‘Chivo expiatorio y Trinidad’ de Hans-Urs von Balthasar
Andrea Mantegna, Lamentación sobre Cristo muerto, c. 1480-90.
¿Por qué este proceso, con un desenlace fatal para
el condenado, que ocurrió hace casi dos mil años, no ha dejado tranquila a la
Humanidad hasta hoy? ¿No se han producido otros innumerables simulacros de
proceso, igualmente espectaculares, incluso en nuestros días, y precisamente en
ellos, cuya injusticia manifiesta debería también sublevarnos y preocuparnos
permanentemente, como el viejísimo proceso en el tiempo de la Pascua en
Jerusalén? Sin embargo, todo el horror de los campos de exterminio y del
archipiélago Gulag —a juzgar por la marea de libros y discusiones sobre Jesús,
siempre muy alta, e incluso cada vez más en aumento— preocupan menos a la
Humanidad que la ejecución de este único Inocente, del que la Biblia dice que
Dios mismos tomó partido por él visiblemente —con su resurrección de los
muertos— y ratificó que tenía razón.
¿Habrá sido, por tanto, claramente —y esto está en
discusión— el único, grande y definitivo chivo expiatorio de la Humanidad, que
cargó sobre él todas sus culpas y que quitó este pecado como el Cordero de
Dios? Así lo afirma un etnólogo actual, René Girard, cuyos libros, en los
últimos años, han tenido un gran éxito en América, Francia y ahora también en
Alemania. Según él, toda cultura humana se habría construido desde el principio
sobre el mecanismo del chivo expiatorio, es decir, sobre el astuto
descubrimiento de los Hombres de que pueden superar sus agresiones mutuas, y
lograr una paz al menos temporal, concentrando estas agresiones en un chivo
expiatorio, elegido de algún modo al azar, y destinándolo a ser víctima, con la
que se reconciliarían con una divinidad supuestamente encolerizada. Pero esta
ira divina, según Girard, no sería otra cosa que la hostilidad mutua entre los
Hombres. Y si este mecanismo, después de un tiempo de relativa pacificación,
hay que repetirlo una y otra vez, para que la Historia universal pueda avanzar
más o menos provechosamente, con el rechazo general de Jesús por los paganos,
los judíos y también los cristianos habría alcanzado su cima absoluta: los
pecados de todos, cargados sobre Jesús, habrían sido tomados y quitados por él
realmente, de tal modo que, el que cree en esto, puede vivir en paz desde ahora
con su hermano.
Las ideas de Girard son interesantes; actualizan
de una manera nueva el proceso de Jesús. Pero hay que hacerle también esta
pregunta: ¿por qué precisamente este asesinato, después de tantos otros, debe
ser el acontecimiento definitivo de la Historia universal, el comienzo de la
escatología? Si los Hombres han arrojado sus culpas sobre múltiples chivos
expiatorios inocentes, ¿por qué este único portador de los pecados ha producido
un giro tan radical para todo el mundo?
La respuesta es sencilla para el creyente: lo
decisivo aquí no fue que nosotros descargáramos gustosamente nuestras culpas
una vez más sobre alguien. Naturalmente, nadie tiene la culpa de la condena:
Pilato se lava las manos y se declara inocente; los judíos se escudan detrás de
su Ley, que les exige condenar a un blasfemo: obran como Hombres piadosos y
temerosos de Dios; el mismo Judas se arrepiente de su acción, devuelve el
dinero de la sangre y, como no quieren aceptárselo, se lo arroja a los sumos
sacerdotes. Nadie tiene la culpa. Pero precisamente porque todos quieren
lavarse las manos, son declarados por Dios como también culpables de la muerte
de este Justo. No es lo que los Hombres hacen lo que, en último término, tiene
importancia.
Sino que hay aquí uno que está dispuesto, y
también lo puede, a cargar sobre sí los pecados de los Hombres. Esto no lo ha
podido ninguno de los otros chivos expiatorios. Y para asumir esa
responsabilidad, según la concepción del Nuevo Testamento, el Hijo de Dios se
hizo Hombre. Para vivir de cara a la ‘hora’ que le espera al final de su
existencia; para el terrible bautismo con el que tiene que ser bautizado, como
él dice; para la hora que no sólo le esposa externamente y lo lleva ante los
tribunales, no sólo desgarra su cuerpo con azotes y le clava en el madero, sino
que penetra en su alma, su espíritu, su relación más íntima con Dios, su Padre,
y lo llena todo con la soledad y el espanto mortal de estar abandonado, como
con una sustancia de veneno mortal, completamente extraña para él, hostil, que
le impide cualquier acceso a la fuente de lo que él vive.
En el horror de estas tinieblas, de esta pérdida
de Dios, se pronuncian en el Monte de los Olivos estás palabras: ‘Padre mío, si
es posible, que pase y se aleje de mí este cáliz’. El cáliz del que se habla
aquí es bien conocido en el Antiguo Testamento: es el vaso lleno de la ira y la
cólera de Dios, que tiene que ser vaciado por los pecadores hasta las heces y
con el que muchas veces se amenaza, o se le obliga a tomarlo a la infiel
Jerusalén o también a los pueblos enemigos, como Babilonia. Con el mismo horror
de esta oscuridad en el alma se profiere en la cruz el grito, la pregunta de
por qué Dios ha abandonado al torturado. El que grita sólo sabe que está
abandonado; el por qué no puede saberlo en plena oscuridad. No puede saberlo en
absoluto, porque la sola idea de que pudiera ser un sufrir vicariamente las
tinieblas de los otros sería ya un resplandor, un momento de lucidez. Pero tal
cosa no se concede ahora, ya que se trata, absolutamente en serio, de purificar
la relación entre Dios y el mundo culpable.
El que padece la noche es el Inocente por
excelencia; ningún otro podría soportarla eficazmente en sustitución vicaria.
¿Qué Hombre normal o extraordinario tendría en sí mismo precisamente un espacio
tan grande, como para dar cabida a todas las culpas del mundo? Tal espacio sólo
puede tenerlo en sí uno que, en una distancia divina, esté cara a cara con el
Padre eterno, o sea, el Hijo que, también como Hombre, es Dios.
Es esto un misterio insondable, porque existe de
hecho una diferencia infinita entre el seno engendrador de Dios Padre y el
fruto engendrado, el Hijo, aunque los dos, en el Espíritu Santo, son un único
Dios. Muchos teólogos dicen hoy con razón: esta diferencia se hace
completamente clara precisamente en la cruz; precisamente en ella se manifiesta
plenamente el misterio de la Trinidad divina. La distancia es tan grande
—porque en Dios todo es infinito—, que toda la alienación y el pecado del mundo
tiene sitio en ella, que el Hijo puede asumirlos en su relación con el Padre,
sin que el mutuo amor eterno entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo
sufra daños por eso, o se modifique. El pecado se consume en cierto modo en el
fuego de este amor, porque Dios, dice
la Escritura, es un fuego devorador,
que no tolera en sí nada impuro, sino que lo abrasa.
Jesús, el crucificado, padece en nuestro lugar
nuestra lejanía y oscuridad interna de Dios, y esto tanto más dolorosamente,
cuanto menos ha tenido él la culpa de ella. Para él, como ya se ha dicho, no
tiene nada de familiar, sino que es lo extraño, lo lleno de horror por
excelencia. Sí, sufre algo más profundo que lo que un Hombre normal, aunque
fuera condenado por Dios; puede sufrir, porque sólo el Hijo, el que se hizo
Hombre, sabe quién es en verdad el Padre y lo que significa tener que estar
privado de Él, haberle perdido aparentemente para siempre. No tiene sentido
llamarle infierno a este sufrimiento, porque en Jesús no existe ningún odio a
Dios; sólo un dolor más profundo y más intemporal que el que podría soportar un
Hombre normal en la vida o después de la muerte.
Tampoco se puede decir de ninguna manera que Dios
Padre ‘castiga’ en lugar nuestro al Hijo doliente. No se trata de castigo,
porque la obra que aquí se lleva a cabo entre el Padre y el Hijo bajo la acción
del Espíritu Santo es amor puro, purísimo y, por eso, también obra de la
voluntad más pura, por parte del Hijo lo mismo que por la del Padre y del
Espíritu. El amor de Dios es tan rico, que puede asumir también esta forma de
oscuridad, por amor a nuestro mundo oscuro.
Y nosotros, ¿qué podemos hacer? ‘Al llegar el
mediodía, toda la región quedó en tinieblas hasta la media tarde’. Como si el
cosmos sintiera lo que aquí acontece de decisivo, como si participara en el
oscurecimiento del alma de Cristo. Nosotros no necesitamos oscurecernos; somos
ya bastante extraños y oscuros. Basta que en el mundo oscuro que nos rodea nos
mantengamos en la fe y hagamos que para nosotros sea verdad que toda la luz
interior, toda la alegría y seguridad interior, toda la confianza en la vida se
debe a la oscuridad del Gólgota, y que nunca olvidemos dar gracias a Dios por
esto.
En este agradecimiento, muy junto a él, debe
expresarse también la súplica que podemos compartir, si Dios lo permite, una
pequeñísima parte del sufrimiento de la cruz, de su miedo interno y su
oscuridad, si eso puede contribuir a la reconciliación del mundo con Dios. Que
es posible compartir la cruz con él nos lo dice el mismo Jesús, cuando nos
invita a cargar diariamente con nuestra cruz. Y lo dice San Pablo, cuando
afirma que sufre por él y los cristianos, completando en su carne los dolores
de la cruz de Cristo. Debemos tener confianza cuando la vida nos resulta
difícil y aparentemente sin salida. También estas tinieblas nuestras pueden ser
incorporadas a la gran oscuridad de la redención, a través de la cual brilla la
luz de Pascua. Y si alguna vez nos parece demasiado duro lo que se nos pide, si
los dolores son insoportables y el destino que se nos exige nos parece
verdaderamente absurdo, precisamente entonces estamos muy cerca del Hombre
clavado en el Calvario, porque justamente esto lo pasó él antes por nosotros con
una intensidad inimaginable. No podemos exigir entonces que en lo que se nos
presente como absurdo se nos dé un sentido que nos tranquilice; sólo podemos
perseverar hasta el final, silenciosos, como el crucificado, sin ver nada,
frente al oscuro abismo de la muerte. Detrás de este abismo nos espera algo que
ahora no podemos ver, y probablemente tampoco considerar verdadero: un abismo
distinto de luz, en el que todo el sufrimiento del mundo queda albergado en el
corazón siempre abierto de Dios. Entonces se nos permitirá meter, con el
apóstol Tomás, nuestra mano en esa herida abierta —la herida en la que
físicamente palpamos que el amor de Dios desborda todo sentido humano— para
decirle rezando al igual que el discípulo: ‘Señor mío y Dios mío’.
Hans-Urs von Balthasar, ‘Viernes Santo’, en ‘Tú coronas el año con tu Gracia’,
Madrid, Encuentro, 1997, pp. 73-77.
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