfiladero es demasiado corta, y a las que, por eso, debemos poner en las
manos de Dios, pues sólo sus dedos unen nuestras partes fragmentarias con el
todo!
Hans-Urs
von Balthasar, ‘Pascua de Resurrección’, en ‘Tú coronas el año con tu Gracia’,
Madrid, Encuentro, 1992, pp. 78-83.