‘La Epifanía del Señor: postrarse y adorar’ de Hans-Urs von Balthasar
Sandro Botticelli, La adoración de los magos, 1475.
‘De los tres sabios que visitaron al Niño y a su Madre se
dice que se postraron y adoraron. Es la Epifanía, la manifestación, el
resplandor de Dios en este Niño pobre, lo que adoran. El Antiguo Testamento
adoró a Dios en su majestad, en su justicia como juez, en su bondad como Señor
de la Alianza. Pero que se le adore ahora en un Niño es tan sorprendente, que
nos obliga a reflexionar de nuevo sobre este acto de adoración, que en nuestra
época secularizada se nos ha convertido en algo bastante extraño.
Si tenemos todavía una relación personal con Dios, le
dirigimos casi siempre oraciones de petición, y eso está bien. Más raramente le
damos gracias —de los diez curados por Jesús vuelve sólo uno a darle las
gracias—, o si nos afecta, por ejemplo, un sufrimiento, hacemos un acto de
resignación ante la voluntad eterna, incomprensible, y también eso está bien.
Pero resignación, conformidad, no es lo mismo que adoración.
¿Qué es entonces la adoración? Dios es único e infinitamente
misterioso. Por eso, también el acto con el que le reconocemos con todo nuestro
ser como Dios, nuestro Dios, es igualmente único, y por eso mismo no fácil de
describir. Intentémoslo, sin embargo. Reconocer que sólo Dios es por sí mismo,
mientras que todo lo creado existe sólo por su voluntad y su acción
omnipotente, tiene sus raíces únicamente en lo absoluto. Y por eso reconocemos
que Dios es lo verdadero por excelencia, el compendio de toda su verdad, que,
por tanto, siempre tiene razón, haga lo que haga o suceda lo que suceda.
Reconocemos que Dios es el bien por excelencia, el compendio de todos los
bienes, y por eso sus disposiciones que deben tomarse siempre sin condiciones,
con la entrega reverente de todo nuestro corazón. Reconocemos que Dios es el
compendio de toda belleza, y por eso le damos la razón con entusiasmo y tenemos
que servirle con júbilo, como le aclaman los salmos y le exige San Pablo los
cristianos: “Con cantos de júbilo alabad a Dios, con vuestros corazones llenos
de gratitud”. Todo esto lo sabe ya el Antiguo Testamento, donde el corazón de
los devotos se pone en manos de Dios con entrega, gratitud, confianza, con
profundísimo respeto, pero sin miedo alguno.
Pero, ¿qué ocurre, cuando Dios nos envía a la tierra su Palabra
eterna en la forma de un Niño? Entonces lo primero que importa es entender lo
que quiere decirnos con su Epifanía.
Sin duda, expresa, como siempre con su palabra, algo sobre
sí mismo. Es todo lo que este niño es y será, joven, hombre, el maestro y taumaturgo,
el que calla ante el juez, el azotado, injuriado, reprobado, el que grita en la
cruz en el abandono de Dios, el sepultado, el que resucitar entre los muertos y
vive de nuevo y eternamente, en todo esto es Epifanía, en la que Dios se
manifiesta sí mismo.
Por tanto, si Dios es este Niño pequeño, entonces con esto
está diciendo: a pesar de toda mi omnipotencia, que la soy y la tengo
verdaderamente, soy al mismo tiempo tan pobre, humilde y lleno de confianza como este niño, incluso no sólo “como”:
soy realmente este Niño. Y cuando Jesús, más tarde, enseñe, hablará del último
lugar en el que uno debe colocarse, de servir, de entregar la propia vida por
los hermanos, y esto no sólo como enseñanza moral para los Hombres, sino como
algo que él mismo hace y es, como revelación del corazón de Dios, su Padre.
¡Esto lo hace, porque así es Dios! Y luego lo más terrible: cuando Jesús sufre
por los pecadores y, por cargar con sus pecados, ya no siente al Padre, y
cuando, desamparado, grita muerto de sed a Dios, de nuevo, ¡así que es Dios! Y
cuando Jesús se reparte como comida y bebida, ¡así es Dios! Es el Padre el que
nos ofrece esta palabra y carne sangrante de Dios, lacerada y desgarrada por
los Hombres, para que participemos en su vida eterna. Y cuando el corazón de
Jesús es atravesado y se convierte en una cavidad vacía, en la que se pueden
meter los dedos y al Hombre entero —“en tus llagas escóndeme”—, ¡así es Dios! Una
herida que llega hasta su corazón y en la que encontramos la salvación. Todo
esto es Epifanía de Dios.
Por lo tanto, cuando nos postramos y adoramos aquí y ahora,
no adoramos la carne, sino a Dios, al Único, que ciertamente no somos nosotros,
a Dios, al completamente Otro, al Ser por sí, al omnipotente; pero al que se le
ocurrió mostrarnos que es lo bastante omnipotente para poder ser también
impotente, lo bastante bienaventurado para poder también sufrir, lo bastante
glorioso para poder colocarse también en el lugar más bajo de su Creación. Y
esto no lo hace Dios “como si”: es, realmente, humilde e infantil y pobre.
¿Cómo Dios, que ha creado a los niños, no iba a saber en su corazón lo que
siente un niño?
Y ahora podemos preguntar: ¿existe un Dios, misterioso e
incomprensible, que trate con nosotros como un hombre, e incluso siendo un hombre, y no deje por eso de
ser verdaderamente Dios, el completamente Otro, el eterno, inmortal y
omnipotente? Con su Epifanía, este Dios no ha perdido nada de su
incomprensibilidad; al contrario, se ha hecho mucho más incomprensible todavía.
Sólo ahora vislumbramos hasta dónde llega en realidad la omnipotencia divina.
Por eso, no puede haber adoración más profunda que la cristiana, si es
auténtica.
Ahora bien, ante este Dios, ¿qué significa el mundo, con los
Hombres de nuestro alrededor, con todas nuestras acciones y ocupaciones? Todo
esto no es en modo alguno Dios y, por eso, tampoco es digno de adoración. Es
mundano, creatural, y no se puede afirmar que en todo lo creado como tal haya
en el fondo un destello divino increado. De lo contrario, tendríamos que adorarnos
a nosotros mismos. Y, sin embargo, ¿no hay, a pesar de todo, algo de verdad
cuando se dice que en el fondo del Hombre está presente algo divino? Como
cristianos hemos de responder: sí, todo Hombre lo tiene en sí, pero no por su
naturaleza, en cuanto que es creado, sino por gracia de Dios, que ha destinado
y elegido y llamado a todos los Hombres para ser hijos del Padre y hermanos de
Jesús y portadores del Espíritu Santo de Dios. Muchos, probablemente la mayoría,
no saben nada o saben muy poco, de esta vocación y viven en este mundo caduco
como si no hubieren ellos eterno. Por eso, tampoco ven en el prójimo nada supramundano.
No ven que, en Cristo, es un hijo del Padre, al que él ama, porque Cristo salió
fiador de él y lo transformó en hermano suyo; también se puede decir: en el hermano
al que Dios ama tanto por sí mismo, entregó a su Hijo Jesucristo por él. Que,
por tanto, como dice el Apóstol, pagó un precio elevado por este amor suyo. Los
Hombres normalmente ven en el prójimo sólo a otro como ellos, un ejemplar
casual entre millones, “un Hombre es un Hombre”: básicamente, cualquiera es
sustituible por cualquiera.
Únicamente el cristiano tiene la posibilidad de ver en todo Hombre
se encuentre su paso algo singular: un ser tal que no se considera,
sumariamente, como un simple ejemplar casual de Dios, sino a que Dios ama en virtud
de su carácter único e insustituible. Que existe sólo por Jesucristo, el Hijo
único, pero que da algo de su carácter único a todos sus hermanos y hermanas.
Si esto es verdad, ¿qué ve entonces el cristiano su prójimo?
No un ejemplar de un ser humano en el fondo problemático, poco valioso,
sumamente imperfecto, sino alguien al que Dios mismo ama con un amor
inconfundible, aunque la imagen de Dios esté en el todavía muy deturpada y
soterrada. Pero el amor divino que ama a este Hombre es digno de adoración. No
estamos diciendo algo ridículo: que los Hombres deban adorarse mutuamente; sino
que decimos, por el contrario, algo muy serio y rico en consecuencias: que cada
uno debe ser para el otro un motivo de Epifanía, un motivo para adorar la
presencia de Dios en cada Hombre.
Por consiguiente, tampoco tenemos por qué levantar una pares
de separación entre los momentos que dedicamos a la oración y la oración de
Dios y nuestra vida diaria, en la que tenemos que pensar en cosas completamente
distintas. Naturalmente, si en la actividad diaria no dejamos libre ningún
momento para pensar en Dios, entonces, como estamos perdidos en el alboroto de
esta vida, nunca se nos ocurriera algo semejante. Pero si, meditando sobre el
misterio de la Epifanía, profundizamos en el amor digno de adoración de Dios,
entonces no existe ninguna razón para abandonar nuestra actitud de adoración
durante la actividad diaria. No sólo estamos constantemente rodeados por este
misterio, sino que en cada encuentro con un Hombre cualquiera nos
familiarizamos más profundamente con él.
Del que puede ver y arrostrar el mundo con esta actitud se
dice que camina en la presencia de Dios.
Muchos piensan que para esto se necesitan largos
preparativos de meditación y ejercicios técnicos. Yo no lo creo. Basta con
meditar simplemente sobre nuestra fe, que en la Navidad recibe su primera
garantía visible: “Tanto amó Dios al mundo”, y a cada uno de nosotros, “que le
entregó”, y a cada uno de nosotros, “a su Hijo único”. Este Hijo entregado está
ante nuestros ojos. Aquí y ahora en el tiempo de Navidad; pero también en la
cruz, el día de la Pascua y todos los días del año litúrgico.’
Tomado de: Hans-Urs
von Balthasar, ‘Tú coronas el año con
tu Gracia’. Meditaciones radiofónicas, Madrid, Encuentro, 1997, pp. 29-33.
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