El último viaje de la memoria
El último viaje de la memoria
G. G. Jolly
“They shall grow not old, as we that are left grow old:
Age shall not weary them, nor the years condemn.
At the going down of the sun and in the morning
We will remember them.”
~Laurence Bynion, “For the Fallen” (1914)
Al escribir estas líneas, veo con emoción noticias sobre un puñado de
hombres —y dos o tres mujeres—, ya bien entrados en su décima década —o
inclusive ya alcanzada la undécima—, dirigiéndose, en ferry o en avión, rumbo a
las playas de Normandía y los viejos campos de batalla de la II Guerra Mundial.
Son empujados en sillas de ruedas por sus nietos o bisnietos o se mueven en
andadera con gran dificultad; traen los pechos repletos de medallas —en el caso
de los británicos, siempre de saco y corbata— o las gorras, llenas de pines e
insignias —en el caso de los estadounidenses—; y, en todos lados (aeropuertos,
altamar, pueblitos franceses), son recibidos con honores varios, bandas y
desfiles militares, autoridades civiles y soldados en activo —entre cuatro y
seis generaciones más jóvenes—, niños con ramos de flores y aplausos por
doquier. Lo mismo el rey Carlos III que Madame Macron, o bien, generales
de cuatro estrellas (los sucesores de Eisenhower o Bradley) y notables varios (el
elenco de la serie Band of Brothers o la bisnieta de George S. Patton)
se encorvan y agachan las cabezas para no perder acaso la última oportunidad de
estrechar las manos centenarias y rozarse con el aura inmortal de la rápidamente
menguante “Gran Generación”.
Los ancianos, invariablemente conmovidos y sorprendidos, parecen debatirse
entre la reverencia y admiración que despiertan y la insuficiencia y extrañeza
que sienten. Conscientes como nadie de cuán azaroso e inmerecido fue sobrevivir
a los terribles combates ha ochenta años, lo mismo que de haber gozado de vidas
extraordinariamente longevas, rebozan, empero, de gratitud, humildad y hasta
magnanimidad. Los verdaderos héroes —no se cansan de decir— no son ellos, sino
los compañeros y amigos que no volvieron y que yacen entre los mares de cruces
y lápidas que tapizan los cementerios militares normandos, ondeando banderas de
varias naciones, y que “no llegarán a viejos”. Sus enemigos alemanes —también
repiten a menudo, con magnanimidad y conmiseración, a contrapelo de la moralina imperante— eran adolescentes como
ellos, tampoco sin gran idea de nada e igualmente asustados, que seguían
órdenes y peleaban por su país —aun en su peor versión—. Frases tal vez debatibles
y vagas para el prurito de historiadores e indignantes para ciertas almas
“puras” de nuestros días, pero que resuenan como puños por provenir de quienes
las dicen: hombres que, habiendo pasado por el infierno en la Tierra, han
vivido demasiado como para perder tiempo y energías guardando rencores, albergando
odios o solazándose en su propia vanidad —ya sea para vanagloriarse de su
heroicidad o para explotar su sufrimiento—. Sabiduría bien resumida en un poema
reciente de Rob Aitchison:
Do not call me
hero,
When you see the medals that I wear,
Medals maketh not the hero,
They just prove that I was there.
Do not call me
hero,
Now that I am old and grey,
I left a lad, returned a man,
They stole my youth that day.
Do not call me
hero,
When we ran the wall of hail,
The blood, the fears, the cries, the tears
We left them where they fell.
Do not call me
hero,
Each night I stop and pray,
For all the friends I knew and lost,
I survived my longest day.
Do not call me
hero,
In the years that pass,
For all the real true heroes,
Have crosses, lined up on the grass.[1]
No deja de ser profundamente irónico que, hace ocho décadas, esta misma “Greatest Generation”, nacida entre 1901 y 1927, haya sido vista por sus mayores y contemporáneos con cierto desdén y una sospecha parecida a las que nos topamos cotidianamente, lo mismo en medios que en sobremesas, al hablar de los conflictos entre “boomers” y “millenials” o el cinismo que comparten los “x-gens” y “zentenials”. Una encuesta de la firma Gallup, de octubre de 1940, consignó la opinión mayoritaria en EE. UU. sobre sus jóvenes: “una sarta de blandengues, pacifistas, cínicos, cobardes, descorazonados e izquierdosos”. Mientras que un científico social —con la aquiescencia de no pocos sargentos instructores— concluía que “hacer un soldado de un ciudadano libre estadounidense es más o menos como tratar de domesticar una especie salvaje”.[2] Por su parte, el crítico cultural Philip Wylie, en su libro de 1942, Generación de víboras, se quejaba:
En los años treinta, mientras que Hitler e Hirohito amenazaban la libertad
por doquier, los adolescentes estadounidenses enterraban sus cabezas en la
arena, conduciendo autos modificados, leyendo historietas baratas y escuchando
discos de Sinatra; reprobaban cualquier examen de matemáticas o ciencias e
ignoraban terriblemente la historia y demás conocimientos acerca del mundo en
que vivían: por ejemplo, 59 por ciento era incapaz de localizar a China en un
mapa.[3]
Más allá de que bien podríamos descalificar en sí mismos tales clichés, de
la perenne rebeldía juvenil a la inevitable nostalgia de vejez —y el conflicto
entre ambas—, como las burdas falacias que son, de que no “todo tiempo pasado
fue mejor” y que “los jóvenes de hoy en día [como canta Les Luthier] ya no [insértese
agravio genérico]”; en el caso particular de la generación que se crió durante
la Gran Depresión, luchó y derrotó al fascismo y construyó la prosperidad de
mediados del siglo XX raya en lo ofensivo. Creo, sin embargo, que una perorata
de señor como la de Wylie bien puede recordarnos, al menos, dos cosas
importantes.
La primera es que el heroísmo no es predecible, no surge de un contexto
determinado y no es generalizado. Aquella “Gran Generación”, por ejemplo, no
idolatraba a Churchill, Roosevelt ni De Gaulle como lo ha hecho la posteridad;
admiraba muy ingenuamente a la Unión Soviética e incluso a Stalin; y demostró
en numerosas ocasiones estar compuesta de soldados cobardes, mezquinos, sádicos
o, simple y llanamente, que no les daba la gana hacer más de lo estrictamente
necesario —al contrario que sus militarizados, coaccionados e ideologizados
enemigos alemanes y japoneses; o que sus aliados soviéticos, quienes luchaban
por preservar su existencia misma—.[4] Lo cual
ayude a explicar, quizá, cómo es que, con más o menos la misma (mal)formación
digital y hábitos de consumo(istas) similares, las generaciones “Y” y “Z” de
Ucrania o Israel han disipado ejemplarmente las dudas y acallado
contundentemente las críticas de sus mayores, mientras que las de otros países,
infinitamente más privilegiadas, han optado por un activismo odioso e infantil,
esquizofrénico en sus valores y masoquista en sus fines. Tampoco es tan raro:
la crema y nata de la joven élite intelectual británica, en 1933, durante un
famoso debate de la Oxford Union, votó 275 a 153 a favor de que “bajo ninguna
circunstancia pelearía por Patria y Rey”… sólo para ponerse el uniforme y tomar
las armas en 1939-1945.
La segunda es que, conforme va desapareciendo aceleradamente esta “Gran
Generación”, asistimos a la transmutación de su legado, que pronto dejará de
ser historia para convertirse en mitología, con todos los problemas que eso
entraña. Quizás no sea tan extraño constatar que, precisamente cuando se
esfuman uno a uno los supervivientes de los horrores —y hazañas heroicas— de la
II Guerra Mundial, los beneficiarios del triunfo de 1945 comprendemos cada vez
menos sus causas, hechos, legados, cuestiones y controversias. Justo cuando
nuestra moral laica parece asentarse sobre una especie de antirregla de oro
(“No hagas al otro lo que los nazis le harían”), para la que Auschwitz es el
infierno y Adolf Hitler es el diablo, más hiperbólicos se vuelven nuestros
juicios éticos, más infladas nuestras analogías históricas, más impreciso
nuestro entendimiento de fenómenos problemáticos y más deshonesta nuestra
retórica política. Por eso es que, todavía hasta hace poco, los tribunales
alemanes se ensañaron contra los últimos “nazis” —adolescentes sin voz ni voto durante
la guerra, varones intrascendentes y desconocidos durante la posguerra que no
pudieron aprovechar la impunidad rampante de casi todos los peces gordos y
medianos del nazismo y, para colmo, ancianos demasiado longevos que tuvieron a
mal nacer muy tarde y no morirse muy pronto—, para acabarles achacando, a falta
de otros culpables vivos, la vergüenza nacional. Y por eso también es que
observamos lo contrario en las playas, monumentos y cementerios de Normandía el
día de hoy: si aquellos exguardias de las SS de noventaitantos años encarnaban
el Mal del siglo, los paracaidistas o marinos centenarios del Día D son los
sacerdotes responsables de la expiación del gran Pecado de la civilización. De
ahí que Macron, Trudeau, Biden o Zelenski corran al besamanos de los veteranos,
mendiguen la intercesión de los caídos y no pierdan oportunidad de envolverse
en el estandarte del Bien y perfilarse a sí mismos y a sus causas (la OTAN, la
Unión Europea, el orden liberal de posguerra, la democracia…) como dignos
sucesores de los estadistas de las Naciones Unidas de antaño (Churchill,
Roosevelt, De Gaulle…).
Desde luego, no es que dicha “Gran Generación” sea menos grande ni que los
veteranos que entregaron su presente por el futuro de otros —el nuestro— desmerezcan
tal reconocimiento —al contrario—. El problema es que, al mitificar su legado y
canonizar sus figuras, sepultamos sus testimonios —a veces, incómodos— y
tergiversamos los hechos —en ocasiones, contradictorios—, subordinándolos a
narrativas facilonas y sentimentales que tienen más que ver con el presente que
con el pasado y que repetimos ad nauseam —desde las palestras políticas
o las plataformas mediáticas— no para entender qué sucedió ni aprender qué pudiere
pasarnos, sino para sentirnos mejor con nosotros mismos, confirmar que —sin
mérito alguno— estamos del “lado correcto de la Historia” y disfrutar —sin
mover un dedo— las mieles de la victoria conquistada con la sangre de millones
en Guadalcanal, Stalingrado, El Alamein o Normandía. Y no puedo imaginar mayor
falta de respeto, atentado más grande a la memoria, que semejante prostitución
de lo que Dwight D. Eisenhower, en su mensaje a las tropas bajo su mando que
lanzó contra la “Muralla del Atlántico” hitleriana, el 6 de junio de 1944,
llamó la “Gran Cruzada”. Sobre todo, porque falta muy poco tiempo para que se
apague la voz del último de estos testigos, justo en el momento en el que el
mundo parece más necesitado de escuchar y aprender, con la humildad y
honestidad que nos hemos dejado en el camino, las lecciones y las preguntas —sobre
la guerra y la paz, la vida y la muerte, la justicia y la libertad, el odio y
el mal— de la más grande de las generaciones.
[2] Ambas
citas provienen del primer volumen de la magna trilogía de Rick Atkinson
sobre el Ejército de EE. UU. en la II Guerra Mundial: An Army at Dawn. The
War in North Africa, 1942-1943, Nueva York, Picador, 2002, p. 9. La
traducción es mía.
[3] Parafraseado
en Donald L. Miller, Masters of the Air. America’s Bomber Boys Who Fought
the Air War Against Nazi Germany, Nueva York-Londres, Simon & Schuster,
2007, p. 122. La traducción es mía.
[4] Considérense,
si no, las duras críticas contemporáneas —propias y ajenas— a los soldados y
altos oficiales del Ejército británico, derrotados una y otra vez durante los
primeros años de la guerra por fuerzas numéricamente inferiores, a menudo, por
indolencia generalizada o imaginación escasa, nulo profesionalismo o la total
ausencia de un sentido de urgencia e instinto asesino a la hora de lidiar con
enemigos que no perdonaban errores y estaban dispuestos a luchar hasta el
último cartucho. Vid. Sir Max Hastings, Winston’s War. Churchill,
1941-1945, Nueva York, Vintage, 2010. También, la difícil curva de
aprendizaje del Ejército de EE. UU. que narra el ya citado Atkins o de sus
fuerzas aéreas, que cuenta Miller. O bien, las recriminaciones constantes
interaliadas: los británicos, tenidos por mediocres y frívolos por los
estadounidenses; lo poco profesionales y novatos que resultaban éstos para
aquéllos (Clement Attlee alguna vez dijo que el mariscal británico Alexander,
al comandar a las mal entrenadas tropas estadounidenses, estaba escribiendo la
secuela de la famosa novela How Green Was My Valley, la cual se iba a
titular How Green Was My Ally); o, más francamente, lo miedosos y
cobardes que se les antojaban unos y otros a los soviéticos, quienes nunca
dejaron de enfrentarse a menos de dos tercios de la maquinaria de guerra nazi y
mataron a 4 de cada 5 soldados del Eje en Europa.