Pbro. Athanase Seromba (1963-). El padre Seromba era el titular de una parroquia en Nyange, en la provincia de Kibuye de Ruanda occidental. Durante
el atroz genocidio de ese país, en el que perecieron entre 800,000 y 1’000,000 de personas, en 1994, alrededor de 2,000 refugiados (incluyendo ancianos, mujeres y niños) de la etnia
tutsi (perseguidos por la etnia
hutu) buscaron refugio en la iglesia de Nyange. Seromba, un
hutu fanático, autorizó a la milicia
hutu que utilizara bulldozers y derrumbar su propio templo con los refugiados dentro. Una vez hecho esto, ordenó a los milicianos eliminar a toda persona aún con vida entre los escombros, con balas o machetes. Tras esconderse en Europa usando un nombre falso, se entregó al Tribunal Criminal Internacional para Ruanda en 2002, aunque se declaró inocente de los cargos de genocidio, complicidad en un genocidio, conspiración para cometer genocidio y exterminación y crímenes contra la humanidad. Tras dos años de juicio, fue hallado culpable y sentenciado a 15 años de prisión.
Pbro. John Geoghan (1935-2003). Graduado del Seminario Cardenal O’Connell de la Arquidiócesis de Boston y ordenado sacerdote en 1962, durante 30 años de servicio como sacerdote en seis parroquias distintas, se le acusó de haber abusado sexualmente de más de 130 menores de edad. Finalmente, fue sujeto a tratamiento psiquiátrico y psicoanálitico especial y, más tarde, destinado a un hogar para sacerdotes jubilados. En 1991, a Geoghan se le imputaron cargos de amedrentación, de los que fue hallado culpable en 2002, por lo que se le sentenció a entre nueve y diez años de prisión. Además, en 1998 concluyó un juicio canónico en su contra, que le removió sus órdenes sagradas y lo retornó al estado laico. El 23 de agosto de 2003, John Geoghan fue extrangulado por otro interno en el Centro Correccional de Sousa-Baranowski, en Shirley, Massachussets.
El caso de Geoghan formó parte importante del
escándalo que azotó a la Arquidiócesis de Boston en 2001. Hay evidencias de que las autoridades eclesiásticas, enteradas de las quejas por abuso sexual a manos de algunos sacerdotes, encubrieron el asunto y los transfirieron de parroquia en parroquia, ayudando así a que el número de víctimas creciera. Esto llevó a la ignominiosa renuncia del titular de la arquidiócesis,
Francis Bernard Cardenal Law, y a una serie de batallas legales y millonarios acuerdos con más de 542 personas afectadas, 86 de las cuales sufrieron abusos sexuales de John Geoghan.
Monseñor Jozef Tiso (1887-1947). Nacido en Veľká Bytč, en la actual Eslovaquia, estudió teología en Viena y fungió como capellán militar del Ejército Austro-Húngaro en la I Guerra Mundial. Más tarde, fue director del Seminario Teológico y profesor en una secundaria, ambos en el pueblo de Nitra. Entre 1921 y 1924 fue maestro y secretario del obispo rector en el Seminario de la Divinidad, también en Nitra, hasta que se volvió párroco de Bánovce nad Bebravou.
De forma paralela a su ministerio eclesiástico, Tiso estaba inmerso en el Partido Popular Eslovaco, fundado como agrupación católica en 1913 por el padre
Andrej Hlinka (1864-1938), de corte altamente nacionalista, autoritario y antisemita. A la muerte de éste, monseñor Tiso se convirtió en el líder
de facto del partido, y luego líder oficial, el 1º de octubre de 1939. Ya antes había ocupado una curul en el parlamento de Praga (1925-1939) e incluso varias carteras en el gobierno checoslovaco: Ministro para la Salud y los Deportes (1927-1929) y Ministro para Asuntos Eslovacos (1938). Sin embargo, es el papel crucial que jugó en el drama que destruyó al Estado Checoslovaco en 1938 y 1939 y posteriormente como primer ministro (1939) y presidente de la I República Eslovaca (1939-1945), el que le granjeó un lugar infame en la Historia.(1)
Monseñor Tiso y su primer ministro, el también devoto católico
Vojtech Tuka (1880-1946), encabezaron un gobierno fascista, por completo servil a los intereses de la Alemania Nazi. El mismo Tiso, líder absoluto de los eslovacos, adoptó el título de
Vodca (‘líder’ en eslovaco; similar al
Führer alemán,
Duce italiano y
Caudillo español), en 1942, y al tanto que ejercía sus regulares deberes sacramentales en la parroquia de Bánovce nad Bebravou, fue directamente responsable de la deportación a territorio alemán de 58,000 judíos eslovacos, la mayoría de los cuales murió a causa de trabajos forzados o asesinada en Auschwitz-Birkenau.
En abril de 1945, cuando el Ejército Rojo conquistó los últimos remanentes de Eslovaquia, el presidente Tiso fue derrocado y capturado. Dos años después, la Corte Nacional lo encontró culpable de ‘traición interna, traición al Levantamiento Nacional Eslovaco y colaboración con los nazis’. Fue ahorcado el 18 de abril de 1947.
G. G. Jolly
(1) v. Historia de Eslovaquia.
(*) Advertencia: Creo que todos los católicos, en mayor o menor medida, guardamos cierto respeto, incluso cariño, por el clero, ya sea secular o religioso: diáconos, presbíteros y obispos. Y claro que debería de ser así. La jerarquía de la Iglesia se basa en la sucesión apostólica y las potestades que ésta otorga a quienes les son conferidas las órdenes sagradas, sin los cuales la vida sacramental sería imposible. Sin embargo, existe también la generalizada tendencia, tanto de laicos como del mismo clero, a tener un concepto demasiado idealizado o plenamente falso de lo que significa, en realidad, la vida como un Cristo-sacerdote. Durante muchos siglos, incluso, la comunidad eclesial ha padecido de un fortísimo clericalismo que ha inflado el ego de los ministros ordenados, así como ha deformado el verdadero papel de los laicos como cristianos. Son más que visibles ciertas formas eclesiales demasiado jerárquicas, verticales, autoritarias y, sobre todo, clericales, aun hoy, 40 años después de la clausura del Concilio Vaticano II, que destruyó las falsas barreras y dignidades que separaban la misión de los cristianos laicos y los consagrados. Por desgracia, aún es muy común toparse con miembros del clero que se sienten ‘especiales’ o ‘superiores’ a los demás bautizados, al igual que con laicos que idealizan o idolatran al clero: ‘¡Háblale de “usted” al padre’; ‘¡El excelentísimo señor obispo!’, etcétera. Y no digo que no existan ciertas dignidades que requieren respeto ni que no haya sacerdotes admirables merecedores de elogios (¡muy al contrario!). Tampoco niego el llamado a la santidad al que son requeridos los presbíteros, diáconos y obispos (¡al igual que todos los cristianos bautizados!). No obstante, una ingenua idealización del clero, al enfrentarse cara a cara con la realidad de la Iglesia pecadora (y, por tanto, de un clero igualmente pecador), suscita desilusiones, dolor, desesperanza y hasta apostasía. Un hombre no se vuelve santo nada más porque recibe las órdenes sagradas. Más bien, es un hombre que, en palaras de San Ignacio de Loyola, a pesar de saberse pecador, se sabe, a la vez, llamado por Dios, con sus cualidades y defectos, a Su servicio. Bien lo sabemos: ‘de todo hay en la viña del Señor’. El Pueblo de Dios está conformado, en su totalidad, por seres humanos pecadores; si bien unos lo son más que otros, claro está. Podemos ver cómo el mismo Jesús convocó a sus doce primeros discípulos aun a sabiendas de que uno lo traicionaría, otro lo negaría, alguno más dudaría de Él y que el resto huiría y lo abandonaría en su peor hora. Y así, a lo largo de la larga historia de esta comunidad bimilenaria, veremos que cristianos bautizados son asesinos, ladrones, violadores y mentirosos, desde el más despreciable de los narcotraficantes y secuestradores hasta los cardenales, obispos y papas más corruptos.