‘Teología de la liberación: nuevos caminos’ por Raúl Cervera, SJ (I)
Introducción
En las décadas de los 60 y 80 adquirió mucho relieve la teología de la liberación, no sólo en América Latina, sino prácticamente en todo el mundo occidental. Se publicaron innumerables textos sobre el tema, y algunos de sus principales autores fueron muy visibles en los medios de comunicación; no se diga en los eclesiales, en varias diócesis, universidades católicas, algunos seminarios… Baste como botón de muestra el nombre de Leonardo Boff.
Ciertos acontecimientos eclesiales latinoamericanos, como la II y III Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano, celebradas en Medellín (1968) y Puebla (1979), fueron fuertemente impactados por esta corriente teológica. Paralelamente las comunidades eclesiales de base (CEB) alcanzaban su cúspide en extensión, creatividad, reconocimiento de la jerarquía católica, presencia pública y algunas acciones muy significativas.
A partir de los años 90 decayó la producción y la visibilidad pública de la teología de la liberación. Los anteriores indicadores, tal como aparecen en estos últimos años, lo demuestran. Surgieron entonces las preguntas: ¿la teología de la liberación ya cumplió su ciclo vital? ¿Qué sigue ahora?
Lo esencial es la liberación
Los ahora viejos teólogos de la liberación lo aclararon desde el principio: lo decisivo no es la teología de la liberación, sino la liberación misma. ¿Qué quiere decir esto? Todos somos testigos de la pobreza material de la que vive un muy importante número de compatriotas nuestros. Por ello han brotado muchas iniciativas de gente de buena voluntad que quiere ayudar: las instituciones Cáritas de la Iglesia Católica; las fundaciones internacionales, católicas y no católicas, que apoyan proyectos de beneficencia y desarrollo en el Tercer Mundo; los voluntariados; los microcréditos populares; las organizaciones productivas de campesinos; los programas para combatir la pobreza, por parte del gobierno federal. Todo ello nos habla de la magnitud y seriedad del problema.
Cuando la teología latinoamericana acuñó el término liberación, lo que quería dar a entender es que todas estas iniciativas son buenas y hay que aplaudirlas, sin negar que no faltan serias deficiencias en algunas de ellas, especialmente las gubernamentales.
Sin embargo, junto con todo esto es necesario llegar hasta las raíces de la situación: lo que entonces se llamó el cambio de estructuras. Sucede que en la forma misma como está organizada la economía en el mundo occidental y en las regiones hasta donde llegan sus dominios; en la manera como están redactadas las leyes que nos rigen; en la forma como funcionan los medios de comunicación; en todo esto hay mecanismos que propician la desigualdad entre los seres humanos y, por tanto, la injusticia.
Esto, en realidad, no era una tesis exclusiva de los teólogos de la liberación. El magisterio de la Iglesia lo decía con la misma nitidez y claridad; comenzando por los Papas, y de una manera especial los obispos latinoamericanos.
De este modo poco ayuda que se capacite a la gente pobre para que adquiera un oficio o monte un diminuto negocio, si aquello que le damos por un lado, el engranaje social se lo quita por el otro. La gente está como encadenada por estos mecanismos inicuos. Por ello hace falta cambiar varias reglas centrales que rigen la vida social. Quitar esas cadenas quiere decir liberación.
Tristemente el paso de los años sigue dando la razón a los teólogos de la liberación. Por más esfuerzos que se han hecho, mucha gente, aunque se capacita y trabaja, sigue privada de cosas absolutamente necesarias o convenientes para vivir y desarrollarse como seres humanos y como hijos de Dios. Muchos de los cambios estructurales que se proponen, especialmente desde los centros del poder, no van a mejorar las cosas, porque precisamente se dirigen a reforzar y hacer que funcionen mejor esos mecanismos que propician las desigualdades. Un ejemplo de esto lo tenemos en la venta de los recursos naturales de nuestro país, especialmente el petróleo y el gas, a empresas privadas, nacionales o internacionales.
Así, mientras subsista esta situación, y mientras haya personas que quieran ayudar no sólo a remediar la situación sino a llegar hasta las raíces de la misma, será necesario recurrir a la Sagrada Escritura y, especialmente, a los Evangelios. Mientras haya hombres y mujeres que se lancen a colaborar y acompañar a la gente trabajadora en sus organizaciones propias, que apoyen las autonomías indias, que quieran intervenir en la elaboración de políticas públicas verdaderamente alternativas, que se dediquen a defender los derechos humanos; mientras haya todo esto, habrá necesidad de pensar cómo debe reaccionar un hombre o una mujer creyente frente a estos hechos: habrá necesidad y espacio para la teología de la liberación.
Ciertos acontecimientos eclesiales latinoamericanos, como la II y III Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano, celebradas en Medellín (1968) y Puebla (1979), fueron fuertemente impactados por esta corriente teológica. Paralelamente las comunidades eclesiales de base (CEB) alcanzaban su cúspide en extensión, creatividad, reconocimiento de la jerarquía católica, presencia pública y algunas acciones muy significativas.
A partir de los años 90 decayó la producción y la visibilidad pública de la teología de la liberación. Los anteriores indicadores, tal como aparecen en estos últimos años, lo demuestran. Surgieron entonces las preguntas: ¿la teología de la liberación ya cumplió su ciclo vital? ¿Qué sigue ahora?
Lo esencial es la liberación
Los ahora viejos teólogos de la liberación lo aclararon desde el principio: lo decisivo no es la teología de la liberación, sino la liberación misma. ¿Qué quiere decir esto? Todos somos testigos de la pobreza material de la que vive un muy importante número de compatriotas nuestros. Por ello han brotado muchas iniciativas de gente de buena voluntad que quiere ayudar: las instituciones Cáritas de la Iglesia Católica; las fundaciones internacionales, católicas y no católicas, que apoyan proyectos de beneficencia y desarrollo en el Tercer Mundo; los voluntariados; los microcréditos populares; las organizaciones productivas de campesinos; los programas para combatir la pobreza, por parte del gobierno federal. Todo ello nos habla de la magnitud y seriedad del problema.
Cuando la teología latinoamericana acuñó el término liberación, lo que quería dar a entender es que todas estas iniciativas son buenas y hay que aplaudirlas, sin negar que no faltan serias deficiencias en algunas de ellas, especialmente las gubernamentales.
Sin embargo, junto con todo esto es necesario llegar hasta las raíces de la situación: lo que entonces se llamó el cambio de estructuras. Sucede que en la forma misma como está organizada la economía en el mundo occidental y en las regiones hasta donde llegan sus dominios; en la manera como están redactadas las leyes que nos rigen; en la forma como funcionan los medios de comunicación; en todo esto hay mecanismos que propician la desigualdad entre los seres humanos y, por tanto, la injusticia.
Esto, en realidad, no era una tesis exclusiva de los teólogos de la liberación. El magisterio de la Iglesia lo decía con la misma nitidez y claridad; comenzando por los Papas, y de una manera especial los obispos latinoamericanos.
De este modo poco ayuda que se capacite a la gente pobre para que adquiera un oficio o monte un diminuto negocio, si aquello que le damos por un lado, el engranaje social se lo quita por el otro. La gente está como encadenada por estos mecanismos inicuos. Por ello hace falta cambiar varias reglas centrales que rigen la vida social. Quitar esas cadenas quiere decir liberación.
Tristemente el paso de los años sigue dando la razón a los teólogos de la liberación. Por más esfuerzos que se han hecho, mucha gente, aunque se capacita y trabaja, sigue privada de cosas absolutamente necesarias o convenientes para vivir y desarrollarse como seres humanos y como hijos de Dios. Muchos de los cambios estructurales que se proponen, especialmente desde los centros del poder, no van a mejorar las cosas, porque precisamente se dirigen a reforzar y hacer que funcionen mejor esos mecanismos que propician las desigualdades. Un ejemplo de esto lo tenemos en la venta de los recursos naturales de nuestro país, especialmente el petróleo y el gas, a empresas privadas, nacionales o internacionales.
Así, mientras subsista esta situación, y mientras haya personas que quieran ayudar no sólo a remediar la situación sino a llegar hasta las raíces de la misma, será necesario recurrir a la Sagrada Escritura y, especialmente, a los Evangelios. Mientras haya hombres y mujeres que se lancen a colaborar y acompañar a la gente trabajadora en sus organizaciones propias, que apoyen las autonomías indias, que quieran intervenir en la elaboración de políticas públicas verdaderamente alternativas, que se dediquen a defender los derechos humanos; mientras haya todo esto, habrá necesidad de pensar cómo debe reaccionar un hombre o una mujer creyente frente a estos hechos: habrá necesidad y espacio para la teología de la liberación.
Tomado de: Raúl Cervera, SJ, ‘Teología de la liberación: nuevos caminos’, en Jesuitas de México 37, septiembre-diciembre, México, 2006.
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