viernes, septiembre 26, 2008

‘Intempestivo sermón sobre ética del artista’ de Hugo Hiriart

Jan Vermeer, El arte de la pintura, c. 1666-1673.

Es muy difícil lograr y conservar cierta serenidad y cierta autonomía si uno es artista. El arte como trabajo tiene su mala hierba. En él se esconde, entre sus muchas alegrías, una serpiente, un tósigo: el deseo omnipresente de fama y mérito. Es un anhelo sutil, tan sutil que parece que se filtra en el deseo mismo de pintar, escribir, filmar, componer música, actuar en el teatro. Porque cada pincelada, cada cláusula o cada paso de baile, cada toma de la película parecen pregonar dramáticamente quién soy yo y someterme a juicio. ¿Soy buen artista, tengo talento o no, no lo tengo? Una forma semejante de tortura sufren hoy en día científicos e historiadores, filósofos y politólogos.

La fama está ligada a concebir la vida social como enfrentamiento, competencia o concurso. Hay que ganar, es decir, sobresalir, destacarse, alcanzar renombre. De esta manera, son los otros los que nos dicen quiénes somos, y por una especie de concurso. Y así es como, en el campo del arte y la cultura, el ambiente con frecuencia se enrarece y se convierte en ese avispero insano donde zumba el odio verbal de unos contra otros.

Sin embargo, ¿es inevitable el anhelo obsesivo de reconocimiento y fama si nuestro trabajo es artístico o intelectual?

Creo que no. Pero para examinarlo empecemos distinguiendo lo que no es vanaglorioso e ilícito, sino sano y lícito esperar de una producción intelectual o artística; diferenciémoslo de lo que es ilícito o ponzoñoso esperar. La distinción que voy a bosquejar no es mía, la debo a Alistair MacIntyre.

Es enfermo y no lícito que el creador intelectual o artístico sueñe obtener con su trabajo cualquier grado de fama o gloria, premios de cualquier clase, poder, celebridad acompañada de dinero, viajes, hoteles de lujo y demás. Y sobre todo la posibilidad de sobresalir, es decir, de ocupar un lugar superior y privilegiado sobre los demás.

Pero entonces, ¿es la dedicación a las ciencias, las humanidades y las artes, desde este punto de vista, ilícita? ¿No es lícito tratar de hacer una obra de arte, de investigación científica o de ciencias humanas, que trate de ser admirable? No, eso sí es lícito.

Es lícito tratar apasionadamente de realizar un trabajo que los conocedores en la materia aprecien o lleguen a apreciar como modelo, y que alcance esa condición de modelo de perfección en lo ya explorado, o modelo que abre nuevos caminos en el desarrollo del campo al que pertenece. Todo desvelo, toda insatisfacción y esfuerzo en este orden es lícito.

Un intelectual o artista puede haber logrado hacer una obra magistral en cualquier medio sin alcanzar los otros fines –celebridad, premios, riqueza, etc. Y puede suceder también, dada la ambigüedad del trabajo artístico e intelectual, que la alcance sin darse cuenta él mismo de que lo ha logrado.

Los fines equivocados e ilícitos los impone la publicidad. La codicia de fama universal es ajena al mundo no ya de la disciplina cultivada, sino aun de los medios académicos, del arte y de la cultura, y se distingue por ser insaciable, es decir, su perturbación no puede calmarse. Pero, me parece a mí, es muy difícil, casi imposible, no entrometer los fines impuros cuando se quieren alcanzar los propósitos legítimos del artista y del intelectual.

Cuando menos a mí, lo confieso, me cuesta trabajo tratar de hacerlo. Por eso he escrito una pequeña oración que he llamado, no sin algo de arrogancia absurda, “Oración del artista”. La oración dice así:

Señor: concede que mi trabajo tenga cierto mérito artístico e intelectual, cierta sutileza y verdad. Y si eso no sucede, Señor, concédeme humildad y sabiduría para aceptarlo con alegría.
Para terminar, unas observaciones sobre la oración. Se dice en ella “mi trabajo”, no dice “yo”. Escribir con arte es un don, un regalo. Hay que mostrarse humilde y agradecido por el don artístico, chico o grande, que nos ha sido dado, y no mostrarse ingrato ni exigente por no haber recibido un don mayor. Cada artista da la flor que le corresponde y todas son dignas de contemplación. Es preciso aprender a aceptar con humildad la posibilidad de que nuestro trabajo sea predecible, mediocre y que no tenga mérito alguno. La humildad, lo sabemos, es siempre difícil para el artista. Hay que entender que no es el fin del mundo si nuestro trabajo es un fracaso, algo de flaco valor. Y para eso se precisa, justamente, la sabiduría.

De hecho, según parece, si está bien encaminado, el artista mediocre y fracasado tiene mayor posibilidad de desarrollo espiritual que el artista triunfador.

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