sábado, junio 07, 2025

El último viaje de la memoria

 

El último viaje de la memoria

 

G. G. Jolly

 

“They shall grow not old, as we that are left grow old:

Age shall not weary them, nor the years condemn.

At the going down of the sun and in the morning

We will remember them.”

~Laurence Bynion, “For the Fallen” (1914)

 

Ron Hendrey (1925-), veterano de la Marina Real, en el cementerio británico de Bayeux, honrando a sus camaradas, 5 de junio de 2024 (foto: @PoppyLegion)


Al escribir estas líneas, veo con emoción noticias sobre un puñado de hombres —y dos o tres mujeres—, ya bien entrados en su décima década —o inclusive ya alcanzada la undécima—, dirigiéndose, en ferry o en avión, rumbo a las playas de Normandía y los viejos campos de batalla de la II Guerra Mundial. Son empujados en sillas de ruedas por sus nietos o bisnietos o se mueven en andadera con gran dificultad; traen los pechos repletos de medallas —en el caso de los británicos, siempre de saco y corbata— o las gorras, llenas de pines e insignias —en el caso de los estadounidenses—; y, en todos lados (aeropuertos, altamar, pueblitos franceses), son recibidos con honores varios, bandas y desfiles militares, autoridades civiles y soldados en activo —entre cuatro y seis generaciones más jóvenes—, niños con ramos de flores y aplausos por doquier. Lo mismo el rey Carlos III que Madame Macron, o bien, generales de cuatro estrellas (los sucesores de Eisenhower o Bradley) y notables varios (el elenco de la serie Band of Brothers o la bisnieta de George S. Patton) se encorvan y agachan las cabezas para no perder acaso la última oportunidad de estrechar las manos centenarias y rozarse con el aura inmortal de la rápidamente menguante “Gran Generación”.

Los ancianos, invariablemente conmovidos y sorprendidos, parecen debatirse entre la reverencia y admiración que despiertan y la insuficiencia y extrañeza que sienten. Conscientes como nadie de cuán azaroso e inmerecido fue sobrevivir a los terribles combates ha ochenta años, lo mismo que de haber gozado de vidas extraordinariamente longevas, rebozan, empero, de gratitud, humildad y hasta magnanimidad. Los verdaderos héroes —no se cansan de decir— no son ellos, sino los compañeros y amigos que no volvieron y que yacen entre los mares de cruces y lápidas que tapizan los cementerios militares normandos, ondeando banderas de varias naciones, y que “no llegarán a viejos”. Sus enemigos alemanes —también repiten a menudo, con magnanimidad y conmiseración, a contrapelo de la moralina imperante— eran adolescentes como ellos, tampoco sin gran idea de nada e igualmente asustados, que seguían órdenes y peleaban por su país —aun en su peor versión—. Frases tal vez debatibles y vagas para el prurito de historiadores e indignantes para ciertas almas “puras” de nuestros días, pero que resuenan como puños por provenir de quienes las dicen: hombres que, habiendo pasado por el infierno en la Tierra, han vivido demasiado como para perder tiempo y energías guardando rencores, albergando odios o solazándose en su propia vanidad —ya sea para vanagloriarse de su heroicidad o para explotar su sufrimiento—. Sabiduría bien resumida en un poema reciente de Rob Aitchison:

Do not call me hero,
When you see the medals that I wear,
Medals maketh not the hero,
They just prove that I was there.

Do not call me hero,
Now that I am old and grey,
I left a lad, returned a man,
They stole my youth that day.

Do not call me hero,
When we ran the wall of hail,
The blood, the fears, the cries, the tears
We left them where they fell.

Do not call me hero,
Each night I stop and pray,
For all the friends I knew and lost,
I survived my longest day.

Do not call me hero,
In the years that pass,
For all the real true heroes,
Have crosses, lined up on the grass.
[1]

No deja de ser profundamente irónico que, hace ocho décadas, esta misma “Greatest Generation”, nacida entre 1901 y 1927, haya sido vista por sus mayores y contemporáneos con cierto desdén y una sospecha parecida a las que nos topamos cotidianamente, lo mismo en medios que en sobremesas, al hablar de los conflictos entre “boomers” y “millenials” o el cinismo que comparten los “x-gens” y “zentenials”. Una encuesta de la firma Gallup, de octubre de 1940, consignó la opinión mayoritaria en EE. UU. sobre sus jóvenes: “una sarta de blandengues, pacifistas, cínicos, cobardes, descorazonados e izquierdosos”. Mientras que un científico social —con la aquiescencia de no pocos sargentos instructores— concluía que “hacer un soldado de un ciudadano libre estadounidense es más o menos como tratar de domesticar una especie salvaje”.[2] Por su parte, el crítico cultural Philip Wylie, en su libro de 1942, Generación de víboras, se quejaba:

En los años treinta, mientras que Hitler e Hirohito amenazaban la libertad por doquier, los adolescentes estadounidenses enterraban sus cabezas en la arena, conduciendo autos modificados, leyendo historietas baratas y escuchando discos de Sinatra; reprobaban cualquier examen de matemáticas o ciencias e ignoraban terriblemente la historia y demás conocimientos acerca del mundo en que vivían: por ejemplo, 59 por ciento era incapaz de localizar a China en un mapa.[3] 

Más allá de que bien podríamos descalificar en sí mismos tales clichés, de la perenne rebeldía juvenil a la inevitable nostalgia de vejez —y el conflicto entre ambas—, como las burdas falacias que son, de que no “todo tiempo pasado fue mejor” y que “los jóvenes de hoy en día [como canta Les Luthier] ya no [insértese agravio genérico]”; en el caso particular de la generación que se crió durante la Gran Depresión, luchó y derrotó al fascismo y construyó la prosperidad de mediados del siglo XX raya en lo ofensivo. Creo, sin embargo, que una perorata de señor como la de Wylie bien puede recordarnos, al menos, dos cosas importantes.

La primera es que el heroísmo no es predecible, no surge de un contexto determinado y no es generalizado. Aquella “Gran Generación”, por ejemplo, no idolatraba a Churchill, Roosevelt ni De Gaulle como lo ha hecho la posteridad; admiraba muy ingenuamente a la Unión Soviética e incluso a Stalin; y demostró en numerosas ocasiones estar compuesta de soldados cobardes, mezquinos, sádicos o, simple y llanamente, que no les daba la gana hacer más de lo estrictamente necesario —al contrario que sus militarizados, coaccionados e ideologizados enemigos alemanes y japoneses; o que sus aliados soviéticos, quienes luchaban por preservar su existencia misma—.[4] Lo cual ayude a explicar, quizá, cómo es que, con más o menos la misma (mal)formación digital y hábitos de consumo(istas) similares, las generaciones “Y” y “Z” de Ucrania o Israel han disipado ejemplarmente las dudas y acallado contundentemente las críticas de sus mayores, mientras que las de otros países, infinitamente más privilegiadas, han optado por un activismo odioso e infantil, esquizofrénico en sus valores y masoquista en sus fines. Tampoco es tan raro: la crema y nata de la joven élite intelectual británica, en 1933, durante un famoso debate de la Oxford Union, votó 275 a 153 a favor de que “bajo ninguna circunstancia pelearía por Patria y Rey”… sólo para ponerse el uniforme y tomar las armas en 1939-1945.

La segunda es que, conforme va desapareciendo aceleradamente esta “Gran Generación”, asistimos a la transmutación de su legado, que pronto dejará de ser historia para convertirse en mitología, con todos los problemas que eso entraña. Quizás no sea tan extraño constatar que, precisamente cuando se esfuman uno a uno los supervivientes de los horrores —y hazañas heroicas— de la II Guerra Mundial, los beneficiarios del triunfo de 1945 comprendemos cada vez menos sus causas, hechos, legados, cuestiones y controversias. Justo cuando nuestra moral laica parece asentarse sobre una especie de antirregla de oro (“No hagas al otro lo que los nazis le harían”), para la que Auschwitz es el infierno y Adolf Hitler es el diablo, más hiperbólicos se vuelven nuestros juicios éticos, más infladas nuestras analogías históricas, más impreciso nuestro entendimiento de fenómenos problemáticos y más deshonesta nuestra retórica política. Por eso es que, todavía hasta hace poco, los tribunales alemanes se ensañaron contra los últimos “nazis” —adolescentes sin voz ni voto durante la guerra, varones intrascendentes y desconocidos durante la posguerra que no pudieron aprovechar la impunidad rampante de casi todos los peces gordos y medianos del nazismo y, para colmo, ancianos demasiado longevos que tuvieron a mal nacer muy tarde y no morirse muy pronto—, para acabarles achacando, a falta de otros culpables vivos, la vergüenza nacional. Y por eso también es que observamos lo contrario en las playas, monumentos y cementerios de Normandía el día de hoy: si aquellos exguardias de las SS de noventaitantos años encarnaban el Mal del siglo, los paracaidistas o marinos centenarios del Día D son los sacerdotes responsables de la expiación del gran Pecado de la civilización. De ahí que Macron, Trudeau, Biden o Zelenski corran al besamanos de los veteranos, mendiguen la intercesión de los caídos y no pierdan oportunidad de envolverse en el estandarte del Bien y perfilarse a sí mismos y a sus causas (la OTAN, la Unión Europea, el orden liberal de posguerra, la democracia…) como dignos sucesores de los estadistas de las Naciones Unidas de antaño (Churchill, Roosevelt, De Gaulle…).

Desde luego, no es que dicha “Gran Generación” sea menos grande ni que los veteranos que entregaron su presente por el futuro de otros —el nuestro— desmerezcan tal reconocimiento —al contrario—. El problema es que, al mitificar su legado y canonizar sus figuras, sepultamos sus testimonios —a veces, incómodos— y tergiversamos los hechos —en ocasiones, contradictorios—, subordinándolos a narrativas facilonas y sentimentales que tienen más que ver con el presente que con el pasado y que repetimos ad nauseam —desde las palestras políticas o las plataformas mediáticas— no para entender qué sucedió ni aprender qué pudiere pasarnos, sino para sentirnos mejor con nosotros mismos, confirmar que —sin mérito alguno— estamos del “lado correcto de la Historia” y disfrutar —sin mover un dedo— las mieles de la victoria conquistada con la sangre de millones en Guadalcanal, Stalingrado, El Alamein o Normandía. Y no puedo imaginar mayor falta de respeto, atentado más grande a la memoria, que semejante prostitución de lo que Dwight D. Eisenhower, en su mensaje a las tropas bajo su mando que lanzó contra la “Muralla del Atlántico” hitleriana, el 6 de junio de 1944, llamó la “Gran Cruzada”. Sobre todo, porque falta muy poco tiempo para que se apague la voz del último de estos testigos, justo en el momento en el que el mundo parece más necesitado de escuchar y aprender, con la humildad y honestidad que nos hemos dejado en el camino, las lecciones y las preguntas —sobre la guerra y la paz, la vida y la muerte, la justicia y la libertad, el odio y el mal— de la más grande de las generaciones.

Dennis Bolt (1924-), veterano del Ejército de EE. UU., reconocido en Sainte-Mère-Église, 5 de junio de 2024 (foto: @USArmyEURAF)


[2] Ambas citas provienen del primer volumen de la magna trilogía de Rick Atkinson sobre el Ejército de EE. UU. en la II Guerra Mundial: An Army at Dawn. The War in North Africa, 1942-1943, Nueva York, Picador, 2002, p. 9. La traducción es mía.

[3] Parafraseado en Donald L. Miller, Masters of the Air. America’s Bomber Boys Who Fought the Air War Against Nazi Germany, Nueva York-Londres, Simon & Schuster, 2007, p. 122. La traducción es mía.

[4] Considérense, si no, las duras críticas contemporáneas —propias y ajenas— a los soldados y altos oficiales del Ejército británico, derrotados una y otra vez durante los primeros años de la guerra por fuerzas numéricamente inferiores, a menudo, por indolencia generalizada o imaginación escasa, nulo profesionalismo o la total ausencia de un sentido de urgencia e instinto asesino a la hora de lidiar con enemigos que no perdonaban errores y estaban dispuestos a luchar hasta el último cartucho. Vid. Sir Max Hastings, Winston’s War. Churchill, 1941-1945, Nueva York, Vintage, 2010. También, la difícil curva de aprendizaje del Ejército de EE. UU. que narra el ya citado Atkins o de sus fuerzas aéreas, que cuenta Miller. O bien, las recriminaciones constantes interaliadas: los británicos, tenidos por mediocres y frívolos por los estadounidenses; lo poco profesionales y novatos que resultaban éstos para aquéllos (Clement Attlee alguna vez dijo que el mariscal británico Alexander, al comandar a las mal entrenadas tropas estadounidenses, estaba escribiendo la secuela de la famosa novela How Green Was My Valley, la cual se iba a titular How Green Was My Ally); o, más francamente, lo miedosos y cobardes que se les antojaban unos y otros a los soviéticos, quienes nunca dejaron de enfrentarse a menos de dos tercios de la maquinaria de guerra nazi y mataron a 4 de cada 5 soldados del Eje en Europa.

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