‘Iglesia: libertad y fidelidad’ de Karl Rahner, SJ
Iglesia. La religión debe ser un convencimiento mío, propio y libre, ella debe ser experimentada en el centro más profundo de la existencia. Pero esta existencia sólo es ella misma en una comunidad y sociedad, en la que ella se abre, dando y recibiendo. Por otra parte, el cristianismo es una religión histórica, vinculada a alguien muy preciso: Jesucristo. Yo sólo puedo pertenecer a Cristo por medio de la Iglesia, y no de otra manera. Por eso, yo no puedo aventurarme a vivir en modo alguno un cristianismo privado, pues de esa forma negaría su origen. Por ello debo ratificar este carácter histórico de mi cristianismo a través de la pertenencia eclesial. Con esto no quedan afirmadas todavía, ni mucho menos, todas las razones para la pertenencia eclesial de un cristiano, ni siquiera las más importantes. Pero lo dicho aquí puede bastarnos.
Un cristiano de Iglesia, como el que aquí estamos suponiendo, conoce, sin duda, la historicidad de su Iglesia. Él conoce por tanto también lo más humano y lo más inhumano de aquello que en esa Iglesia ha sucedido, “en la cabeza y en los miembros”, en el pasado y en el presente. Un cristiano, que cree que la Iglesia proviene de manera auténtica de Jesucristo y que cree, por consiguiente, en su esencia como sacramento universal de salvación para todo el mundo, no puede despreocuparse totalmente de esta historia de la Iglesia, diciendo que ella ha sido sólo la historia de unos pobres hombres que, como todos los demás, se han comportado de un modo terrible sobre el escenario de la historia universal. Al contrario, un cristiano debería esperar y aguardar que la victoria de la gracia, que la Iglesia debe prometer al mundo incluso en su forma de manifestarse, se revele con gloria esplendorosa en su propia historia.
Ciertamente, la Iglesia ofrece ese tipo de revelación, que sólo pueden negar por principio aquellos que desprecian de un modo huraño a los hombres. Pero el cristiano desearía que ese resplandor fuera mucho más claro. El cristiano deberá tomar de un modo realista ese tipo de experiencia, que le obliga a ser modesto, aunque él no pueda aclararla del todo y menos aún justificarla con un triunfalismo barato (como a veces se ha interpretado aquello que quería decir el concilio Vaticano II).
Fidelidad eclesial y libertad creyente. Una identificación última con la esencia fundamental de la Iglesia, que ella no pudo ni puede perder, no significa, en modo alguno, que estemos de acuerdo con todas y cada una de las cosas que se hacen en la Iglesia. Ni con todo lo que la jerarquía o el Papa realizan, ni siquiera con todas y cada una de las cosas que la enseñanza oficial de la Iglesia presenta. Ciertamente, para mí, el auténtico dogma de la Iglesia constituye algo que me obliga absolutamente; por eso, como cristiano y como teólogo, con cierta ansiedad de espíritu y corazón, con no poca frecuencia, debo preguntarme cuál es el verdadero sentido de una determinada afirmación que el Magisterio de la Iglesia mantiene como dogma, a fin de concederle mi consentimiento, de manera honrada y tranquila.
Por mi parte, a lo largo de mi vida, yo nunca he tenido la experiencia de que esto me resultara imposible; porque, en relación con esos dogmas, yo he advertido siempre con claridad que sólo pueden entenderse bien cuando se pone de relieve su sentido en línea de apertura hacia el Misterio de Dios, sabiendo, por otra parte, que han sido formulados desde unos condicionamientos históricos determinados; por ello, esos dogmas se encuentran inevitablemente vinculados a una especie de amalgama que no pertenece de hecho al contenido de la declaración dogmática, y que puede hacer incluso que ese contenido se interprete mal. Esto se debe también al hecho de que esos dogmas están formulados como regulaciones lingüísticas que, para ser fieles a la realidad a la que aluden, no deberían permanecer siempre iguales, con las mismas palabras con que fueron formulados.
Las cosas resultan diferentes cuando se trata de esta o aquella enseñanza relativamente subordinada, sea en el campo de la exégesis, de la teología sistemática o de la teología moral, que ha sido o sigue siendo mantenida por el magisterio romano como enseñanza oficial, con la pretensión de ofrecer una enseñanza vinculante, aunque no haya sido “definida”. Por evocar sólo un ejemplo de los tiempos más recientes: a mi juicio, ni la argumentación básica, ni la autoridad de enseñanza de la Iglesia, a la que de hecho se acude, ofrecen un fundamento convincente y obligatorio para aceptar la discutida doctrina de Pablo VI en la Humanae Vitae, ni la Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe que quiere excluir por principio la ordenación de las mujeres, como algo que debería aplicarse en todos los tiempos y culturas.