lunes, mayo 31, 2010

‘Iglesia: libertad y fidelidad’ de Karl Rahner, SJ

Iglesia. La religión debe ser un convencimiento mío, propio y libre, ella debe ser experimentada en el centro más profundo de la existencia. Pero esta existencia sólo es ella misma en una comunidad y sociedad, en la que ella se abre, dando y recibiendo. Por otra parte, el cristianismo es una religión histórica, vinculada a alguien muy preciso: Jesucristo. Yo sólo puedo pertenecer a Cristo por medio de la Iglesia, y no de otra manera. Por eso, yo no puedo aventurarme a vivir en modo alguno un cristianismo privado, pues de esa forma negaría su origen. Por ello debo ratificar este carácter histórico de mi cristianismo a través de la pertenencia eclesial. Con esto no quedan afirmadas todavía, ni mucho menos, todas las razones para la pertenencia eclesial de un cristiano, ni siquiera las más importantes. Pero lo dicho aquí puede bastarnos.

Un cristiano de Iglesia, como el que aquí estamos suponiendo, conoce, sin duda, la historicidad de su Iglesia. Él conoce por tanto también lo más humano y lo más inhumano de aquello que en esa Iglesia ha sucedido, “en la cabeza y en los miembros”, en el pasado y en el presente. Un cristiano, que cree que la Iglesia proviene de manera auténtica de Jesucristo y que cree, por consiguiente, en su esencia como sacramento universal de salvación para todo el mundo, no puede despreocuparse totalmente de esta historia de la Iglesia, diciendo que ella ha sido sólo la historia de unos pobres hombres que, como todos los demás, se han comportado de un modo terrible sobre el escenario de la historia universal. Al contrario, un cristiano debería esperar y aguardar que la victoria de la gracia, que la Iglesia debe prometer al mundo incluso en su forma de manifestarse, se revele con gloria esplendorosa en su propia historia.

Ciertamente, la Iglesia ofrece ese tipo de revelación, que sólo pueden negar por principio aquellos que desprecian de un modo huraño a los hombres. Pero el cristiano desearía que ese resplandor fuera mucho más claro. El cristiano deberá tomar de un modo realista ese tipo de experiencia, que le obliga a ser modesto, aunque él no pueda aclararla del todo y menos aún justificarla con un triunfalismo barato (como a veces se ha interpretado aquello que quería decir el concilio Vaticano II).


Fidelidad eclesial y libertad creyente. Una identificación última con la esencia fundamental de la Iglesia, que ella no pudo ni puede perder, no significa, en modo alguno, que estemos de acuerdo con todas y cada una de las cosas que se hacen en la Iglesia. Ni con todo lo que la jerarquía o el Papa realizan, ni siquiera con todas y cada una de las cosas que la enseñanza oficial de la Iglesia presenta. Ciertamente, para mí, el auténtico dogma de la Iglesia constituye algo que me obliga absolutamente; por eso, como cristiano y como teólogo, con cierta ansiedad de espíritu y corazón, con no poca frecuencia, debo preguntarme cuál es el verdadero sentido de una determinada afirmación que el Magisterio de la Iglesia mantiene como dogma, a fin de concederle mi consentimiento, de manera honrada y tranquila.

Por mi parte, a lo largo de mi vida, yo nunca he tenido la experiencia de que esto me resultara imposible; porque, en relación con esos dogmas, yo he advertido siempre con claridad que sólo pueden entenderse bien cuando se pone de relieve su sentido en línea de apertura hacia el Misterio de Dios, sabiendo, por otra parte, que han sido formulados desde unos condicionamientos históricos determinados; por ello, esos dogmas se encuentran inevitablemente vinculados a una especie de amalgama que no pertenece de hecho al contenido de la declaración dogmática, y que puede hacer incluso que ese contenido se interprete mal. Esto se debe también al hecho de que esos dogmas están formulados como regulaciones lingüísticas que, para ser fieles a la realidad a la que aluden, no deberían permanecer siempre iguales, con las mismas palabras con que fueron formulados.

Las cosas resultan diferentes cuando se trata de esta o aquella enseñanza relativamente subordinada, sea en el campo de la exégesis, de la teología sistemática o de la teología moral, que ha sido o sigue siendo mantenida por el magisterio romano como enseñanza oficial, con la pretensión de ofrecer una enseñanza vinculante, aunque no haya sido “definida”. Por evocar sólo un ejemplo de los tiempos más recientes: a mi juicio, ni la argumentación básica, ni la autoridad de enseñanza de la Iglesia, a la que de hecho se acude, ofrecen un fundamento convincente y obligatorio para aceptar la discutida doctrina de Pablo VI en la Humanae Vitae, ni la Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe que quiere excluir por principio la ordenación de las mujeres, como algo que debería aplicarse en todos los tiempos y culturas.

Mística e historia según Karl Rahner, SJ

Santa Rita de Casia, mística

Oración. Lo enorme de esta experiencia, que todo lo centra en una especie de temblor, es lo siguiente: yo puedo dirigirme hacia ese secreto o Misterio que todo lo abarca, que todo lo lleva y todo lo penetra, que se distancia de todo y, sin embargo, lo asume todo consigo; yo puedo invocarle, puedo orar. Yo sé que cuando viene a realizarse ese encuentro orante, ello se debe una vez más a la acción de ese mismo Misterio. Más aún, este Misterio actúa de tal forma que, cuando yo me encuentro ante él, siendo distinto él, introducido en mi propia realidad, cuando yo me entrego a él, no me pierdo, sino que, por el contrario, vengo a convertirme en alguien que participa de este Misterio infinito. Yo experimento (a través de eso que nosotros, los cristianos, llamamos gracia) que este Misterio, para ser él mismo, no necesita alejarse de mí en una distancia infinita, sino que, al contrario, él mismo se entrega a nosotros, para nuestra plenitud.

A los cristianos les resulta prohibido (en una prohibición que ha de tomarse totalmente en serio) contentarse con algo que sea menor que la infinita plenitud de Dios, les está prohibido instalarse en lo finito de un modo definitivo y feliz, contentándose con la estrechez, pensando, con una modestia mentirosa, que Dios no puede tomar en serio a esta criatura finita que somos nosotros, aunque estemos lastrados por mil condicionamientos. Esto significa no sólo que el mundo ha empezado a encontrarse a sí mismo en el hombre (empezando por mi causa a ser también de otra manera), sino que Dios ha comenzado también a venir al hombre y el hombre a ir hacia Dios.

San Vicente de Paúl, místico en la historia

Historia. Pero mi cristianismo no significa solamente la apertura radical en oración, en entrega y amor al misterio indecible de Dios. Mi cristianismo no tiene sólo (si así quiere decirse) un carácter trascendental y “pneumatológico”, sino que tiene también y de un modo esencial una dimensión histórica. Mi cristianismo reconoce de hecho que este autoofrecimiento del Misterio infinito [esta revelación], en cuanto plenitud del hombre, no es sólo la posibilidad más elevada y profunda que Dios concede al hombre para la historia de su libertad, sino que implica también (al menos si se mira al conjunto de la historia humana) el hecho de que, por la fuerza de ese ofrecimiento de Dios, esa historia de la libertad humana haya venido a expandirse victoriosamente en el mundo, de manera que ella se ha mostrado ya en la historia a través de esa irreversibilidad y de esa victoria.

La fe cristiana descubre en Jesucristo ese acontecimiento histórico, por el que se ha vuelto irreversible la ofrenda de Dios a los hombres y se ha vuelto históricamente palpable esa victoria [de la libertad]. Jesús, el Crucificado y Resucitado, ha sido aquel que ha proclamado esa automanifestación irreversible de Dios por medio de su anuncio de la llegada del Reino de Dios. Ha sido Jesús el que, en su unión con Dios y en su solidaridad incondicional con todos los hombres, ha venido a mostrarse como el acontecimiento de esa cercanía de Dios, que no podrá ser ya nunca derogada. Ha sido Jesús el que, a través de esa venida en abajamiento, en la vaciedad e impotencia de la muerte, ha venido a ser comprendido y experimentado como aquel que, por medio de esta muerte, que es entrega única y total al Misterio, ha sido recibido y liberado por Dios, en toda su existencia, de manera que hemos venido a experimentarle como “el Resucitado”. Jesús es para mí la automanifestación irrevocable e inapelable de Dios hacía mí en la historia, es la Palabra insuperable y definitiva de Dios, la PALABRA.

‘Misterio’ de Karl Rahner, SJ

David Kaspar Friedrich, Aparición de la luna sobre el mar, 1821.

‘Para mí mismo y para el mundo, yo soy una pregunta infinita. Resulta a mi juicio evidente que ni siquiera la experiencia que los hombres logren alcanzar en el futuro más lejano y, de un modo derivado, tampoco la ciencia, llegarán a situarse en un nivel desde el que puedan responder a todas las preguntas, y en el que puedan elaborar y finalmente resolver todos los problemas. Me causa en verdad admiración el hecho de que la mayoría de mis contemporáneos compartan conmigo este convencimiento, incluidos quienes niegan la existencia de aquello o de aquel a lo que yo o a quien yo llamo Dios.

Pues bien, en contra de eso, yo pienso que este tipo de personas (no creyentes) deberían estar convencidas de que el hombre, esta realidad particular que yo mismo soy, podría llegar de un modo radical hasta el fondo de todas y cada una de las cosas, de manera que, en último término, debería ser capaz de descubrirlo todo, porque para él (para el hombre no creyente) la totalidad se encuentra constituida por la suma de cosas particulares (que vamos conociendo por la ciencia). De esa forma, al final, una vez que hubiéramos penetrado en todo, podríamos dejar que todo cayera en su banalidad, es decir, en la Nada. En sí misma, esa Nada a la que uno viene a ser conducido a través de esas preguntas no plantearía ya más preguntas ni más explicaciones, porque realmente esa nada es sólo nada; y con esa palabra (nada), que no guarda en sí secreto alguno, no queremos señalar ninguna cosa que sea “totalmente distinta” (ganz anderes).

A mí, en cambio, me domina y me perfora el Misterio eterno, el Misterio infinito, que es algo “totalmente distinto” (alles andere) de una especie de conglomerado donde se vinculan todas aquellas cosas que aún no conocemos ni experimentamos, el Misterio que en su infinitud y densidad se encuentra, al mismo tiempo, en lo más exterior y en lo más interno de las realidades separadas que componen eso que nosotros llamamos el mundo de nuestra experiencia. Este Misterio se encuentra ahí y se expresa en la medida en que se mantiene silencioso; ese Misterio-Secreto deja que queden serenas (gelassen) a un lado las palabras y las explicaciones, porque hablar sobre el Misterio sin más se convierte en palabrería sin sentido (sinnloses Geschwätz).

Puedo comprender el enfado y nerviosismo de los que hablan así (sobre el Misterio); porque allí donde ese Misterio, que todo lo abarca callando, no es objeto de amor, se convierte en algo escandaloso. Está ahí y no deja que podamos dominarlo. Parece simplemente que calla, elevándose por encima de nuestras precisiones y seguridades. Quien no se entrega a él con amor, puede negarlo con enojo, si se toma tiempo para ello, o puede reprimirlo, refugiándose en los negocios cotidianos y, en último término, concede a esos negocios más peso que el que le conceden por sí mismos, verdaderamente, los fugitivos y los moribundos.

A este Misterio, que confiere un fundamento a cada realidad concreta y que abre un espacio y horizonte para cada conocimiento, yo lo llamo Dios. Él no necesita que andemos probando su existencia sin cesar: esa existencia de Dios ha sido presupuesta y asumida desde siempre (por la humanidad), antes de que nosotros hayamos comenzado a hablar sobre mil cosas en los mercados de la vida cotidiana y en las aulas de las universidades. Cuando yo me sitúo en mi interior y callo, cuando un Fundamento (Grund), cuando dejo que todas las preguntas se vengan a centrar en la Pregunta, a la que no se puede responder con las respuestas que se dan a las preguntas concretas, sino que dejo que el Misterio infinito se exprese a sí mismo, entonces el Misterio está presente ahí; y entonces, en último término, ya no me preocupa el hecho de que la ciencia racionalista se crea capacitada para hablar sobre Dios de un modo escéptico. En ese momento, estoy convencido de que no me he perdido en un “sentimiento” irracional, sino que he llegado a situarme en el punto focal del espíritu, de la razón y de la comprensión, punto del que brota en último término toda racionalidad.’

martes, mayo 11, 2010

Filosofía estoica para metrosexuales


‘Conoce primero quién eres y adórnate de acuerdo con eso. Eres hombre, es decir, animal mortal capaz de servirte de las representaciones. Ese “racionalmente”, ¿qué significa? De modo acorde con la naturaleza y cumplidamente. ¿Qué tienes de extraordinario? ¿Lo animal? No. ¿Lo mortal? No. ¿La capacidad de servirte de las representaciones? No. Lo que tienes de extraordinario es lo racional: adorna y embellece eso. La cabellera, déjasela a Quien te la modeló como Él quiso. ¡Ea! ¿Qué otros apelativos tienes? ¿Eres hombre o mujer? Hombre. Embellece entonces a un hombre, no a una mujer. Aquélla es por naturaleza suave y delicada. Y si tuviera muchos pelos sería un monstruo y con los monstruos la exhibirían en Roma. Lo mismo es en el caso de un hombre el no tenerlos. Y si al no tenerlos por naturaleza es un monstruo, si él mismo se los afeita y se los arranca, ¿qué haremos con él? ¿Dónde lo exhibiremos y qué cartel lo pondremos? Os mostraré un hombre que prefiere ser mujer a hombre. ¡Tremendo espectáculo! Nadie dejará de admirarse ante el cartel. Creo, ¡por Zeus!, que los mismos que se depilan hacen lo que hacen sin saber que consiste en eso. Hombre, ¿qué tienes que reprochar a tu naturaleza? ¿Que te engendró varón? Entonces, ¿qué? ¿Era menester que a todas las engendrase mujeres? ¿Que no te agrada ese asunto? Pues hazlo por completo. Quítate… ¿cómo decirlo?... la causa de los pelos. Hazte mujer en todo, para que no nos engañemos; no medio hombre, medio mujer. ¿A quién quieres agradar? ¿A las mujercitas? Agrádales como hombre. “Sí, pero les gustan imberbes”. ¡Vete y ahórcate! ¿Y si les gustaran los maricas, te harías marica? [...]

A ti ahora te dicen los dioses esto, “mandándote a Hermes el que ve de lejos, matador de Argos”: que no revuelvas lo que está bien ni te metas en lo que no te concierne, sino que dejes al hombre, hombre, y a la mujer, mujer, y al hombre hermoso como hombre hermoso y al feo como hombre feo. Porque no eres carne y pelo, sino albedrío. Si tu albedrío es bello, entonces serás bello. Que hasta ahora no me atrevo a decirte que seas feo; parece, en efecto, que estás dispuesto a oír cualquier cosa antes que esto. Pero, mira: ¿qué dice Sócrates al más bello y más apuesto de todos, a Alcibíades? “Así que intenta ser bello”. ¿Qué es lo que le está diciendo? ¿“Arréglate el cabello y depílate las piernas”? Claro que no, sino: “Adorna tu albedrío, arranca las opiniones viles”.

Entonces el cuerpo, ¿cómo? Como nació. De eso ya se ocupó otro; déjaselo a él. Entonces, ¿qué? ¿Hay que ser sucio? Claro que no, sino que sé limpio tal cual eres y naciste: que el hombre sea limpio como hombre; la mujer, como mujer; el niño, como niño.

No; pues entonces arranquemos la melena al león para que no sea sucio, y la cresta al gallo, pues también él ha de ser limpio. Pero como gallo; y el león, como león; y el perro de caza, como perro de caza.’

Flavio Arriano, en Disertaciones de Epicteto, III, I, 24-32; 39-45. Traducción de Paloma Ortiz García (Madrid, Gredos, 1993).