El aniversario luctuoso de hoy es el de un hombre que, si bien no ha sido inscrito aún en el catálogo de los santos (y no estoy seguro de que, al menos a causa del trámite, lo sea algún día), no me cabe duda alguna de que su vida fue la de un hombre justo, cristiano ejemplar y de enorme fe: Giovanni Battista Montini, 262º sucesor de San Pedro que sirvió bajo el nombre de Pablo VI durante quince años decisivos para la historia de la Iglesia (de 1963 a 1978) y que retornó a la Casa del Padre el 6 de agosto de 1978.
El Papa Montini brilló muy poco con luz propia, pues se trataba de un hombre humilde con la creencia de que el Evangelio estaba más cercano a la parroquia rural o a la fábrica que a las oficinas de la Secretaría de Estado vaticana o al Código de Derecho Canónico. Nunca buscó sobresalir y no gobernó mediante el encanto personal. Es por ello que se le considere un Papa ‘olvidado’, ‘aplastado’ entre figuras de la talla de Pío XII, el ‘último príncipe de Dios’; el Beato Juan XXIII, ‘el Papa bueno’; y Juan Pablo II, a quien se llama ya ‘el Grande’.Pablo VI no figura sino como un eslabón gris entre gigantes, gracias a un pontificado con mucha pena y nada de gloria, repleto de duda y de vacilación… Por el contrario: el suyo fue el que mayor influencia ha tenido en todo el siglo XX.(1)
Fue Pablo VI quien tradujo en prosa la poesía del Vaticano II convocado por el Papa Roncalli. Así, calladamente, sin aplausos, escrutando exhaustivamente su espíritu y la realidad (los ‘signos de los tiempos’), llevó a cabo una tarea casi imposible, en medio de la época más convulsionada del siglo: combinar la apertura con la fidelidad. Consiguió terminar y poner en práctica el Concilio sin dividir a la Iglesia. Reformó la curia sin alienarla. Gobernó junto con sus hermanos obispos sin dejar de ser la cabeza. Abrió el corazón eclesial a los demás cristianos y hombres de fe sin renunciar a la identidad católica. Dialogó con el mundo sin dejarse manipular por él. Alzó la voz contra la injusticia sin apuntar farisaicamente el dedo.
Con él terminó el Papado del absolutismo y la pompa. Fue el primer pontífice en visitar los cinco continentes, en exigirle al pleno de las Naciones Unidas el destierro definitivo de la guerra, en celebrar la Eucaristía en otra lengua y rito que no fueran latinos, en orar junto a ortodoxos, anglicanos y luteranos… Durante su gestión no hubo excomuniones ni ostracismos, inauguró y puso en funcionamiento más de cincuenta conferencias episcopales, nombró mujeres para cargos vaticanos, renovó el episcopado mundial, impulsó la lucha por la justicia y la opción por los pobres y promovió la puesta al día de la Vida Religiosa. Pero, sobre todo, tuvo el coraje de desilusionar al mundo secular y a mucha gente en el seno de la Iglesia (a la izquierda por ir muy lento y a la derecha por ir muy rápido), al demostrarles a todos que la Iglesia puede y debe ponerse al día al mismo tiempo que no puede ni debe deshacerse de veinte siglos de tradición y rendirse ante la moda. Es más, demostró que la Iglesia tiene incluso el deber de denunciar y e incomodar a un mundo egoísta, más preocupado por el placer que por la justicia, tal como lo hizo con sus encíclicas
Populorum Progressio (1967) y
Humanae Vitae (1968).
Todo esto le valió la incomprensión y la hostilidad, desde fuera y al interior de la Iglesia, lo cual tal vez no quebró su fe, pero sí su temple y su físico. Agobiado por el dolor y la soledad, con las espaldas vencidas por el peso de las Llaves, murió, no obstante, un hombre feliz que se supo siempre hijo amado del Padre y seguidor de Jesús, y así pudo entregar gustosamente su vida al servicio de sus hermanos.
G. G. Jolly
(1) Véase: Peter Hebblethwaite, Pablo VI, el primer Papa moderno, Buenos Aires, Javier Vergara, 1995.